50.- EL INCENDIO DE ROMA
En Anzio. En el atrium del palacio del César; Plinio, Haloto y Marcial, están conversando con la Augusta.
Terpnum y Menecrato afinan sus cítaras.
Entró Nerón y se sentó en un sillón, incrustado de carey y marfil, dijo algo al oído de su liberto Helio y esperó.
Pronto regresó Helio, trayendo un estuche de oro.
Nerón lo abrió y extrajo de él un collar de finísimos ópalos y dijo:
– Estas son joyas dignas de Venus Afrodita.
Popea los admiró sonriente…
– Se diría que las luces de la aurora irradian en ellas. –observó Popea, convencida de que esa joya es para ella.
El César admirando la joya y alabando su belleza, se volvió hacia el tribuno y finalizó diciendo:
– Marco Aurelio, darás de mi parte este collar a la mujer a quién te ordeno que te unas en matrimonio: la joven hija de Vardanes I, el rey parto.
La mirada de Popea centelleó llena de ira y de asombro…
Y pasando del César a Marco Aurelio, la fijó finalmente en Petronio…
Pero éste ni siquiera la mira, parece abstraído delineando los grabados de un arpa que está cerca, como si esto fuera lo más importante del mundo.
Marco Aurelio dio al César las gracias por el obsequio y después, acercándose a Petronio, le dijo en voz baja:
– ¿Cómo podré agradecerte lo que has hecho por mí?
– Sacrifica un par de cisnes a Euterpe o niega a tu Dios por mí. Ensalza los versos del César y no dejes que te afecten los presentimientos. Confío en que de ahora en adelante, el rugido de los leones no perturbará más tus sueños, ni los de tu princesa parta.
El tribuno suspiró:
– No. Ahora estoy del todo tranquilo.
– ¡Que la fortuna te sea propicia! Más ten cuidado ahora, porque el César acaba de tomar en sus manos el laúd. Suspende el aliento. Escucha y prepárate a derramar lágrimas de emoción…
Y en efecto, en ese momento, el emperador tomó el laúd y alzó la vista al cielo.
En aquel recinto se hizo el más profundo silencio.
Solo Terpnum y Menecrato que deben acompañar al César, están alertas; es espera de las primeras notas de su canto…
Y en ese mismo instante se oyó un ruido en la entrada y en seguida irrumpieron Faonte, el liberto del César, seguido por el cónsul Cluvio Rufo.
Nerón frunció el entrecejo.
Faonte dijo con voz jadeante:
– ¡Perdón divino emperador! ¡Hay un incendio en Roma! La mayor parte de la ciudad está siendo presa de las llamas.
Al oír esta noticia, todos los presentes se levantan sobresaltados.
Nerón exclamó:
– ¡Oh, dioses! Por fin voy a ver una ciudad incendiada y podré terminar mi himno. –Y haciendo a un lado su laúd, pregunta al cónsul- ¿Si partiera inmediatamente alcanzaría a ver el incendio?
Cluvio Rufo, pálido y desencajado, contestó:
– Señor. Toda la ciudad está convertida en un océano de llamas. El humo ahoga a sus habitantes. Las gentes se desmayan o se arrojan al fuego desesperados, presas del delirio. ¡Roma está pereciendo! ¡Oh, César!
Se hizo un silencio sepulcral.
El cual fue interrumpido por Marco Aurelio al exclamar:
– ¡Vae mísero mihi! (¡Ay, desgraciado de mí!)
Y el joven tribuno, arrojando la copa de vino, se precipitó corriendo…
Nerón alzó las manos al cielo y exclamó:
– ¡Ay de ti, sagrada ciudad de Príamo!
Marco Aurelio ordenó a unos cuantos sirvientes que le siguieran y despachó otro a su casa para avisar a sus huéspedes.
Luego saltó sobre su caballo y se lanzó a galope tendido por las desiertas calles de Anzio, hacia Laurento.
La espantosa noticia le produjo una especie de frenesí, que casi raya en la locura. Lo único que desea es llegar a Roma cuanto antes.
Un solo pensamiento, está fijo en su mente: ¡Roma está ardiendo!
El potro de Idumea, caídas las orejas y con el cuello extendido, atraviesa veloz como una flecha, por entre los inmóviles cipreses, los blancos palacios y las casas de campo.
Sólo se oye el ruido de los cascos que resuenan en las baldosas.
Pronto, los sirvientes fueron quedando atrás, pues Marco Aurelio corre como una centella.
Atravesó Laurento y torció hacia Árdea en la cual, como en Bobillas y Ustrino, había dejado postas, el día que partió para Anzio, a fin de recorrer en menos tiempo y con los relevos descansados, la distancia hasta Roma.
Y como sabe que le esperan caballos de repuesto, casi revienta al que monta.
Por un momento cruzó por su mente como un relámpago, el recuerdo de Bernabé y sus fuerzas sobrehumanas. ¿Pero qué puede hacer un hombre por más fuerte que sea, ante la fuerza destructora del fuego?
De repente, un escalofrío de terror lo estremece y le eriza los cabellos, al recordar todas las conversaciones sobre ciudades incendiadas que en los últimos días se habían repetido con extraña persistencia en la corte de Nerón.
La obsesión con la nueva ciudad de Nerópolis y las dolientes quejas del césar al verse obligado a hacer la descripción de una ciudad arrasada por las llamas, sin haber visto jamás un incendio real.
Recordó también la desdeñosa respuesta que diera a Tigelino, cuando éste le ofreció incendiar Anzio.
Las lamentaciones de Nerón contra Roma y las pestilentes calles del barrio del Suburra… Dándose con la palma de la mano un golpe en la frente materializó la conclusión de sus pensamientos y exclamó:
– ¡Oh, NO! …¡SÍ!
¡El César había ordenado el incendio de la ciudad!
Sólo él podía dar una orden semejante, así como sólo Tigelino era capaz de darle cumplimiento.
Pero si Roma se estaba incendiando por mandato del César…
¿Quién podía estar seguro de que la población no estaba siendo asesinada por orden suya?
El Monstruo es capaz de eso y más. Incendio y asesinato en masa. ¡Qué terrible caos!
¡Qué desbordamiento de fuerzas destructoras y de frenesí humano! ¡Y en medio de todo esto, está su amada Alexandra!…
Los lamentos de Marco Aurelio se confunden con los resoplidos y jadeos del caballo. El cual, galopando sin descansar por un camino ascendente, en dirección a Aricia, está a punto de reventar.
Entonces se cruza con otro jinete que corre en dirección contraria, hacia Anzio, como un bólido.
Y al pasar junto a él, grita:
– ¡Roma está perdida! ¡Oh, dioses del Olimpo!
Y continuó su veloz carrera.
Las palabras restantes fueron sofocadas por el ruido ensordecedor de los cascos de su caballo.
Pero esa exclamación: ‘¡OH, dioses del Olimpo!’ Le recordó…
Y oró desde el fondo de su alma.
Con su rostro bañado en lágrimas, suplicó:
– Padre mío, sólo Tú puedes salvarla… Pater Noster…
La Oración sublime devolvió la paz al alma de Marco Aurelio.
Luego divisó las murallas de Aricia, pueblo que está a la mitad del camino hacia Roma.
El desesperado jinete lo cruza como una exhalación y llega hasta la posada en donde tiene el caballo de repuesto.
Allí ve a un destacamento de soldados pretorianos que vienen de Roma hacia Anzio…
Y corriendo hacia ellos, les pregunta:
– ¿Qué parte de la ciudad es abrasada por el incendio?
– ¿Quién eres tú? –preguntó el decurión.
– Marco Aurelio Petronio. Tribuno del ejército y augustano. ¡Responde!
– El incendio estalló en las tiendas cercanas al Circo Máximo. En el momento en que fuimos despachados, el centro de la ciudad estaba ardiendo.
– ¿Y el Transtíber?
– El fuego no llegaba allí todavía. Pero avanza rápido y abarca nuevos barrios con una fuerza que nadie puede contener. La gente muere sofocada por el calor y el humo. No hay salvación.
En ese momento le trajeron el nuevo caballo y el angustiado tribuno saltó sobre él.
Y dando las gracias prosiguió su vertiginosa marcha.
Corría ahora en la dirección de Albano, dejando a la derecha a Alba Longa y su espléndido lago.
Albano está al otro lado de la montaña.
Pero aún antes de alcanzar la cumbre del monte, el viento le hace llegar el fuerte olor a humo y advierte en la cumbre, unos reflejos dorados…
– ¡El Incendio! –piensa abrumado.
Las sombras de la noche están dando paso a la luz.
El alba da unos destellos se oro y rosa, que no se sabe si son a causa de la aurora o al incendio de Roma.
Cuando por fin llega a la cumbre, un cuadro terrible se extiende ante sus ojos asombrados:
Toda la parte baja está cubierta de humo y parece formar una nube gigantesca, pegada a la tierra.
En medio de esa nube, desaparecen ciudades, acueductos, casas de campo y árboles.
Pero más allá… en una visión aterradora, la ciudad arde en las colinas.
El incendio no tiene la forma de una columna de fuego, como sucede cuando arde un solo edificio, aún cuando tenga una vasta dimensión.
Aquello parece más bien un largo cinturón, cuyo fulgor es parecido al de la aurora.
Y sobre aquel extenso cinturón se levanta una ola de humo, en algunos puntos enteramente negro, en otros color de rosa y en otros rojo como la sangre.
Hay lugares en los que se retuerce como una espiral.
Y en otros, está estrecho y ondula como una serpiente que se extiende y desenrolla.
Y esa monstruosa ola humeante, es como una cinta ígnea que levanta las llamas hacia el cielo.
Humo y llamas se extienden de un extremo a otro del horizonte, causando la impresión de que no solo está ardiendo la ciudad, sino el mundo entero.
Marco Aurelio desciende hacia Albano y penetra en una región, donde el humo es más denso.
Todos los habitantes del pueblo están alarmados.
Si en Albano la situación está así, se estremece de terror al pensar:
– ¿Cómo estará Roma? Es imposible que una ciudad se queme por todas partes al mismo tiempo. No cabe duda de que esto ha sido provocado.
Y mueve la cabeza al pensarlo.
Pero luego recuerda la promesa de Cristo, el día de su bautismo… Y recupera totalmente la calma.
– Sé que Alexandra está bien. Él me lo dijo: ‘Que pasare lo que pasare, confiáramos en Él.’ Y yo le creo. Aún cuando Roma arda hasta los cimientos, ella va a estar bien.
Y con esta certeza en el corazón, la esperanza se fue fortaleciendo mientras prosigue su veloz galope.
Antes de llegar a Ustrino se vio obligado a disminuir la velocidad de su caballo, a causa de la multitud de gente que viene en dirección contraria.
Ustrino está invadido por todos los fugitivos de Roma que están aterrorizados y buscan desesperadamente a los suyos, aumentando la confusión.
Cuando Marco Aurelio llegó por su caballo de refresco a la posada, se encontró con el senador Vinicio.
Y éste dio más detalles del incendio.
– Hay gladiadores y esclavos entregados al saqueo. El fuego comenzó en el Circo Máximo, en la parte colindante con el Palatino y el Monte Celio. Y extendiéndose con incomprensible rapidez, abarcó todo el centro de la ciudad.
Nunca había caído sobre Roma, una catástrofe más tremenda. El Circo ha quedado completamente destruido. Las llamas que rodean el Palatino, llegaron hasta el Vicus de las Carenas.
Y Vinicio que poseía en este barrio una espléndida mansión, llena de obras de arte que estimaba sobremanera, empezó a lamentarse amargamente por todo lo perdido.
Marco Aurelio le puso una mano en el hombro y le dijo:
– Yo también tengo una casa en las Carenas, pero cuando todo perece, qué importa ya nada. –y recordando que había dicho a Alexandra que fuese a la casa de Publio, preguntó- ¿Y el Vicus Patricius?
