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93.- LA TEMPESTAD

En el mar Mediterráneo se levantan las olas en poderosas crestas llenas de espuma. Ya no hay neblina, ni obscuridad. Las poderosas olas se levantan y se estrellan sobre el puente de la nave, pasando de un lugar al otro y rompiéndose en una cascada, que moja todo lo que toca.

El navío sube y baja, balanceándose a merced del mar, desde el fondo hasta la punta de sus mástiles, cruje la madera golpeada por este mar embravecido. A excepción de los que tienen que gobernar la nave, no hay nadie en el puente de mando.

Las escotillas atrancadas no permiten ver lo que pasa bajo la cubierta. Pero indudablemente la mayoría de los navegantes están rezando a sus dioses favoritos, para escapar de la furia de la naturaleza desatada con todo su furor. El rugido del viento y los golpes de las olas, de un mar que parece poderoso e implacable…

Pedro saca la cabeza enmarañada por el viento que lo golpea sin piedad, mira atentamente y vuelve a cerrar, justo antes de que un torrente de agua se le eche encima. Vuelve a abrir y se asoma. Cierra rápido y logra saltar antes de que la siguiente ola lo atrape. Se ase de donde puede y contempla ese mar que es literalmente un infierno donde ruge el viento, el agua y la madera golpeada por las olas. Por todo comentario, se limita a silbar.

Nicomedes está desnudo en la cubierta, girando órdenes a diestra y siniestra.

Y cuando lo ve, le grita:

–           ¡Largo de aquí! ¡Largo! Cierra esa portezuela. Si la nave se llena de agua nos iremos a pique, hasta el fondo. Agradece que todavía no ha echado la carga al fondo… ¡Jamás había visto una tempestad igual! ¡Lárgate de aquí! ¡Te lo ordeno! No quiero hombres de tierra sobre la cubierta, en este terrible momento… Éste no es lugar para jardineros…

Y no sigue con su invectiva, porque una ola se estrella sobre el puente y cubre todo amenazando con arrastrarlos hacia el océano embravecido…

Nicomedes está amarrado con una cuerda en su cintura y grita:

–           ¿Lo has visto?

Pedro bañado como una sopa, contesta:

–           Lo estoy viendo. No sólo soy capaz de guardar jardines. Nací sobre el agua, sobre un lago de verdad… Fui pescador…

Pedro está inspirado y no muestra ninguna emoción. Hace ritmo con sus piernas cortas y encorvadas, siguiendo el movimiento del navío.

El cretense lo mira fijamente mientras se le acerca y le pregunta:

–           ¿No tienes miedo?

–           ¡Ni en sueños!

–           ¿Y los demás?

–           Tres de ellos son pescadores, cómo yo. Mejor dicho, lo fueron. Los demás a excepción del enfermo son fuertes.

–           ¿También la mujer? ¡Pon atención! ¡Fíjate! ¡Agárrate!

Una ola gigantesca se ha estrellado sobre el puente.

Pedro espera a que pase y dice:

–           ¡Qué bien me hubiera sabido esta bañada en los días calurosos! ¡Paciencia!…  ¿Decías algo sobre la mujer? Ruega… Y no estaría mal que también lo hicieras tú…. ¿Dónde nos encontramos? ¿En el canal de Chipre?…

¡Ojalá fuera así! Me acercaría a la isla en espera de la calma… Apenas estamos a la altura de la colonia Julia o Berito, si lo prefieres. Ahora viene lo peor… Aquellas son las montañas del Líbano.

–           ¿No podríamos anclar en aquella población que se ve a lo lejos?

–           el puerto es malo y tiene muchos escollos… ¡Ten cuidado!

Otro torrente y un tronco de árbol que hiere a un hombre y no lo arrastra la marejada porque es detenido por un obstáculo…

El cretense grita:

–           ¡Lo estás viendo! ¡Es muy peligroso estar aquí! ¡Vete abajo! ¡Lo estás viendo!

–           Lo veo. Pero ese hombre…

–           Si no está muerto, volverá en sí. Yo no puedo hacer nada. No puedo curarlo. Lo ves… Estoy tratando de gobernar la nave, hasta que salgamos de esto…

No cabe duda que el cretense está al tanto de todo…

Pedro le dice:

–           Dámelo. Lo curará la mujer que viene con nosotros…

¡Haz lo que quieras! ¡Pero ya lárgate a tu camarote y cierra bien!

Pedro se arrastra hasta el lugar en donde está el marino herido y tira de él por un pie. Lo ve… Silba y dice:

–           Tiene la cabeza abierta como una granada…  Aquí hace falta el Señor… ¡Oh! ¡Si estuviera Él! Señor Jesús, Maestro mío, ¿Por qué nos has dejado? –y el dolor repercute en su voz.

