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109.- EL PRÍNCIPE DE PAZ

El grupo apostólico sigue su camino por campos arados y huertos. En un recodo, encuentran a unos escribas y éstos saludan a Jesús:

–                       La paz sea contigo, Maestro. Te hemos esperado aquí, para… venerarte.

Jesús responde:

–                       No es verdad. Para estar seguros de que no había alguna trampa. Hicisteis bien. convenceos de que no he tenido modo alguno de ver a la mujer, ni a ninguno de los que están con ella. Vuestro corazón fomenta ciertas condiciones que queréis que acepte, cuando me encuentre con esa mujer y de antemano os digo que las acepto.

–                       Pero… Si no las conoces…

–                       ¿No es verdad que me las queréis imponer?

–                       Lo es.

–                       Así como conozco vuestra intención, así también sé lo que me diréis. Y os aseguro que acepto lo que queréis proponerme, porque servirá para dar gloria a la Verdad. Hablad.

–                       ¿Sabes cómo están las cosas?

–                       Sé que a la mujer se le tiene por endemoniada y que ningún exorcista ha podido arrojarle el demonio.

–                       ¿Puedes jurar que jamás la has visto?

–                       El justo no jura porque tiene el derecho de que se le crea por su palabra. Yo os digo que jamás la he visto. Y que jamás he pasado por su poblado, cosa que todos pueden confirmar.

–                       Y con todo, ella pretende conocer tu rostro y tu voz.

–                       De hecho, su alma me conoce por voluntad de Dios.

–                       Tú dices que por voluntad de Dios. ¿Pero cómo puedes asegurarlo?

–                       Se me ha dicho que pronuncia palabras inspiradas.

–                       También el Demonio habla de Dios.

–                       Pero con errores mezclados a propósito, para extraviar a los hombres y conducirles a que piensen erróneamente.

–                       Pues bien… Nosotros queremos que nos permitas someter a la mujer a una prueba.

–                       ¿De qué modo?

–                       ¿De veras no la conoces?

–                       Os lo he asegurado.

–                       Entonces mira. Enviaremos delante de Ti, alguien que vaya gritando: ‘Aquí está el Señor’ y veremos si saluda al que vaya con él, como si fueses Tú.

–                       ¡Pobre mujer! Acepto. Escoged de entre quienes me acompañan a quienes queráis que nos precedan. Os seguiré con otros. Más si hablare la deberéis dejar, para que Yo juzgue sus palabras.

–                       Es claro. Pacto es pacto. Y lo mantendremos lealmente.

–                       Que así sea y que sirva para llamaros al corazón.

–                       Maestro, no todos somos enemigos tuyos. Algunos de nosotros estamos realmente a la expectativa… Y tenemos el deseo sincero de conocer la verdad para seguirte.

–                       Es cierto. Y Dios los ama.

Los escribas ven atentamente a los apóstoles. Escogen a Judas Tadeo y a Juan.

–                       Nosotros vamos adelante con éstos. Tú te quedas con nuestros compañeros y los tuyos. Después de un poco de tiempo, nos seguiréis.

Y así lo hacen.

Se ven los bosques a lo largo del río y a unas personas que esperan en un lindero del bosque.

Los escribas que se adelantaron gritan:

–                       ¡Ved! ¡Ved que ha llegado el Mesías! ¡Levantaos y venid a su encuentro!

Y se desvían hacia un gigantesco roble, cuyas raíces han salido afuera y sirven de asiento a quienes se acercan a él.

El grupo de personas que había, sale al encuentro de los que vienen. Junto al tronco se quedan solo los tres escribas, un hombre y una mujer ancianos; además de otra mujer sentada sobre una gran raíz, con la espalda recargada contra el tronco.

Tiene la cabeza inclinada sobre las rodillas, con las manos juntas. La cubre un velo de color morado tan fuerte, que se ve casi negro; parece no poner atención a lo que la rodea. No se mueve ni con el griterío.

Un escriba le toca la espalda y le dice:

–                       Sabea, el Maestro está aquí. Levántate y salúdalo.

Ella no responde. No se mueve.

Los tres escribas se miran irónicos. Y hacen una señal de inteligencia a los que se acercan. Y como los que estaban a la espera, al no ver a Jesús, se han callado; ellos y sus compinches gritan con toda la fuerza de sus pulmones, para que la mujer no se dé cuenta del engaño.

Un escriba dice a anciana que está junto a ella:

–                       Mujer. Al menos tú saluda al Maestro y di a tu hija que lo haga.

La mujer se postra junto a su marido, delante de Tadeo.

Y luego, incorporándose dice a su hija:

–                       Sabea. Tu Señor está aquí. Venéralo.

La joven no se mueve.