Vinicio replicó:
– Destruido por el fuego.
– ¿Y el Transtíber?
El senador lo miró sorprendido.
Y oprimiéndose las sienes con las manos, exclamó:
– ¡Oh! ¡Qué nos importa a nosotros el Transtíber!
– ¡El Transtíber me importa a mí, más que todo el resto de Roma! –exclamó Marco Aurelio con vehemencia.
– Puedes llegar hasta allí por la vía del Puerto, cerca del Aventino. Pero te sofocará el humo… En cuanto al barrio del Transtíber, no sé. Cuando yo me salí, el fuego todavía no lo alcanzaba. Lo que haya sucedido, solo lo saben los dioses… Quisiera decirte algo…
– Habla. Si sabes algo más dimelo y nadie sabrá que tu me lo confiaste.
Vinicio titubeó y luego agregó en voz baja:
– Como sé que no me vas a traicionar, te diré que el fuego fue provocado. Cuando estaba ardiendo el Circo no se permitió a nadie ir a extinguirlo. Yo oí en medio del incendio muchas voces que gritaban: ‘¡Muerte al que intente salvar!’ Y había muchos individuos que corrían con antorchas encendidas, aplicándolas a los edificios y a las casas.
Marco Aurelio vio sus sospechas confirmadas y solo exclamó:
– ¡Oh! ¡Qué mentes criminales!
– Así es… Y por otra parte, el pueblo se ha sublevado y se oyen rumores de que el incendio de Roma, fue decretado. No puedo decir nada más. Es imposible describir lo que está sucediendo.
La gente perece entre las llamas o en medio del tumulto. ¡Ay de la ciudad! Y ¡Ay de nosotros!
Y el senador se quedó lamentándose, porque lo había perdido todo…
– ¡Adiós! –respondió Marco Aurelio saltando a su caballo y emprendió la carrera a lo largo de la Vía Apia.
Pero ahora se hace más difícil avanzar, por la cantidad de gente que está huyendo de Roma.
La ciudad, devorada por una conflagración monstruosa, se presenta ya, ante los espantados ojos del tribuno…
De aquel mar de fuego y humo, se desprende un horrendo calor.
Y el rumor clamoroso de los gritos de las víctimas, no alcanza a dominar el chirrido crepitante de las llamas.
Al llegar a las murallas, Marco Aurelio ve que casas, campos, cementerios, jardines y Templos, todo lo que había a ambos lados de esa vía, están convertidos en campamentos.
Ustrino con su desorden, da una ligera idea de lo que sucede dentro de la ciudad, que se ha convertido en una ciudad sin ley.
Y Marco Aurelio no trae armas.
Salió de Anzio, tal como se encontraba en la casa del César, cuando llevaron las noticias del incendio.
Se dirige a la Vía Portuense, que conduce directamente al Transtíber.
En una aldea llamada Vicus Alexandria cruzó el río Tíber.
Por algunos fugitivos se enteró de que el fuego solo había alcanzado unas pocas calles del Transtíber.
Pero la conflagración no puede ser detenida, porque hay personas que están alimentando el fuego e impiden que nadie intente apagarlo, declarando que tienen orden de proceder así.
Al joven tribuno ya no le queda ninguna duda de que el César fue quién decretó el incendio de Roma.
Ningún enemigo de Roma hubiera podido causar mayor daño. La medida está colmada.
La locura de Nerón ha llegado al límite más alto, haciendo su víctima al pueblo romano, en los criminales caprichos del tirano.
Y también Marco Aurelio piensa que ésta será la hora postrera de Nerón, pues la ruina de toda la ciudad, clama el castigo por sus nefandos crímenes.
En su camino, Marco Aurelio se estremece al ser testigo de las escenas más aterradoras.
En más de una ocasión, dos corrientes de individuos que escapan en direcciones opuestas, se encuentran en una estrecha callejuela, se atropellan, luchan entre sí. Se hieren o pisotean a los caídos.
Las familias que en medio de aquel tumulto pierden a uno o varios de sus miembros, los llaman con gritos desgarradores.
Entre el ensordecedor estrépito de gritos y alaridos, es casi imposible hacer una pregunta y escuchar una respuesta coherente.
Hay momentos en que nuevas columnas de humo, procedentes de la ribera opuesta del río, los envuelven haciendo unas tinieblas negras como la noche.
Pero el viento que da pábulo al incendio disipa el denso humo y entonces se vuelve a ver el camino por donde se avanza.
Una multitud de gladiadores y bárbaros, destinados a ser vendidos en el mercado de esclavos, embriagados con el vino saqueado del emporium (mercado), se entregan al saqueo.
Para ellos, con el incendio y la ruina de Roma, ha terminado su esclavitud y ha sonado también la hora de su venganza desahogando su ira brutal al sentirse libres, por sus largos años de miseria y sufrimiento.
En su carrera militar había presenciado los asaltos y tomas de pueblos, pero nunca sus ojos habían contemplado algo semejante: la desesperación, las lágrimas, los alaridos de dolor, los gritos salvajes de alegría y locura.
Todo esto mezclado con un desenfrenado desbordamiento de pasiones, provocan un caos aterrador.
Y por sobre toda esta multitud jadeante, crepita el fuego, extendiéndose devorador.
Envolviendo a todos en un hálito de infierno y destrucción.
Marco Aurelio oye voces que acusan a Nerón de haber incendiado la ciudad.
Hay amenazas de muerte contra el César y contra Popea.
Y gritos de:
– ¡Sannio! ¡Histrio! (Bufón, histrión) ¡Matricida!
Gritos que claman arrojarlo al Tíber y darle el castigo de los parricidas, pues ya les colmó la paciencia. Se mezclan con los gritos postreros de los alcanzados por el fuego.
Al fin llega a la calle en donde se encuentra la casa de Acacio.
El calor del verano, aumentado por las llamas del incendio, ha llegado a ser insoportable. El humo irrita los ojos y ciega. No se puede respirar. El aire quema los pulmones.
Aún aquellos habitantes que habían abrigado la esperanza de que el fuego no atravesara el río y habían permanecido en sus casas, esperando poder escapar de ser alcanzados, empezaron a abandonarlas.
En medio del tumulto, alguien hirió con un martillo al caballo de Marco Aurelio.
El animal echó hacia atrás la cabeza ensangrentada, al mismo tiempo que se oyó este grito:
– ¡Muerte a Nerón y a sus incendiarios!
El animal se encabritó y ya no quiso obedecer a su jinete.
Lo reconocieron como a un augustano. Y este fue un momento de gran peligro.
Pero su espantado caballo le arrancó de ahí violentamente, pisoteando a quién encontró a su paso, hasta que Marco Aurelio pudo abandonar su cabalgadura y prosiguió su marcha a pié.
Deslizándose a lo largo de las murallas, tratando de llegar hasta la casa de Acacio.
Hubo un momento en que tuvo que cortar un pedazo de su túnica, mojarlo y cubrirse con él, el rostro; para poder respirar.
Cada vez el calor es más insoportable.
Un viejo que huye penosamente apoyado en sus muletas, le dijo:
– ¡No os aproximéis al monte Cestio! ¡Toda la isla está envuelta en llamas!
A la entrada del Vicus Patricius donde está situada la casa de Acacio, Marco Aurelio vio altas llamas entre las nubes de humo.
Desgraciadamente el aire ya no arrastra solo humo, sino millares de chispas.
A través de aquel infierno, distinguió los cipreses de la casa de Acacio, que todavía no ha sido alcanzada por el fuego.
Esto le dio nuevos bríos, pues parece estar intacta.
Abrió la puerta de un empellón y se precipitó al interior. La casa está desierta.
Llama desesperado:
– ¡Alexandra! ¡Alexandra!
Nadie le respondió. Los únicos sonidos son los lúgubres rugidos del vivar, que está junto al templo de Esculapio.
Marco Aurelio se estremeció de pies a cabeza. Y al revisar toda la casa, comprueba que está vacía.
En el lararium lleno de humo, hay una cruz. Y en vez de lares, arde un cirio.
Al revisar los dormitorios reconoce en uno, los vestidos de Alexandra.
Se pregunta en donde puede estar. Toma una de sus túnicas y la lleva a su pecho.
Y hasta entonces comprende que el que está ahora en peligro es él.
– Tengo que salir de aquí y ponerme a salvo. –pensó.
Entonces se precipitó a la calle y corre ahora tratando de huir del fuego, para salvar su propia vida.
El fuego parece perseguirlo con su hálito quemante.
Siente en la boca el sabor a humo y a hollín. El aire la abrasa los pulmones. Está todo cubierto de sudor que escalda como agua hirviendo.
Solo lo alienta el recuerdo de su esposa y su capitum alrededor de su cuello. Lo único que quiere ahora, es verla antes de morir.
Tambaleándose como un ebrio, sigue corriendo.
Entretanto se verificó un cambio, en aquella gigantesca y aterradora conflagración, que abrasa a la ciudad entera: todas las que habían sido llamaradas aisladas, se han convertido en un solo mar de llamas.
Un torbellino de chispas, se levanta como un huracán de fuego.
En eso, Marco Aurelio divisó una esquina. Y ya próximo a caer, dio la vuelta a la calle y vio a lo lejos la Vía Portuense.
Comprendió que si lograba llegar hasta ella, estaría a salvo. Luego vio una negra nube de humo, que parece cerrarle el paso. Su túnica empezó a arder por las chispas y tuvo que quitársela y arrojarla lejos de sí.
Le queda solo el capitum de Alexandra, que mojó en la fuente del implovium en la casa de Acacio, antes de salir y lo trae alrededor de la cabeza, cubriéndose la nariz y la boca.
A través del humo distingue voces y oye gritos.
El se acerca con la esperanza de que alguien pueda ayudarle y grita pidiendo auxilio con todas sus fuerzas, antes de llegar hasta ellos.
Pero ese fue su último esfuerzo, antes de caer semidesmayado.
Dos hombres le han oído y corren a socorrerlo; llevando en las manos, sendas calabazas llenas de agua.
Marco Aurelio, que había caído desfallecido por el agotamiento, tomó una de las calabazas y bebió su contenido hasta más de la mitad.
Con la otra le bañaron y le ayudaron a ponerse de pie.
– Gracias. Ahora podré seguir caminando.
Varias personas lo rodearon preguntándole si está bien y si no se ha hecho daño.
Esto sorprende al tribuno y pregunta:
– ¿Quiénes sois?
– Estamos aquí derribando casas, para ver si podemos detener el fuego, impidiendo que llegue hasta la Vía Portuense. –le contestó uno.
Marco Aurelio que desde esa mañana solo había encontrado turbas brutales, saqueadores y asesinos, contempló con más atención a las personas que lo rodeaban y dijo:
– ¡Qué Cristo os premie!
– ¡Alabado sea su Nombre! –contestó un coro de voces.
– ¿El obispo Lino?
Ya no pudo escuchar la respuesta porque se desmayó.
Recobró el conocimiento en un jardín lleno de hombres y mujeres.
Le habían puesto una túnica y las primeras palabras que dijo, fueron:
– ¿Dónde está Lino?
Hubo un largo silencio.
Luego, una voz conocida, le respondió:
– Se fue hace dos días a Laurento por la Puerta Nomentana. ¡Que la paz sea contigo! ¡Oh, rey de Persia!
Marco Aurelio se incorporó y vio a Prócoro Quironio ante sus ojos.
El griego le dijo:
– Tu casa se incendió. ¡Oh, señor! Porque el barrio de las Carenas está envuelto en llamas. Pero tú serás siempre tan poderoso como Midas.
El tribuno lo miró sin responder y Prócoro continuó:
– ¡Oh, qué desgracia! Los cristianos, ¡Oh, hijo de Apolo! Han predicho desde hace tiempo que el fuego destruirá el mundo. sus obispos lo han confirmado cuando hablan de la Parusía.