Se echa al herido sobre la espalda y la túnica se le mancha de sangre.  Y se dirige hacia la portezuela del camarote…

El cretense le grita:

–           ¡Es inútil todo! ¡Míralo bien! ¡Es un hombre muerto!…

Pedro, con su carga encima, no le hace caso y agarrándose fuertemente ante el embate de una nueva ola…

Pedro dice para sí mismo:

–           Eso lo veremos. – Y abriendo la portezuela grita- ¡Santiago! ¡Juan! ¡Venid aquí!

Cierra tras de sí la portezuela y con ayuda de los apóstoles baja al hombre herido.

A la pálida luz de las lámparas que se bambolean, los apóstoles preguntan:

–                     ¿Estás herido?

–                     Yo no. La sangre es de éste. Rogad para que… ¡Síntica! Ven aquí y ayúdame a curarlo. Tiene la cabeza abierta…

Síntica deja de sostener a Juan de Endor que sufre mucho y se acerca hasta la mesa en donde han puesto al herido.

La joven griega lo mira y exclama:

–                      ¡La herida es muy profunda!  Es igual a la que vi en dos esclavos a los que había golpeado su dueño y al otro, que lo había golpeado una enorme roca en Craparola. Es necesaria mucha agua para lavar la herida y detener la sangre…

Pedro grita:

–           Si solo necesitas agua, es lo que sobra en este momento. Ven Santiago y ayúdame. Con un cubo, los dos lo haremos pronto…

Van y regresan empapados.

Síntica le pone lienzos mojados, para lavar la herida en la nuca y aparece el daño infligido en el cráneo, en toda su horrorosa realidad… Desde la sien hasta la nuca, el hueso está al descubierto.

El herido abre sus ojos sin expresión y se le oye roncar… el miedo instintivo a la muerte se ha apoderado de él…

Síntica trata de consolarlo:

–           ¡Bueno! ¡Bueno! ¡Te vas a curar! – Y se lo dice en griego, porque el hombre herido habló en esta lengua.

El hombre está semiinconsciente y la mira sorprendido. Y al escuchar su lengua materna, un atisbo de sonrisa se dibuja en sus labios. Busca la mano de Síntica… En los umbrales del sufrimiento, instintivamente busca la caricia maternal de la mujer que le ha hablado con ternura…

Cuando Síntica ve que la hemorragia se detiene, dice con fe:

–           Voy a ungirlo con el ungüento de María.

Mateo está palidísimo, tanto por la sangre como por el bamboleo del barco y objeta:

–                     Eso es para los dolores reumáticos de Juan…

Síntica explica:

–                     ¡Oh, lo hizo María con sus manos! Se lo aplicaré rogando a Jesús… Rogad también vosotros. El Padre Celestial nos escuchará… Y no le puede hacer ningún mal. El aceite es medicina…

Mateo encoge los hombros y Síntica va hacia la alforja de Pedro. Saca un recipiente que parece de bronce. Lo abre y toma un poco de ungüento. Lo calienta entre sus manos y lo pone sobre un trozo de lino doblado, que pone sobre la cabeza del herido y lo recuesta sobre su manto doblado como si fuera una almohada.  Y se sienta junto a él, orando mientras el herido parece adormecerse.

La acompañan en la oración todos los demás, mientras arriba la nave, sigue siendo fuertemente atacada por el mar; que sube y baja con el vaivén de las olas.

Después de un rato, se abre la portezuela y entra un marinero…

Pedro pregunta:

–                     ¿Qué sucede?

El marino responde:

–                     Estamos en peligro. Vengo a tomar incienso y las oblaciones para un sacrificio…

–                     ¡Déjate de esas cosas!

–                     Es que Nicomedes quiere hacer un sacrificio a Venus. ¡Estamos en su mar!…

Pedro dice despacio:

–                     ¡Qué está loco como él! -Luego agrega con voz fuerte-  Vengan todos. Vayamos al puente. Tal vez podamos hacer algo… –Y mirando a Síntica agrega- ¿Tienes miedo de quedarte sola con el herido y éstos dos?

Los dos, son Mateo y Juan de Endor que están absolutamente mareados…

Y Síntica responde:

–          ¡No! No. Id si os parece…

Mientras el grupo sube por el puente, se encuentran con el cretense que está esperando el incienso desesperado.

Lleno de rabia y a gritos dice:

–          ¿Acaso no estáis viendo que sin un milagro divino, naufragamos? ¡Es la primera vez!…  ¡La primera vez desde que navego que sucede esto!