La sonrisa irónica de los escribas se acentúa y uno flaco y narigudo, dice con voz nasal:

–                       No te esperabas esta prueba, ¿Verdad? Tu corazón tiene miedo. Comprendes que tu fama de profetiza está en peligro y no te atreves… Creo que esto es  suficiente para declararte mentirosa…

La mujer levanta su cabeza.

Se echa para atrás el velo y mira con ojos agrandados, mientras dice:

–                       No miento, escriba. No tengo miedo porque estoy en la verdad. ¿En dónde está el Señor?

–                       ¡Cómo! ¿Dices que lo conoces y no lo estás viendo? Lo tienes delante de ti.

–                       Ninguno de éstos es el Señor. Por eso no me he movido. Ninguno de estos.

–                       ¿Ninguno de éstos? ¿Cómo? ¿Ese Galileo rubio no es el Señor? Yo no lo conozco pero sé que es rubio y con ojos azules.

–                       No es el Señor.

–                       Entonces ese alto y majestuoso. Mira la fisonomía de rey que tiene. Es él sin duda.

–                       No. Entre ellos no está el Señor.

Y la mujer baja su cabeza y sigue en la misma actitud de antes.

Pasa un poco de tiempo y después se ve que Jesús se acerca.

Los escribas han hecho señal a la poca gente, para que guarde silencio. Y por eso nadie lanza un hosanna a su llegada.

Jesús viene entre Pedro y Santiago. Camina despacio. La tupida hierba absorbe sus pasos.

Mientras la anciana se seca unas lágrimas con su velo, un escriba la molesta diciendo:

–                       Vuestra hija está loca y es una mentirosa.

Mientras su padre suspira y también la reprocha, Jesús llega a los límites del sendero y también se detiene.

La joven, que no ha podido ver ni oír nada; se pone de pie. Echa para atrás su velo y se descubre casi toda la cabeza.

Extiende los brazos con un fuerte grito y proclama:

–                       ¡Ved que viene ahí, mi Señor! ¡Él es el Mesías! ¡Oh, vosotros que me habéis querido engañar y humillar! ¡Veo sobre Él la Luz de Dios que me lo señala y lo honro!

Y se postra en tierra a unos dos metros de Jesús, diciendo:

–                       Te saludo, ¡Oh, Rey de los Pueblos! ¡Oh, Admirable! ¡Oh, Príncipe de la Paz!¡Padre de los Siglos que no conocen fin! ¡Jefe del Nuevo pueblo de Dios!

Luego se levanta y se queda de pie, contra el tronco del roble. Es alta y hermosa. Su cabello negro como el ébano, es una brillante guirnalda de ónix, alrededor de una cabeza majestuosa.

Su túnica de color marfil, revela una figura esbelta. Tiene unos treinta años y una cara muy bella, que mira en silencio al Maestro y sacude la cabeza…

Cuando los escribas le dicen:

–                       Te has equivocado, Sabea. Él no es el Mesías; sino el que viste antes y no reconociste.

Ella niega con severidad y mira fijamente a Jesús. Con su semblante lleno de estupor y de alegría. De triunfo, de amor, de éxtasis, de adoración…

Jesús la mira un poco triste.

En voz baja le dice un escriba:

–                       ¿Ves que es una loca?

Jesús no le rebate. Está de pié con su mano izquierda que le pende a un lado y con la derecha se sostiene el manto, recogido sobre el pecho. Mira y calla.

La mujer extiende sus brazos y parece una gigantesca mariposa de alas moradas y cuerpo de marfil.

Y un grito potente sale de sus labios:

–                       ¡Oh, Adonaí, Tú eres Grande! ¡Sólo tú eres Grande! ¡Oh! ¡Adonaí! Eres grande en el Cielo; en la Tierra; en el Tiempo; en los siglos de los siglos y más allá del Tiempo; por siempre y para siempre, ¡Oh, Señor; Hijo del Señor! Bajo tus pies están tus enemigos. Y tú Trono mantiene el amor de los que te aman.

La voz aumenta en intensidad, en firmeza y fuerza; mientras sus ojos se separan de Jesús y miran en un punto lejano, sobre las cabezas de los que la rodean.

Después de una pausa, torna a hablar:

–                       El Tono de mi Señor está adornado con las doce piedras, de las doce tribus de los justos. En la gran perla que es el trono, el blanco, el precioso y resplandeciente Trono del Santísimo Cordero; están engastados topacios con amatistas, esmeraldas con zafiros, rubíes con sardónices; ágatas; crisolitos con aguamarinas, ónices, jaspes, ópalos.

Los que creen. Los que esperan; los que aman; los que se arrepienten; los que viven y mueren en la justicia; los que sufren; los que dejan el error por la Verdad; los que siendo duros de corazón, se han hecho mansos por su Nombre; los inocentes; los arrepentidos; los que se despojan de toda cosa, para poder fácilmente seguir al Señor. Los vírgenes cuyo espíritu resplandece cual luz semejante al de un alba del Cielo de Dios… ¡Gloria al Señor! ¡Gloria a Adonaí! ¡Gloria al Rey sentado sobre su Trono!