Marco Aurelio preguntó:
– ¿Sabes algo del Obispo Lino?
– Lino acompañado de la joven que buscas, está en Laurento. ¡Oh, qué desventura para Roma!
– ¿Tú los has visto?
– ¡Oh, sí, señor! Y le doy gracias a Cristo y a todos los dioses que me permiten darte esta buena noticia.
La tarde llega a su término, pero en el jardín se ve el día claro, pues el incendio que ha ido aumentando, hace que el firmamento se vea rojo para dondequiera que se mire.
Pues aquella noche parece que en el mundo se haya desatado el infierno.
Toda la ciudad arde en llamas. La luna grande y llena, apareció entre las colinas. Y el resplandor del fuego la hace aparecer como si fuera de bronce.
Sobre las ruinas de la ciudad que ha gobernado al mundo, la inmensa bóveda del cielo, tiene un tinte rosa extraño en el que brillan las estrellas.
Roma parece una pira gigantesca que ilumina toda la Campania.
A los resplandores de aquella luz rojo sangre, se miran a lo lejos los montes y los pueblos; las casas de campo, los monumentos, los acueductos, los templos.
Y los actos de violencia, el robo, el saqueo, se propagan por doquier.
Parece que el espectáculo de aquella ciudad que el fuego está devorando; convirtiéndola en un montón de humeantes ruinas, subleva en el ánimo de los espectadores, la versión de que el César ha dado la orden de quemar Roma, para librarse de los olores del Suburra y construir una nueva ciudad llamada Neronia.
Llenos de ira, dicen que el César está loco y que por un capricho criminal, ha decidido sacrificar a millares de romanos.
Muchas personas después de haber perdido todos sus bienes o sus seres queridos, se arrojan a las llamas dominadas por la desesperación.
Muchos mueren quemados o asfixiados por el humo.
La destrucción parece tan completa, implacable y fatal como el destino. Y el incendio se sigue propagando.
Marco Aurelio fue trasladado a la casa de un comerciante que le da hospedaje, baño, ropa y alimentos, para que recobre sus fuerzas.
Éste le confirmó que Lino se había ido con el sacerdote Nicomedes y el prelado Fileas, obispo en cuya casa había encontrado refugio y que estaba fuera de la ciudad, en Laurento.
Saber que ellos habían escapado del incendio le dio nuevas fuerzas. Ve claramente la mano de Dios que los está protegiendo y da gracias por ello en una plegaria silenciosa.
Luego dijo:
– Gracias Efrén, por tu caridad. Iré a buscar a Lino. Mi esposa está con ellos.
Efrén le aconsejó:
– Será mejor que atravieses el Monte Vaticano hasta la Puerta Flaminia y cruzas el río por ese punto. Es el sitio menos peligroso.
Y Roma ardió por seis días y siete noches.
De las catorce divisiones de Roma, quedaron solo cuatro, incluyendo el Transtíber.
Las llamas devoraron todas las demás.
La catástrofe ha sido demasiado grande y no tiene paralelo en el mundo.
HERMANO EN CRISTO JESUS:
ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, – CONÓCELA
42.- EL RUGIDO DE LOS LEONES
En Anzio, el emperador con su corte después de la comida fueron a dar un paseo en bote y Popea se las arregló para estar junto a Marco Aurelio.
Luego Nerón quiso que hombres de dignidad consular, remen en homenaje a la Augusta.
El mar está tranquilo y el viento y la brisa son suaves.
El César, sentado junto al timón y vestido con una toga púrpura, cantó un himno en honor a Poseidón, que compuso la noche anterior y al que Terpnum le ayudó a ponerle música.
En otros botes los músicos estuvieron amenizando el ambiente y alrededor nadan un grupo de delfines, como si hubieran sido atraídos por la música.
Y los extraordinarios animales se portaron tan graciosos como si alguien los hubiera invitado a la fiesta.
Plinio está muy feliz.
Cuando llegaron a mar abierto, apareció a la distancia un barco procedente de Ostia y Marco Aurelio fue el primero en descubrirlo…
Entonces la augusta Popea, dijo:
– Es evidente que nada hay oculto a tus ojos. –y súbitamente dejó caer el velo sobre su rostro- ¿Podrías reconocerme así?
Petronio intervino al punto:
– Hasta el mismo sol se hace invisible detrás de las nubes.
Pero ella, coqueta y como en broma, insistió:
– Solo el amor podría cegar una mirada tan penetrante como la tuya. ¿De quién estás enamorado?…-y comenzó a nombrar a todas las damas de la corte, como si intentara descubrir cuál de ellas es el objeto de su amor.
Marco Aurelio contesta negando con calma.
Al final Popea mencionó a Alexandra. Y al mencionarla se descubrió el rostro y le dirigió una mirada inquisitiva y aviesa…
En ese momento, Petronio hizo virar el bote, culpando a un delfín por el violento giro y apartó de Marco Aurelio la atención general, impidiendo una respuesta.
Cuando más tarde los dos descansan a solas en el cubículum…
Petronio, verdaderamente alarmado le implora nuevamente que no ofenda la vanidad de Popea:
– ¡Sería desastroso! ¡Te vi y te conozco! ¿Acaso no comprendes?…
Marco Aurelio contestó decidido:
– El que no comprendes eres tú. Popea solo me inspira aversión y desprecio. ¡Si hubiera dicho algo sobre Alexandra!… Tuve que dominar el impulso de romperle el remo en la cabeza a esa mujer perversa y ruin.
– ¿Por qué crees que hice lo que hice? Tampoco a Nerón le gustó mucho que lo mojara con el viraje. Además, yo sé que Popea no te ama. Ella es incapaz de amar a nadie.
Pero ahorita es una mujer despechada. Su deseo y su capricho nacen de la cólera que siente contra el César; que aún se halla bajo su influencia y parece que es capaz de amarla todavía.
Aun así, es tan perverso con ella, pues no le oculta sus infidelidades, ni su desvergüenza. Ahorita, Popea es más peligrosa que nunca… ¿Cómo quieres que te lo haga entender?
Marco Aurelio concede con desgano:
– Está bien. Te prometo no hacer nada para provocarla. Rogaré a Dios que me ayude a librarme de ella.
– Y mientras lo haces yo te prometo que me mantendré vigilante, aunque con ello me estoy ganando el aborrecimiento de la augusta.
Una semana después…
Bernabé está sacando agua de la cisterna con un cántaro, mientras canta a media voz en el idioma de su país.
Al mismo tiempo mira de vez en cuando hacia el grupo de cipreses, en el jardín de la casa de Acacio. Y sonríe con gran complacencia…
En un banco junto a la fuente, están sentados Marco Aurelio y Alexandra.
Parecen dos blancas y hermosas estatuas; pues ni la más leve brisa agita sus vestidos. El cielo se tiñe de oro y fuego, mientras ellos conversan abrazados tiernamente, en medio de la plácida tarde.
Alexandra le pregunta preocupada:
– Amor mío, ¿No sucederá ninguna desgracia por haber salido de Anzio sin el permiso del César?
Marco Aurelio le contestó muy alegre:
– No, amada mía. El César anunció que se iba a encerrar dos días con Terpnum y Menecrato, para dedicarse a la composición de nuevos cantos. Y pidió que nadie lo molestara.
Esto lo hace a menudo. Y cuando eso pasa, no se preocupa de nada más y no le importa lo que pase a su alrededor…
Alexandra suspiró y dijo:
– Me alegro tanto de que estés aquí. El César…
– ¿A mí que me importa el César cuando estoy junto a ti y puedo contemplarte a mi antojo? Demasiado he sufrido la nostalgia de ti y llevo varias noches que no puedo dormir. A veces la fatiga me vence y caigo en una especie de sopor. No puedo dejar de pensar en ti.
– Yo tampoco amor mío y me sorprendió tanto verte que casi no lo puedo creer…
– Puse postas a lo largo del camino y gracias a eso, pude venir con mayor rapidez, que cualquiera de los correos del César. No sabes el trabajo que me cuesta permanecer lejos de ti. Te amo demasiado, vida mía.
– Y yo presentía que ibas a venir. Te estaba esperando yo también, esposo mío. Sufro mucho por la añoranza de tu ausencia.
Se besan con mucha ternura y con una contenida pasión, bajo el baño de luz que el crepúsculo vespertino colorea con sus últimos destellos.
El plácido encanto de aquella tarde, contribuye al arrobamiento mutuo.
Luego, Marco Aurelio dice:
– ¿Sabes una cosa? Estoy adelantando mucho en el catecumenado y el Obispo Cipriano prometió bautizarme pronto, antes de seguir su viaje a Asia.
– ¿Ya te sientes listo para pedir el Bautismo?
– Estoy aprendiendo a amar a Dios sobre todas las cosas. Y eso, en lugar de disminuir, ha aumentado y perfeccionado mi amor por ti. Antes creía que el amor era un anhelo y una llama que enardecía la sangre. Ahora comprendo que es posible amar hasta con la propia sangre, cuando se anhela derramarla por amor a Él y se desea la muerte que nos da la Vida.
– ¡OH! ¡Vaya que estás adelantado! Ya oigo a un cristiano maduro en ti. Y en relación con nosotros…
– Yo sé que nuestro amor durará en el tiempo y en la eternidad, porque te amaré más allá de esta vida y juntos adoraremos a nuestro Señor. ¡Oh, si ahora solo con verme reflejado en tus ojos, siento esta felicidad! Dime, Alexandra mía, ¿Qué será cuando nuestro amor pueda ser consumado y ame y adore en tu cuerpo, al Dios que encierras en ti?
Alexandra se ruborizó y exclamó:
Marco Aurelio la miró sorprendido y halagado…
Y enlazando el delicado talle de la joven, la besa en los cabellos mientras dice:
– ¡Alexandra! Te bendigo y bendigo el momento en que te conocí.
– ¡Te amo, Marco Aurelio mío! –dijo ella suspirando de felicidad.
Incapaz de decir nada más, ante las palabras que la emocionaron mucho, pronunciadas por aquel hombre que ha cambiado tanto y es como un sueño convertido en realidad.
Los últimos reflejos violáceos del crepúsculo, se desvanecen entre los cipreses, dando paso a los destellos argentados de la luna, en una noche admirablemente hermosa.
El tribuno responde emocionado:
– Ahora mismo que me has dicho: ‘yo te amo’, estoy seguro de que por medio de la violencia yo no hubiera logrado arrancar de tus labios esas palabras, ni aun usando todo el poder de Roma.
Alexandra sonrió y mirándolo con coquetería repitió:
– Te amo y te anhelo con todo mi ser…
Por toda respuesta, Marco Aurelio le tomó la barbilla y la besó con toda la adoración, la pasión y la ternura que le despierta cuando está junto a ella.
Ella le correspondió, dulcemente apasionada…
Y en la deliciosa caricia, los dos se entregaron su apasionada donación mutua. Sus almas y sus espíritus se fundieron en una exquisita armonía, que los conecta con la maravillosa cadencia del Universo…
¡Oh! Paradisíaca felicidad del amor verdadero… Por unos instantes, todo a su alrededor queda suspendido por la magia que los envuelve…
Pero Marco Aurelio es un verdadero hombre y está consciente de que aun no puede vivir la plenitud de esta entrega, aunque la criatura que vibra de pasión entre sus brazos es su esposa…
Cuando disponga del tiempo para enseñarle a esta mujer maravillosa, todos los secretos deliciosos que encierra el Amor, entonces se deleitará con ella…
Si apresura las cosas, el inminente regreso a Anzio sólo echaría a perder lo que debe ser la experiencia más sublime de sus vidas…
La luna de miel tiene que retrasarse. Por ahora lo más sabio es mantener la cordura sobre los sentimientos…
Y con un supremo esfuerzo de su voluntad, se separó de ella.