Judas de Alfeo dice en voz baja:

–          Ahora fíjate que va a decir, que somos nosotros la causa…

En realidad, el cretense grita como un aullido:

–          ¡Malditos israelitas! ¿Qué maldición pesa sobre vosotros? ¡Perros hebreos, me habéis traído la mala suerte! ¡Largo de aquí! ¡Que ahora voy a sacrificar a la Venus Naciente!…

Pedro dice:

–          No. Mejor nosotros sacrificamos…

–          ¡Largaos! ¡Sois unos paganos! ¡Sois unos demonios!  ¡Sois…!

–          ¡Oye! ¡Te juro que si nos dejas, verás el prodigio!

–          ¡No! ¡Largo!

Nicomedes enciende el incienso y lo arroja al mar como puede. Y también un líquido que ya había ofrecido en un pebetero y ante un altar, sobre la cubierta…

Pero el mar rechaza el incienso y parece enfurecerse más…  y una ola arrastra tras de sí todas las tablas donde se había erigido el altar a Afrodita y se había ofrecido el sacrificio. Y por un verdadero milagro, no arrastra también a Nicomedes…

Pedro dice:

–                     ¡Qué buena respuesta te ha dado tu diosa! Ahora nos toca a nosotros… También nosotros tenemos una Mujer Pura, hecha de espuma del mar y después… Canta Juan, el mismo canto de ayer. Nosotros te seguimos…

Nicomedes grita furioso:

–           ¡Sí, probad! Pero si el mar se enfurece más, os arrojo a todos vosotros como víctimas propiciatorias para Afrodita…

–           Está bien. Aceptamos. ¡Vamos Juan!

Juan empieza a cantar y es seguido por todos los demás… Hasta Pedro que generalmente no canta porque siente que es bastante desentonado, agrega su voz con el ritmo de los remos del día anterior.

El cretense los mira con los brazos cruzados sobre el pecho y una sonrisa entre airada e irónica.  Después que termina el canto, los apóstoles oran con los brazos abiertos. Recitan el Pater Noster, como Jesús se los enseñara y lo cantan en arameo. Continúan con unos salmos de alabanza, que entonan triunfales y con las voces a todo pulmón… Y así se alternan unos con otros, a pesar de las olas que los bañan una y otra vez…

Ellos no se agarran de nada para sostenerse. Se sienten seguros, como si una fuerza invisible los asegurara al puente…

Las olas van disminuyendo de violencia, paulatinamente y aunque no ceden totalmente, ni el viento disminuye su aullido; la furia del mar que barría el puente sí se ha calmado. Las olas continúan azotando el puente, pero cada vez con menor intensidad…

El cretense y todos sus marinos no salen del estupor…

Pedro lo mira, pero no deja de orar…

Juan sonríe y canta con más fuerza… Los otros lo secundan venciendo el fragor del océano embravecido, que poco a poco se va calmando más y más…

Finalmente Pedro pregunta:

–           ¿Tienes algo que replicar?

El cretense pregunta pasmado:

–                     ¿Qué habéis dicho? ¿Qué fórmula empleasteis?

–                     La del Dios Verdadero y la de su Esclava…  Endereza la vela y prepara todo.  Aquello que se ve allá… ¿No es una isla?

–                     Sí. Es Chipre. El mar está todavía más tranquilo en este canal…En medio de la tormenta fuimos arrojados hasta acá…  ¡Extraño! ¿Cuál es  la Estrella que adoráis y a la que estabais alabando? ¡Siempre es Venus!… O ¿No?

–                     No hay nada de Venus.  Nosotros sólo adoramos a Dios. Le cantamos a María de Nazareth, la Madre de Jesús; que es el Mesías de Israel…

–                     ¿Y qué fue lo otro? ¿Estabais cantando en hebreo? ¿No es así?

–                     No. Hablamos en nuestro dialecto: el arameo. En la lengua de nuestro lago y de nuestra patria… Pero no podemos enseñártela a ti que eres pagano.  Es algo que dijimos a Yeové y sólo los creyentes pueden saberlo… Adiós Nicomedes. Y no lamentes lo que se ha ido al fondo. Un sortilegio menos… Que no te traerá infortunio… Adiós, ¿Eh?

–                     No… Pero perdonadme… Os he insultado.

–                     ¡No te preocupes por ello…!  Son cosas de tu culto por… Venus… Vamos muchachos a donde están los demás…

Y muy feliz y contento, Pedro se dirige al camarote donde dejó a Síntica.

