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70.- PODER DEL TESTIMONIO

Mucha gente pasea en el malecón, cuando la barca atraca en el pequeño puerto de Tiberíades. Hay personas de todas las clases sociales y de todas las naciones. Hay muchas cortesanas entre los romanos y los griegos, que no titubean en mostrar sus amores en público.

Y algunos llaman por su nombre a varios israelitas, entre los que no faltan los Fariseos con sus franjas.

Jesús se dirige a donde se reúnen los patricios y los mercaderes ricos, de las costas fenicias de Sidón y de Tiro. Los portales de las termas están llenos de gente elegante, que discute cual es su atleta favorito en el disco o en la lucha grecorromana. También charlan de modas, banquetes o de citas en sus palacios de mármol, llenos de arte y de cosas bellas.

Naturalmente, al pasar el grupo suscita una gran curiosidad que aumenta, cuando algunos reconocen a Jesús.

Magdalena viene envuelta en su manto y su velo blanco le cae sobre la frente y las mejillas de tal modo, que muy poco se puede ver de su cara, que lleva inclinada.

Un romano dice:

–                     Es el Nazareno que curó a la niña de Valeria.

Otro romano responde:

–                     A mí me gustaría ver un milagro.

Un griego pregunta:

–                     A mí me gustaría oírlo hablar. Dicen que es un gran filósofo. ¿Le pedimos que hable?

Otro griego le responde:

–                     No te metas en eso Teodato. El predica a las nubes. Le hubiera gustado al trágico, para componer una sátira.

Otro romano dice burlón:

–                     No te inquietes, Aristóbulo. Parece que ahora ha bajado de las nubes y camina en tierra firme. ¿No ves que va acompañado de mujeres jóvenes y bellas?

Otro griego grita:

–                     Pero… ¡Si aquella es María de Mágdala! ¡Lucio! ¡Cornelio! ¡Tito! ¡Ved allí a María!

Los aludidos contestan al mismo tiempo:

–                     ¡No es ella!

–                     ¿María ataviada de ese modo?

–                     ¿Estás borracho, Ulises?

Ulises afirma:

–                     Es ella. Te lo apuesto. A mí no puede engañarme, aunque se haya disfrazado así…

Griegos y romanos se precipitan hacia el grupo apostólico, que atraviesa la plaza llena de fuentes y de portales.

Algunas mujeres se unen a estos curiosos y una de ellas se acerca a Magdalena para verle la cara…

Y se queda estupefacta al comprobar que es ella.

–                     ¡¿Qué haces en esas trazas?! –le pregunta con sarcasmo, antes de soltar una carcajada.

María se detiene. Se yergue. Levanta su mano y echando el velo hacia atrás; descubre su hermoso rostro; con su impactante belleza natural. Con su porte de señora poderosa, su voz desafiante llena el aire:

–                     Soy yo. Sí, soy yo. Y me descubro para que no penséis que me avergüenzo de venir con estos santos.

La mujer dice:

–                     ¡Oh, oh! ¡María con los santos! ¡Eso está mal! No te envilezcas a ti misma.

Magdalena replica:

–                     Hasta ayer he sido vil, Silvia. De ahora en adelante ya no.

–                     ¿Estás loca? ¿Es un capricho?

El romano que le hace señales con los ojos, burlonamente la invita:

–                     ven conmigo. Soy más hermoso y más alegre que aquella llorona de bigotes que hace amarga la vida y la convierte en un funeral. ¡La vida es hermosa! Un triunfo. Una orgía de placeres. Ven. Sabré ser mejor que todos, para hacerte feliz.

Cuando intenta tocarla, ella se aparta diciendo:

–                     Retírate Lucio. No me toques. Has dicho bien. La vida que lleváis es una orgía y de las más vergonzosas. Tengo asco de ella.

Ulises le reclama con ironía:

–                     ¡Oh, oh! Hasta hace poco, también era tu vida.

Un herodiano se burla:

–                     ¡Ahora la hace de virgen!