Y dijo con cierta angustia:
– Eres mi esposa. Ahora soy tu prometido esposo y quiero que el día que estemos completamente juntos, sea para no separarnos jamás… Aun no te poseo plenamente y ya no puedo vivir sin ti. Si me quedo contigo, estaré desafiando un poder imperial que te dejaría viuda ahora mismo. Y necesito vivir para que con mi consagración a nuestro hogar, formemos la familia que los dos anhelamos. ¿Me comprendes vida mía?
Alexandra lo besó tiernamente en la nariz y le contestó:
– Mejor de lo que crees…. Pienso que Dios tiene sus planes, para permitir todo lo que nos está sucediendo. Y yo soy su sierva y la esposa que te espera y vivirá consagrada para ti. Mi Señor ya vive en ti y lo adoro en ti… Bendita sea su Voluntad en nuestras vidas y en nuestro matrimonio.
Marco Aurelio sonrió aliviado y dijo:
– Si yo preguntara a Séneca porqué enaltece tanto la virtud, creo que no sabría darme una respuesta convincente. Porque ahora sé que yo debo ser virtuoso para no perder a mi Señor Jesús. ¿Cómo no adorarlo, si además me ha dado el tesoro inestimable de tu amor? ¡Cómo quisiera quedarme contigo y no separarme ya nunca de ti! Pero debo volver a Anzio. ¡Estoy impaciente porque este viaje termine ya!
Alexandra lo escucha fijando en él sus ojos azul mar. Están húmedos y a la luz de la luna semejan dos flores perladas de rocío.
Y en aquel instante se sintieron inmensamente felices, pues sus almas están unidas por el poder de la Fe en la misma Religión que hace vibrar su espíritu y su corazón, con la certidumbre plena de que pase lo que pase, no dejarán de amarse y de pertenecerse el uno al otro; porque su amor está santificado por un amor más grande, perfecto y divino…
Marco Aurelio suspiró y dijo:
– Tengo que partir antes del amanecer, para estar en Anzio a tiempo.
Alexandra contestó con resignación:
– Yo tampoco quiero separarme de ti.
Sin mover la cabeza del hombro masculino, Alexandra alzó la mirada pensativa, hasta las altas copas de los árboles que argenta la luz de la luna y añadió:
– Muy bien, Marco Aurelio. Me has hablado de llevarme a Sicilia, en donde Publio desea pasar los años de su vejez…
El tribuno la interrumpe lleno de alborozo:
– ¡Sí, preciosa mía! Nuestras propiedades colindan con la de Petronio. Aquella es una costa deliciosa. Su clima es más suave y sus noches más bellas que las de Roma, son perfumadas y serenas. Allí la vida y la felicidad van de la mano. –y con aire soñador, hizo un esbozo del porvenir, agregando-¡Oh, Alexandra! Por entre las arboledas y los bosques nos pasearemos, en medio de nuestro gozo infinito…
Y veremos crecer nuestra familia, consagrados a la adoración de Dios.
Y ambos soñaron con las perspectivas encantadas del futuro y se abrazaron más estrechamente.
Ella preguntó:
– ¿Visitaremos a los Quintiliano?
– Sí, preciosa mía; serán parte de nuestra familia.
Alexandra le tomó una mano y se la besó.
Marco Aurelio le dijo muy quedo:
– ¡Oh, Alexandra! Yo soy quién debo rendirte homenaje de adoración. –y tomando sus manos, las llevó tiernamente a los labios.
Ella se estremeció, diciendo emocionada:
– ¡Marco Aurelio! Esposo mío… ¡Te amo tanto!
Y por unos momentos ambos escucharon el latir de sus corazones amantes…
Hasta los cipreses inmóviles parecían estar suspendidos en aquella inefable escena de amor…
Que de súbito…
El silencio de la noche fue interrumpido por una especie de trueno, ronco y sordo; que hizo temblar el cuerpo de Alexandra…
Entonces Marco Aurelio se levantó y dijo:
– Son los leones que rugen en el vivarium. –Y la abrazó.
Luego, los dos escucharon con atención:
Al primer bramido siguieron otros…
Se escuchan los rugidos de las fieras que en medio del silencio de la noche, resuenan aterradoras y amenazantes.
Alexandra se sacude con un presentimiento lleno de tristeza, pero Marco Aurelio la estrecha más…
Y trata de tranquilizarla:
– No tengas miedo. Los Juegos están próximos. Los vivares están llenos con muchísimas fieras y esta casa está muy cerca del vivarium. Ven.
Y ambos entran en la casa acompañados por el tétrico rugir de los leones, que va en aumento…
Cada vez más estruendoso y aterrorizante…
HERMANO EN CRISTO JESUS:
ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, – CONÓCELA
163.- AGUIJÓN DEL DESPECHO
Al día siguiente…
Si la noticia de la muerte de Lázaro había agitado Jerusalén y gran parte de la Judea; la de su resurrección terminó por estremecerla… Y penetró hasta donde no había llegado la de su muerte.
Las aclamaciones hebreas al Mesías y al Altísimo, se mezclan con las de los romanos: ¡Por Júpiter! ¡Por Pólux! ¡Por Libitina! Etc. Pues todos hablan del extraordinario suceso.
Mannaém sale de su palacio, acompañado de Cusa que dice:
– ¡Extraordinario, extraordinario! Ya mandé la noticia a Juana. ¡Realmente Él es Dios!
Mannaém responde:
– Herodes vino desde Jericó a obsequiar a Poncio y parece un loco en su palacio. Herodías está fuera de sí. Le grita que mande arrestar a Jesús. Ella tiene miedo de su poder y de Él por sus remordimientos… Castañetea los dientes, pidiendo a los de más confianza, que lo defiendan de los espectros. Se ha embriagado para darse valor y el vino le hace alucinar fantasmas…
Grita diciendo que el Mesías también resucitó a Juan, quien lo maldice. Yo huí de ese infierno y le dije: ‘Lázaro ha resucitado por obra de Jesús Nazareno. Ten cuidado de no tocarlo porque es Dios’ Le conservo en este temor, para que no ceda en sus deseos homicidas.
– Yo voy a casa de Eliel y Elcana. Son grandes voces en Israel. Juana está contenta de que los honre…
– Son una buena protección tuya, Cusa. Pero no como la del Amor del Maestro. Es la única que tiene valor…
Cusa no replica. Piensa…
Y los dos se alejan sumidos en sus reflexiones.
José de Arimatea, viene presuroso de Bezetha. Lo detiene un grupo de ciudadanos que le pregunta por la veracidad de la noticia…
José contesta:
– Es verdad. Es verdad. Lázaro ha resucitado y también está curado. Lo vi con mis propios ojos.
– Entonces… ¡Él es el Mesías!
– Sus obras son tan grandes. Su vida es perfecta. Los tiempos han llegado. Satanás lo combate. Cada quien resuelva en su corazón lo que es el Nazareno. –responde José con prudencia y se va.
El grupo discute y concluye:
– En realidad, Él es el Mesías.
Un grupo de legionarios conversa:
– Si mañana puedo, iré a Bethania.
– ¡Por Venus y Marte! Mis dioses preferidos…
– Aunque vaya a los desiertos que arden o a las heladas germanias, no encontraré alguien que haya resucitado ¡Jamás!…
– Quiero ver cómo es alguien que regresa de la muerte.
– Le preguntaremos como son los Prados de Asfódelo en el Hades…
– Si Poncio nos lo permite…
– ¡Oh, sí que lo permitirá! Al punto envió un correo a Claudia, para que venga.
– Claudia cree en el Nazareno y para ella es superior a cualquier hombre.
– Sí. Pero para Valeria es más que hombre… Es Dios.
– Una especie de combinación de Júpiter y de Apolo, por su poder y por su belleza.
– Y dicen que es más sabio que Minerva.
– ¿Lo habéis visto?
– Yo no sé. Es la primera vez que vengo…
– Creo que has llegado a tiempo para ver muchas cosas. Hace poco, Poncio andaba gritando como Esténtor: “Aquí debe cambiar todo. deben comprender que Roma es la que manda y que ellos son sus siervos. Y cuanto más fuertes, más siervos porque son más peligrosos.” Creo que fue a causa de la tablilla que le mandó Annás…
– Después de los motines de los Tabernáculos, pidió y obtuvo el cambio de todas las guardias. Y por eso a nosotros nos toca irnos…
– Es verdad. Ya esperan en Cesárea la llegada de la galera que trae a Longinos y a su centuria. Nuevos graduados, nuevos soldados… Y todo por culpa de esos cocodrilos del Templo. Yo estaba tan bien aquí…
– Yo me sentía mejor en Brindis. Pero ya estoy aquí y me acostumbraré.
Ven pasar algunos guardias del Templo con tablas enceradas.
La gente los mira y comenta:
– El Sanedrín celebra reunión de emergencia.
– ¿Qué pretenderán hacer?
– Subamos al Templo para ver.
Y toman la calle que sube para el Moria. Pero pronto bajan enojados porque los echan fuera, aún de las puertas donde se detuvieron para ver pasar a los sinedristas.
El Templo está vacío. Desierto. Envuelto en la luz de la luna, se ve todavía más inmenso.
Todos sus miembros van llegando poco a poco a la sala del Sanedrín. Entra Caifás con su cuerpo de sapo, obeso y malo. Se dirige a su puesto.
Empiezan a discutir sobre los acontecimientos y pronto se produce una apasionada algarabía. Gesticulan, gritan, debaten, discuten. Alguien aconseja calma y que se piense bien antes de tomar cualquier decisión.
Sadoc dice:
– Si perdemos a los judíos más importantes, ¿De qué nos sirve acumular acusaciones? Cuanto más Él viva, tanto menos se nos creerá si lo acusamos.
Elquías confirma:
– Este hecho no puede negarse. No se puede decir a tanta gente que estuvo ahí: ‘Visteis mal. Fue una burla. Estabais ebrios.’
En realidad él estaba muerto. Podrido. Deshecho. El cadáver fue puesto en el sepulcro que taparon bien. el muerto estaba bajo vendas y bálsamos, desde días antes. Estaba ligado y sin embargo salió de su lugar… Salió por sí solo, sin caminar, hasta la entrada.
Y cuando le quitaron las vendas no tenía señales de haber muerto. Respiraba. No había nada de corrupción. Cuando vivía estaba lleno de llagas. Y cuando murió, deshecho.
Cananías agrega:
– Los judíos influyentes que llevamos para ganarlos, dijeron: ‘Para nosotros es el Mesías’ Y luego el pueblo…
Eleazar dice furioso:
– Y estos malditos romanos con sus fábulas, ¿Dónde los meteréis? Para ellos es el Júpiter Máximo. ¡Y si se les mete esa idea! Anatema sobre quién quiso que hubiera helenismo entre nosotros y se contaminó por adulación con costumbres ajenas.
Elquías argumenta:
– Pero esto también sirve para conocer y sabemos que el romano es listo en destruir y en ensalzar valiéndose de conjuraciones y golpes de estado. Ahora si alguno de esos locos se entusiasma con el Nazareno y lo proclama César y por lo tanto, Divino, ¿Quién lo va a tocar después?
Doras replica:
– No, hombre. ¿Quién quieres que lo haga? Ellos se burlaron El y de nosotros. Por grande que sea lo que hace, para ellos es siempre ‘Un hebreo’ y por lo tanto, un miserable. ¡Oye, hijo de Annás; el miedo te está entorpeciendo!
Eleazar responde:
– ¿El Miedo? ¿Sabes cómo respondió Poncio a la invitación de mi padre? Está muy preocupado por esto último y teme al Nazareno. ¡Desgraciados de nosotros! ¡Ese Hombre ha venido para ser nuestra ruina!