El cretense los sigue preguntando:

–           ¡Por favor escuchadme! ¿Ya murió el herido?

Pedro lo mira y sonríe:

–           ¡Imposible! Creo que te lo devolveremos más sano de lo que estaba… Es algo que… ¡Tal vez también lo atribuyas a nuestros sortilegios! ¿Eh?

–           ¡Oh, Perdonad! Por favor, ¡Perdonadme! Decidme dónde puedo aprenderlos, para servirme de ellos… Os pagaré…

–           Lo siento, Nicomedes. ¡Adiós! No tenemos permitido vender a los paganos las cosas sagradas… ¡Qué te vaya bien amigo! Cuando conozcas al Dios Verdadero, también sabrás el secreto de su Poder…  ¡Que Dios te bendiga con su Luz y que te vaya muy bien!

Pedro, sonriente y acompañado de todos los suyos regresa al camarote, ante un mar plácido iluminado por la luna que con sus destellos plateados ilumina todo lo que toca y también parece sonreír…

Al día siguiente, el mar y el cielo les regalan paisajes maravillosos. El crepúsculo es hermosísimo cuando llegan a la ciudad de Seleucia. La nave, con sus velas desplegadas se dirige veloz hacia la lejana ciudad.

En la cubierta, están los marinos que ya se encuentran relajados por las magníficas condiciones de la travesía y los pasajeros que ya contemplan cercana su meta; junto a un Juan de Endor que sigue flaco y pálido y tambien el marinero herido. Tiene la cabeza vendada y sonríe feliz, tanto a sus bienhechores como a sus compañeros marinos, que lo miran con asombro y lo felicitan por haber regresado al puente.

El cretense deja por unos momentos su puesto, que entrega al jefe de la tripulación mientras se acerca a saludar a su marino convaleciente…

Y dice a los apóstoles:

–                ¡Querido Demetrio! Me alegro mucho de ver que estás cada día mejor. Nunca pensé que pudieras sobrevivir al golpe del palo y al del hierro. No cabe duda que éstos,-señala a los apóstoles- Te han engendrado otra vez a la vida. Porque ya habías muerto, cuando caíste prensado bajo todas las mercancías y luego por las olas que te arrastraron y te hubieran llevado al reino de Neptuno, entre las nereidas y los tritones; cuando este hombre santo te rescató.  Y luego te han curado con sus maravillosos ungüentos… ¡Déjame ver la herida!…

El marino se suelta la venda y muestra la cicatriz. Una señal roja que va de la sien a la nunca. Nicomedes la toca con la punta de los dedos muy ligeramente y exclama asombrado:

–           ¡Hasta el hueso está soldado! ¡De veras que te ha amado la Venus marina! Y quiere verte sobre las olas del mar y caminando dichoso, sobre las playas de Grecia. Que Eros te sea propicio ahora que desembarcaremos en Seleucia y haga que olvides esta desgracia y el terror de Thanatos, en cuyos brazos estuviste ayer.

La expresión en la cara de Pedro, manifiesta claramente  lo que piensa sobre este discurso mitológico. Recargado sobre un mástil, apenas puede contenerse para replicarle a Nicomedes sobre su paganismo.

Los demás apóstoles también manifiestan claramente su desprecio y optan por voltear a mirar el mar, ignorando totalmente al cretense.

El hombre lo nota y trata de disculparse:

–           ¡Es nuestra religión! Así cómo vosotros tenéis la vuestra, nosotros creemos en la nuestra… –Y decide cambiar de tema- Venid a la proa, para que podáis admirar la ciudad que se aproxima… ¿La conocéis?

Zelote responde tajante:

–           Yo vine una vez; pero el viaje lo hice por tierra.

–           ¡Ah! ¡Entonces sabes bien que el verdadero puerto de Antioquía es Seleucia, que está junto a la desembocadura del Orontes! Y que es posible viajar por su curso en barcas pequeñas, hasta llegar a Antioquía. ¡Oh! ¡Podréis admirar todas las grandiosas obras que han hecho los romanos en Seleucia y Antioquía! Un puerto con tres dársenas, que es uno de los mejores. Tiene canales, rompeolas, diques. Cosa igual no hay en Palestina y es porque Siria es la mejor provincia del imperio…

El entusiasmo por los romanos no encuentra eco en nadie y sus palabras caen envueltas con un silencio glacial. Aún Síntica que por ser griega, siente menos desprecio que los demás, se mantiene callada y hierática, como una diosa pagana.

El cretense lo nota y dice:

–           ¡Qué queréis! ¡Hablando en plata, yo siempre gano con los romanos!…

La respuesta de Síntica es dura como un sablazo:

–           ¡Y el oro quita el filo a la espada, al honor nacional y a la libertad!