Cornelio insiste:

–                     ¡Hechas a perder a los santos! tu Nazareno perderá la aureola contigo. ¡Ven con nosotros!

Magdalena rebate:

–                     Mejor venid vosotros conmigo detrás de Él. Dejad de ser bestias y tratad por lo menos de ser hombres.

Le responde un coro de carcajadas y de burlas.

Un viejo romano les dice:

–                     Respetad a una mujer. Ella es libre de hacer lo que quiera.

Cornelio le pregunta:

–                     ¡El Demagogo! ¡Oídlo! ¿Te hizo daño el vino de anoche?

Tito responde:

–                     No. Tiene hipocondría, porque le duele la espalda.

Ulises le dice:

–                     Vete con el Nazareno para que te la rasque.

El anciano replica:

–                     Voy, pero para que me quite el fango que he cogido al contacto con vosotros.

Varios lo rodean y se burlan de él:

–                     ¡Oh, Crispo! A los sesenta años te hemos corrompido.

Crispo no les hace caso y camina detrás de Magdalena, que trata de alcanzar al Maestro, que se ha detenido a la sombra de un hermosos edificio que se extiende en forma de exedra, sobre los lados de la plaza.

Jesús por su parte habla con un escriba que le reprocha haber venido a Tiberíades en semejante compañía.

Jesús responde:

–                     ¿Y tú por qué estás aquí? Yo te aseguro que en Tiberíades, más que en otras partes, hay almas que salvar.

–                     No pueden salvarse porque son gentiles, paganos y pecadores.

Jesús dice con dulzura:

–                     Yo vine por los pecadores. Para dar a conocer a todos, al Dios Verdadero. También por ti vine.

El escriba dice altanero:

–                     No tengo necesidad ni de Maestros, ni de redentores. Soy puro y docto.

–                     Si fueses lo suficiente, para conocer tu estado.

–                     Y Tú de saber cuanto te dañas con la compañía de una prostituta.

–                     Te perdono también en su nombre. Con su humildad ella borra su pecado. Tú, con tu soberbia duplicas tus culpas.

–                     No tengo culpas.

–                     Tienes la más grande: el no tener amor.

El escriba exclama:

–                     ¡Raca! (cabeza hueca) –Y le vuelve la espalda.

Magdalena dice mortificada:

–                     Fue mi culpa, Maestro. –Y al ver la palidez de la Virgen, le dice llorando- Perdóname. Soy culpable de que insulten a tu Hijo. ¡Me retiraré!…

Jesús dice con autoridad:

–                     No. Tú te quedas donde estás. Lo quiero… -Hay en sus ojos relampagueantes, una majestad que infunde miedo. Y después con dulzura, vuelve a decir- Tú quédate donde estás. Y si alguien no soporta que estés cerca, que se vaya.

Jesús reanuda la marcha, dirigiéndose hacia la parte occidental de la ciudad.

El romano que salió en defensa de Magdalena los alcanza y exclama:

–                     ¡Maestro!

Jesús lo mira sin hablar.

–                     Te llaman Maestro y yo también te llamo así. Tenía deseos de oírte hablar. Soy medio filósofo y medio epicúreo. Pero tal vez podrías hacer de mí un hombre honesto.

Jesús lo mira fijamente y le dice:

–                     Dejo esta ciudad en que reina lo más bajo de los instintos humanos y donde el escarnio manda.

Y vuelve a caminar.

El hombre lo sigue, sudoroso y anhelante; porque el paso de Jesús es largo y rápido… y él es grueso y entrado en años.

Pedro, que ha vuelto su cabeza para mirar hacia atrás, se lo advierte a Jesús. Éste le contesta:

–                     Déjalo que camine. No te preocupes.

Pasados algunos minutos, Judas de Keriot dice:

–                     ¡No está bien! El romano nos está siguiendo.

Jesús le contesta:

–                     ¿Por qué? ¿Por piedad o por otro motivo?

–                     ¿Piedad de él? No. Porque atrás nos sigue el escriba de antes y viene con otros judíos.

–                     Déjalos que hagan lo que quieran. Sería mejor que tuvieses compasión de él que de ti.