Su voz parece el toque de una trompeta. La gente se sacude. La mujer parece que ve realmente lo que está describiendo. Y con su mirada extática puede ver la Gloria Celestial. Descansa sin cambiar de actitud.

Su cara palidece y sus ojos se hacen más brillantes. Vuelve a hablar, bajando su mirada sobre Jesús que la escucha atento; rodeado de escribas que mueven la cabeza escépticos; burlones.

Y de los apóstoles y seguidores que están pálidos, presas de sacra emoción.

Prosigue extática y el tono de su voz es menos alto:

–                       ¡Veo! ¡Veo en el Hombre lo que se oculta en el Hombre! Pero mis rodillas se doblan ante el Santo de los santos oculto en el Hombre.

De repente su voz cambia de tono y se hace imperiosa; cual si fuera una orden:

–                       ¡Mira a tu Rey! ¡Oh, Pueblo de Dios! ¡Conoces su Rostro! ¡La belleza de Dios está delante de ti! La Sabiduría de Dios ha tomado una boca para instruirte. Ya no son los Profetas, ¡Oh, Pueblo de Israel! Los que te hablan del Inefable. ¡Es Él Mismo!

El que conoce el Misterio que Es Dios, que te habla de Dios. El que conoce el Pensamiento de Dios, que te acerca a su pecho. ¡Oh, Pueblo Infantil después de tantos siglos! Y te alimenta con la leche de la Sabiduría de Dios para que te hagas adulto. Para obtenerlo se encarnó en un vientre… En el vientre de una mujer de Israel. Más grande que cualquier otra mujer, ante la Presencia de Dios y de los hombres. Ella arrebató el Corazón de Dios, con sus palpitaciones de paloma. La hermosura de su espíritu, sedujo al Altísimo y Él la hizo su Trono.

María de Aarón pecó porque en ella existía el pecado. Débora dictó lo que tenía que hacerse, pero no lo realizó. Yael fue fuerte, pero ensució sus manos con sangre. Judith era justa, tenía al Señor; Dios estaba en sus palabras y le permitió que realizara su propósito; para que Israel se salvase. Más por amor a su patria, empleó una astucia homicida.

La Mujer que lo engendró a Él, sobrepuja a todas estas mujeres, porque es la esclava perfecta de Dios y le sirve sin pecar. Toda Pura, Inocente y Bella. Es el hermoso astro de Dios, desde que sale hasta que se pone. Toda bella, resplandeciente y pura; para ser Estrella y Luna. Luz para los hombres, para que encuentren al Señor.

No precede ni sigue al Arca Santa, como María de Aarón; porque Ella es el Arca Misma.

Sobre la turbia ola de la Tierra cubierta con el diluvio de las culpas, Ella camina y salva. Porque quién se acerca a Ella, encuentra al Señor. Paloma sin mancha, vuela y trae la rama de olivo; olivo de paz a los hombres; porque Ella es la Oliva sin igual.

Está callada, pero con su silencio habla. Y hace más que Débora, que Yael; que Judith. No aconseja a la guerra, ni incita a matar. Ni derrama sangre, fuera de la Inigualable suya, con la que fue hecho su Hijo. ¡Desgraciada Madre! ¡Sublime Madre!…

Judith tenía al Señor, pero había vivido con un hombre. Ésta ha dado al Altísimo, su Flor Inviolable. Y el Fuego de Dios bajó al cáliz del Lirio suave. Y un seno de Mujer ha encerrado a la Potencia; a la Sabiduría y al Amor de Dios. ¡Gloria a la Mujer! ¡Cantadle alabanzas, ¡Oh! mujeres de Israel!

La mujer se calla.

Los escribas dicen:

–                       ¡Está loca! ¡Está loca! ¡Hazla callar! Es una posesa. Obliga al espíritu que la posee a que se vaya.

Jesús responde:

–                       No puedo. No es más que el Espíritu de Dios y Dios no se arroja a Sí Mismo.

–                       No lo haces porque ella te alaba y ha alabado a tu Madre; lo que estimula tu orgullo.

–                       Escriba, piensa lo que sabes de Mí y verás que Yo no conozco el orgullo.

–                       Y sin embargo solo un demonio puede hablar en ella; para hacer que celebre de este modo a una mujer… ¡La Mujer! ¿Y qué es en Israel y para Israel, la mujer? ¿Qué otra cosa, sino pecado a los ojos de Dios? ¡Seducida y seductora!…

Otro escriba agrega:

–                       Si no creyésemos, costaría trabajo creer que en la mujer haya un alma. Le está prohibido acercarse al Santo de los santos, por su inmundicia. Y ésta dice que Dios ha elegido a Ella…

Los escribas están escandalizados y hacen coro.