Lo ha dicho de tal manera y con un latín tan puro, que el otro se queda callado. Luego Nicomedes pregunta con timidez:

–           ¿Eres griega?

–           Lo soy. Pero tú amas a los romanos. Por eso te hablo en la lengua de tus patrones, no en la mía, la de la patria mártir.

El cretense ya no sabe qué decir. Los apóstoles están contentos por la lección dada majestuosamente por Síntica.

Después de un largo silencio pregunta a Pedro:

–           ¿Ya saben cómo ir de Seleucia a Antioquía?

Pedro contesta muy serio:

–           Con los pies.

–           Ya es tarde. Será de noche cuando desembarquemos.

–           Buscaremos una posada.

–           ¡Claro! Pero podríais dormir aquí hasta mañana…

Tadeo, que ya vio los preparativos para honrar a los dioses en cuanto lleguen al puerto, contesta rápido:

–           No es necesario. Muchas gracias por tu gentileza. Pero es mejor que descendamos. ¿Verdad Simón?

–           Así es. También nosotros tenemos que presentar nuestras plegarias… Tú a tus dioses y nosotros a nuestro Dios.

–           Haced como os plazca. Quería honrar al hijo de Teófilo y agradaros a ustedes por él.

Zelote contesta:

–           También nosotros por el Hijo de Dios, al persuadirte que sólo hay un Dios Verdadero. Pero tú eres inconmovible como una piedra.  Estamos pues, iguales.  Ojalá qué un día te encontremos y ya no seas tan cerrado…

Nicomedes encoge los hombros, con un gesto de indiferencia irónica y sólo dice:

–           Adiós.

Y se va hacia el puente de mando para tomar el timón, pues ya están muy cerca del atracadero.

Pedro dice:

–           Vamos a tomar nuestro cargamento. No veo la hora de alejarnos de este asqueroso pagano. Juan… Síntica… En cuanto bajemos con la carga, vendremos por ustedes…

Y los ocho apóstoles se van ligeros a hacer lo que han dicho.

Los dos que se quedan observan los diques y la sinfonía de silbidos con que se trasmiten las órdenes para que el navío quede a punto para el desembarco.

Juan de Endor dice muy triste:

–           Síntica, cada vez damos un paso más hacia lo desconocido. Otro paso que nos aleja del dulce pasado. Otra agonía… no creo que aguante…

Síntica está muy pálida y tambien agobiada por la tristeza, pero es siempre la mujer fuerte que da fuerzas a los que ama:

–           Es verdad, Juan. Otro golpe que destroza el corazón. Otra agonía… Pero no digas: ‘Otro paso más hacia lo desconocido’ No está bien. Conocemos nuestra misión. Jesús nos lo dijo. Y nos estamos uniendo a la Voluntad de Dios, que sólo Él sabe por qué lo está permitiendo…

Ni siquiera debemos decir: ‘Otro golpe’ Nosotros seguimos fieles a su voluntad. El golpe abate. Nosotros nos unimos.  Nos vemos libres de los placeres sensibles de nuestro amor por Él, por nuestro Maestro. Y nos reservamos las delicias suprasensibles, haciendo que nuestro amor y obligación se trasladen a un plan superior. ¿No estás convencido de ello? ¿Sí?

Juan asiente en silencio con un gesto afirmativo.

–           Entonces no debes decir ‘otra agonía’ Decir agonía significa que la muerte está cerca. Pero nosotros al llegar a un plano espiritual por nuestros propósitos, no morimos, sino que ‘vivimos’. Porque lo espiritual es eterno. Por esta razón subimos a una vida mejor, anticipo de la vida verdadera del Cielo. ¡Ea, ánimo! ¡Olvida que eres el Juan inútil! Y piensa que eres el hombre destinado al Cielo. Reflexiona, reacciona y medita… Y espera solo en ser el ciudadano de aquella patria inmortal.

Los apóstoles ya tienen la carga lista para desembarcar, cuando la nave entra majestuosa, al lugar donde va a atracar. Se acercan los dos que están sufriendo el dolor infinito del alejamiento del que ya aman con todo su ser.

Nicomedes se acerca a despedirlos y Pedro dice:

–          Adiós y muchas gracias.

–          ¡Salve hebreos! También yo os las doy. Si os apresuráis, encontrareis alojamiento…  Hasta la vista…

Después de bajar la carga, los diez descienden y cargados con sus fardos, se alejan en busca del albergue…

HERMANO EN CRISTO JESUS:

ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, – CONOCELA