Simón Boeto agrega:
– ¡Si no hubiéramos ido allí y no hubiéramos invitado a los judíos más poderosos e importantes! ¡Si Lázaro hubiera resucitado sin testigos!…
Eleazar:
– ¿Y qué con ello? ¿Iba a cambiarse algo? No íbamos a hacerlo desaparecer para hacer creer que seguía muerto…
Simón:
– Eso no. Pero podíamos decir que su muerte fue una farsa. Siempre se encuentran testigos pagados, para decir lo que se quiere…
Eleazar:
– Pero, ¿Por qué hemos de estar intranquilos? No veo la razón. ¿Acaso ha atacado al Sanedrín y al Pontificado? ¡No! Solo se limitó a hacer un milagro…
Sadoc:
– ¿Se limitó? ¿Acaso eres un vendido Eleazar? ¿Qué no ha lanzado ningún ataque contra el Sanedrín y el Pontificado? ¿Y qué más quieres? La gente…
Nicodemo:
– La gente puede decir lo que se le ocurra. Pero las cosas son como las dice Eleazar. El Nazareno no hizo más que un milagro…
Doras:
– Ved a otro que lo defiende. ¡No eres justo, Nicodemo! ¡Ya no eres un justo! Esto es un acto contra nosotros. ¿Comprendes?… Nada persuadirá más a la gente. ¡Ah, desgraciados de nosotros! Hoy en este día, algunos judíos me befaron. ¡Yo befado! ¡Yo!
Simón:
– Cállate Doras. Tú no eres más que un hombre. La idea es la que sigue atacada.
– ¡Nuestras leyes! ¡Nuestras prerrogativas!
Sadoc:
– Dices bien Simón. Hay que defenderlas.
– ¿Cómo?
– Ofendiendo. Destruyendo las suyas.
– Es fácil decirlo Sadoc. ¿Y cómo vas a destruirlas, si por ti mismo no puedes siquiera revivir un mosquito?
– Lo que nos hace falta es un milagro como el que hizo. Pero nadie de nosotros puede hacerlo porque… -se calla.
José de Arimatea termina la frase:
– Porque nosotros somos hombres. Solamente hombres…
Se arrojan contra él, preguntando:
– ¿Y entonces que es Él?
José de Arimatea contesta con firmeza:
– Él es Dios. Si alguna duda me quedaba…
Elquías:
– Pero no las tenías. Lo sabemos, José. Lo sabemos… Di también claramente que lo amas.
Gamaliel:
– No hay nada de malo si José lo ama. Yo mismo lo reconozco como el más grande Rabí de Israel.
Cananías:
– ¡Tú! ¿Tú Gamaliel, dices esto?
– Lo afirmo. Me siento honrado de que Él haya tomado mi lugar. Hasta ahora había conservado la tradición de los grandes rabinos, el último de los cuales fue Hillel. Pero después de mí no había podido encontrar quien pudiera recoger la sabiduría de los siglos. Ahora me voy contento porque sé que no morirá, sino que crecerá más porque aumentará con la suya, en la que ciertamente está el Espíritu de Dios.
Sadoc:
– ¿Pero qué estás diciendo Gamaliel?
– La verdad. No con cerrar los ojos se puede ignorar lo que somos. Ya no somos sabios, porque el principio de la sabiduría es el temor de Dios. Y nosotros no lo tenemos. Si lo tuviésemos no aplastaríamos al Justo. No estaríamos ávidos de las riquezas del mundo. Dios da y Dios quita, según los méritos y los deméritos. Si Dios nos quita ahora lo que nos había dado para darlo a otros, sea Bendito porque el Señor es Santo y todas sus acciones son santas.
Elquías:
– Nosotros estábamos hablando de los milagros y quisimos decir que ninguno de nosotros puede hacerlos, porque con nosotros no está Satanás.
Gamaliel:
– No es así… Es porque con nosotros no está Dios. Moisés dividió las aguas y abrió el peñasco. Josué detuvo el sol. Elías resucitó a un niño e hizo llover, pero Dios estaba con ellos. Os recuerdo que hay seis cosas que Dios odia y la última la aborrece del todo: ojos altaneros, lengua mentirosa, manos que derramen sangre inocente, corazón que maquina planes perversos, pies ligeros para hacer el mal y a quién siembra discordias entre sus hermanos. Nosotros estamos haciendo todas estas cosas. Nosotros digo, pero sois vosotros los que las hacéis, porque yo me abstengo de gritar: ¡Hosanna! Y de gritar: ¡Anatema! Yo espero…
Sadoc:
– ¡La Señal! ¡Comprendido! ¡Tú esperas la Señal! ¿Pero qué señal puedes esperar de un pobre loco, aun cuando no quisiéramos condenarlo?
Gamaliel levanta los brazos. Cierra los ojos inclinando ligeramente la cabeza. Hierático, con una voz que parece lejana, continúa hablando:
– Con todas las ansias he preguntado al Señor que me indicase la verdad y Él se ha dignado iluminarme, las palabras de Jesús ben Sirac: “el Creador de todas las cosas me habló y me dio sus órdenes. El que me creó reposó en mi tienda y me dijo: habita en Jacob. Tu herencia sea Israel hecha tus raíces entre mis elegidos…
Venid a Mí todos los que me deseáis y saciaos de mis frutos. Porque mi espíritu es más dulce que la miel y mi herencia, más que el panal. Mi recuerdo permanecerá en las generaciones por venir. Quién me comiere, tendrá hambre de Mí y quien me bebiere tendrá sed de Mí. Quien me escucha, no tendrá por qué avergonzarse y quién trabaja por Mí, no pecará. Quién me dé a conocer, tendrá la Vida Eterna.”
Esto me lo ha iluminado Dios. Pero ¡Ay! La Sabiduría que está entre nosotros, es demasiado grande para que se le comprenda y se acepte… Esto me ha hecho leer Yeové el Altísimo… -Gamaliel baja los brazos y levanta la cabeza.
Elquías:
– ¿Entonces para ti es el Mesías? ¡Dilo!
– No.
– ¿No? ¿Entonces qué cosa es para ti? Un demonio, no. Un ángel, no. El Mesías, no…
Gamaliel dictamina lentamente:
– El Es, el que Es…
Inmediatamente reclaman:
– ¿Deliras?
– ¿Es Dios?
– ¿Es Dios para ti ese loco…?
– El Es el que Es. Dios sabe que El Es. Nosotros vemos sus obras. Dios ve aún sus pensamientos. Pero no es el Mesías. Porque para nosotros Mesías quiere decir Rey. Él no lo es, ni lo será jamás. Es Santo. Sus obras son de un santo. No podemos levantar la mano sobre el Inocente, sin cometer pecado. Y yo no
aprobaré este pecado.
Sadoc:
– Pero con esas palabras, casi has dicho que es el Esperado.
– Lo dije. Mientras duró la Luz del Altísimo, así lo vi.… Luego, cuando dejé de tener al Señor de su mano, volví a ser el hombre y sus palabras no fueron más que palabras del Hombre de Israel…
Cananías grita:
– No hacemos más que hablar. Estamos divagando y perdiendo el tiempo.
Sadoc confirma:
– Dices bien. Hay que decidirse por la acción. Salvarse y triunfar.
Elquías:
– Dijisteis que Pilatos no quiso escuchar cuando le pedimos su ayuda contra el Nazareno. Pero si le hiciéramos saber…
– También dijisteis que los soldados se exaltan y podrían proclamarlo César…
– ¡Eh, eh! ¡Excelente idea! Haremos ver al Procónsul este peligro. Seremos honrados como fieles siervos de Roma y…
Cananías:
– Si conviene, nos desharemos de Él.
Elquías:
– Vamos. Tú Eleazar de Annás, que eres su amigo. Llévanos. Sé nuestro jefe. –y Elquías ríe traidoramente.
Titubean… Pero un grupo de los más fanáticos se apresta para salir a la Torre Antonia.
Se queda Caifás con los demás…
Nicodemo y José exclaman:
– ¡A esta hora!
– ¡No serán recibidos!
Caifás replica:
– Al contrario. Es la mejor. Después de haber comido y bebido como lo hacen los romanos… Poncio estará de mejor humor.
Y se van.
HERMANO EN CRISTO JESUS:
ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, – CONOCELA
50.- EL INCENDIO DE ROMA
En Anzio. En el atrium del palacio del César; Plinio, Haloto y Marcial, están conversando con la Augusta. Terpnum y Menecrato afinan sus cítaras. Entró Nerón y se sentó en un sillón, incrustado de carey y marfil; dijo algo al oído de su liberto Helio y esperó.
Pronto regresó Helio, trayendo un estuche de oro. Nerón lo abrió y extrajo de él un collar de finísimos ópalos y dijo:
– Estas son joyas dignas de Venus Afrodita.
– Se diría que las luces de la aurora irradian en ellas. –observó Popea, convencida de que esa joya es para ella.
El César admirando la joya y alabando su belleza, se volvió hacia el tribuno y finalizó diciendo:
– Marco Aurelio, darás de mi parte este collar a la mujer a quién te ordeno que te unas en matrimonio: la joven hija de Vardanes I, el rey parto.
La mirada de Popea centelleó llena de ira y de asombro… Y pasando del César a Marco Aurelio, la fijó finalmente en Petronio…
Pero éste ni siquiera la mira, parece abstraído delineando los grabados de un arpa que está cerca, como si esto fuera lo más importante del mundo.
Marco Aurelio dio al César las gracias por el obsequio y después, acercándose a Petronio, le dijo en voz baja:
– ¿Cómo podré agradecerte lo que has hecho por mí?
– Sacrifica un par de cisnes a Euterpe o niega a tu Dios por mí. Ensalza los versos del César y no dejes que te afecten los presentimientos. Confío en que de ahora en adelante, el rugido de los leones no perturbará más tus sueños, ni los de tu princesa parta.
El tribuno suspiró:
– No. Ahora estoy del todo tranquilo.
– ¡Que la fortuna te sea propicia! Más ten cuidado ahora, porque el César acaba de tomar en sus manos el laúd. Suspende el aliento. Escucha y prepárate a derramar lágrimas de emoción…
Y en efecto, en ese momento, el emperador tomó el laúd y alzó la vista al cielo. En aquel recinto se hizo el más profundo silencio. Solo Terpnum y Menecrato que deben acompañar al César, están alertas; es espera de las primeras notas de su canto…
Y en ese mismo instante se oyó un ruido en la entrada y en seguida irrumpieron Faonte, el liberto del César, seguido por el cónsul Cluvio Rufo.
Nerón frunció el entrecejo.
Faonte dijo con voz jadeante:
– ¡Perdón divino emperador! ¡Hay un incendio en Roma! La mayor parte de la ciudad está siendo presa de las llamas.
Al oír esta noticia, todos los presentes se levantan sobresaltados.
Nerón exclamó:
– ¡Oh, dioses! Por fin voy a ver una ciudad incendiada y podré terminar mi himno. –Y haciendo a un lado su laúd, pregunta al cónsul- ¿Si partiera inmediatamente alcanzaría a ver el incendio?
Cluvio Rufo, pálido y desencajado, contestó:
– Señor. Toda la ciudad está convertida en un océano de llamas. El humo ahoga a sus habitantes. Las gentes se desmayan o se arrojan al fuego desesperados, presas del delirio. ¡Roma está pereciendo! ¡Oh, César!
Se hizo un silencio sepulcral.
El cual fue interrumpido por Marco Aurelio al exclamar:
– ¡Vae mísero mihi! (¡Ay, desgraciado de mí!)
Y el joven tribuno, arrojando la copa de vino, se precipitó corriendo…
Nerón alzó las manos al cielo y exclamó:
– ¡Ay de ti, sagrada ciudad de Príamo!
Marco Aurelio ordenó a unos cuantos sirvientes que le siguieran y despachó otro a su casa para avisar a sus huéspedes. Luego saltó sobre su caballo y se lanzó a galope tendido por las desiertas calles de Anzio, hacia Laurento. La espantosa noticia le produjo una especie de frenesí, que casi raya en la locura. Lo único que desea es llegar a Roma cuanto antes. Un solo pensamiento, está fijo en su mente: ¡Roma está ardiendo!