Jesús responde sin mirar a nadie, como si hablase consigo Mismo:

–                       Está escrito: “La mujer aplastará la cabeza de la serpiente… La Virgen concebirá y dará a luz a un Niño que será llamado Emmanuel… Un retoño saldrá de la raíz de Jesé. Una flor nacerá de esta raíz y sobre ella, reposará el Espíritu del Señor.”Esta Mujer. Mi Madre, escriba. Por honra propia de tu saber, recuerda y comprende la Palabra de los Libros Sagrados.

Los escribas no encuentran palabras con qué responder. Miles de veces han leído estas palabras y las han tomado por verdaderas. ¿Pueden ahora negar su valor? Mejor se callan.

Alguien prende una hoguera, porque se siente el frío cerca de la ribera, donde sopla el aire del Crepúsculo.

La luz del fuego parece sacudir a la mujer que había callado y se estremece.

Mira de nuevo a Jesús y con voz estentórea grita:

–                       ¡Adonaí! ¡Adonaí! ¡Tú eres Grande! ¡Cantemos al Divino un cántico nuevo! ¡Shalem! ¡Shalem! ¡Melquic!… ¡Paz! ¡Paz! ¡Oh, Rey a Quién nadie resiste!

La mujer se calla de pronto.

Y por primera vez recorre con sus ojos a los que rodean a Jesús. Mira a los escribas y comienza a llorar. Su cara se llena de tristeza y carece de resplandor.

Habla lentamente y con profundo dolor:

–                       ¡No! ¡Ay de quién se te opone! No estoy ahora en los verdes bosques de Betlequi; viuda virgen que encuentra en el Señor su única paz. Conciudadanos: temamos al Señor, porque ha llegado la hora de estar prontos a responder a su llamada. Hagamos que la vestidura de nuestro corazón esté limpia para no ser indignos  de su Presencia.

Ciñámonos de fuerza; porque la Hora del Mesías es Hora de Prueba. Purifiquémonos como hostias para el altar, para que Él que lo mandó, nos acepte. Quién es bueno, hágase mejor. Quién es soberbio, hágase humilde. Quién es lujurioso, castigue su cuerpo, para poder seguir al Cordero. Que el avaro se haga bienhechor; porque Dios nos beneficia en su Mesías. Y que cada uno practique la justicia, para poder pertenecer al Pueblo del Bendito que llega.

Ahora hablo ante Él. Ante quien cree en Él y ante quien no cree y se burla del Santo. Y de los que hablan y creen en su Nombre y en Él. Pero no tengo miedo. Decís que estoy loca. Decís que en mí, habla un demonio. Sé que podríais hacerme lapidar por blasfema. Sé que lo que voy a decir os parecerá un insulto, una blasfemia y me odiaréis. Más no importa. Tal vez soy una de las últimas voces que hablan de Él, antes de su manifestación.

Tendré tal vez la misma suerte que otras muchas voces. Pero no temo. Largo es el destierro en el frío y en la soledad de la tierra; para que el que piensa en el Seno de Abraham ; en el Reino de Dios que nos abre el Mesías, más santo que el Santo Seno de Abraham.

Sabea del Carmelo de la estirpe de Aarón, no le teme a la muerte. Teme al Señor y habla cuando Él la hace hablar y así encontraría su voluntad para hacer la Voluntad de Dios. Dice la Verdad porque habla de Dios con las palabras que Dios le da.

No temo a la muerte. Aun cuando me llaméis demonio y me lapidéis por blasfema. Aun cuando mis padres y mis hermanos mueran por esta deshonra, no temblaré de miedo, ni de compasión. Sé que el demonio no habla en mí, porque apaga toda concupiscencia y toda Betlequi lo sabe.

Sé que las piedras no harían sino apagar por un instante, el respiro de mi canto. Pero después se le dará uno mucho más sublime, en la libertad del más allá. Sé que Dios consolará el dolor de los de mi sangre. Y su dolor será breve. Pero será eterna la alegría de los padres mártires, de una mártir. No temo que me matéis. Pero sí temo a la muerte que me vendría de Dios, si yo no lo obedeciera. Y hablo y digo lo que Él me ordena que diga.

De lo alto llega a mí una voz que dentro de mi corazón grita y dice: “El antiguo pueblo de Dios, no puede cantar el nuevo cántico; porque no ama a su Salvador. Los salvados de todas las naciones cantarán el cántico nuevo. Los del Pueblo Nuevo del Mesías, Señor. No los que odian a mi Verbo…”

Para desgracia de los funcionarios del Templo de Jerusalén, Sabea del Carmelo no ha terminado…

HERMANO EN CRISTO JESUS:

ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, – CONOCELA