–                     La tengo por Ti, Maestro.

–                     No. Tenla de ti, Judas. Sé franco en comprender tus sentimientos y en confesarlos.

Pedro dice con la cara bañada en sudor:

–                     Yo también tengo compasión de ese viejo. Apenas puede caminar detrás de nosotros.

–                     Siempre cuesta trabajo seguir la Perfección, Simón.

El hombre los sigue sin detenerse. Trata de acercarse a las mujeres pero sin dirigirles la palabra.

Magdalena llora en silencio bajo su velo.

La Virgen la consuela:

–                     No llores, María. –tomándola de la mano- Los primeros días son los más penosos. Después el mundo te respetará.

–                     ¡Oh! ¡No lo siento por mí, sino por Él! Si le causara algún mal, no me lo perdonaría. ¿Oíste lo que dijo el escriba? Le causo daño.

–                     ¡Pobre hija! Pero, ¿No sabes que estas palabras silban como serpientes a su alrededor, aún antes de que tú vinieses a Él? Simón me contó que lo acusaron de esto el año pasado porque curó a una leprosa, que en un tiempo fue pecadora. ¿No sabes que debió huir de Aguas Hermosas, porque una hermana tuya de desgracia fue allá para redimirse?

¿Con qué quieres que lo acusen a Él que no tiene pecado? Con mentiras. ¿Y donde las encuentran? En la Misión que realiza entre los hombres. Cualquier cosa que haga mi Hijo, para ellos será siempre culpa. Si se encerrase en un lugar retirado, sería culpable de no cuidar del Pueblo de Dios. Desciende al Pueblo y porque lo hace es culpable. Ante sus ojos siempre es culpable.

–                     ¡Son realmente malos, entonces!

–                     No. Obstinadamente no quieren ver la Luz. Jesús… Mi Jesús, es el Eterno Incomprendido. Y siempre, siempre lo será más y más.

–                     ¿Y no sufres con esto? Me pareces muy serena.

–                     Espera. Es como si mi corazón estuviese envuelto en espinas y a cada respiro suyo, se le clavase una. Pero que Él no se dé cuenta. Por eso trato de sostenerlo con mi serenidad. Si su mamá no lo consuela, ¿En dónde podrá encontrar alivio mi Jesús?

Por eso yo extiendo un manto de amor y le envío una sonrisa al precio que sea, para dejarlo más tranquilo. Hasta que la ola del Odio llegue a ser tan grande, que ninguna cosa le podrá ayudar… Ni siquiera el amor de su Mamá.

Por el rostro de María corren dos riachuelos de lágrimas.

Han llegado a los límites de la ciudad de Tiberíades y salen al camino que lleva a Caná. A los lados hay huertos.

Jesús penetra en uno y se detiene a la sombra de los árboles de tupido follaje. Se le unen las mujeres y el romano jadeante…

Jesús dice:

–                     Mientras descansamos, tomemos nuestros alimentos. Allí está un pozo y cerca un campesino. Id a pedirle agua.

Van Juan y Tadeo. Regresan con un cubo lleno de agua. El campesino trae higos.  Jesús lo bendice:

–                     Dios te pague en tu salud y en tu cosecha.

El campesino pregunta:

–                     Dios te proteja. ¿De veras eres el Mesías?

–                     Sí.

–                     ¿Hablas aquí?

–                     No hay quién lo desee.

El romano grita:

–                     ¡Yo, Maestro! Más que el agua que es buena para el sediento.

–                     ¿Tienes sed?

–                     Mucha. He venido corriendo desde el centro de la ciudad, detrás de Ti.

–                     En Tiberíades no faltan fuentes de aguas frescas.

–                     No me comprendas mal, Maestro. O no finjas no comprenderme. He venido detrás de Ti, para oírte hablar.

–                     ¿Por qué?

–                     No sé por qué, ni cómo… Fue al ver a esa mujer… (Y señala a la Magdalena) No sé. Algo me dijo desde mi interior: ‘Aquel te dará lo que todavía no sabes’ Y heme aquí.