El potro de Idumea, caídas las orejas y con el cuello extendido, atraviesa veloz como una flecha, por entre los inmóviles cipreses, los blancos palacios y las casas de campo. Sólo se oye el ruido de los cascos que resuenan en las baldosas. Pronto, los sirvientes fueron quedando atrás, pues Marco Aurelio corre como una centella.
Atravesó Laurento y torció hacia Árdea, en la cual, como en Bobillas y Ustrino, había dejado postas, el día que partió para Anzio, a fin de recorrer en menos tiempo y con los relevos descansados, la distancia hasta Roma. Y como sabe que le esperan caballos de repuesto, casi revienta al que monta. Por un momento cruzó por su mente como un relámpago, el recuerdo de Bernabé y sus fuerzas sobrehumanas. ¿Pero qué puede hacer un hombre por más fuerte que sea, ante la fuerza destructora del fuego?
De repente, un escalofrío de terror lo estremece y le eriza los cabellos, al recordar todas las conversaciones sobre ciudades incendiadas que en los últimos días se habían repetido con extraña persistencia en la corte de Nerón. La obsesión con la nueva ciudad de Nerópolis y las dolientes quejas del césar al verse obligado a hacer la descripción de una ciudad arrasada por las llamas, sin haber visto jamás un incendio real.
Recordó también la desdeñosa respuesta que diera a Tigelino, cuando éste le ofreció incendiar Anzio, las lamentaciones de Nerón contra Roma y las pestilentes calles del barrio del Suburra.
¡Oh, no! …¡Sí!
¡El César había ordenado el incendio de la ciudad! Sólo él podía dar una orden semejante, así como sólo Tigelino era capaz de darle cumplimiento.
Pero si Roma se estaba incendiando por mandato del César. ¿Quién podía estar seguro de que la población no estaba siendo asesinada por orden suya?
El Monstruo es capaz de eso y más. Incendio y asesinato en masa. ¡Qué terrible caos! ¡Qué desbordamiento de fuerzas destructoras y de frenesí humano! ¡Y en medio de todo esto, está su amada Alexandra!…
Los lamentos de Marco Aurelio se confunden con los resoplidos y jadeos del caballo. El cual, galopando sin descansar por un camino ascendente, en dirección a Aricia, está a punto de reventar. Entonces se cruza con otro jinete que corre en dirección contraria, hacia Anzio, como un bólido. Y al pasar junto a él, grita:
– ¡Roma está perdida! ¡Oh, dioses del Olimpo!
Y continuó su veloz carrera. Las palabras restantes fueron sofocadas por el ruido ensordecedor de los cascos de su caballo. Pero esa exclamación: ‘¡OH, dioses del Olimpo!’ Le recordó… y oró desde el fondo de su alma.
Con su rostro bañado en lágrimas, suplicó:
– Padre mío, sólo Tú puedes salvarla… Pater Noster…
La Oración sublime devolvió la paz al alma de Marco Aurelio. Luego divisó las murallas de Aricia, pueblo que está a la mitad del camino hacia Roma. El desesperado jinete lo cruza como una exhalación y llega hasta la posada en donde tiene el caballo de repuesto. Allí ve a un destacamento de soldados pretorianos que vienen de Roma hacia Anzio y corriendo hacia ellos, les pregunta:
– ¿Qué parte de la ciudad es abrasada por el incendio?
– ¿Quién eres tú? –preguntó el decurión.
– Marco Aurelio Petronio. Tribuno del ejército y augustano. ¡Responde!
– El incendio estalló en las tiendas cercanas al Circo Máximo. En el momento en que fuimos despachados, el centro de la ciudad estaba ardiendo.
– ¿Y el Transtíber?
– El fuego no llegaba allí todavía. Pero avanza rápido y abarca nuevos barrios con una fuerza que nadie puede contener. La gente muere sofocada por el calor y el humo. No hay salvación.
En ese momento le trajeron el nuevo caballo y el angustiado tribuno saltó sobre él. Y dando las gracias prosiguió su vertiginosa marcha. Corría ahora en la dirección de Albano, dejando a la derecha a Alba Longa y su espléndido lago.
Albano está al otro lado de la montaña. Pero aún antes de alcanzar la cumbre del monte, el viento le hace llegar el fuerte olor a humo y advierte en la cumbre, unos reflejos dorados…
– ¡El Incendio! –piensa abrumado.
Las sombras de la noche están dando paso a la luz. El alba da unos destellos se oro y rosa, que no se sabe si son a causa de la aurora o al incendio de Roma.
Cuando por fin llega a la cumbre, un cuadro terrible se extiende ante sus ojos asombrados:
Toda la parte baja está cubierta de humo y parece formar una nube gigantesca, pegada a la tierra. En medio de esa nube, desaparecen ciudades, acueductos, casas de campo y árboles. Pero más allá… en una visión aterradora, la ciudad arde en las colinas. El incendio no tiene la forma de una columna de fuego, como sucede cuando arde un solo edificio, aún cuando tenga una vasta dimensión. Aquello parece más bien un largo cinturón, cuyo fulgor es parecido al de la aurora.
Y sobre aquel extenso cinturón se levanta una ola de humo, en algunos puntos enteramente negro, en otros color de rosa y en otros rojo como la sangre. Hay lugares en los que se retuerce como una espiral. Y en otros, está estrecho y ondula como una serpiente que se extiende y desenrolla. Y esa monstruosa ola humeante, es como una cinta ígnea que levanta las llamas hacia el cielo. Humo y llamas se extienden de un extremo a otro del horizonte, causando la impresión de que no solo está ardiendo la ciudad, sino el mundo entero.
Marco Aurelio desciende hacia Albano y penetra en una región, donde el humo es más denso. Todos los habitantes del pueblo están alarmados. Si en Albano la situación está así, se estremece de terror al pensar:
– ¿Cómo estará Roma? Es imposible que una ciudad se queme por todas partes al mismo tiempo. No cabe duda de que esto ha sido provocado.
Y mueve la cabeza al pensarlo. Pero luego recuerda la promesa de Cristo, el día de su bautismo… y recupera totalmente la calma.
– Sé que Alexandra está bien. Él me lo dijo: ‘Que pasare lo que pasare, confiáramos en Él.’ Y yo le creo. Aún cuando Roma arda hasta los cimientos, ella va a estar bien.
Y con esta certeza en el corazón, la esperanza se fue fortaleciendo mientras prosigue su veloz galope. Antes de llegar a Ustrino se vio obligado a disminuir la velocidad de su caballo, a causa de la multitud de gente que viene en dirección contraria. Ustrino está invadido por todos los fugitivos de Roma que están aterrorizados y buscan desesperadamente a los suyos, aumentando la confusión.
Cuando Marco Aurelio llegó por su caballo de refresco a la posada, se encontró con el senador Vinicio. Y éste dio más detalles del incendio.
– Hay gladiadores y esclavos entregados al saqueo. El fuego comenzó en el Circo Máximo, en la parte colindante con el Palatino y el Monte Celio. Y extendiéndose con incomprensible rapidez, abarcó todo el centro de la ciudad. Nunca había caído sobre Roma, una catástrofe más tremenda. El Circo ha quedado completamente destruido. Las llamas que rodean el Palatino, llegaron hasta el Vicus de las Carenas.
Y Vinicio que poseía en este barrio una espléndida mansión, llena de obras de arte que estimaba sobremanera, empezó a lamentarse amargamente por todo lo perdido.
Marco Aurelio le puso una mano en el hombro y le dijo:
– Yo también tengo una casa en las Carenas, pero cuando todo perece, qué importa ya nada. –y recordando que había dicho a Alexandra que fuese a la casa de Publio, preguntó- ¿Y el Vicus Patricius?
– Destruido por el fuego.-replicó Vinicio.
– ¿Y el Transtíber?
El senador lo miró sorprendido. Y oprimiéndose las sienes con las manos, exclamó:
– ¡Oh! ¡Qué nos importa a nosotros el Transtíber!
– ¡El Transtíber me importa a mí, más que todo el resto de Roma! –exclamó Marco Aurelio con vehemencia.
– Puedes llegar hasta allí por la vía del Puerto, cerca del Aventino. Pero te sofocará el humo. En cuanto al barrio del Transtíber, no sé. Cuando yo me salí, el fuego todavía no lo alcanzaba. Lo que haya sucedido, solo lo saben los dioses… Quisiera decirte algo…
– Habla. Si sabes algo más dimelo y nadie sabrá que tu me lo confiaste.
Vinicio titubeó y luego agregó en voz baja:
– Como sé que no me vas a traicionar, te diré que el fuego fue provocado. Cuando estaba ardiendo el Circo no se permitió a nadie ir a extinguirlo. Yo oí en medio del incendio muchas voces que gritaban: ‘¡Muerte al que intente salvar!’ Y había muchos individuos que corrían con antorchas encendidas, aplicándolas a los edificios y a las casas.
Marco Aurelio vio sus sospechas confirmadas y solo exclamó:
– ¡Oh! ¡Qué mentes criminales!
– Así es… Y por otra parte, el pueblo se ha sublevado y se oyen rumores de que el incendio de Roma, fue decretado. No puedo decir nada más. Es imposible describir lo que está sucediendo. La gente perece entre las llamas o en medio del tumulto. ¡Ay de la ciudad! Y ¡Ay de nosotros!
– ¡Adiós! –respondió Marco Aurelio saltando a su caballo y emprendió la carrera a lo largo de la Vía Apia.
Pero ahora se hace más difícil avanzar, por la cantidad de gente que está huyendo de Roma. La ciudad, devorada por una conflagración monstruosa, se presenta ya, ante los espantados ojos del tribuno…
De aquel mar de fuego y humo, se desprende un horrendo calor. Y el rumor clamoroso de los gritos de las víctimas, no alcanza a dominar el chirrido crepitante de las llamas. Al llegar a las murallas, Marco Aurelio ve que casa, campos, cementerios, jardines y Templos, todo lo que había a ambos lados de esa vía, están convertidos en campamentos.
Ustrino con su desorden, da una ligera idea de lo que sucede dentro de la ciudad, que se ha convertido en una ciudad sin ley. Y Marco Aurelio no trae armas. Salió de Anzio, tal como se encontraba en la casa del César, cuando llevaron las noticias del incendio. Se dirige a la Vía Portuense, que conduce directamente al Transtíber. En una aldea llamada Vicus Alexandria cruzó el río Tíber.
Por algunos fugitivos se enteró de que el fuego solo había alcanzado unas pocas calles del Transtíber.
Pero la conflagración no puede ser detenida, porque hay personas que están alimentando el fuego e impiden que nadie intente apagarlo, declarando que tienen orden de proceder así.
Al joven tribuno ya no le queda ninguna duda de que el César fue quién decretó el incendio de Roma. Ningún enemigo de Roma hubiera podido causar mayor daño. La medida está colmada. La locura de Nerón ha llegado al límite más alto, haciendo su víctima al pueblo romano, en los criminales caprichos del tirano. Y también Marco Aurelio piensa que ésta será la hora postrera de Nerón, pues la ruina de toda la ciudad, clama el castigo por sus nefandos crímenes.
En su camino, Marco Aurelio se estremece al ser testigo de las escenas más aterradoras. En más de una ocasión, dos corrientes de individuos que escapan en direcciones opuestas, se encuentran en una estrecha callejuela, se atropellan, luchan entre sí. Se hieren o pisotean a los caídos. Las familias que en medio de aquel tumulto pierden a uno o varios de sus miembros, los llaman con gritos desgarradores. Entre el ensordecedor estrépito de gritos y alaridos, es casi imposible hacer una pregunta y escuchar una respuesta coherente.