Jesús ordena:

–                     Dadle agua e higos. Que el cuerpo cobre fuerzas.

–                     ¿Y la inteligencia?

–                     La inteligencia cobra fuerzas en la Verdad.

–                     Por esta razón te seguí. He buscado la verdad en todas partes y encontré corrupción. En las mejores doctrinas hay siempre algo que no es bueno. He llegado hasta el envilecimiento de tener asco de mí mismo y de causarlo, sin otro futuro que la hora en que vivo.

Le dan al romano los higos, un pan y una botija con agua…

Jesús lo mira de hito en hito, mientras come su pan e higos, que le trajeron los apóstoles.

Pronto termina la comida.

Jesús, así sentado, comienza a hablar. Y todos se agrupan a su alrededor…

–                     Hay muchos que buscan la Verdad toda su vida, sin llegar a encontrarla. Y es porque la buscan donde no está. Para encontrar la Verdad es necesario unir la inteligencia con el amor. Y mirar las cosas no solo con ojos de sabio, sino con ojos buenos. Porque vale más la bondad que la sabiduría.

Quién ama siempre llega a descubrir una huella que lo lleva a la Verdad. Amar no quiere decir gozar de la carne y por la carne. Eso no es amor, es sensualidad. Amor es amar al prójimo, para saber amar a Dios. Este es el camino que lleva a la Verdad y la verdad es Dios.

Sólo Dios puede dar respuesta a los misterios de lo creado; porque ¿Cómo se puede comprender el prodigio viviente que es el hombre? ¿El ser en el que se funde la perfección animal, con lo inmortal que es el alma, por la que somos dioses?

Todo en la Creación habla de Dios. Todo explica a Dios. Todo lo descubre y manifiesta. Si la ciencia no se apoya en Dios, se convierte en error que envilece. El saber no es corrupción, si es Religión. Quién tiene su saber en Dios, no cae; porque conoce su dignidad;porque cree en su futuro eterno…

Y Jesús se explaya explicando ampliamente, La Sinfonía de la Creación…  (Publicada completa en este blog el 11 de Marzo de 2012)

Luego concluye diciendo:

…Basta la buena voluntad para encontrar la Verdad, porque antes o          después, Ella se dejará encontrar. Pero una vez que se la encuentra, ¡Ay de aquel que no la sigue! Así como no rechazo a ningún hijo de Israel que se arrepiente; tampoco rechazo a los idólatras que dicen: ¡Dadnos la Verdad!… He terminado. Ahora descansaremos en este lugar verde, si el dueño lo permite.

Prisco dice:

–                     Señor, yo te dejo. Pero como no quiero profanar la ciencia que me acabas de dar, partiré esta tarde de Tiberíades. Abandono esta tierra. Mi iré con mi siervo a mi casa de las costas de Luccania. Me has dado mucho. Y tú ruega a Dios por el viejo Crispo, que fue el único oyente tuyo de Tiberíades.

Quiero volver a oírte con la capacidad que pienso crear en mí, apoyándome en tus palabras. Ruega para que pueda entenderte mejor y comprender la Verdad. Te saludo, Maestro.

Y lo saluda a la usanza romana, como saludan los militares a sus comandantes. Al pasar cerca de Magdalena, se inclina y le dice:

–                     Gracias María. ¡Qué bueno es haberte conocido! Has dado a tu viejo compañero de festines, el Tesoro buscado. Si llego a donde estás, te lo deberé a ti. Adiós. –y se va.

Magdalena se lleva las manos sobre el corazón, con admiración y con gozo. Luego se acerca a Jesús.

–                     ¡Oh, Señor, Señor! ¿Luego es verdad que puedo llevar al Bien? ¡Oh, Señor mío! ¡Es demasiada bondad! –e inclinando su cara, besa  los pies de Jesús. Los baña de nuevo con sus lágrimas de agradecimiento, por el gran amor que experimenta ella, la mujer de Mágdala.

HERMANO EN CRISTO JESUS:

ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA,CONOCELA