Hay momentos en que nuevas columnas de humo, procedentes de la ribera opuesta del río, los envuelven haciendo unas tinieblas negras como la noche. Pero el viento que da pábulo al incendio disipa el denso humo y entonces se vuelve a ver el camino por donde se avanza. Una multitud de gladiadores y bárbaros, destinados a ser vendidos en el mercado de esclavos, embriagados con el vino saqueado del emporium (mercado), se entregan al saqueo. Para ellos, con el incendio y la ruina de Roma, ha terminado su esclavitud y ha sonado también la hora de su venganza desahogando su ira brutal al sentirse libres, por sus largos años de miseria y sufrimiento.
En su carrera militar había presenciado los asaltos y tomas de pueblos, pero nunca sus ojos habían contemplado algo semejante: la desesperación, las lágrimas, los alaridos de dolor, los gritos salvajes de alegría y locura. Todo esto mezclado con un desenfrenado desbordamiento de pasiones, provocan un caos aterrador.
Y por sobre toda esta multitud jadeante, crepita el fuego, extendiéndose devorador. Envolviendo a todos en un hálito de infierno y destrucción. Marco Aurelio oye voces que acusan a Nerón de haber incendiado la ciudad. Hay amenazas de muerte contra el César y contra Popea. Y gritos de:
– ¡Sannio! ¡Histrio! (Bufón, histrión) ¡Matricida!
Gritos que claman arrojarlo al Tíber y darle el castigo de los parricidas, pues ya les colmó la paciencia. Se mezclan con los gritos postreros de los alcanzados por el fuego.
Al fin llega a la calle en donde se encuentra la casa de Acacio. El calor del verano, aumentado por las llamas del incendio, ha llegado a ser insoportable. El humo irrita los ojos y ciega. No se puede respirar. El aire quema los pulmones. Aún aquellos habitantes que habían abrigado la esperanza de que el fuego no atravesara el río y habían permanecido en sus casas, esperando poder escapar de ser alcanzados, empezaron a abandonarlas.
En medio del tumulto, alguien hirió con un martillo al caballo de Marco Aurelio. El animal echó hacia atrás la cabeza ensangrentada, al mismo tiempo que se oyó este grito:
– ¡Muerte a Nerón y a sus incendiarios!
El animal se encabritó y ya no quiso obedecer a su jinete. Lo reconocieron como a un augustano. Y este fue un momento de gran peligro. Pero su espantado caballo le arrancó de ahí violentamente, pisoteando a quién encontró a su paso, hasta que Marco Aurelio pudo abandonar su cabalgadura y prosiguió su marcha a pié. Deslizándose a lo largo de las murallas, tratando de llegar hasta la casa de Acacio. Hubo un momento en que tuvo que cortar un pedazo de su túnica, mojarlo y cubrirse con él, el rostro; para poder respirar. Cada vez el calor es más insoportable.
Un viejo que huye penosamente apoyado en sus muletas, le dijo:
– ¡No os aproximéis al monte Cestio! ¡Toda la isla está envuelta en llamas!
A la entrada del Vicus Patricius donde está situada la casa de Acacio, Marco Aurelio vio altas llamas entre las nubes de humo. Desgraciadamente el aire ya no arrastra solo humo, sino millares de chispas. A través de aquel infierno, distinguió los cipreses de la casa de Acacio, que todavía no ha sido alcanzada por el fuego.
Esto le dio nuevos bríos, pues parece estar intacta. Abrió la puerta de un empellón y se precipitó al interior. La casa está desierta. Llama desesperado:
– ¡Alexandra! ¡Alexandra!
Nadie le respondió. Los únicos sonidos son los lúgubres rugidos del vivar, que está junto al templo de Esculapio.
Marco Aurelio se estremeció de pies a cabeza. Y al revisar toda la casa, comprueba que está vacía. En el lararium lleno de humo, hay una cruz. Y en vez de lares, arde un cirio. Al revisar los dormitorios reconoce en uno, los vestidos de Alexandra. Se pregunta en donde puede estar. Toma una de sus túnicas y la lleva a su pecho. Y hasta entonces comprende que el que está ahora en peligro es él.
– Tengo que salir de aquí y ponerme a salvo. –pensó.
Entonces se precipitó a la calle y corre ahora tratando de huir del fuego, para salvar su propia vida. El fuego parece perseguirlo con su hálito quemante. Siente en la boca el sabor a humo y a hollín. El aire la abrasa los pulmones. Está todo cubierto de sudor que escalda como agua hirviendo. Solo lo alienta el recuerdo de su esposa y su capitum alrededor de su cuello. Lo único que quiere ahora, es verla antes de morir.
Tambaleándose como un ebrio, sigue corriendo.
Entretanto se verificó un cambio, en aquella gigantesca y aterradora conflagración, que abrasa a la ciudad entera: todas las que habían sido llamaradas aisladas, se han convertido en un solo mar de llamas.
Un torbellino de chispas, se levanta como un huracán de fuego. En eso, Marco Aurelio divisó una esquina. Y ya próximo a caer, dio la vuelta a la calle y vio a lo lejos la Vía Portuense.
Comprendió que si lograba llegar hasta ella, estaría a salvo. Luego vio una negra nube de humo, que parece cerrarle el paso. Su túnica empezó a arder por las chispas y tuvo que quitársela y arrojarla lejos de sí. Le queda solo el capitum de Alexandra, que mojó en la fuente del implovium en la casa de Acacio, antes de salir y lo trae alrededor de la cabeza, cubriéndose la nariz y la boca. A través del humo distingue voces y oye gritos.
El se acerca con la esperanza de que alguien pueda ayudarle y grita pidiendo auxilio con todas sus fuerzas, antes de llegar hasta ellos. Pero ese fue su último esfuerzo, antes de caer semidesmayado. Dos hombres le han oído y corren a socorrerlo; llevando en las manos, sendas calabazas llenas de agua.
Marco Aurelio, que había caído desfallecido por el agotamiento, tomó una de las calabazas y bebió su contenido hasta más de la mitad. Con la otra le bañaron y le ayudaron a ponerse de pie.
– Gracias. Ahora podré seguir caminando.
Varias personas lo rodearon preguntándole si está bien y si no se ha hecho daño. Esto sorprende al tribuno y pregunta:
– ¿Quiénes sois?
– Estamos aquí derribando casas, para ver si podemos detener el fuego, impidiendo que llegue hasta la Vía Portuense. –le contestó uno.
Marco Aurelio que desde esa mañana solo había encontrado turbas brutales, saqueadores y asesinos, contempló con más atención a las personas que lo rodeaban y dijo:
– ¡Qué Cristo os premie!
– ¡Alabado sea su Nombre! –contestó un coro de voces.
– ¿El obispo Lino?
Ya no pudo escuchar la respuesta porque se desmayó.
Recobró el conocimiento en un jardín lleno de hombres y mujeres. Le habían puesto una túnica y las primeras palabras que dijo, fueron:
– ¿Dónde está Lino?
Hubo un largo silencio.
Luego, una voz conocida, le respondió:
– Se fue hace dos días a Laurento por la Puerta Nomentana. ¡Que la paz sea contigo! ¡Oh, rey de Persia!
Marco Aurelio se incorporó y vio a Prócoro Quironio ante sus ojos.
El griego le dijo:
– Tu casa se incendió. ¡Oh, señor! Porque el barrio de las Carenas está envuelto en llamas. Pero tú serás siempre tan poderoso como Midas.
El tribuno lo miró sin responder y Prócoro continuó:
– ¡Oh, qué desgracia! Los cristianos, ¡Oh, hijo de Apolo! Han predicho desde hace tiempo que el fuego destruirá el mundo. sus obispos lo han confirmado cuando hablan de la Parusía.
Marco Aurelio preguntó:
– ¿Sabes algo del Obispo Lino?
– Lino acompañado de la joven que buscas, está en Laurento. ¡Oh, qué desventura para Roma!
– ¿Tú los has visto?
– ¡Oh, sí, señor! Y le doy gracias a Cristo y a todos los dioses que me permiten darte esta buena noticia.
La tarde llega a su término, pero en el jardín se ve el día claro, pues el incendio que ha ido aumentando, hace que el firmamento se vea rojo para dondequiera que se mire. Pues aquella noche parece que en el mundo se haya desatado el infierno.
Toda la ciudad arde en llamas. La luna grande y llena, apareció entre las colinas. Y el resplandor del fuego la hace aparecer como si fuera de bronce. Sobre las ruinas de la ciudad que ha gobernado al mundo, la inmensa bóveda del cielo, tiene un tinte rosa extraño en el que brillan las estrellas.
Roma parece una pira gigantesca que ilumina toda la Campania. A los resplandores de aquella luz rojo sangre, se miran a lo lejos los montes y los pueblos; las casas de campo, los monumentos, los acueductos, los templos.
Y los actos de violencia, el robo, el saqueo, se propagan por doquier. Parece que el espectáculo de aquella ciudad que el fuego está devorando; convirtiéndola en un montón de humeantes ruinas, subleva en el ánimo de los espectadores, la versión de que el César ha dado la orden de quemar Roma, para librarse de los olores del Suburra y construir una nueva ciudad llamada Neronia.
Llenos de ira, dicen que el César está loco y que por un capricho criminal, ha decidido sacrificar a millares de romanos. Muchas personas después de haber perdido todos sus bienes o sus seres queridos, se arrojan a las llamas dominadas por la desesperación. Muchos mueren quemados o asfixiados por el humo. La destrucción parece tan completa, implacable y fatal como el destino. Y el incendio se sigue propagando.
Marco Aurelio fue trasladado a la casa de un comerciante que le da hospedaje, baño, ropa y alimentos, para que recobre sus fuerzas. Éste le confirmó que Lino se había ido con el sacerdote Nicomedes y el prelado Fileas, obispo en cuya casa había encontrado refugio y que estaba fuera de la ciudad, en Laurento.
Saber que ellos habían escapado del incendio le dio nuevas fuerzas. Ve claramente la mano de Dios que los está protegiendo y da gracias por ello en una plegaria silenciosa. Luego dijo:
– Gracias Efrén, por tu caridad. Iré a buscar a Lino. Mi esposa está con ellos.
Efrén le aconsejó:
– Será mejor que atravieses el Monte Vaticano hasta la Puerta Flaminia y cruzas el río por ese punto. Es el sitio menos peligroso.
Y Roma ardió por seis días y siete noches.
De las catorce divisiones de Roma, quedaron solo cuatro, incluyendo el Transtíber. Las llamas devoraron todas las demás. La catástrofe ha sido demasiado grande y no tiene paralelo en el mundo.
HERMANO EN CRISTO JESUS:
ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, – CONOCELA
42.- EL RUGIDO DE LOS LEONES
En Anzio, el emperador con su corte después de la comida fueron a dar un paseo en bote y Popea se las arregló para estar junto a Marco Aurelio. Luego Nerón quiso que hombres de dignidad consular, remen en homenaje a la Augusta.
El mar está tranquilo y el viento y la brisa son suaves. El César, sentado junto al timón y vestido con una toga púrpura, cantó un himno en honor a Poseidón, que compuso la noche anterior y al que Terpnum le ayudó a ponerle música.
En otros botes los músicos estuvieron amenizando el ambiente y alrededor nadan un grupo de delfines, como si hubieran sido atraídos por la música. Y los extraordinarios animales se portaron tan graciosos como si alguien los hubiera invitado a la fiesta.
Plinio está muy feliz.
Cuando llegaron a mar abierto, apareció a la distancia un barco procedente de Ostia y Marco Aurelio fue el primero en descubrirlo…
Entonces la augusta Popea, dijo:
– Es evidente que nada hay oculto a tus ojos. –y súbitamente dejó caer el velo sobre su rostro- ¿Podrías reconocerme así?
Petronio intervino al punto:
– Hasta el mismo sol se hace invisible detrás de las nubes.
Pero ella, coqueta y como en broma, insistió:
– Solo el amor podría cegar una mirada tan penetrante como la tuya. ¿De quién estás enamorado?…-y comenzó a nombrar a todas las damas de la corte, como si intentara descubrir cuál de ellas es el objeto de su amor.
Marco Aurelio contesta negando con calma.
Al final Popea mencionó a Alexandra. Y al mencionarla se descubrió el rostro y le dirigió una mirada inquisitiva y aviesa…
En ese momento, Petronio hizo virar el bote, culpando a un delfín por el violento giro y apartó de Marco Aurelio la atención general, impidiendo una respuesta.
Cuando más tarde los dos descansan a solas en el cubículum…
Petronio, verdaderamente alarmado le implora nuevamente que no ofenda la vanidad de Popea:
– ¡Sería desastroso! ¡Te vi y te conozco! ¿Acaso no comprendes?…
Marco Aurelio contestó decidido:
– El que no comprendes eres tú. Popea solo me inspira aversión y desprecio. ¡Si hubiera dicho algo sobre Alexandra!… Tuve que dominar el impulso de romperle el remo en la cabeza a esa mujer perversa y ruin.
– ¿Por qué crees que hice lo que hice? Tampoco a Nerón le gustó mucho que lo mojara con el viraje. Además, yo sé que Popea no te ama. Ella es incapaz de amar a nadie. Pero ahorita es una mujer despechada. Su deseo y su capricho nacen de la cólera que siente contra el César; que aún se halla bajo su influencia y parece que es capaz de amarla todavía.
Aun así, es tan perverso con ella, pues no le oculta sus infidelidades, ni su desvergüenza. Ahorita, Popea es más peligrosa que nunca… ¿Cómo quieres que te lo haga entender?
Marco Aurelio concede con desgano:
– Está bien. Te prometo no hacer nada para provocarla. Rogaré a Dios que me ayude a librarme de ella.
– Y mientras lo haces yo te prometo que me mantendré vigilante, aunque con ello me estoy ganando el aborrecimiento de la augusta.
Una semana después…
Bernabé está sacando agua de la cisterna con un cántaro, mientras canta a media voz en el idioma de su país. Al mismo tiempo mira de vez en cuando hacia el grupo de cipreses, en el jardín de la casa de Acacio. Y sonríe con gran complacencia…
En un banco junto a la fuente, están sentados Marco Aurelio y Alexandra. Parecen dos blancas y hermosas estatuas; pues ni la más leve brisa agita sus vestidos. El cielo se tiñe de oro y fuego, mientras ellos conversan abrazados tiernamente, en medio de la plácida tarde.
Alexandra le pregunta preocupada:
– Amor mío, ¿No sucederá ninguna desgracia por haber salido de Anzio sin el permiso del César?
Marco Aurelio le contestó muy alegre:
– No, amada mía. El César anunció que se iba a encerrar dos días con Terpnum y Menecrato, para dedicarse a la composición de nuevos cantos. Y pidió que nadie lo molestara. Esto lo hace a menudo. Y cuando eso pasa, no se preocupa de nada más y no le importa lo que pase a su alrededor…
Alexandra suspiró y dijo:
– Me alegro tanto de que estés aquí. El César…
– ¿A mí que me importa el César cuando estoy junto a ti y puedo contemplarte a mi antojo? Demasiado he sufrido la nostalgia de ti y llevo varias noches que no puedo dormir. A veces la fatiga me vence y caigo en una especie de sopor. No puedo dejar de pensar en ti.
– Yo tampoco amor mío y me sorprendió tanto verte que casi no lo puedo creer…
– Puse postas a lo largo del camino y gracias a eso, pude venir con mayor rapidez, que cualquiera de los correos del César. No sabes el trabajo que me cuesta permanecer lejos de ti. Te amo demasiado, vida mía.
– Y yo presentía que ibas a venir. Te estaba esperando yo también, esposo mío. Sufro mucho por la añoranza de tu ausencia.
Se besan con mucha ternura y con una contenida pasión, bajo el baño de luz que el crepúsculo vespertino colorea con sus últimos destellos. El plácido encanto de aquella tarde, contribuye al arrobamiento mutuo.
Luego, Marco Aurelio dice:
– ¿Sabes una cosa? Estoy adelantando mucho en el catecumenado y el Obispo Cipriano prometió bautizarme pronto, antes de seguir su viaje a Asia.
– ¿Ya te sientes listo para pedir el Bautismo?
– Estoy aprendiendo a amar a Dios sobre todas las cosas. Y eso, en lugar de disminuir, ha aumentado y perfeccionado mi amor por ti. Antes creía que el amor era un anhelo y una llama que enardecía la sangre. Ahora comprendo que es posible amar hasta con la propia sangre, cuando se anhela derramarla por amor a Él y se desea la muerte que nos da la Vida.
– ¡OH! ¡Vaya que estás adelantado! Ya oigo a un cristiano maduro en ti. Y en relación con nosotros…
– Yo sé que nuestro amor durará en el tiempo y en la eternidad, porque te amaré más allá de esta vida y juntos adoraremos a nuestro Señor. ¡Oh, si ahora solo con verme reflejado en tus ojos, siento esta felicidad! Dime, Alexandra mía, ¿Qué será cuando nuestro amor pueda ser consumado y ame y adore en tu cuerpo, al Dios que encierras en ti?
Alexandra se ruborizó y exclamó:
Marco Aurelio la miró sorprendido y halagado… Y enlazando el delicado talle de la joven, la besa en los cabellos mientras dice:
– ¡Alexandra! Te bendigo y bendigo el momento en que te conocí.
– ¡Te amo, Marco Aurelio mío! –dijo ella suspirando de felicidad. Incapaz de decir nada más, ante las palabras que la emocionaron mucho, pronunciadas por aquel hombre que ha cambiado tanto y es como un sueño convertido en realidad.
Los últimos reflejos violáceos del crepúsculo, se desvanecen entre los cipreses, dando paso a los destellos argentados de la luna, en una noche admirablemente hermosa.
El tribuno responde emocionado:
– Ahora mismo que me has dicho: ‘yo te amo’, estoy seguro de que por medio de la violencia yo no hubiera logrado arrancar de tus labios esas palabras, ni aun usando todo el poder de Roma.
Alexandra sonrió y mirándolo con coquetería repitió:
– Te amo y te anhelo con todo mi ser…
Por toda respuesta, Marco Aurelio le tomó la barbilla y la besó con toda la adoración, la pasión y la ternura que le despierta cuando está junto a ella.
Ella le correspondió, dulcemente apasionada…
Y en la deliciosa caricia, los dos se entregaron su apasionada donación mutua. Sus almas y sus espíritus se fundieron en una exquisita armonía, que los conecta con la maravillosa cadencia del Universo… ¡Oh! Paradisíaca felicidad del amor verdadero… Por unos instantes, todo a su alrededor queda suspendido por la magia que los envuelve…
Pero Marco Aurelio es un verdadero hombre y esta consciente de que aun no puede vivir la plenitud de esta entrega, aunque la criatura que vibra de pasión entre sus brazos es su esposa… Cuando disponga del tiempo para enseñarle a esta mujer maravillosa, todos los secretos deliciosos que encierra el Amor, entonces se deleitará con ella…
Si apresura las cosas, el inminente regreso a Anzio sólo echaría a perder lo que debe ser la experiencia más sublime de sus vidas… La luna de miel tiene que retrasarse. Por ahora lo más sabio es mantener la cordura sobre los sentimientos… y con un supremo esfuerzo de su voluntad, se separó de ella.
Y dijo con cierta angustia:
– Eres mi esposa. Ahora soy tu prometido esposo y quiero que el día que estemos completamente juntos, sea para no separarnos jamás. Aun no te poseo plenamente y ya no puedo vivir sin ti. Si me quedo contigo, estaré desafiando un poder imperial que te dejaría viuda ahora mismo. Y necesito vivir para que con mi consagración a nuestro hogar, formemos la familia que los dos anhelamos. ¿Me comprendes vida mía?
Alexandra lo besó tiernamente en la nariz y le contestó:
– Mejor de lo que crees…. Pienso que Dios tiene sus planes, para permitir todo lo que nos está sucediendo. Y yo soy su sierva y la esposa que te espera y vivirá consagrada para ti. Mi Señor ya vive en ti y lo adoro en ti… Bendita sea su Voluntad en nuestras vidas y en nuestro matrimonio.
Marco Aurelio sonrió aliviado y dijo:
– Si yo preguntara a Séneca porqué enaltece tanto la virtud, creo que no sabría darme una respuesta convincente. Porque ahora sé que yo debo ser virtuoso para no perder a mi Señor Jesús. ¿Cómo no adorarlo, si además me ha dado el tesoro inestimable de tu amor? ¡Cómo quisiera quedarme contigo y no separarme ya nunca de ti! Pero debo volver a Anzio. ¡Estoy impaciente porque este viaje termine ya!
Alexandra lo escucha fijando en él sus ojos azul mar. Están húmedos y a la luz de la luna semejan dos flores perladas de rocío.
Y en aquel instante se sintieron inmensamente felices, pues sus almas están unidas por el poder de la Fe en la misma Religión que hace vibrar su espíritu y su corazón, con la certidumbre plena de que pase lo que pase, no dejarán de amarse y de pertenecerse el uno al otro; porque su amor está santificado por un amor más grande, perfecto y divino…
Marco Aurelio suspiró y dijo:
– Tengo que partir antes del amanecer, para estar en Anzio a tiempo.
Alexandra contestó con resignación:
– Yo tampoco quiero separarme de ti.
Sin mover la cabeza del hombro masculino, Alexandra alzó la mirada pensativa, hasta las altas copas de los árboles que argenta la luz de la luna y añadió:
– Muy bien, Marco Aurelio. Me has hablado de llevarme a Sicilia, en donde Publio desea pasar los años de su vejez…
El tribuno la interrumpe lleno de alborozo:
– ¡Sí, preciosa mía! Nuestras propiedades colindan con la de Petronio. Aquella es una costa deliciosa. Su clima es más suave y sus noches más bellas que las de Roma, son perfumadas y serenas. Allí la vida y la felicidad van de la mano. –y con aire soñador, hizo un esbozo del porvenir, agregando-¡Oh, Alexandra! Por entre las arboledas y los bosques nos pasearemos, en medio de nuestro gozo infinito… Y veremos crecer nuestra familia, consagrados a la adoración de Dios.
Y ambos soñaron con las perspectivas encantadas del futuro y se abrazaron más estrechamente.
Ella preguntó:
– ¿Visitaremos a los Quintiliano?
– Sí, preciosa mía; serán parte de nuestra familia.
Alexandra le tomó una mano y se la besó.
Marco Aurelio le dijo muy quedo:
– ¡Oh, Alexandra! Yo soy quién debo rendirte homenaje de adoración. –y tomando sus manos, las llevó tiernamente a los labios.
Ella se estremeció, diciendo emocionada:
– ¡Marco Aurelio! Esposo mío… ¡Te amo tanto!
Y por unos momentos ambos escucharon el latir de sus corazones amantes…
Hasta los cipreses inmóviles parecían estar suspendidos en aquella inefable escena de amor…
Que de súbito…
El silencio de la noche fue interrumpido por una especie de trueno, ronco y sordo; que hizo temblar el cuerpo de Alexandra…
Entonces Marco Aurelio se levantó y dijo:
– Son los leones que rugen en el vivarium. –Y la abrazó.
Luego, los dos escucharon con atención:
Al primer bramido siguieron otros…
Se escuchan los rugidos de las fieras que en medio del silencio de la noche, resuenan aterradoras y amenazantes.
Alexandra se sacude con un presentimiento de tristeza, pero Marco Aurelio la estrecha más…
Y trata de tranquilizarla:
– No tengas miedo. Los juegos están próximos. Los vivares están llenos con muchísimas fieras y esta casa está muy cerca del vivarium. Ven.
Y ambos entran en la casa acompañados por el tétrico rugir de los leones, que va en aumento…
Cada vez más estruendoso y aterrorizante…
HERMANO EN CRISTO JESUS: