395 MAREIMONIO Y DIVORCIO
395 IMITAR A JESUS ES EL EJEMPLO QUE SALVA
357 Los fariseos y la cuestión del divorcio.
Es por la mañana.
Una mañana de Marzo.
Por tanto, nubes y claros se alternan en el cielo.
Pero las nubes sobrepujan a los claros y tratan de apoderarse del cielo.
Un aire caliente, con rachas rítmicas, sopla y carga el ambiente enrareciéndolo
con polvo venido de las zonas del altiplano.
Pedro al salir de la casa con los otros,
sentencia:
– Si no cambia el viento, esto es agua!
El último en salir es Jesús, que se despide de las dueñas de la casa.
El dueño acompaña a Jesús.
Dados pocos pasos, los detiene un suboficial romano que está con otros soldados.
Y le pregunta:
– ¿Eres Tú Jesús de Nazaret?
Jesús responde:
– Lo soy.
– ¿Qué haces?
– Hablo a las gentes.
– ¿Dónde?
– En la plaza.
– ¿Palabras sediciosas?
– No.
Preceptos de virtud.
– ¡Ojo! No mientas.
Roma ya tiene suficientes falsos dioses.
– Ven tú también.
Verás como no estoy mintiendo.
El hombre que ha alojado a Jesús, siente el deber de intervenir:
– ¿Pero desde cuándo tantas preguntas a un rabí?
El oficial romano responde:
– Denuncia de hombre sedicioso.
– ¿Sedicioso? ¿Él?
¡Pero hombre, Mario Severo, eso es una ilusión!
Éste es el hombre más manso de la Tierra.
Te lo digo yo.
El suboficial se encoge de hombros,
y responde:
– Mejor para Él.
Pero esta es la denuncia que ha recibido el centurión.
Que vaya si quiere.
Está avisado.
Se da la media vuelta y se marcha con los subalternos.
Varios dicen:
– ¿Pero quién puede haber sido?
– ¡No lo entiendo!
Jesús responde:
– Dejad de entender.
No hace falta.
Vamos a la plaza mientras haya muchos.
Luego nos marcharemos también de aquí.
Cuando llegan a ella, es posible notar….
Debe ser una plaza más bien comercial.
No es un mercado pero poco le falta, porque está circundada de fondaques
en los que hay depósitos de mercancías de todos los tipos.
Y la gente se aglomera en ellos.
Por tanto, hay mucha gente en la plaza…
Y alguno hace señas de que está Jesús,
de forma que pronto un círculo de gente está alrededor del “Nazareno”.
Un círculo compuesto de personas de todo tipo, clase y nación.
Quién por veneración, quién por curiosidad.
Jesús hace un gesto de querer hablar.
Un romano que sale de un almacén,
dice:
– ¡Vamos a escucharlo!
Un compañero suyo, le responde:
– ¿No nos tocará oír alguna lamentación?
– No lo creas, Constancio.
Es menos indigesto que uno de nuestros oradores de rigor.
Y la Voz de Jesús, resuena como un bronce, llenando todo el lugar…
– ¡Paz a quien me escucha!
Está escrito en el libro de Esdras, en la oración de Esdras:
“¿Qué vamos a decir ahora, Dios nuestro, después de las cosas que han sucedido?
¿Qué, si hemos abandonado los preceptos que habías decretado por medio de tus siervos…?”.
Un puñado de fariseos que se abre paso entre la gente,
grita:
– ¡Detente, Tú que hablas!
– ¡Nosotros proponemos el tema! – grita
Casi al mismo tiempo, vuelve a aparecer la unidad armada y se detiene en el ángulo más cercano.
Los fariseos están ya frente a Jesús.
Y lo interrogan:
– ¿Eres Tú el Galileo?
– ¿Eres Jesús de Nazaret?
– ¡Lo soy!
– ¡Bendito sea Dios por haberte encontrado!
La verdad es que tienen unas caras de tan mala catadura,
que no se ve que estén alegres por el encuentro…
El más viejo habla:
– Te seguimos desde hace muchos días;
pero llegamos siempre cuando Tú ya te has marchado.
– ¿Por qué me seguís?
– Porque eres el Maestro…
Y deseamos ser adoctrinados sobre un punto oscuro de la Ley.
– No hay puntos oscuros en la Ley de Dios.
Varios dicen:
– En ella no.
Pero… en fin… pero la Ley ha sufrido “superposiciones”, como Tú dices…
– En fin… que han proyectado oscuridad.
– Penumbras, al máximo.
Jesús declara:
– Y basta volver el intelecto a Dios para eliminarlas.
– No todos lo saben hacer.
Nosotros, por ejemplo, permanecemos en penumbra.
Tú eres el Rabí, así que ayúdanos.
– ¿Qué queréis saber?
– Queríamos saber si le es lícito al hombre, repudiar por un motivo cualquiera a su mujer.
Es una cosa que sucede frecuentemente,
Y siempre, donde sucede esto, da mucho que hablar.
Vienen a nosotros para saber si es lícito.
Y nosotros, según el caso, respondemos.
– Aprobando lo sucedido en el noventa por ciento de los casos.
Y el diez por ciento que queda desaprobado pertenece a la categoría de los pobres o de vuestros enemigos.
– ¿Cómo lo sabes?
– Porque sucede así en todas las cosas humanas.
Y agrego a la categoría la tercera clase:
La que – si fuera lícito el divorcio – más derecho tendría, por ser la de los verdaderos casos penosos:
como una lepra incurable, una cadena perpetua, o enfermedades innominables…
– ¿Entonces para ti nunca es lícito?
– Ni para mí ni para el Altísimo ni para ninguno de corazón recto.
¿No habéis leído que el Creador, al comienzo de los días, creó al hombre y a la mujer?
Y los creó varón y hembra.
Y no tenía necesidad de hacerlo, porque, si hubiera querido, habría podido, para el rey de la Creación,
hecho a su imagen y semejanza, crear otro modo de procreación.
Y hubiera sido igualmente bueno, aun siendo distinto de todos los otros naturales.
Y dijo: “Así, por esto el hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer
y los dos serán una sola carne”.
Así pues, Dios los unió en una sola unidad.
No son por tanto, ya “dos” sino “una” sola carne.
Lo que Dios ha unido, porque vio que “es buena cosa”,
no lo separe el hombre, pues si así sucediera sería una cosa ya no buena.
– ¿Pero por qué, entonces, Moisés dijo:
“Si el hombre ha tomado consigo una mujer, pero la mujer no ha hallado gracia ante sus ojos
por algún defecto desagradable, él escribirá un libelo de repudio, se lo entregará en mano
y la despedirá de su casa”?
– Lo dijo por la dureza de vuestro corazón.
Para evitar, con una orden, desórdenes demasiado graves.
Por esto os permitió repudiar a vuestras mujeres.
Pero desde el principio no fue así.
Porque la mujer es más que el animal, el cual sigue el capricho del amo
o de las libres circunstancias naturales…
Y va a este o a aquel macho, es carne sin alma que hace pareja para reproducirse.
Vuestras mujeres tienen un alma como vosotros.
Y no es justo pisotearla despiadadamente.
Porque, si bien la condena dice:
“Estarás sometida a la potestad de tu marido y él te dominará”,
ello debe acaecer según justicia y no con atropello lesivo de los derechos del alma libre
y digna de respeto.
Vosotros, con el repudio, que no os es lícito, ofendéis al alma de vuestra compañera,
a la carne gemela que se ha unido a la vuestra;
a ese todo que es la mujer con que os habéis casado exigiendo su honestidad,
mientras que vosotros, ¡Perjuros!, vais a ella deshonestos, minorados, a veces corrompidos…
Y seguís corrompidos.
Y aprovecháis todas las ocasiones para herirla y dar mayor campo a la lujuria insaciable
que hay en vosotros.
¡Prostituidores de vuestras esposas!
Por ningún motivo podéis separaros de la mujer que está unida a vosotros según la Ley y la Bendición.
Sólo en el caso de que la gracia os toque, y comprendáis que la mujer no es una propiedad sino un alma,
y que, por tanto, tiene iguales derechos que vosotros de ser reconocida parte del hombre
y no su objeto de placer.
Y sólo en el caso de que vuestro corazón sea tan duro, que no sepáis elevarla a esposa,
después de haber gozado de ella como una prostituta,
sólo en el caso de anular este escándalo de dos que conviven sin que Dios bendiga su unión,
podéis despedirla.
Porque entonces vuestra unión no es tal, sino que es fornicación.
Y frecuentemente sin el honor de unos hijos, porque son eliminados forzando la naturaleza,
o repudiados como una vergüenza.
En ningún otro caso.
Porque si tenéis hijos ilegítimos de vuestra concubina, tenéis el deber de poner término al escándalo
casándoos con ella, si sois libres.
No contemplo el caso del adulterio consumado contra la esposa ignara.
Para ese caso, santas son las piedras de la lapidación y las llamas del Seol.
Y para el que repudia a su esposa legítima, porque está saciado de ella…
Y toma a otra, hay sólo una sentencia: ése es adultero.
Y es adúltero el que toma a la repudiada, porque, si el hombre se ha arrogado el derecho de separar
lo que Dios ha unido;
la unión matrimonial continúa ante los ojos de Dios.
Y maldito aquel que pasa a segunda esposa sin ser viudo.
Y maldito aquel que toma otra vez a su mujer primera después de haberla despedido por repudio
y haberla abandonado a los miedos de la vida;
siendo así que ella haya cedido a nuevo matrimonio para ganarse el pan,
si queda viuda del segundo marido.
Porque, aunque sea viuda, fue adúltera por culpa vuestra.
Y haríais doble su adulterio.
¿Habéis comprendido, fariseos que me tentáis?
Éstos se van humillados, sin responder.
Un romano dice:
– Es un hombre severo.
Si fuera a Roma, vería que allí fermenta un fango aún más hediondo.
También algunos de Gadara se quejan:
– ¡Dura cosa ser hombres, si hay que ser castos de esa forma!…
gritan:
– ¡Si tal es la condición del hombre respecto a la mujer, es mejor no casarse!
Y también los apóstoles repiten este razonamiento, mientras toman de nuevo el camino
que conduce a los campos, tras haber dejado a los de Gadara.
Lo dice Judas con sarcasmo.
Lo dice Santiago de Zebedeo con respeto y reflexión.
Y Jesús responde al uno y al otro:
– No todos comprenden esto, ni lo comprenden bien.
Algunos, efectivamente, prefieren el celibato para tener libertad de secundar sus vicios;
otros para evitar la posibilidad de pecar siendo maridos no buenos.
Sólo algunos – a los cuales les es concedido – comprenden la belleza de estar limpios de sensualidad
e incluso de una honesta hambre de mujer.
Y son los más santos, los más libres, los más angélicos sobre la faz de la tierra.
Hablo de aquellos que se hacen eunucos por el Reino de Dios.
Hay hombres que nacen así.
A otros los hacen eunucos.
Los primeros son personas deformes que deben suscitar compasión; los segundos…
son abusos que hay que reprimir.
Mas está esa tercera categoría de eunucos voluntarios;
los cuales, sin usar violencia para consigo – por tanto con doble mérito -, saben adherirse
a eso que Dios pide…
Y viven como ángeles para que el altar abandonado de la tierra tenga todavía flores e inciensos
para el Señor.
Éstos no complacen a su parte inferior, para crecer en la parte superior,
de forma que ésta florezca, en el Cielo, en los arriates más próximos al trono del Rey.
Y en verdad os digo que no son personas mutiladas,
sino seres dotados de aquello que a la mayor parte de los hombres les falta.
No son, pues, objeto de necio escarnio;
antes al contrario, de gran veneración.
Comprenda esto quien debe.
Y respete, si puede.
Los apóstoles casados musitan entre sí.
Jesús pregunta:
Bartolomé responde por todos,
diciendo:
– ¿Y nosotros?
No sabíamos esto y hemos tomado mujer.
Pero nos gustaría ser como Tú dices…
– Y no os está prohibido hacerlo de ahora en adelante.
Vivid en continencia, viendo en vuestra compañera a vuestra hermana,
y tendréis gran mérito ante los ojos de Dios.
Vamos a acelerar el paso.
355 LAS DERROTAS DEL MESÍAS
355 IMITAR A JESUS ES EL EJEMPLO QUE SALVA
El pastor Jonás pregunta:
– ¿Y mis ovejas, Señor?
Dentro de poco tendría que tomar un camino distinto del tuyo,
para ir a mi pastura… –
Jesús sonríe, pero no responde.
Es bonito andar, ahora que el sol calienta el aire y hace brillar como esmeraldas
las hojitas nuevas de los bosques y la hierba de los prados;
transformando en engastes los cálices de las flores, para las gotas de rocío que brillan
en los aros radiados multicolores de las florecillas del campo.
Los apóstoles, en seguida animados de nuevo, lo siguen felices y sonrientes…
Llegan a la desviación.
El pastor Anás, afligido,
dice:
– Y aquí tendría que dejarte…
¿Entonces no vienes a curar a mis ovejas?
Yo también tengo fe, y soy prosélito…
¿Me prometes, al menos, que vendrás después del sábado?
– ¡Anás!
¿Pero no has comprendido todavía que tus ovejas están curadas desde que alcé mi mano
hacia Lesemdán?
Ve, pues, tú también a ver el milagro y a bendecir al Señor.
El pastor se queda paralizado, por la admiración y el asombro al escuchar al maestro,
anunciándole la Gracia para él.
Y el milagro recibido en sus rebaños…
Está más pasmado que la mujer de Lot, después de su petrificación en sal,
porque la impresión que causa a quién lo mira, no sería distinta del pastor,
que se ha quedado en la posición en que estaba:
Un poco encorvado e inclinado,
con la cabeza vuelta hacia arriba para mirar a Jesús.
Con un brazo semi-extendido a media altura…
Parece una estatua.
Podría tener debajo el cartel: “El suplicador”.
Mas luego vuelve en sí, se postra,
y dice:
– ¡Bendito! ¡Bueno! ¡Santo!…
Pero te había prometido mucho dinero y aquí solamente tengo algunas dracmas…
Ven, ven a visitarme después del Sábado…
Jesús promete:
– Iré.
No por el dinero, sino para bendecirte una vez más por tu fe sencilla.
Adiós, Anás.
La paz sea contigo.
Y se separan…
Entonces Jesús, llamando a todos sus apóstoles,
les dice:
– Y tampoco ésta es una derrota, amigos.
Aquí tampoco se han burlado de Mí, ni me han expulsado o maldecido…
“¡Venga, raudos!
Hay una madre esperándonos desde hace días…
Y la marcha prosigue, con un breve alto en el camino, para comer pan y queso.
Y beber en un manantial…
El sol está en mediodía cuando se ve aparecer la bifurcación del camino.
Mateo dice:
– Allá en el fondo empieza la escalera de Tiro.
Y se alegra al pensar que la mayor parte del trayecto está ya recorrido.
Apoyada en el mojón romano hay una mujer.
A sus pies, en un traspuntín, hay una pequeñuela de unos siete u ocho años.
La mujer mira en todas las direcciones: hacia la escalera excavada en el monte rocoso,
hacia la vía de Ptolemaida, hacia el camino recorrido por Jesús.
Y, de vez en cuando, se inclina para acariciar a su niña;
para proteger su cabeza del sol con un paño,.
O cubrirle los pies y las manos con un chal.
Andrés pregunta:
– ¡Ahí está la mujer!
Pero, ¿Dónde habrá dormido estos días?
Mateo responde:
– Quizás en aquella casa de cerca de la bifurcación.
No hay otras casas cercanas.
Santiago de Alfeo,
añade:
– O al raso.
Tadeo responde:
– No, por la niña.
Juan exclama:
– ¡Con tal de obtener la gracia!…
Todos en fila (El en el centro, tres de esta parte, tres de la otra), ocupan toda la vía;
en esta hora de pausa de viandantes, que se han parado a comer en los respectivos lugares
en que los ha sorprendido el mediodía.
Jesús sonríe.
Alto, hermoso, en el centro de la fila.
Su rostro está tan radiante que parece como si toda la luz del sol se hubiera concentrado en él.
Parece emanar rayos.
La mujer levanta los ojos…
Ya están a unos cincuenta metros de distancia.
Quizás ha llamado su atención, distraída al oír llorar a su hija.
La mirada de Jesús fija en ella.
Mira…
Se lleva las manos al corazón con un gesto involuntario de ansia, de sobresalto.
Y esa fúlgida sonrisa, inefable, debe decirle tantas cosas a la mujer,
que, ya sin ansia, sonriente, como si va fuera feliz, se agacha a coger a su niña.
Y sosteniéndola en su jergoncillo, con los brazos extendidos, como si se la estuviera
ofreciendo a Dios,
da unos pasos hacia Jesús.
En llegando a los pies de Él, se arrodilla levantando lo más que puede a la niña,
que está en posición echada y que mira, extática, el hermosísimo rostro de Jesús.
La mujer no dice ni una palabra.
¿Qué podría decir que fuera más profundo que lo que dice con toda su figura?…
Jesús dice solamente una palabra, corta pero poderosa,
letificante como el “Fiat” de Dios en la creación del mundo:
– -¡Sí»!.
Y apoya la mano sobre el pequeño pecho de la niña echada.
Entonces la niña, emitiendo un grito de calandria liberada de la jaula,
exclama:
– ¡Mamá!
Se sienta de golpe…
Pasa luego a poner pie en tierra, abraza a su madre, la cual – ella sí -, exhausta,
vacila y está a punto de caerse boca arriba,
desmayada por el cansancio, por la cesación del ansia, por la alegría que sobrecarga las ya
debilitadas fuerzas del corazón por tanto dolor pasado.
Jesús está atento a sujetarla:
Una ayuda más eficaz que la de la niñita, que, recargando con su peso los miembros maternos,
no es, ciertamente, el más indicado factor para sujetar a su madre sobre las rodillas.
Jesús la ayuda a sentarse y le transfunde fuerzas…
Y la mira, mientras mudas lágrimas descienden por la cara,
cansada y dichosa al mismo tiempo, de la mujer.
Luego es el momento de las palabras:
– ¡Gracias, mi Señor!
¡Gracias y bendiciones!
Mi esperanza ha sido coronada…
Te he esperado mucho…
Pera ahora soy feliz…
La mujer, superado su semi-desmayo, se arrodilla de nuevo, adorando;
teniendo delante de sí a la niñita curada y que ahora recibe las caricias de Jesús.
Y explica:
– Hacía dos años que un hueso de la columna se le consumía;
la paralizaba y la llevaba a la muerte lentamente y con grandes dolores.
La habíamos llevado a que la vieran médicos de Antioquía, Tiro, Sidón…
Y también de Cesárea y Panéade.
Hemos gastado tanto en médicos y medicinas, que hemos vendido la casa que poseíamos
en la ciudad para retirarnos a la de campo.
Habíamos despedido a los sirvientes de la casa y nos habíamos quedado sólo con los
de los campos.
Habíamos puesto en venta los productos que antes consumíamos nosotros…
¡Nada aprovechaba!
Te vi. Tenía noticia de lo que hacías en otros lugares.
He esperado la gracia también para mí…
¡Y la he obtenido!
Ahora vuelvo a casa, aligerada, dichosa…
Le daré una alegría a mi esposo…
A mi Santiago, que me puso en el corazón la esperanza, narrándome lo que por tu poder
sucede en Galilea y Judea.
¡Si no hubiéramos tenido miedo de no encontrarte, habríamos venido con la niña!
¡Pero Tú estás siempre en camino!…
Jesús responde sonriente:
– Caminando he venido a verte…
Pero, ¿Dónde has pasado estos días?
– En aquella casa…
Bueno, por la noche, se quedaba sólo la niña.
Hay allí una buena mujer, que me la cuidaba.
Yo he estado siempre aquí, por miedo a que pasaras de noche.
Jesús le pone la mano sobre la cabeza:
Y le dice:
– Eres una buena madre.
Dios te ama por ello.
¿Ves cómo te ha ayudado en todo?
– ¡Oh, sí!
¡Lo he sentido precisamente mientras venía.
Había venido de casa a la ciudad con la confianza de encontrarte;
por lo tanto, con poco dinero y sola.
Luego, siguiendo el consejo de aquel hombre, seguí por este lugar.
Mandé un aviso a casa y vine…
Y no me ha faltado nunca nada, ni pan, ni refugio, ni fuerza.
Santiago de Alfeo, enternecido por todas las fatigas pasadas por la mujer,
pregunta:
– ¿Siempre con ese peso en los brazos?
¿No podías servirte de un carro?….
– No.
Ella habría sufrido demasiado: hasta morir incluso.
En los brazos de su mamá ha venido mi Juana a la Gracia.
Jesús acaricia en el pelo a las dos,
diciendo:
– Ahora podéis marcharos.
Sed siempre fieles al Señor.
El Señor esté con vosotras y con vosotras mi paz.
Jesús reanuda su camino por la vía que conduce a Ptolemaida.
– Esta tampoco es una derrota, amigos.
Tampoco aquí me han expulsado, ni se han burlado de Mí, ni me han maldecido.
Siguiendo la vía directa, pronto se llega al taller del herrador que está al lado del puente.
El herrador romano está descansando al sol, sentado contra el muro de la casa.
Reconoce a Jesús y lo saluda.
— ¡Salve!
Jesús devuelve el saludo,.
— Que la Luz te ilumine.
y añade:
– ¿Me dejas estar aquí, para descansar un poco y comer un poco de pan?
— Sí, Maestro.
Mi mujer quería verte…
Porque le he referido la parte de tu discurso que ella no había oído la otra vez.
Ester es hebrea.
Pero, siendo romano, no me atrevía a decírtelo.
Te la habría mandado…
– Llámala, entonces.
Y Jesús se sienta en el banco que hay contra la pared;
mientras Santiago de Zebedeo distribuye pan y queso…
Luego sale una mujer de unos cuarenta años, turbada, roja de vergüenza.
Jesús le dice:
– Paz a ti, Ester.
¿Tenías deseos de conocerme?
¿Por qué?
– Por lo que dijiste…
Los rabíes nos desprecian a nosotras, casadas con un romano…
Pero he llevado a todos mis hijos al Templo.
Y los varones están todos circuncidados.
Se lo dije antes a Tito, cuando me quiso como esposa…
Y él es bueno…
Siempre me ha dejado libertad de acción con los hijos.
Costumbres, ritos, ¡Aquí todo es hebreo!..
Pero los rabíes, los arquisinagogos, nos maldicen.
Tú no…
Tú tienes palabras de piedad para nosotras…
¡No sabes cuánto significa eso para nosotras!
Es como sentirnos abrazadas por el padre y la madre que nos han repudiado.
Y maldecido, o que se muestran severos con nosotras…
Es como volver a poner pie en la casa que hemos dejado.
Y no sentirse extranjeras en ella…
Durante nuestras Fiestas cierra el taller, con gran pérdida de dinero.
Y me acompaña con nuestros hijos al Templo.
Porque dice que sin religión no se puede estar.
Él dice que su religión es la de la familia y el trabajo;
como antes era la del deber de soldado…
Pero yo… Señor…
Quería hablar contigo por una cosa…
Tú dijiste que los seguidores del verdadero Dios deben separar un poco de su levadura santa
y meterla en la buena harina para hacerla fermentar santamente.
Yo lo he hecho con mi esposo.
He tratado, en estos veinte años que llevamos juntos;
de trabajar su alma, que es buena, con la levadura de Israel.
Pero no se decide nunca… es ya mayor…
Querría tenerlo conmigo en la otra vida…
Unidos por la fe como lo estamos por el amor…
No te pido riquezas, bienestar, salud.
Lo que tenemos es suficiente, y bendito sea Dios por ello.
Pero sí que querría esto…
¡Pide por mi esposo! Que sea del verdadero Dios…
– Lo será.
Puedes estar segura.
Pides una cosa santa y te será dada.
Has comprendido los deberes de la esposa hacia Dios y hacia su esposo.
¡ ¡Si así fueran todas las esposas!
En verdad te digo que muchas deberían imitarte.
Sigue así y recibirás la alegría de tener a tu Tito a tu lado, en la oración y en el Cielo.
Muéstrame a tus hijos.
La mujer llama a la numerosa prole:
– «Jacob, Judas, Leví, María, Juan, Ana, Elisa, Marco».
Y luego entra en la casa y vuelve a salir con una que apenas si sabe andar todavía…
Y con uno de tres meses como mucho:.
Los presenta:
– Y éste es Isaac.
Y esta pequeñita es Judit. – dice terminando la presentación.
Santiago de Zebedeo, dice riendo:
– ¡Abundancia!
Y Judas Tadeo exclama:
– ¡Seis varones!
¡Y con nombres puros!
¡Sí señora, muy bien!
La mujer está contenta.
Y hace elogios de Jacob, Judas y Leví, los cuales ayudan a su padre,
«todos los días menos el Sábado, el día en que Tito trabaja solo;
poniendo las herraduras ya hechas».
Elogia también a María y a Ana, «que son la ayuda de su mamá».
Pero no deja de elogiar también a los cuatro más pequeños:
«buenos y sin caprichos.
Tito, que ha sido un soldado disciplinado, me ayuda a educarlos».
Dice mientras mira con mirada afectuosa al hombre;
el cual, apoyado en la jamba, con una mano en la cadera, ha escuchado todo lo que ha dicho
su mujer, con una franca sonrisa en su rostro claro.
Y que ahora, al oír la memoria de sus méritos de soldado, rebosa complacencia.
– Muy bien.
La disciplina de las armas no repugna a Dios, cuando se cumple con humanidad
el propio deber de soldado.
Todo consiste en ser siempre moralmente honestos, en todos los trabajos,
para ser siempre virtuosos.
Tu pasada disciplina, que ahora transfundes en tus hijos, te debe preparar
para incorporarte a un más alto servicio: el de Dios.
Ahora vamos a despedirnos.
Tengo el tiempo justo para llegar a Akcib antes de que se cumpla el ocaso.
Paz a ti, Ester y a tu casa.
Sed, dentro de poco, todos del Señor».
La madre y los hijos se arrodillan,
mientras Jesús alza la mano bendiciendo.
El hombre, como si de nuevo fuera el soldado de Roma ante su emperador,
se cuadra, saludando a la usanza romana, los soldados romanos, hacen el imperial,
Asu emperador…..
Y se ponen en marcha…
Después de unos metros, Jesús pone la mano en el hombro de Santiago:
Diciendo:
– Una vez más aún, la cuarta de hoy…
Te hago la observación de que ésta no es una derrota, ni es ser expulsado, satirizado
o maldecido.
¿Qué dices ahora?
Santiago de Zebedeo, dice impetuosamente: .
– Que soy un necio, Señor.
– No.
Tú, como todos vosotros, sois todavía demasiado humanos.
Todas vuestras opciones son las propias de quien está más sujeto a humanidad que a espíritu.
El espíritu, cuando es soberano, no se altera ante cualquier soplo del viento,
que no siempre puede ser brisa perfumada…
Podrá sufrir, pero no se altera.
Yo oro siempre porque alcancéis esta soberanía del espíritu.
Pero vosotros me tenéis que ayudar con vuestro esfuerzo…
¡Bueno, este viaje ha terminado!
En él he sembrado lo necesario para prepararos el trabajo;
para cuando seáis vosotros los evangelizadores.
Ahora podemos iniciar el reposo sabático con la conciencia de haber cumplido nuestro deber.
Y esperaremos a los otros…
Luego proseguiremos… todavía… siempre…
hasta que todo quede cumplido…
Nota importante:
Se les suplica incluir en sus oraciones a una ovejita que necesita una cirugía ocular,
para no perder la vista.
Y a un corderito, de nuestro grupo de oración, un padre de familia joven,
que necesita una prótesis de cadera, para poder seguir trabajando por ellos.
¡Que Dios N.S. les pague vuestra caridad….!
Y quién de vosotros quiera ayudarnos,
aportando una donación económica; para este propósito,
podrán hacerlo a través de éste link
349 UN REINO PARA TODOS
349 IMITAR A JESUS ES EL EJEMPLO QUE SALVA
El camino que de Fenicia viene hacia Tolemaida es hermoso.
Corta, muy derecha, la llanura que hay entre el mar y los montes.
Y es muy transitado (por cómo está mantenido).
A menudo cortado por caminos menores, que de los pueblos del interior van hacia
los de la costa, ofrece numerosos cruces, sobre los cuales generalmente hay una casa,
un pozo y un rudimentario taller de herrador,
para los cuadrúpedos que puedan necesitar herraduras.
Jesús, con los seis que se han quedado con El, recorre un buen trecho de camino,
viendo siempre las mismas cosas.
Al final se detiene junto a una de estas casas con pozo y taller de herrador,
en una bifurcación, junto a un torrente por encima del cual pasa un puente,
que siendo fuerte pero de una anchura que apenas si da para el paso de un carro,
hace que tengan que detenerse los que van o los que vienen,
porque las dos corrientes opuestas no podrían pasar al mismo tiempo.
Y ello da ocasión a los transeúntes de razas diversas fenicios e israelitas que se odian
recíprocamente, de aunarse en una única intención: imprecar contra Roma…
Pero sin Roma no tendrían ni siquiera ese puente y con el torrente colmado,
no habrían podido pasar.
¡Pero bueno… al opresor siempre se le odia, aunque haga cosas útiles!
Jesús se para junto al puente, en el ángulo lleno de sol en que está la casa.
El maloliente taller de herrador está en el lado de la casa paralelo al torrente;
en él se están forjando herraduras para un caballo y dos asnos, que las han perdido.
El caballo está enganchado a un carro romano.
En el carro hay unos soldados que, poniendo caras burlonas a los hebreos que imprecan,
Y a un viejo narigudo, más avieso que todos los otros, una verdadera boca viperina,
que con mucho gusto mordería a los romanos, con tal de envenenarlos,
le tiran encima un puñado de estiércol equino…
¡Se puede uno imaginar lo que sucede!
El viejo hebreo sale corriendo y gritando como si le hubieran infectado de lepra…
Y a él se agregan en coro otros hebreos.
Los fenicios gritan irónicos:
– ¿Os gusta el nuevo maná?
Comed, comed, para tener energías para gritar contra estos, que son demasiado buenos
con vosotros, víboras hipócritas.
Los soldados sueltan burlonas risotadas…
Jesús calla.
El carro romano por fin, se pone en marcha, saludando al herrador,
con el grito:
– ¡Salve, Tito, y próspera permanencia!
El hombre, un vigoroso anciano de cuello fuerte como un toro, de rostro rasurado,
con unos ojos negrísimos a los lados de una nariz fuerte y una frente amplia
un poco pelada en las sienes por falta de cabellos,
los cuales donde están, son cortos y muy crespos,
levanta el pesado martillo con un gesto de despedida.
Y de nuevo se vuelve hacia el yunque, donde un joven ha puesto un hierro candente,
mientras otro muchacho está quemando el casco de un burrito, reglándolo para el herrado
ya próximo.
Mateo observa:
– Casi todos estos herradores que están por los caminos son romanos;
soldados que se han quedado aquí una vez terminado su servicio.
Y ganan bien…
Nunca tienen impedimentos para atender a las caballerías…
Y un asno se puede desherrar también antes de la puesta del sol del sábado…
Juan dice:
– El que herró a Antonio estaba casado con una hebrea.
Santiago de Zebedeo,
sentencia:
– Hay más mujeres necias que sensatas
Andrés pregunta:
– ¿Y los hijos, de quién son?
¿De Dios o del paganismo?
Mateo responde:
– Son del cónyuge más fuerte, generalmente.
Y, basta con que la mujer no sea apóstata, para que sean hebreos;
porque el hombre, estos hombres, dejan libertad.
No son muy… fanáticos ni siquiera de su Olimpo.
Tadeo concluye:
– Me parece que ya no creen en ninguna otra cosa,
si no es en la necesidad de ganar dinero.
Pero son uniones abyectas.
Sin una Fe, sin una verdadera patria…
Mal vistos por todos…
Mateo, que parece muy práctico.,
comenta:
– No.
Te equivocas.
Roma no los desprecia.
Es más, siempre los ayuda.
Sirven más así, que cuando llevaban las armas.
Desvirtuando la sangre, se introducen en nosotros más que con la violencia.
La que sufre, si es que sufre; es la primera generación.
Luego se dispersan…
El mundo olvida…
Jesús, que hasta ahora ha estado silencioso.
dice:
– Sí, son los hijos los que sufren.
¡Pero, hay que ver también las mujeres hebreas, unidas en matrimonio así!…
Por ellas mismas y por sus hijos…
Me dan pena.
Nadie les habla ya de Dios.
Mas no será así en el futuro.
Entonces no permanecerán estas separaciones de personas y de naciones;
porque las almas estarán unidas en una sola Patria: la mía.
Juan exclama:
– ¡Pero entonces ya habrán muerto!…
– No.
Habrán sido congregadas en mi Nombre.
No serán ya romanos o libios, griegos o pónticos, iberos o galos, egipcios o hebreos,
sino almas de Cristo.
Y ¡Ay de aquellos que quieran distinguir a las almas.
Todas igualmente amadas por Mí y por las cuales habré sufrido de igual modo…
¡Según sus patrias terrenas!
Quien así lo hiciere demostraría que no ha comprendido la Caridad,
que es Universal.
Los apóstoles sienten la velada corrección y agachan la cabeza.
Y guardan silencio…
E1 fragor del hierro batido en el yunque ha callado;
ya amainan los golpes en el último casco asnal.
Jesús aprovecha para alzar la voz y ser oído por la gente.
Parece como si continuara hablando a sus apóstoles, en realidad habla a los transeúntes,
y quizás también a los habitantes de la casa, mujeres ciertamente, porque reclamos de
voces femeninas recorren el aire tibio.
– Aunque parezca que no exista, siempre hay en los hombres un parentesco:
el de proceder de un único Creador.
Porque, aunque luego estos hijos de un único Padre se hayan separado,
no por ello ha cambiado el vínculo de origen, de la misma forma que no cambia la sangre
de un hijo cuando repudia la casa paterna.
Después de que el delito lo hiciera fugitivo por el vasto mundo, siguió circulando la sangre
de Adán por las venas de Caín.
Y por las venas de los hijos nacidos después del dolor de Eva,
que lloraba a su hijo asesinado, circulaba la misma sangre que hervía en las del lejano Caín.
Lo mismo, y con razón más pura, se diga de la igualdad entre los hijos del Creador.
¿Descarriados? Sí. ¿Exiliados? Sí. ¿Apóstatas? Sí. ¿Culpables? Sí.
¿Que hablan lenguas y creen fes que para nosotros son detestables? Sí.
¿Contaminados por uniones con paganos? Sí.
Pero su alma procede de Uno solo, y es siempre esa alma, aunque esté lacerada, descarriada,
exiliada, contaminada…
Aunque sea motivo de dolor para el Padre Dios, sigue siendo un alma creada por Él.
Los hijos buenos de un Padre bonísimo deben tener sentimientos buenos.
Buenos hacia su Padre, buenos hacia sus hermanos, al margen de lo que éstos hayan venido
a ser, porque son hijos del Mismo.
Buenos hacia su Padre, tratando de consolar su dolor conduciendo de nuevo a Él a los hijos,
que son su dolor o porque son pecadores o porque son apóstatas o porque son paganos.
Buenos hacia ellos, porque tienen esa alma que procede del Padre encerrada en un cuerpo
culpable, o manchada, u obnubilada por una religión errada;
pero sigue siendo alma del Señor e igual que la nuestra.
Recordad, vosotros los de Israel, que no hay ninguno – aunque fuera el idólatra más lejano
de Dios con su idolátrica religión,
el más pagano de los paganos o el más ateo de los hombres no hay ninguno que esté
absolutamente privado de una huella de su origen.
Recordad, vosotros los que habéis errado separándoos de la justa religión, descendiendo a
connubios de sexos que nuestra religión condena,
recordad que aunque os parezca que todo lo que era Israel haya muerto en vosotros
sofocado por el amor a un hombre de distinta fe y raza, muerto no está.
Hay uno que vive todavía, y es Israel.
Y tenéis la obligación de soplar en este fuego que muere, debéis alimentar la chispa que
subsiste por voluntad de Dios, para hacerla crecer por encima del amor carnal.
Éste cesa con la muerte.
Pero vuestra alma no cesa con la muerte. Recordadlo.
Y vosotros, vosotros, quienesquiera que seáis, que veis y muchas veces os causa horror
el ver esos híbridos connubios de una hija de Israel con un hombre de distinta raza y fe,
recordad que tenéis la obligación, el deber, de ayudar caritativamente a esa hermana
extraviada a volver a los caminos del Padre.
Ésta es la nueva Ley, santa y grata al Señor:
que los seguidores del Redentor rediman dondequiera haya necesidad de redención,
para que Dios sonría por las almas que vuelven a la Casa paterna.
y para que no quede convertido en estéril o demasiado escaso el sacrificio del Redentor.
Para hacer fermentar mucha harina, la mujer de casa toma un trocito de la masa hecha
¡Una cantidad mínima separada de la voluminosa masa!
La sepulta en el montón de harina y mantiene todo ello al amparo de hostiles vientos,
en el calorcillo próvido de la casa.
Haced vosotros lo mismo, verdaderos discípulos del Bien;
haced vosotros lo mismo, criaturas que os habéis alejado del Padre y de su Reino.
Dad vosotros, los primeros, una pequeña porción de vuestra levadura para ser añadida a las
segundas y reforzarlas; ellas la unirán a la molécula de justicia que en ellas subsiste.
Y, tanto vosotros como ellas, mantened al amparo de los vientos hostiles del Mal,
en el calor de la Caridad señora vuestra, tenaz superviviente en vosotros, aunque esté ya
languideciendo: según lo que seáis, la levadura nueva.
Y cerrad bien las paredes de la casa, de la correligión, en torno a lo que fermenta en el
corazón de una correligionaria extraviada; que se sienta amada todavía por Israel,
todavía hija de Sión y hermana vuestra, para que fermenten todos los buenos deseos
y venga a las almas y para las almas, para todas, el Reino de los Cielos.
La gente, que ya no siente la prisa de pasar, a pesar de que el puente haya quedado libre;
ni de proseguir, si ya lo ha atravesado,
se pregunta:
– ¿Pero quién es?
¿Pero quién es?
– Un rabí.
– Un rabí de Israel.
– ¿Aquí?
¿En los confines de Fenicia? ¡Es la primera vez que sucede!
– Pues es así.
Aser me ha dicho que es el que llaman el Santo.
– Entonces quizás se refugia entre nosotros porque allá lo persiguen.
– ¡Menudos reptiles son!
– ¡Está bien que venga a nuestra tierra!
Hará prodigios…
Entretanto, Jesús ha puesto tierra de por medio, por un sendero que atraviesa los campos.
Y se marcha…
Nota importante:
Se les suplica incluir en sus oraciones a una ovejita que necesita una cirugía ocular,
para no perder la vista.
Y a un corderito, de nuestro grupo de oración, un padre de familia joven,
que necesita una prótesis de cadera, para poder seguir trabajando por ellos.
¡Que Dios N.S. les pague vuestra caridad….!
Y quién de vosotros quiera ayudarnos,
aportando una donación económica; para este propósito,
podrán hacerlo a través de éste link
UN EXORCISTA PRIVILEGIADO 6
Amadísimos hermanitos que compartimos este Blog.
Ustedes son parte de mi Familia del Cielo
Soy una pecadora en rehabilitación,
Que por la Gracia de Dios, he vivido sus consuelos divinos y es preciso que comparta con
ustedes, las experiencias que han forjado mi misión,
porque es indispensable que aprendan junto conmigo;
el CRECIMIENTO que nos dará el Espíritu Santo,
para nuestra supervivencia, en cuanto se PROCLAME, el imperio del Maligno
a través del hijo encarnado de Satanás: el Anticristo…
Ya que vamos a necesitar, el USO COMPLETO DE LOS CARISMAS,
EN NUESTRO CUERPO ESPIRITUAL.
Por eso es indispensable, que quienes no han vivido su pentecostés personal;

13. Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!»Lucas 11
Imploren a ABBA por el Espíritu Santo….
Mientras les platico, cómo fue mi propio aprendizaje, de los mismos…
Yo tenía 22 años cuando me casé muy enamorada de mi flamante esposo.
Desgraciadamente muy pronto mi luna de miel terminó abruptamente;
cuando bebí el cáliz de la traición hasta el fondo…
Y descubrí que el hombre que lo era todo para mí;
sólo se había casado conmigo por interés y era un mujeriego incorregible.
Mi calvario de casada se completó;
cuando me enfrenté con la verdadera cara de mi familia política,
que fingiendo ser católicos, honorables y perfectos en la sociedad que nos rodeaba;
en realidad eran masones y ateos…
Siempre criticaban muy duramente al Clero y se gozaban de injuriarlos en mi presencia,
sabiendo que mi familia era prolífica en ellos.
De esta manera mi vida de casada se convirtió, en la fachada hipócrita de una familia perfecta;
pero cuya intimidad estaba plagada de violencia doméstica, mentiras e infidelidades.
No se puede dejar de amar de un día para otro.
Y yo sufría intensamente, porque seguía enamorada de un hombre que NO me amaba.
Así estaban las cosas cuando llegó el día de mi Conversión en la Plaza de Toros.
Y uno de los primeros pasajes Bíblicos que Dios me regaló fue:
Isaías, 62
- Por amor de Sión no he de callar, por amor de Jerusalén no he de estar quedo, hasta que salga como resplandor su justicia y su salvación brille como antorcha.
- Verán las naciones tu justicia, todos los reyes tu gloria. Y te llamarán con un nombre nuevo que la boca de Yahveh declarará.
- Serás corona de adorno en la mano de Yahveh. Y tiara real en la palma de tu Dios.
- No se dirá de ti jamás «Abandonada», ni de tu tierra se dirá jamás «Desolada», sino que a ti se te llamará «Mi Complacencia» y a tu tierra, «Desposada». Porque Yahveh se complacerá en ti. Y tu tierra será desposada.
- Porque como se casa joven con doncella, se casará contigo tu Edificador. Y con gozo de esposo por su novia se gozará por ti tu Dios. (Biblia de Jerusalén)
Con estas palabras, Dios medicó mis heridas de esposa
y empezó el camino de mi sanación interior
Un día, yo estaba llorando.
Pasaba de la medianoche y mi amado estaba con su amante de turno.
Yo lamentaba mi amor despreciado…
Y Jesús me dijo:
– Yo Soy un Dios de Amor y estoy dentro de ti.
No puedo vivir en un corazón que Odia.
Yo estaba celosa, herida y atrapada en un matrimonio;
que se había convertido en un infierno.
Y le contesté:
– Ojalá pudiera odiarlo…
Así dejaría de sufrir por él.
Yo me enamoré de un hombre bueno y decente….
Y estoy casada con un desconocido, que ni siquiera es un hombre;
es un ‘Pene Gonorréico’
QUE NO USA EL CEREBRO PARA PENSAR,
Porque todo se reduce a vivir deleitándose.
Es tan egoísta, que sólo piensa en sus deseos
y lo único que le importa es cómo obtenerlos…
No lo odio;
sólo quiero retorcerle el pescuezo como si fuera una gallina…
¡Y por favor, ahorita NO me hables de poner la otra mejilla y mucho menos de perdonarlo!
Sé directo y dime lo que opinas, mientras él se revuelca con la otra
y se olvida de su esposa y de sus hijos.
Tiene una familia, sólo para aparentar que es muy respetable.
Jesús me contestó:
– Los Bendigo y Oro por los dos ante mi Padre.
– ¡Grandioso!
Sólo falta que me digas que además de cederle a mi marido;
me pidas que también interceda por ella, para que le regales el Cielo.
Cuando estoy enojada, NO soy NADA inteligente.
Y Jesús remató:
– No es mala idea. Podríamos empezar con esto:
SI ME ENTREGAS TODO LO QUE SIENTES
Y TODO LO QUE PIENSAS.
– Eso de qué me sirve a mí.
– Fíjate muy bien en lo que voy a decirte:
En verdad, en verdad te digo: que el día que me ames más a MÍ que a él,
DEJARÁS DE SUFRIR.
– ¿Y cómo hago eso?
– ENTRÉGAME LO QUE SIENTES.
Lo pensé por un largo momento,
y me rendí:
– Como siempre, Tú ganas.
Señor te entrego todo lo que siento y todo lo que pienso, porque te amo.
– ¿Estás dispuesta a Obedecerme?
– ¡Bien!
¡Prepárame unas fresas con crema!
Miré el reloj y dije:
– Señor, es la UNA de la mañana.
– ¿No quieres Obedecerme?
– Bien sabes que sí.
Te amo.
– ¿Cómo me recibirías si viniese ahorita a visitarte y supieras lo que me gusta?…
Haz unas fresas con crema, dignas de un rey.
Sin entender nada, bajé hasta la cocina y preparé ese postre para mi Señor Jesús.
En el proceso, mi dolor y sufrimiento casi habían desaparecido
Y dije:
– Señor Jesús,
¿Por qué no me enamoraste de TÍ, cuando era soltera?
Yo te hubiera consagrado mi vida sin vacilar, en un monasterio de claustro.
Y Jesús me contestó:
– Te necesito con mis hijas casadas,
que comparten contigo el mismo calvario.
Y quiero que comprendan cuanto las Amo…
Y cuál debe ser su comportamiento con sus maridos, y VERDUGOS…
Desde entonces, siempre le entrego lo que siento y lo que pienso.
Y mi sufrimiento se desvanece en unos cuantos minutos…
Cuando su Amor me inunda, todo lo demás YA NO IMPORTA…
Y el Dolor se convierte en una ‘dolencia soportable’ pero que NO me quita Su Paz.
Y PUEDO seguir adelante…
Hice las fresas tal como me las pidió y las serví en un tazoncito de cristal cortado,
como si fueran el agasajo de un emperador.
Apenas había subido a mi recámara…
cuando oí el portón de la cochera que se abría, para que mi marido estacionara su auto…
Yo le dije al Señor:
– Recíbelo TÚ. Porque si lo hago yo…
Y cuando mi galán se apareció en la puerta de nuestra recámara;
me levanté muy sonriente…
Y le dije:
– Hola cielito. ¿Ya cenaste?
Él se desconcertó por mi amabilidad.
Pero lo delató su sonrisa…
Y queriendo probarme,
Me contestó:
– Solo me faltó el postre.
¿Querrías traerme unas fresas con crema, por favor?
Yo también le sonreí, con verdadero amor.
Y dando media vuelta dije:
– Ahora vuelvo.
Bajé hasta la cocina y saqué el postre del refrigerador.
Mientras caminaba de regreso…
Yo estaba asombrada por el Amor palpitante que sentía en mi corazón, por mi esposo;
y también estaba pasmada, por la dulzura y la ternura de mi voz;
al recibir a mi delincuente marido.
Y Jesús sólo me dijo:
– Tú me dijiste que YO lo recibiera…
Era el atardecer primaveral de un día soleado y con pocas nubes.
Todos los habitantes de la posada familiar donde yo residía temporalmente,
después del resquebrajamiento de mi matrimonio que había durado 19 años;
estaban pendientes de la noticia ininterrumpida, del magnicidio de Luis Donaldo Colosio,
el candidato presidencial a la regencia de mi amada patria mexicana…
Los últimos rayos del ocaso de un sol que se ocultaba,
eran el velo que cubría mi rostro bañado de lágrimas;
la única señal del intensísimo dolor de mi alma,
que me impedía participar del estupor, que a todos los mexicanos los había paralizado…
Y seguían incrédulos las imágenes y los comentarios que inundaban,
todos los medios de comunicación…
Estaba semi-recostada en una poltrona y me encontraba solitaria, en la gran terraza- patio
bordeada de jardineras, que hacían muy agradable y acogedor, aquel lugar.
Ordinariamente aquel era un estupendo sitio, para leer o meditar.
Mientras contemplaba las copas de los muchos árboles, que abundaban en todas las casas
y jardines de la bella colonia, que había sido mi barrio en los últimos años…
Pero yo no tenía ánimo para leer o filosofar.
Los sollozos me ahogaban y mis lágrimas hacían que fueran más brillantes
los colores de aquel maravilloso crepúsculo,
mientras yo me sentía, la más infeliz de todas las creaturas.
Y de repente…
Una sensación muy conocida me asaltó…
Los cabellos de mi nuca se levantaron y mi piel se erizó, como la de las gallinas…
Me levanté de la poltrona donde estaba tumbada y me senté, totalmente alerta…
Con mi rostro mojado, porque también mis lágrimas se interrumpieron bruscamente;
Esperé…
El Mundo pareció detenerse…
Y una voz aterradoramente inconfundible, pareció invadirlo todo totalmente…
Con una majestuosidad avasalladora,
me dijo:
– Mujer…
Yo soy el Amo de este Mundo…
Si dejas de Combatirme… Puedo cambiar tu destino. ¡Pero deja a Ese…!
Si te conviertes en mi aliada, dependiendo de tu docilidad hacia mí;
también puedo convertirte, en la reina más poderosa que haya existido jamás,
porque yo soy el Arquitecto del Universo.
La seducción continuó, con una lista interminable de promesas tan alucinantes,
como el Personaje que las pronunciaba.
– Serás la mujer más hermosa, deseada, rica, famosa y homenajeada.
Te daré juventud y una larga, larga vida…
Aumentaré tu belleza y tu prestigio en la sociedad; pero ¡Deja a Ese!…
Tendrás Todo el éxito, la fama, el poder.
TODOS te honrarán…
Y no habrá deseo que no te sea cumplido… ¡Pero deja a Ese!…
Te Regresaré el amor de tu esposo, tu hogar, tus hijos… Y…
Un terremoto emocional me estaba estremeciendo…
De todas las cosas que me dijo,
una sola hizo que sintiera como si el piso hubiera desaparecido bajo mis piés:
“Te Regresaré el amor de tu esposo, tu hogar y tus hijos…”
Todo este episodio increíble;
lo hubiera juzgado un delirio causado por una droga alucinógena
si no fuera por dos cosas:
Una.- Las drogas nunca fueron un problema, porque ni siquiera las había probado.
Dos.- Había estado demasiadas veces luchando contra él,
y sabía perfectamente cómo se las gasta..
Y esa frase que retumbaba en todo mi ser, como una gigantesca campana;
que me estaba sacudiendo, como no me había sucedido nunca antes:
“TE REGRESARÉ… ”
Un pensamiento cruzó mi mente como un relámpago: “Pero deja a Ese…”
‘¡Oh, No! ¿Y perderé a Jesús?
Los recupero a ellos, pero perderé a Jesús!...
SÍ. ME HABÍA ADVERTIDO TRES VECES:
¡Deja a Ése!
Y ÉSE era el Amor de mi vida:
Mi Señor y mi Dios Adorado.
Mi Jesús Santísimo que era el que le daba sentido a toda mi existencia.
Habían pasado casi 13 años, desde el encuentro personal que había cambiado
totalmente toda mi vida y se la había consagrado completita a mi Señor Jesucristo.
Al mismo tiempo que este recuerdo y estos pensamientos, habían sido instantáneos,
también retumbó como un trueno y veloz como el rayo, la frase esclarecedora:
“TE REGRESARÉ…”
Estas palabras me abrieron un panorama nuevo…
Sobre la amarguísima desgracia, que había destruido mi mundo personal,
y había convertido mi vida, en un negro pozo aciago de dolor…
Y fueron como una inyección de adrenalina, que comenzó a correr por mis venas
y me dieron una determinación cómo no la había sentido jamás.
Pensé: ‘Así que TÚ eres el Causante…’
Lentamente me puse de pie.
Y quedamos frente a frente, aunque ignoro la estatura que él tiene…
Mientras mis puños cerrados clavaron mis uñas en la palma de mis manos,
en mi esfuerzo por contenerme, extrañamente NO ME SENTÍA TURBADA O TEMEROSA
Me sentía MUY enojada…
Si mi madre o mi familia hubieran estado cerca, sé que se hubieran asustado…
Porque María Félix me quedaba chiquita,
cuando la ira me hacía temblar, como en aquel instante…
Yo siempre había pensado que mi hogar y mis hijos, me los había dado Dios.
Y mientras él continuaba con su arrogante exposición…
Y su despliegue de desquiciantes promesas,
yo estaba callada.
Luego se desarrolló el siguiente diálogo…
Cuando terminó con sus propuestas, me dijo:
– ¿Qué me respondes?
Y lo sentí sonreir como los gatos que ya se desayunaron al ratón.
Con una calma que me sorprendió a mí misma, le contesté muy pausada:
– Tu oferta es tan atractiva…
Como la de los galanes que prometieron bajarme la luna y las estrellas,
cuando pretendían mi mano.
– ¿¿¿???
– La respuesta es ¡NO!
No tienes nada interesante que ofrecerme que sea más valioso que lo que ya tengo.
Pude sentir su Furia como si fuera una ola que me envolviera,
sin embargo se dominó y continuó con cortesía.
Porque también puede ser extremadamente educado:
– A ninguna mujer le había ofrecido lo que estoy dispuesto a darte a ti…
Dije que te devolvería el amor de tu esposo y a tus hijos.
Le respondí tajante:
– La respuesta sigue siendo ¡NO!
Y te aclaro que no puedes devolverme lo que no te pertenece.
Desapareció la gentileza y sentí un escalofrío cuando repitió:
– Piénsalo bien, antes de volver a negarte.
Te reitero todas y cada una, de las promesas que acabo de hacerte,
si estás dispuesta a ser dócil conmigo.
De lo contrario…
La amenaza permaneció flotante en el aire.
Y le dije contundente:
– Lo único que quiero, no me lo puedes dar tú.
– ¿Qué es? ¡Dímelo!
Estoy dispuesto a negociarlo…
– Mi respuesta sigue siendo ¡NO!
Lo único que necesito y que me importa;
es algo que tampoco puedes quitarme, porque ya lo poseo:
El Amor de Jesús.
Y permíteme corregirte en un par de cosas:
Lo material no te lo discuto.
Pero la vida no puedes alargarla, ni acortarla un solo día.
Ese es un privilegio que le pertenece sólo a Dios.
Y mi familia, la consagré al Corazón Inmaculado de María Santísima;
así que, tampoco puedes disponer de ella como lo presumes.
Pude sentir la vibración de su impotencia..
Y con una Cólera descomunal, me advirtió:
– Escúchame bien;
este desprecio haré que lo pagues, como ni siquiera te imaginas…
Haré que te pongas a temblar tan solo con escuchar mi nombre,
Porque voy a quitarte TODO…
Así como te prometí la gloria;
ahora te juro que voy a hacer que todo mundo te odie;
como a ninguna otra persona en este mundo.
Haré que todos se aparten de ti con desprecio…
Y te saquen la vuelta con asco, como si fueras una vomitada…
Yo me erguí como no lo había hecho desde la última escaramuza,
luciendo mi traje de gala…
Y le respondí:
– ¿Esta es la promesa por no haber aceptado tu banderita blanca de paz?
¿Tan duras han sido las vapuleadas…?
Antes de que te vayas, yo también te prometo algo:
Aunque mi Santísimo Padre es Dios y Rey de Reyes, yo apenas me estoy educando…
Así que estoy muy lejos de ser una princesa con los modales adecuados.
Lo siento por tí…
Pues yo también te advierto una cosa:
Sé qué eres un Arcángel, me lo proclamaste cuando te conocí.
Cada vez que tú te entrometas conmigo, haré que lo lamentes.
Te garantizo que irás a pedirle Misericordia a mi Padre,
para que sea Él, el que te defienda de mí…
Porque también puedo hacer tu vida tan miserable,
que si no sabes lo que es llorar; por mí derramarás tus primeras lágrimas,
hasta que admitas que la “ESTÚPIDA MUJERCILLA” que soy yo, te sacó de quicio…
(“estúpida mujercilla y maldita perra” eran sus insultos preferidos, para referirse a mí,
en todos los exorcismos…).
Y te arrepientas de haberte cruzado en mi camino…
¿Estamos claros?
La respuesta quedó ahogada por un repentino remolino
cuyo viento casi me derribó sobre la poltrona.
Y mi brío pendenciero se esfumó, al recordar su amenaza,
pues de repente sentí, como si alguien me hubiera golpeado muy fuerte en el estómago.
Poco después que él se fue,
sentí a mi lado la inconfundible y dulce Presencia de Jesús,
que me envolvió con su Paz.
Aunque me sentí un poco avergonzada, por como había tratado a su arcángel preferido
y reflexioné que mi carácter impulsivo, ya me había metido otra vez en problemas…
Decidí que no daría marcha atrás…
Y ahora sería Lucifer, el que TENÍA UN GRAN PROBLEMA CONMIGO y no al revés.
Así que sin poder evitarlo, mis ojos se volvieron a inundar…
Y con voz entrecortada por el llanto,
le pregunté lastimeramente a Jesús:
– ¿Vas a dejar, que haga conmigo todo lo que dijo…?
Y el Señor me contestó,
preguntándome:
– Si se lo permito, ¿Dejarás de Amarme?
Un segundo golpe en el estómago me dejó casi sin aliento…
Y con un enorme suspiro de resignación,
le contesté sintiéndome totalmente derrotada:
– NO, mi Señor.
Ayúdame a serte fiel eternamente.
La siguiente vez que visité a mi confesor y director espiritual,
le relaté lo sucedido y él me dijo:
– Del tamaño de la misión, es la tentación.
Te conozco muy bien y estás tan acostumbrada a la vida extraordinaria,
que no me sorprende nada, todo lo que me has dicho.
Sólo que ahora, debemos reforzar las defensas.
Acabas de banderillar a un toro furioso…
Y voy a tener que aumentar mis oraciones por tí…
Este artículo fue publicado originalmente, el 19 de Agosto de 2016 y para actualizarlo,
sólo quiero agregar que el Arcángel Caído que lo protagoniza,
ME CUMPLIÓ CON TODO,
con puntos y comas SU AMENAZA…
Lo perdí TODO, menos a Dios.
Así que él me volvió, infinitamente más rica y más feliz.
¿Cómo fué posible esto?
Aprendí a alabar ENMEDIO de las lágrimas y al despojarme de TODO,

Gracias Padre por cada marca y cada cicatríz que llevo en mi cuerpo y en mi alma, garantizando que la Lucha no ha sido fácil, pero Tú haz sido mi Fortaleza...
la fusión con la Santísima Trinidad, se fortaleció de tal forma, que ahora puedo testimoniarles esto:
Jesús me llena tanto de alegría, que lo único que me importa es agradecerles diariamente
el enorme privilegio que me han dado en esta maravillosa misión,
que me permite servirles viviendo el Cielo en la Tierra.
Pero yo también le cumplí a Lucifer y le seguiré cumpliendo,
hasta con mi último aliento,
lo que yo le prometí…
Nota importante:
Se les suplica incluir en sus oraciones a una ovejita que necesita una cirugía ocular,
para no perder la vista y a un corderito, de nuestro grupo de oración,
un padre de familia joven que necesita una prótesis de cadera, para poder seguir trabajando por ellos.
Que Dios N:S: les pague vuestra caridad….
¡Muchísimas gracias y Bendiciones…!
Y quién de vosotros quiera ayudarnos, aportando una donación económica;
para este propósito, podrán hacerlo a través de éste link
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317 EL MUNDO DE LOS SUEÑOS
317 IMITAR A JESUS ES EL EJEMPLO QUE SALVA
Todo el lago de Tiberíades es una lastra cenicienta.
Parece mercurio turbio, de tan pesado como se ve,
en una calma chicha que apenas si permite indicios de cansadas olas que no logran hacer espuma
y en cuanto inician el movimiento ya se detienen, se amansan, se uniforman a esta masa de agua sin brillo
bajo un cielo también opaco.
Pedro y Andrés en torno a su barca,
Santiago y Juan al lado de la suya, preparan la partida en la pequeña playa de Betsaida.
Olor de hierbas y de tierra empapada de agua, leve bruma sobre las planicies herbosas hacia Corazaín.
Tristeza de Noviembre en todas las cosas.
Jesús sale de la casa de Pedro, llevando de la mano a los dos pequeñuelos Matías y María.
La mano de Porfiria los ha arreglado con maternal cuidado y ha sustituido el vestidito de María por uno de Margziam.
Matías, que es demasiado pequeño, no ha podido gozar de la misma gracia
y tiembla todavía con su tuniquita de algodón descolorida;
tanto que Porfiria, compasiva, vuelve a casa y sale con un pedazo de manta y arropa al niño
como si la manta fuera un manto.
Jesús le da las gracias mientras ella se arrodilla al despedirse,
para retirarse después de haber dado a los dos huerfanitos un último beso.
Pedro que ha observado la escena,
comenta:
– Con tal de tener niños, se habría hecho cargo de éstos también.
Y también él se agacha para ofrecer a los dos niños un pedazo de pan untado con la miel,
que tenía guardada debajo de un asiento de la barca;
Lo cual hace reír a Andrés,
que dice:
¡Hasta le has robado la miel a tu mujer, para dar un poco de alegría a estos dos!…
– ¡¿Robado?!
¡Robado! ¡La miel es mía!
– Sí, pero mi cuñada la guarda con celo porque es de Margziam.
Y tú, que lo sabes, has entrado esta noche, descalzo como un ratero en la cocina,
a coger la cantidad de miel que te hacía falta para preparar ese pan.
Te he visto, hermano, y me he reído, porque mirabas a tu alrededor como un niño que teme los bofetones de su madre.
Pedro ríe, diciendo:
– ¡Qué granuja este espía!
Mientras abraza a su hermano, que a su vez lo besa,
diciendo:
— ¡Pero qué hermano más hermoso tengo!
Jesús observa y sonríe abiertamente, entre los dos niños, que devoran su pan.
Del interior de Betsaida llegan los otros ocho apóstoles.
Quizás estaban alojados donde Felipe y Bartolomé.
Pedro grita:
– ¡Ligeros!
Y toma en un único abrazo a los dos niños para llevarlos a la barca sin que se mojen los pies desnudos.
Mientras chapotea en el agua con sus piernas cortas y gruesas, desnudo hasta un palmo por encima de las rodillas,
pregunta.
– ¿No tenéis miedo, verdad?
La niña dice:
– No, señor.
Pero se agarra convulsamente al cuello de Pedro, y cierra los ojos cuando la pone dentro de la barca
(que se balancea con el peso de Jesús, que acaba de subir).
El niño, más valiente o más impresionado, no habla siquiera.
Jesús se sienta, arrima hacia sí a los dos pequeñuelos y los tapa con su manto,
que parece un ala extendida para proteger a dos pollitos.
Seis en una barca, seis en la otra, todos ya están a bordo.
Pedro quita el madero del arribo y empuja fuertemente con la mano la barca para meterla más en el agua;
luego, con un último salto, salva el borde de la barca; Santiago le imita con la suya.
La acción de Pedro ha hecho bambolearse mucho a la barca;
la niña gime:
– « ¡Mamá!»
Y esconde la cara en el regazo de Jesús agarrándose con fuerza a sus rodillas.
Mas ahora ya avanzan suavemente, aunque con fatiga para Pedro,
Andrés y el mozo, que tienen que remar, ayudados por Felipe, que hace de cuarto.
Con esta calma chicha, la vela pende floja pesada y húmeda, no sirve.
Tienen que trabajar con los remos.
Pedro a los de la barca gemela, en la que hace de cuarto Judas de Keriot,
que rema perfectamente, lo cual es alabado por Pedro,
Grita
Santiago de Zebedeo responde:
– ¡Dale, Simón!
Dale o te ganamos.
Judas tiene la fuerza de un galeote.
¡Muy bien, Judas!
Pedro, que rema por dos,
confirma:
– Sí.
Te nombraremos jefe de remadores.
Y ríe agregando:
– «Pero no conseguiréis quitarle el primado a Simón de Jonás.
A los veinte años ya era remador principal en las apuestas entre los pueblos».
Y alegre, da la voz de estrepada a sus remadores:
– « ¡O-e!, ¡o-e!».
Las voces avanzan sobre el silencio del lago desierto en esta hora matutina.
Los niños recobran seguridad.
Cubiertos todavía por el manto, alzan sus caritas demacradas y apenas si asoma a ellas una sonrisa,
una por este lado, la otra por el otro lado del Maestro, que los tiene abrazados.
Se interesan por el trabajo de los remadores.
Intercambian algunos comentarios.
El niño dice:
– Parece como si fuéramos en un carro sin ruedas.
La niña María, responde:
– No.
En un carro por las nubes.
¡Mira! Es como andar por el cielo.
¡Mira, mira, ahora subimos a una nube!
Al ver que la barca hunde su punta en un lugar que refleja un nubarrón algodonoso.
Y ríe levemente.
Mas el sol rompe la bruma, y, aunque sea sólo un pálido sol de Noviembre, las nubes se hacen de oro
y el lago las refleja brillando.
El niño aplaude:
– ¡Qué bonito!
Ahora andamos sobre el fuego.
¡Qué bonito! ¡Qué bonito!
Pero la niña calla, y luego rompe a llorar.
Todos le preguntan el porqué de ese llanto.
Entre sollozos explica:
– Mi mamá decía una poesía…
O un salmo, no sé, para tenernos tranquilos, para que pudiéramos rezar a pesar de tanto dolor…
Y decía esa poesía de un Paraíso que será como un lago de luz, de dulce fuego, donde sólo estará Dios,
sólo habrá alegría, adonde irán los buenos… después de la venida del Salvador…
Este lago de oro me lo ha recordado…
¡Oh, mi mamá!
Se echa a llorar también Matías.
Y todos participan de este dolor.
Pero, de entre el rumor de las distintas voces y el lamento de los huerfanitos,
se levanta la dulce voz de Jesús:
– No lloréis.
Vuestra mamá os ha traído a Mí, y está aquí con nosotros mientras os llevo a una mamá que no tiene hijos.
Se alegrará de tener dos niños buenos en vez del suyo, que ahora está donde vuestra mamá.
Porque también ella ha llorado,
¿Sabéis?
Como a vosotros se os ha muerto vuestra mamá, a ella se le murió su hijito…
María exclama:
– ¡Entonces nosotros vamos con ella y su hijo irá con nuestra mamá!
Jesús confirma:
– Exactamente así.
Y seréis todos felices.
Los niños se interesan
– ¿Cómo es esta mujer?
– ¿Qué hace?
– ¿Es una labriega?
– ¿Tiene un buen amo?
Y lo miran interrogantes:
Pero tiene un jardín lleno de rosas y es buena como un ángel.
Su marido también es bueno. Él también os querrá».
Un poco incrédulo, Mateo pregunta.
– ¿Tú crees, Maestro?
– Estoy seguro.
Y vosotros también os convenceréis de ello.
Hace tiempo Cusa quería a Margziam para hacer de él un noble.
Pedro grita.
– ¡Ah, eso de ninguna manera!
– Margziam será un noble de Cristo.
Sólo esto, Simón. ¡Tranquilo!
El lago se pone de nuevo de color ceniza.
Se frunce al levantarse un poco de viento.
La vela se tensa, la barca avanza vibrando.
Pero los niños están tan embelesados con la idea de su nueva mamá, que no sienten miedo.
Pasa Mágdala con sus casas blancas entre el verdor de los campos.
Pasa la campiña entre Mágdala y Tiberíades.
Se ven las primeras casas de Tiberíades.
Pedro pregunta.
– ¿A dónde, Maestro?
– Al embarcadero de Cusa.
Pedro vira y da indicaciones al mozo.
La vela cae, mientras la barca orienta su proa hacia el embarcadero para adentrarse;
luego en él, hasta detenerse junto al pequeño espigón, seguida por la otra.
Están paradas las dos, una detrás de otra, como dos ánades cansadas.
Bajan todos.
Juan se adelanta corriendo para avisar a los jardineros.
Los niños, acobardados, se arriman a Jesús.
Y María, emitiendo un suspiro, tirando del vestido de Jesús,
pregunta:
– ¿Pero es buena de verdad?
Juan vuelve:
– Maestro, un doméstico está abriendo la cancela.
Juana ya está levantada.
– Bien.
Esperad todos aquí.
Voy a adelantarme.
Y Jesús se encamina solo.
Los otros lo ven ir adelante y hacen comentarios más o menos favorables al paso que quiere dar Jesús.
No faltan dudas ni críticas.
Desde el lugar donde están, sólo ven que acude Cusa al encuentro de Jesús,
se inclina profundamente en el umbral de la cancela,
y se adentra en el jardín a la izquierda de Jesús.
Luego no se ve nada más.
Jesús andando despacio al lado de Cusa, que muestra toda su alegría de recibirlo en su casa:
El mayordomo de Herodes está tan dichoso,
que dice:
– Mi Juana se pondrá muy contenta.
Yo también lo estoy.
Está cada vez mejor. Me ha hablado del viaje.
¡Qué éxitos, mi Señor!
Jesús pregunta:
– ¿No te ha causado pesar?
– Juana es feliz.
Yo me siento feliz de verla feliz a ella.
Podía no tenerla ya desde hace meses, Señor.
Y Yo te la di de nuevo.
Tienes que saber ser agradecido con Dios.
Cusa lo mira turbado…
y susurra:
– ¿Es una reprensión, Señor?
– No. Un consejo.
Sé bueno, Cusa.
– Maestro, sirvo a Herodes…
– Lo sé.
Pero tu alma no está sometida a nadie, aparte de Dios, si no lo quieres.
– Es verdad, Señor.
Me enmendaré.
Algunas veces se apodera de mí el respeto humano…
– ¿Lo habrías tenido el año pasado, cuando querías salvar a Juana?
– ¡No!
A costa de perder cualquier honor, me habría dirigido a quien hubiera pensado que la podía salvar.
– Haz lo mismo por tu alma.
Es más valiosa aún que Juana.
Ahí viene ella.
Viene a su encuentro corriendo por el paseo.
Ellos aceleran el paso.
Juana riendo feliz, dice:
– ¡Maestro mío!
No esperaba volver a verte tan pronto.
¿Qué bondad tuya te conduce a tu discípula?
– Una necesidad, Juana.
– ¿Una necesidad?
Al mismo tiempo, los dos esposos exclaman:
– ¿Cuál?
Habla que, si podemos te ayudamos.
– Ayer tarde he encontrado en un camino desierto a dos niños…
Una niñita y un pequeñuelo…
Descalzos, andrajosos, hambrientos, solos…
Y he visto a un hombre de corazón de fiera;
que los arrojaba de su presencia como si fueran animales perjudiciales.
Estaban medio muertos de hambre…
A ese hombre le procuré el bienestar el año pasado y ahora ha negado un pan a dos huérfanos.
Huérfanos… por los caminos de este mundo cruel.
Ese hombre recibirá su castigo.
¿Queréis vosotros mi bendición?
Yo, Mendigo de amor, extiendo ante vosotros mi mano;
para estos huérfanos sin casa, sin vestidos, sin pan, sin amor.
¿Queréis ayudarme?
Impetuoso Cusa exclama:
– ¡Pero, Maestro, ¿Lo pides?!
¡Di lo que quieres; cuanto quieras; di todo!…
Juana no habla, pero con las manos juntas en su pecho, una lágrima en sus largas pestañas…
Con una sonrisa de anhelo en sus rojos labios, espera…
Y habla más que si hablara.
Sonriendo…Jesús la mira y sonríe:
– Quisiera que esos niños tuvieran una madre, un padre, una casa.
Y que la madre se llamara Juana…
No tiene tiempo de terminar…
Porque el grito de Juana es como el de uno que hubiera sido liberado de una prisión,
mientras se postra a besar los pies de su Señor.
– ¿Y tú, Cusa, qué dices?
¿Acoges en mi Nombre a estos mis amados?
¿A estos que para mi corazón son mucho más estimables que las preseas?
Cusa está muy emocionado,
y dice:
Llévame a ellos.
Por mi honor te juro que desde el momento en que deposite mi mano sobre sus cabezas inocentes,
los querré en tu Nombre como un verdadero padre.
Jesús los invita:
– Venid, entonces.
Sabía que no venía en vano. Venid.
Son agrestes, están asustados, pero son buenos.
Fiaos de Mí, que veo los corazones y el futuro.
Darán paz y unión a vuestra unión, no tanto ahora cuanto en el futuro.
En su amor os identificaréis de nuevo.
Sus inocentes abrazos serán la mejor argamasa para vuestra casa de esposos.
Y el Cielo se os mostrará benigno, siempre misericordioso por esta caridad que hacéis.
Están afuera, en la cancela.
Venimos de Betsaida…
Juana no escucha más.
Se adelanta, corriendo, cautiva del frenesí de acariciar niños.
Y lo hace:
Cae de rodillas, para estrechar contra su pecho a los dos huerfanitos.
Y besa sus mejillas macilentas;
mientras ellos miran atónitos a esta hermosa señora de vestido enjoyelado.
Miran asombrados a Cusa;
que los acaricia y coge en brazos a Matías.
Miran también el espléndido jardín…
Y a los domésticos, que están acudiendo al lugar…
Y miran la casa…
Que abre sus vestíbulos llenos de riquezas a Jesús y a sus apóstoles.
Y miran a Esther, la nodriza de Juana que los cubre de besos.
El mundo de los sueños se ha abierto ante estos pequeños desvalidos…
Jesús observa y sonríe…
258 EL DEPREDADOR
258 IMITAR A JESUS ES EL EJEMPLO QUE SALVA
Por un terreno ondulante de colinas en que serpentea el camino que conduce a Nazaret,
aprovechando las sombras de las matas de olivos y de distintos árboles frutales
diseminadas por esta región cultivada y fértil,
Jesús regresa hacia su ciudad.
Cuando llega al cruce con el camino de Tolemaida, se detiene,
y dice:
– Detengámonos aquí.
En esta casa, donde ya he estado otras veces.
Vamos a reponer fuerzas.
Así, mientras el Sol recorre su camino, estaremos juntos antes de separarnos de nuevo:
nosotros iremos hacia Tolemaida;
mi Madre y María, a Nazaret;
Juan con Hermasteo, a Sicaminón.
Van atravesando un olivar, en dirección a una casa de campesinos, ancha y baja,
adornada con la indefectible higuera,
enguirnaldada con los festones de una parra, que extiende sus ramas escalera arriba
y luego por la terraza.
Jesús saluda:
– Paz a vosotros.
Aquí estoy nuevamente.
Un hombre anciano que en ese momento estaba cruzando el patio, con una brazada de haces de leña.
Le responde:
– Ven, Maestro.
Tu presencia siempre es bien recibida
Dios te dé esa misma paz, a ti y a los tuyos.
Luego llama:
– « ¡Sara!
¡Sara! Está aquí el Maestro con sus discípulos.
¡Añade harina a tu pan!».
Sale de una habitación una mujer, toda blanca de harina, pues la estaba cribando.
Y tiene en la mano todavía la criba con el moyuelo.
Se arrodilla sonriendo, delante de Jesús.
– Paz a ti, mujer.
He traído conmigo a mi Madre, como te había prometido.
Es ésta. Y ésta es su cuñada, madre de Santiago y Judas.
¿Dónde están Dina y Felipe?
La mujer saluda a las dos Marías,
– Dina ha tenido ayer a su tercera hija.
Estamos un poco tristes, porque no se nos concede un nieto.
De todas formas, contentos.
¿No es verdad, Matatías?
– Sí, porque es una niña muy linda.
Y en todo caso lleva nuestra misma sangre.
Te la daremos a conocer. Felipe ha ido a buscar a Ana y a Noemí a casa de sus padres.
Volverá pronto.
La mujer vuelve a su pan mientras el hombre, después de colocar en el horno los haces de leña,
se preocupa de los recién llegados
Y les ofrece leche acabada de ordeñar para los que la desean.
O para el que lo prefiere, fruta y aceitunas.
La habitación de la planta baja es muy espaciosa, abierta por el frente y la trasera de la casa,
con sus dos puertas situadas a la sombra de la grande higuera y de un alto seto cubierto de flores estrelladas,
una especie de girasoles por la forma, pero de corola no tan gigantesca- es fresca y umbría.
Una luz esmeraldina entra en la espaciosa estancia:
dando gran alivio a los ojos fatigados a causa del exceso de sol.
Hay bancos y mesas en esta espaciosa habitación, que es donde las mujeres hilan y tejen.
Y los hombres arreglan los aperos de labranza o guardan las reservas de harina y fruta,
a juzgar por las viguetas llenas de ganchos y a lo largo de las paredes,
las tablas apoyadas en gruesas repisas, además de los largos arquibancos.
Colgados en las paredes encaladas,
hay esponjosos copos de lino o cáñamo que parecen trenzas despeinadas.
Y un trozo de tela rojo fuego, extendido encima de un telar que ha quedado destapado,
parece alegrar toda la habitación con su color alegre y pomposo.
Vuelve la dueña de la casa, que ha terminado de elaborar el pan y pregunta a los peregrinos,
si quieren ver a la recién nacida.
Jesús responde:
– La voy a bendecir, ciertamente.
María, por su parte, se levanta,
y dice:
– Voy a saludar a la madre.
Salen todas las mujeres.
Bartolomé, que se le ve muy cansado,
dice:
Pedro también medio adormilado,
confirma:
– Sí. Hay sombra y silencio.
Al final nos dormiremos.
Jesús dice:
– Dentro de tres días estaremos…
Y bastante tiempo, en nuestras casas.
Descansaréis, porque evangelizaréis en los aledaños.
– ¿Y Tú?
– En general no me moveré de Cafarnaúm;
salvo algunas veces que estaré en Betania.
Evangelizaré a los que vengan.
Luego, para la luna de Tisrí, de nuevo a caminar.
Y todos los días, acabada la jornada, seguiré mejorándoos…
Jesús calla, porque al mirarlos, ve que el sueño hace inútiles sus palabras.
Sonríe meneando la cabeza,
mientras observa a este grupo de personas vencidas por el cansancio,
que en posturas más o menos cómodas duermen con verdaderas ganas.
El silencio de la casa y la solana son completos.
Parece un lugar encantado.
Jesús sale a la puerta cercana al seto de las flores y mira, a través de sus ramas
a las suaves colinas galileas, grises todas por los olivos inmóviles.
Un ligero rumor de pasos y un gritito débil de recién nacido, suenan por encima de su cabeza.
Jesús levanta la cara y sonríe a su Madre, que está bajando;
llevando en sus brazos un bulto blanco del que sobresalen tres cositas rosáceas:
una cabecita y dos manitas gesticulantes.
– ¡Mira, Jesús, qué niña tan bonita!
Se asemeja un poco a ti cuando tenías un día.
Eras tan rubio, que se hubiera dicho que no tenías pelo,
a no ser porque ya destacaba formando leves rizos,
como un copo de nube; respecto al color, eras también así, como una rosa.
Y… mira, mira, está abriendo los ojitos y busca el pecho;
mira, con esta sombra, tiene tus ojos azul oscuros…
¡Tesoro! ¡No tengo leche, pequeñita, rosita, tortolita mía!
Y la niña, acunada por la Virgen, calma su vagido, hace arrullos, como una tortolita y se duerme.
Al ver a su Madre acunando a la niña con la cara apoyada en la cabecita rubia.
– Mamá, ¿Hacías lo mismo conmigo?
– Sí, Hijo.
Te decía “corderito mío”.
¿Es bonita, verdad?
– Muy bonita.
Y robusta.
¡Bien contenta puede estar la madre!
Confirma Jesús, que está también encorvado, observando el sueño de la inocente.
– Pues no está contenta…
El marido está enfadado porque todos los hijos son niñas.
-Es verdad que con las tierras que tenemos son mejores los niños.
Sara la dueña de la casa, que acaba de llegar, suspira profundamente,
diciendo:
– Pero nuestra hija no tiene la culpa…
Jesús dice con seguridad:
– Son jóvenes.
Que se amen.
Y tendrán también niños.
La mujer se turba y murmura:
– Ahí está Felipe…
Pondrá ceño…
Y más fuerte, dice:
– ¡Felipe, está aquí el Rabí de Nazaret!
El hombre dice:
– Me alegro mucho de verlo.
La paz sea contigo, Maestro.
– Y contigo, Felipe.
Es más, todavía la estoy mirando porque verdaderamente despierta admiración.
Dios te bendice con hijos bellos, sanos y buenos.
Debes sentirte muy agradecido a Él…
¿No respondes?
Pareces preocupado…
– ¡Esperaba un niño!
Jesús pregunta con tono severo:
– No querrás decirme ya que eres injusto,
¿Acusando a esta inocente de ser niña, no?
¿Y, menos aún, que eres duro con tu mujer, no?
Felipe exclama resentido:
– ¡Yo quería un niño, por el Señor y por mí!
– ¿Y piensas obtenerlo siendo injusto y rebelde?
¿Has leído acaso, el pensamiento de Dios?
¿Eres más que El, como para decirle: “Haz esto, que es lo justo”?
Señalando a Susana, Jesús agrega:
Esta mujer por ejemplo, es discípula mía y no tiene hijos.
Y, a pesar de todo, me dice:
“Bendigo esta esterilidad que me pone alas para seguirte”.
Y ésta, madre de cuatro varones, desea que dejen de ser suyos los cuatro.
¿Verdad, Susana y María?
Ellas responden asintiendo.
Y Jesús continúa:
¿Las oyes?
¿Y tú, casado desde hace pocos años con una mujer fecunda,
bendecido con tres capullos de rosa que piden tu amor, estás enfadado?
¿Con quién?
¿Por qué?
Pues lo digo Yo: porque eres un egoísta.
Corta enseguida tu resentimiento.
Abre tus brazos a esta criatura nacida de ti y ámala.
¡Vamos!
¡Tómala en tus brazos!
Y Jesús coge el pequeño amasijo de ropa y se lo pone al joven padre en los brazos.
Jesús añade:
– «Ve donde tu mujer, que está llorando.
Dile que la quieres.
Si no, Dios verdaderamente no te dará jamás un varón.
Te lo aseguro. ¡Ve!…
El hombre sube a la habitación donde está su esposa.
La suegra susurra:
– ¡Gracias, Maestro!
Se le veía muy cruel desde ayer…
Pasan unos minutos y el hombre vuelve.
Dice:
– Lo he hecho, Señor.
La mujer te da las gracias.
Dice que te pregunte el nombre de la pequeñuela, porque…
Porque yo le había destinado un nombre demasiado feo…
Por mi injusto odio…
– Llámala María.
Ha bebido el llanto amargo junto con su primera gota de leche,
también amarga por tu dureza.
Puede llamarse María.
Y María la amará, ¿Verdad, Madre?
– Sí, pobre criatura.
¡Tan bonita como es!
Será, sin duda, buena.
– Será una estrellita del Cielo.
Regresan al gran salón donde los apóstoles se han quedado dormidos,
rendidos por el cansancio.
Menos Judas de Keriot, que parece revolverse sobre ascuas.
Y da la impresión de estar muy preocupado.
Jesús pregunta:
– ¿Me necesitas para algo, Judas?
– No, Maestro;
pero no logro dormir.
Quisiera salir un poco.
– ¿Quién te lo prohíbe?
Yo también salgo.
Iré a aquel colladito que está en la sombra…
Voy a descansar haciendo Oración.
– No, Maestro.
Te molestaría, porque no estoy en condiciones de orar.
Estoy muy inquieto.
Tal vez…
Quizás no me siento bien y por eso estoy inquieto…
– Quédate entonces.
No obligo a nadie.
Hasta pronto…
Adiós, mujeres.
Madre, cuando se despierte Juan de Endor, dile que vaya a verme, que vaya solo.
– Sí, Hijo.
La paz sea contigo.
Jesús sale.
María y Susana se detienen a mirar la tela que está encima del telar.
María se sienta y pone las manos en su regazo, con la cabeza un poco baja;
quizás está orando también.
María de Alfeo pronto se cansa de mirar el trabajo del telar, se sienta en el rincón más oscuro
Susana juzga conveniente hacer lo mismo.
Quedan despiertos María y Judas.
Judas deambula un rato por el huerto.
Luego se sienta en una banca de piedra, que está junto al emparrado.
En el portal, María está recogida en sí, meditando;
mientras los demás duermen.
Judas la mira con los ojos muy abiertos.
Y una fugaz expresión de malvada hipocresía y de crueldad, se asoma a su mirada.
Es como un destello que pronto se pierde..
Tiene una belleza repulsiva.
Hay en él una emanación de maldad, que casi se materializara.
La Virgen está absorta, totalmente alejada del mundo…
Ella, toda recogida en sí misma, meditando sin hacer caso de lo que la rodea.
Judas mirándola fijamente con una expresión artera, con los ojos bien abiertos,
destellando una inteligencia que no es de este mundo…
Es cómo mirar a Lucifer, maquinando una estrategia de ataque…
Finalmente se levanta y se acerca a Ella sin hacer ruido.
Y al verlo es inevitable pensar que a pesar de su indiscutible belleza varonil,
parece la imagen depredadora de un felino o una serpiente mortal, acercándose a su presa.
Su personalidad es repulsiva porque emana tanta maldad,
que lo hace ver artero y cruel hasta en su paso…
La llama en voz baja:
– ¡María!
Ella pregunta con bondad:
– ¿Qué quieres de mí, Judas?
Mientras lo mira con sus ojos dulcísimos.
– Quisiera hablar contigo…
– Habla. Te escucho.
– Aquí no…
No quisiera que me oyeran…
¿Te importa salir un poco?
También afuera hay sombra…
– Bien, vamos.
De todas formas, como ves, aquí están todos dormidos…
Podías hablar también aquí.
Pero se levanta y sale antes que Judas.
Y se pone junto al alto seto de flores
– ¿Qué quieres de mí, Judas? – vuelve a preguntar.
Mientras fija agudamente su mirada en el apóstol.
El cual se turba un poco y muestra dificultad en encontrar las palabras…
María pregunta solícita:
– ¿Te sientes mal?
¿Has hecho algo malo y no sabes cómo decirlo?
¿Te ves a las puertas de hacer algo malo y te pesa confesar que te sientes tentado?
Habla, hijo.
De la misma forma que cuidé tu carne cuando enfermaste, cuidaré tu alma.
Dime lo que te turba y si puedo, te tranquilizaré.
Si no puedo sola, se lo diré a Jesús
Aunque hubieras pecado mucho, te perdonará si pido perdón para ti.
La verdad es que también Él te perdonaría enseguida..
Pero quizás ante Él, que es el Maestro, te avergüenzas.
Yo soy una madre…
No infundo sentimiento de vergüenza…
Judas confirma:
– Sí, no haces sentir vergüenza porque eres madre y además muy buena.
Eres verdaderamente la paz entre nosotros.
Yo… yo me siento muy turbado.
Tengo un pésimo carácter, María.
No sé lo que tengo en la sangre y en el corazón…
De vez en cuando no sé dominarlos…
En esos momentos, haría las cosas más extrañas…
Y las peores cosas, más perversas».
– ¿No logras resistir al que te tienta ni siquiera al lado de Jesús?
– No.
Créeme que sufro por ello.
Pero es así.
Soy un desdichado.
– Oraré por ti, Judas.
– No es suficiente.
– Pondré a orar a los demás.
Sin decir por quién es la oración que solicito.
– No es suficiente.
– Pondré a orar a los niños.
A mi casa vienen muchos.
Vienen a mi huerto, como pajarillos en busca de trigo.
El trigo son las caricias y las palabras que les doy
Y ellos inocentes, prefieren esto antes que los juegos y las fábulas.
La Oración de los niños es grata al Señor.
– ¡Nunca tanto como la tuya!
Pero… no, no es suficiente.
– Le diré a Jesús que pida por ti al Padre».
– Tampoco es suficiente
– ¡Pero, si más ya no hay!
La Oración de Jesús vence incluso a los demonios…
– Sí.
Pero Jesús no oraría siempre y yo volvería a ser yo…
Jesús lo dice siempre, un día se irá.
Tengo que preocuparme de cuando me falte Él.
Jesús ahora nos quiere enviar a evangelizar
Me da miedo ir a sembrar la palabra de Dios

La posesión demoníaca perfecta controla totalmente, por medio de los pecados convertidos en vicio que no se pueden dejar
acompañado por este enemigo mío que soy yo mismo.
Quisiera estar ya formado para este momento.
– Pero, hijo mío;
si ni siquiera puede hacerlo Jesús, ¿Quién va a poder?
– ¡Tú, Madre!
Déjame estar un poco de tiempo contigo.
Si han estado contigo paganos y meretrices, yo también puedo.
Si no quieres que esté en tu casa por la noche,
iré a dormir a casa de Alfeo o María de Cleofás, pero pasaré el día contigo y los niños.
Las veces pasadas he tratado de actuar solo y he empeorado las cosas.
Si voy a Jerusalén, tengo demasiados amigos malos.
Y en las condiciones en que me encuentro cuando se apodera de mí esto,
Si voy a otra ciudad, es igual.
La tentación del camino se enciende en mí, además de la que ya tengo.
Si voy a Keriot a casa de mi madre, me esclaviza la soberbia.
Si voy a un lugar solitario, el silencio me tortura con las voces de Satanás.
Pero… en tu casa… ¡Oh!…
¡Contigo presiento que será distinto!…
¡Déjame que vaya!
¡Dile a Jesús que me lo conceda!
¿Quieres que me pierda?
¿Tienes miedo de mí?
Me miras con la mirada de una gacela herida,
sin fuerzas para seguir huyendo de sus perseguidores.
No, no te causaré ningún daño.
Yo también tengo una madre, y..
Y te quiero más que a ella.
¡María, ten piedad de un pecador!
Judas se echa realmente a llorar a los pies de María,
diciendo:
Si me rechazas, puede significar mi muerte espiritual…
Ella lo mira con una mirada de piedad, angustia y de miedo; está palidísima.
No obstante, da un paso hacia delante, porque estaba casi hundida en el seto,
para alejarse de Judas que se le estaba acercando demasiado.
Y pone una mano en el pelo moreno del Iscariote.
María lo tranquiliza:
– ¡Calla!
¡Que no te oigan!
Hablaré con Jesús.
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155 UN CRIMEN PASIONAL
155 IMITAR A JESUS ES EL EJEMPLO QUE SALVA
Todos los apóstoles están alrededor de Jesús.
Sentados sobre la hierba, bajo el fresco de las copas de los árboles, cerca de un río.
Comen pan y queso.
Y beben agua del río, que es fresca y clara.
Han recorrido un largo camino y han hecho una pausa para recuperar fuerzas.
En cuanto pasa la hora más calurosa, el Incansable Caminante, se pone de pie,
y dice:
– ¡Vámonos!
Avanzan hasta llegar a un crucero de cuatro caminos.
Y Jesús toma decidido el que va al noroeste.
Pedro pregunta:
– ¿Regresamos a Cafarnaúm?
– No.
Pedro insiste, porque quiere saber:
– ¿Entonces a Tiberíades?
– Tampoco.
– Este camino va hacia el Mar de Galilea…
Allá está Tiberiádes…
y Allí, Cafarnaúm…
Jesús lo mira con el rostro medio serio, para calmar la curiosidad de Pedro.
Diciendo:
– Y también está Mágdala.
Pedro se escandaliza…
Definitivamente el lugar tiene mala fama:
– ¡A Mágdala!… ¡Oh!…
Jesús confirma:
– A Mágdala.
Sí. A ¡Mágdala! ¿Te sientes demasiado honesto para entrar?
¡Pedro!… ¡Pedro!…
Por amor mío, deberás entrar no en una ciudad de diversión; sino en verdaderos lupanares.
Cristo no ha venido a salvar a los que ya están salvados. Sino a salvar a los perdidos…
Y tú… tú serás ‘Piedra’ y no Simón… Y por esto, ‘Cefas’. ¿Tienes miedo de contaminarte? ¡NO!
¡Ni siquiera éste! –y señala al joven Juan- ¡Ni siquiera éste recibirá daño! Porque él no quiere…
Como tú no quieres. Cómo no quiere tu hermano y el hermano de Juan…
Cómo no quiere ninguno de vosotros por ahora. Mientras no se quiere, no viene el Mal.
Pero es necesario no querer; fuerte y constantemente.
Fuerza y constancia se obtienen del Padre, si se ora con rectitud de propósito.
No todos sabréis rogar siempre así…
¿Qué estás diciendo, Judas?… No te fíes mucho de ti mismo…
Yo Soy el Mesías y ruego constantemente, para tener fuerzas contra Satanás.
¿Acaso puedes más tú que Yo?
El orgullo es una rendija por donde Satanás penetra.
Vigila y sé humilde, Judas…
Jesús se vuelve hacia su apóstol convertido,
y añade:
– Mateo, tú que eres muy práctico del lugar, dime:
¿Es mejor entrar por este camino o hay otro?
Mateo contesta:
– Según, Maestro…
Si quieres ir a la Mágdala de los pescadores y de los pobres, el camino es éste.
Por aquí se entra al barrio.
Pero como quiero darte una respuesta amplia:
Si quieres ir a donde están los ricos, hay que dejar este camino.
Tomar otro que está como a cien metros de aquí, porque las casas de los ricos están casi a esta altura.
Entonces hay que regresar…
Jesús confirma:
– Regresaremos.
Porque es a la Mágdala de los ricos, a dónde quiero entrar.
Con el Carisma de la lectura de los corazones…
Judas responde:
– ¡Nada, Maestro!
Es la segunda vez que me lo preguntas en poco tiempo. Yo no he dicho nada.
– Con los labios, no.
Has hablado dentro de tu corazón.
Has platicado con tu huésped, en tu corazón. No es necesario tener a otra persona con quién hablar.
Nos decimos a nosotros mismos, muchas palabras.
Pero no hay que murmurar ni calumniar siquiera con nuestro propio ‘yo’.

Judas con posesión demoníaca perfecta y ¡Oh! cuánto sufrimiento para Jesús, qué cómo Dios, NADA ignora…
El grupo sigue caminando, ahora en silencio.
La calle está pavimentada con piedras rectangulares.
Las casas son ricas y bellas, rodeadas de huertos y hermosos jardines.
Es una ciudad de recreo.
Los ricos palestinenses están mezclados con los romanos y gente poderosa y opulenta de otros lugares.
Son hermosas mansiones, de funcionarios de la corte o ricos mercaderes…
Que envían a Roma las cosas más preciosas que produce Palestina.
Jesús se adentra, como quien sabe a dónde va.
Costea el lago, en cuya ribera están las casas más lujosas y magníficas…
Avanzan por una magnífica calzada, hasta llegar a una de las más regias y señoriales.
Entonces, gritos de llanto se oyen en una grandiosa villa.
Son de niños y de mujeres.
Una angustiada voz femenina rompe el aire:
– ¡Hijo! ¡Hijo!
Jesús se vuelve y mira a sus discípulos.
Judas se adelanta.
Jesús ordena:
– Tú, no.
Tú Mateo. Ve a preguntar.
Mateo va casi corriendo y regresa rápido.
Dice jadeante:
– Una pelea, Maestro.
Un hombre está agonizando… Es un judío.
El que lo hirió, escapó. Era romano.
Han acudido a la casa, la madre y la esposa con los pequeños hijos, pues la vida se le escapa junto con la sangre…
Jesús dice:
– Vamos.
Mateo previene a Jesús:
– Maestro…
Esto ha sucedido en la casa de una mujer que no es la esposa.
– Vayamos.
Entran por un gran portón, hasta el atrium.
Las columnas están cubiertas de plantas verdes que están en grandes macetas, formando conjuntos con
las estatuas y objetos enchapados.
Hay una fuente y un gran jardín, que hacen una hermosa combinación de sol e invernadero.
En una habitación contigua, hay mujeres que están llorando.
Jesús entra, pero no da su saludo.
Entre los hombres presentes hay un mercader que lo reconoce y al verlo,
exclama:
– ¡El Rabí de Nazareth!
Y se inclina profundamente, saludándolo con respeto.
Jesús le contesta:
– Maestro…
Una puñalada en el corazón. Se está muriendo…
Una mujer de cabello gris y despeinada, está arrodillada junto al moribundo.
Le sostiene la mano con ojos enloquecidos por el dolor.
Al oír a Jesús, se levanta y con su mano temblorosa, señalando hacia una esquina de la habitación:
Acusa gritando:
– ¡Por esa!…
¡Por esa!… Esa me lo embrujó…
Tenía madre. Tenía esposa. Tenía hijos… ¡El Infierno debe estar en ti, Satanás!
Jesús vuelve la cabeza y mira en la dirección señalada.
Y ve en el rincón, contra una pared de color rojo oscuro…
A María de Mágdala, más provocativa que nunca…
Y hermosísima…
Trae una fina falda en artísticos pliegues, de una gasa pesada y muy delicada, como de seda color marfil.
Que revela más que cubrir:
Unas piernas largas, blancas como de alabastro, que son como columnas exquisitamente torneadas.
Su breve cintura, está ceñida con un cinturón de filigrana de oro y piedras preciosas, rematado en una hebilla que parece una mariposa.
De la cintura para arriba, lleva una especie de redecilla hexagonal, tejida con perlas y sostenida a su largo cuello, por una fina cadena de oro.
Su delicado traje, realmente no deja nada a la imaginación…
Su cuerpo perfecto y magnífico, luce una belleza deslumbrante y seductora.
Aún más que si estuviera totalmente desnuda.
Su larga y abundante cabellera rubia, está sostenida por un regio y elaborado peinado, con broches de perlas y rubíes.
Jesús la mira con severidad, pero no dice nada.
La ignora totalmente como mujer.
María, humillada con la indiferencia…
Se yergue más altiva que nunca.
Ella, que un momento antes parecía aniquilada, levanta su rostro hermoso y desafiante.
Con sus bellísimos ojos negros, llenos de ardiente deseo y refulgentes de confianza en sí misma.
Mira con inmensa coquetería a Jesús…
Admirando descaradamente su perfecta belleza masculina…
Maniféstándolo abiertamente con su mirada cargada de deseo…
Y le sonríe con sus labios voluptuosos.
En una silenciosa y apasionada invitación…
Entonces Jesús, hace todavía más severa su mirada…
A continuación baja los ojos.
– Mujer, no maldigas.
Respóndeme, ¿Por qué tu hijo estaba en esta casa?
La mujer responde entrecortada por los sollozos, por el dolor y la impotencia…
Y clama angustiada:
– Ya te lo dije.
Porque ella lo había vuelto loco. Esa…
Jesús es terminante:
– ¡Silencio!…
También él estaba cometiendo, un pecado de adulterio.
Y era un padre indigno de estos inocentes…
Merece pues su castigo; en ésta y en la otra vida.
No hay misericordia para quien no se arrepiente…
Tengo compasión de tu dolor, mujer.
Entonces Jesús señalando a la esposa quebrantada por la traición, por el sufrimiento y el llanto de los niños que la acompañan…
Finaliza:
– Y de estos inocentes.
¿Está lejos tu casa?
– A unos cien metros.
Jesús se vuelve hacia los hombres presentes,
Y ordena:
– Levantadlo y llevadlo hacia allá.
José el mercader contesta:
– No es posible, Maestro.
Tiene los estertores finales, está muriendo ya.
– Haz como dije.
Ponen una tabla debajo del cuerpo del moribundo y lentamente sale el cortejo.
Atraviesan la calle y llegan hasta un jardín lleno de árboles, floridos senderos y mucha sombra.
Las mujeres siguen llorando.
En cuanto entran, Jesús se vuelve hacia la madre,
diciendo:
– ¿Puedes perdonar?
Si tú perdonas, Dios perdona.
Es necesario limpiar el corazón para obtener gracias.
Éste pecó y volverá a pecar… Sería mejor para él morir.
Porque si vive, volverá a recaer en el pecado y deberá responder también de la ingratitud para con Dios que lo salva.
Pero tú y estos inocentes, -señala a la esposa y a los niños- caerían en la desesperación.
He venido a salvar y no a condenar.
El hombre ya perdió el último aliento…
La madre sólo atina a mover la cabeza asintiendo y con un hilo de voz, ahogado por el dolor…
Contesta:
– Sí……
Enseguida, Jesús se vuelve majestuoso.
Se yergue aún más, con toda la Potencia del Hombre – Dios.
Y dice al herido:
– Hombre, Yo te lo mando.
Levántate y queda sano.
Entonces el hombre vuelve a la vida…
Abre los ojos. Ve a su madre, a sus hijos, a su esposa.
Avergonzado, inclina la cabeza.
La anciana le dice:
– ¡Hijo! ¡Hijo!
¡Estarías muerto si Él no te hubiese salvado!
Vuelve en ti. No delires por una…
Jesús interrumpe:
– ¡Cállate!
Ten misericordia, como se ha tenido para contigo…
Tu casa ha sido santificada con el milagro, que siempre es prueba de la Presencia de Dios.
Por esto no pude hacerlo donde había pecado.
Procura conservar tu casa así. Aun cuando éste no lo hará…
Ahora tened cuidado con él. Es justo que sufra un poco…
Sé buena, mujer.
Adiós niños.
Jesús pone su mano sobre las dos mujeres y los niños.
Luego sale, pasando delante de la Magdalena, que siguió hasta el borde del camino al cortejo.
Y ha estado recargada contra un árbol.
Jesús camina despacio, como si esperara a los discípulos.
Pero también parece esperar que ella le diga algo.
María no se mueve.
Los discípulos se reúnen con Jesús.
Y Pedro no puede contenerse de decir un epíteto apropiado a María:
– ¡Perra lujuriosa!…
Ésta responde con orgullo y una carcajada llena de desprecio…
Que es un triunfo muy mezquino.
Jesús, que oyó las palabras de Pedro,
voltea severo y dice:
– Pedro. Yo no insulto.
No debes insultar. Ruega por los pecadores. ¡No más!
María deja de reír.
Baja la cabeza y huye como una gacela, a su casa.
Dejando tras de sí, un enorme grupo de espectadores cada vez más asombrados…
Y una marejada de murmuraciones y comentarios…
Y todo termina.
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14 LLEGADA A NAZARETH
14 CONOCER A DIOS, ES EMPEZAR A AMARLO
Los Esposos llegan a Nazaret.
El más azul de los cielos de un apacible febrero se extiende sobre las colinas de Galilea.
Las suaves colinas que no he visto nunca en este ciclo de la Virgen niña, y que me son ya tan familiares al ojo como si hubiera nacido entre ellas.
La calzada principal, refrescada por lluvia reciente, caída quizás la noche anterior, no tiene polvo, mas tampoco barro.
Presenta aspecto compacto y limpio, como si fuera una calle de ciudad, y avanza, sinuosa, entre dos hileras de espino albar en flor: una nevada con sabor amargoso y a bosque,
interrumpida una y otra vez por las monstruosas aglomeraciones de los cactus, con sus hojas carnosas en forma de paleta, erizadas de pinchos y decoradas con los enormes granates de sus originales frutos,
crecidos sin tallo sobre las hojas, las cuales, por su color y forma, evocan siempre en mí profundidades marinas y bosques de corales y medusas, u otros animales de los mares profundos.
Las hileras de espino sirven como cercas de las propiedades privadas, por lo cual se extienden en todas las direcciones formando un caprichoso trazado geométrico de curvas y de ángulos,
de rombos, cuadrados, semicírculos, triángulos con las más inverosímiles formas agudas u obtusas; es un trazado enteramente asperjado de blanco: como una cinta llena de fantasía que hubieran extendido así,
por diversión, a lo largo de los campos; sobre ella vuelan, pían, cantan, a centenares, pajaritos de toda especie, sintiendo la alegría del amor y dedicados a rehacer sus nidos.
Al otro lado de las hileras de espino están los campos, con los trigos todavía verdes, pero aquí ya más altos que en los campos de Judea, y prados llenos de flores,
y en ellos — como contrapunto de las ligeras nubecillas del cielo, que el ocaso tiñe de rosa o de un lila tenue o violeta o de un opalino colorado de azul o de un naranja-coral —, a centenares,
las nubes vegetales de los árboles frutales, blancas, rosadas, rojas, en todas las tonalidades del blanco, rosa y rojo.
Con el suave viento de la tarde, caen revoloteando de los árboles florecidos los primeros pétalos: parecen bandadas de mariposas buscando polen en las flores del campo.
Entre árbol y árbol, festones de vid aún desnuda: sólo en la parte alta de los festones, en la parte donde más da el sol, las primeras hojitas se abren, inocentes, extrañadas, palpitantes.
El Sol se pone, sereno, en el cielo — ¡qué apacible con ese azul suyo que la luz hace aún más claro! — y a lo lejos titilan, reflejándolo, las nieves del Hermón y de otras cumbres lejanas.
Un carro avanza por la calzada, el carro que lleva a José y a María y a los primos de Ella; el viaje está tocando a su fin.
María mira con el ojo ansioso de quien quiere conocer, o mejor, reconocer, aquello que ya un día vio, pero no lo recuerda,
y sonríe cuando una sombra de recuerdo vuelve y se posa, como una luz, en esta o aquella cosa, en este o aquel punto.
Isabel le ayuda a recordar, y también Zacarías y José, señalando esta o aquella cumbre, esta o aquella casa. Casas, sí.
Porque Nazaret ya aparece extendida sobre la ondulación de su colina.
Recibiendo por la izquierda el Sol ya ocultándose, muestra, con pinceladas de rosa, el color blanco de sus casitas, anchas y bajas, culminadas por una terraza.
Algunas de ellas, al darles el sol de lleno, parecen, de lo rojas que se han puesto las fachadas, estar al lado de un fuego.
Y el sol enciende también el agua de los bajos pozos, que no tienen casi brocal, de donde suben, chirriando, los cubos para la casa o los odres para la huerta.
Niños y mujeres se acercan al borde de la calzada, queriendo ver el interior del carro, y saludan a José, que es muy conocido en el lugar.
Pero luego se muestran titubeantes y tímidos ante las otras tres personas. Sin embargo, dentro ya de la pequeña ciudad, no hay titubeos ni temor.
Mucha, mucha gente de todas las edades está a la entrada del pueblo bajo un rústico arco hecho con flores y ramas,
y nada más que el carro aparece por detrás del recodo de la última casa de campo, que está colocada oblicuamente, se produce un verdadero gorjeo de voces agudas y un agitarse de ramas y flores.
Son las mujeres, las chiquillas y los niños de Nazaret que saludan a la novia. Los hombres, más contenidos, están detrás de este seto agitado y gorjeante, y saludan con gravedad.
María, ahora que la cortina ha sido quitada, dejando al descubierto el carro — lo habían hecho ya antes de llegar al pueblo, porque el sol ya no molestaba, y para permitirle a María el ver bien su tierra natal — aparece en su belleza de flor.
Blanca y rubia como un ángel, sonríe con bondad a los niños, que le echan flores y besos, a las jóvenes de su edad, que la llaman por el nombre, a las mujeres casadas, a las madres, a las ancianas, que la bendicen con sus voces cantadoras.
Inclina su cabeza ante los hombres, y especialmente ante uno de ellos, que quizás es el rabino o la personalidad principal del pueblo.
El carro prosigue por la calle principal a paso lento, seguido de la muchedumbre por un buen trecho, muchedumbre para la que esta llegada es un acontecimiento.
– Esa es tu casa, María- dice José señalando con el látigo una casita que está justo en la base de una ondulación de la colina,
y que tiene en la parte de atrás un hermoso y amplio huerto, exuberante, que termina en un pequeño olivar. Más allá, la consabida cerca de espino albar y cácteas señala el límite de la propiedad.
Las tierras, que fueron de Joaquín, están al otro lado…
Zacarías dice:
– Te ha quedado poco, ¿Ves?
La enfermedad de tu padre fue larga y económicamente cara. Y caros fueron también los gastos para reparar el daño que hizo Roma. ¿Lo ves?
La calle le ha cortado a la casa sus tres principales habitaciones. Se ha quedado más pequeña. Para ampliarla sin gastos excesivos, se cogió una parte del monte que forma una gruta;
Joaquín tenía en ese lugar las provisiones y Ana sus telares. Haz con esto lo que creas más oportuno.
María dice:
– ¡Que sea poco no importa!
Siempre me será suficiente. Me pondré a trabajar…
José interviene:
– No, María.
Yo seré quien trabaje. Tú sólo tejerás y coserás las cosas de la casa. Soy joven y fuerte y soy tu esposo. No me atormentes viéndote trabajar.
– Haré como tú quieras.
– Sí, en esto yo quiero.
Para todas las demás cosas tu deseo es ley, pero en esto no.
Ya han llegado. El carro se detiene.
Dos mujeres y dos hombres, respectivamente de unos cuarenta y cincuenta años, están a la puerta, y muchos niños y jovencitos están con ellos.
El hombre más anciano dice:
– Dios te dé paz, María.
Una de las mujeres se acerca a María, la abraza y la besa.
José dice:
– Es mi hermano Alfeo, y María, su mujer, y éstos son sus hijos.
Han venido expresamente para recibirte y felicitarte y decirte que su casa es tuya, si así lo deseas.
María de Alfeo dice:
– Sí, ven, María, si te resulta penoso vivir sola.
El campo es bonito en primavera y nuestra casa está en medio de campos floridos. Tú serás su más hermosa flor.
María contesta:
– Gracias, María.
Yo iría con mucho gusto, y alguna vez iré; iré, sin duda, para la boda… Pero, deseo vivamente ver, reconocer mi casa. La dejé siendo muy pequeña y se me ha desdibujado su imagen…
Ahora esta imagen la encuentro de nuevo… y me parece como si encontrara de nuevo a mi madre perdida, a mi padre amado, el eco de las palabras de ellos… y el aroma de su último respiro.
Siento como si ya no fuera huérfana, porque me abrazan de nuevo estas paredes… Compréndeme, María –
Aparece un poco el llanto en la voz de María, y también en sus pestañas.
María de Alfeo responde:
– Querida mía, como tú quieras.
Quiero que me sientas hermana y amiga y un poco madre incluso, porque soy mucho más mayor que tú.
La otra mujer, que se ha acercado entretanto,
dice:
– María, quiero saludarte.
Soy Lía, la amiga de tu madre. Te vi nacer. Este es Alfeo, sobrino de Alfeo y muy amigo de tu madre.
Lo que hice por tu madre, si quieres, lo haré por ti. Mira, mi casa es la que está más cerca de la tuya y tus parcelas de terreno son ahora nuestras.
Pero, si quieres venir hazlo cuando te apetezca, en cualquier momento. Abrimos un paso en el cercado y así estaremos juntas, sin dejar de estar cada una en su casa. Este es mi marido.
– Os doy las gracias a todos y por todo;
por todo el amor que habéis tenido a los míos, y por todo el amor que me tenéis a mí. Que Dios todopoderoso os bendiga por ello.
Descargan los pesados baúles y los meten en la casa. Entran.
Reconozco ahora que es la casita de Nazaret, como será luego, durante la vida de Jesús.
José toma de la mano — un gesto habitual en él — a María, y entra así.
Pero en el umbral de la puerta le dice:
– Ahora, aquí, en el umbral de esta puerta, quiero de ti una promesa:
Que cualquier cosa que te suceda, o cualquier cosa que necesites, tu único amigo, la única persona en quien pienses para solicitar ayuda, sea yo, y que, bajo ningún motivo, debas sufrir sola ninguna pena.
Yo estoy a tu entera disposición, y para mí será una satisfacción el hacerte feliz el camino, y, dado que la felicidad no siempre está en nuestra mano, al menos, hacértelo tranquilo y seguro.
– Te lo prometo, José.
La siguiente cosa es abrir puertas y ventanas… El último sol entra curioso. María se ha quitado el manto y el velo.
Menos las flores de mirto, todavía va vestida como en los esponsales.
Sale al huerto, que presenta un aspecto exuberante.
Mira, sonríe, y, todavía de la mano de José, da un paseo. Se la ve como quien volviera a tomar posesión de un lugar perdido.
José le muestra el resultado de sus trabajos:
– Mira, aquí he cavado para recoger el agua de la lluvia, porque estas cepas están siempre sedientas.
A este olivo le he vuelto a cortar las ramas más viejas para darle vigor; y he plantado estos manzanos, porque dos estaban muertos; y luego, allí he plantado unas higueras.
Cuando crezcan resguardarán a la casa del sol excesivo y de las miradas curiosas. La pérgola es la misma que había; lo único que he hecho ha sido cambiar los palos que estaban deteriorados, y también una labor de poda.
Espero que dé muchas uvas. Y aquí, mira…
– y la lleva, orgulloso, hacia el terreno en pendiente que resguarda la casa por detrás y que es límite del huerto por el lado de tramontana
– Y aquí he excavado una pequeña gruta, y la he reforzado, y, cuando agarren estas plantas, será casi igual que la que tenías. Falta el manantial… pero, espero hacer llegar aquí desde el manantial un regatillo.
Pienso trabajar durante las largas tardes de verano cuando venga a verte…
Alfeo dice:
– ¿Cómo es eso?
¿No vais a celebrar la boda este verano?
– No. María quiere tejer los paños de lana, que es lo único que le falta a su ajuar.
Y a mí eso me satisface. María es tan joven, que el esperar un año o más no es nada. Entretanto se ambienta a la casa…
– ¡Bueno! Tú siempre has sido un poco distinto de los demás, y lo sigues siendo.
José responde con una sonrisa sutil:
– Alegría muy esperada, alegría más intensamente gustada.
El hermano se encoge de hombros y dice:
– ¿Y entonces?
Según tus planes, ¿Cuándo vas a pensar en la boda?
– Cuando María cumpla dieciséis años.
Después de la fiesta de los Tabernáculos. ¡Dulces serán las tardes de invierno para los recién casados!…
Y sigue sonriendo mirando a María: una sonrisa que conlleva un pacto secreto y delicado; de una castidad fraterna consoladora.
Luego continúa caminando y explicando:
– Ésta es la habitación grande que había en el monte.
Si te parece bien, cuando venga, instalaré en ella mi taller. Está unida, pero no forma parte de la casa. Así no molestaré con los ruidos, o creando otros trastornos.
No obstante, si no quieres que sea así…
– No, José; así está muy bien.
Vuelven a entrar en la casa. Encienden las lámparas.
José dice:
– María está cansada.
Dejémosla tranquila con sus primos.
Saludos de todos los que se marchan…
José se queda todavía unos minutos y habla con Zacarías en voz baja.
Luego dice a María:
– Tu primo te deja a Isabel durante un poco.
¿Contenta? Yo sí, porque te ayudará a… ser una perfecta ama de casa; con ella podrás colocar como quieras tus cosas y tu ajuar. Y yo vendré todas las tardes a ayudarte.
Con ella podrás conseguir lana y todo lo que necesites, y yo me encargaré de los gastos.
Acuérdate de que has prometido que recurrirías a mí para todo. Adiós, María. Duerme el primer sueño de señora en esta casa tuya, y que el ángel de Dios te lo haga sereno.
Que el Señor sea siempre contigo.
– Adiós, José.
Queda tú también bajo las alas del ángel de Dios.
– Gracias, José, por todo.
En la medida en que pueda, te pagaré por tu amor, con el mío.
José saluda a los primos y sale.
Y con él cesa la visión.
13 LOS ESPONSALES
13 CONOCER A DIOS, ES EMPEZAR A AMARLO
Esponsales de la Virgen y José
Que fue instruido por la Sabiduría para ser custodio del Misterio.
¡Qué hermosa está María, rodeada de sus amigas y sus maestras jubilosas, vestida para los esponsales!
Entre aquéllas está también Isabel. Va toda vestida de blanquísimo lino, tan seríceo y fino que parece de preciosa seda.
Ciñe su grácil cintura un cinturón burilado de oro y plata, hecho todo de medallones unidos por delgadas cadenas, cada uno de los medallones es una filigrana engastada en la pesada plata bruñida por el tiempo.
Y quizás porque es demasiado largo para Ella, que todavía es una delicada jovencita, le pende por delante con los tres últimos medallones, cayendo entre los pliegues del vestido amplísimo, que a su vez termina en una pequeña cola debido a su largura.
Calzan sus pequeños pies, unas sandalias de piel blanquísima con hebillas de plata.
El vestido está sujeto al cuello por una cadenita de rosetas de oro y de filigrana de plata, que presentan en pequeño el mismo motivo del cinturón.
La cadenita pasa a través de los anchos ojales del amplio cuello del vestido, acortándolo, por tanto, en frunces que forman como una pequeña puntilla.
El cuello de María sobresale entre ese candor fruncido, con la gracia de un tierno tallo fajado con una gasa preciada, y así parece aún más grácil y blanco:
un tallito de azucena culminado por su rostro de lirio, el cual, por la emoción, se ve aún más pálido y más puro: un rostro de hostia purísima.
El pelo ya no le pende sobre los hombros.
Está graciosamente dispuesto en nudo de trenzas. Unas valiosas horquillas de plata bruñida, con un trabajo de filigrana que cubre enteramente la parte superior del arco, sujetan las trenzas.
El velo materno se apoya sobre ellas y desciende, formando lindos pliegues, por debajo del estrecho aro que lleva ajustado a la frente blanquísima;
desciende hasta las caderas, porque María no tiene la altura de su madre y el velo le llega más abajo de ellas, mientras que a Ana le llegaba sólo a la cintura.
No lleva anillos en las manos; en las muñecas, unas pulseras. Pero estas muñecas son tan delgadas, que las pesadas pulseras maternas se apoyan sobre el dorso de las manos y quizás, si sacudiera las manos, se caerían al suelo.
Las compañeras la miran absortas desde todos los puntos, y con maravilla. Con sus preguntas y con sus frases de admiración crean un festivo trinar de gorrioncillos.
– ¿Son de tu madre?
– Antiguas, ¿Verdad?
– ¡Qué bonito, Sara, ese cinturón!
– ¿Y este velo, Susana?
¡Mira que finura! ¡Fíjate estas azucenas tejidas en el velo!
– ¡Déjame ver las pulseras, María!
¿Eran de tu madre?
– Las llevó ella, pero son de la madre de Joaquín, mi padre.
– ¡Oh, mira!
Tienen el sigilo de Salomón entrelazado con sutiles ramitas de palma y olivo, y entre ellas hay azucenas y rosas.
– ¡Oh! ¿Quién habrá realizado un trabajo tan perfecto y minucioso?
María explica:
– Son de la casa de David.
Hace ya siglos que las llevan las mujeres de esta estirpe cuando se van a casar, y van pasando a las herederas.
– ¡Ah, ya! Tú eres hija heredera…
– ¿Te han traído todo de Nazaret?
– No.
Cuando murió mi madre, mi prima se llevó a su casa el ajuar para conservarlo sin que se dañase. Ahora me lo ha traído.
– ¿Dónde está?
— ¿Dónde está?
– Enséñanoslo a las amigas.
María no sabe qué hacer… Quisiera ser amable, pero no querría remover todas las cosas, que están ordenadas en tres pesados baúles.
Vienen en su ayuda las maestras:
– El novio está para llegar.
No es el momento de crear confusión. Dejadla. Que la cansáis. Id a prepararos».
El hablador enjambre se aleja un poco enfadado.
María puede así gozar en paz de la compañía de sus maestras, las cuales le dirigen palabras de alabanza y bendición.
Isabel también se ha acercado, y, dado que María, emocionada, llora porque Ana de Fanuel la llama hija y la besa con un afecto verdaderamente maternal,
le dice:
– María, tu madre no está presente, pero sí está presente.
Su espíritu se regocija junto al tuyo, y, mira, las cosas que llevas te traen de nuevo su caricia. En ellas sientes aún el sabor de sus besos. Un día ya lejano, el día en que viniste al Templo, me dijo:
“Le he preparado los vestidos y el ajuar para cuando se case, porque quiero ser yo la que le haya hilado las telas y le haya hecho los vestidos, para no estar ausente en el día de su alegría”.
Mira, al final, cuando yo la asistía, ella quería todas las noches acariciar tus primeros vestidos y este que llevas ahora,
y decía: “Aquí siento el olor de jazmín de mi pequeñuela, aquí quiero que Ella sienta el beso de su mamá”. ¡Cuántos besos dio a este velo que cubre tu frente! ¡Más besos que hilos tiene!…
Y, cuando uses estas telas hiladas por ella, piensa que más que la estambre los ha hecho el amor de tu madre.
Y estas joyas… Tu padre las salvó para ti incluso en los momentos difíciles, para que te embellecieran, como corresponde a una princesa de David, en este momento.
Alégrate, María. No estás huérfana; los tuyos están contigo, y quien va a ser tu marido es tan perfecto, que es para ti padre y madre…
María exclama:
– ¡Oh, sí!
¡Eso es verdad! No puedo quejarme de él, ciertamente. En menos de dos meses ha venido dos veces, y hoy viene por tercera vez, desafiando a las lluvias y al tiempo ventoso, declarándose sujeto a mí…
Fíjate: ¡sujeto a mí! ¡Yo, que soy una pobre mujer, y mucho más joven que él! Y no me ha negado nada. Es más, ni siquiera espera a que yo pida. Parece como si un ángel le dijera lo que deseo…
Y me lo dice él antes de que yo hable. La última vez me dijo: “María, creo que preferirás estar en tu casa paterna. Dado que eres hija heredera, lo puedes hacer, si lo ves oportuno.
Yo iré a tu casa. Solamente para observar el rito, tú vas durante una semana a casa de Alfeo, mi hermano. María te quiere ya mucho. De allí partirá la tarde de la boda el cortejo que te llevará a casa”.
¿No es amable por su parte? No le ha importado ni siquiera el dar pie a la gente para decir que él no tiene una casa que me guste… A mí me hubiera gustado en todo caso, por estar él, que es tan bueno, en ella.
Pero sin duda prefiero la mía… por los recuerdos… ¡Oh, José es bueno!
– ¿Qué dijo del voto?
Todavía no me has comentado nada.
– No puso ninguna objeción.
Es más, conocidas las razones del mismo, dijo: “Uniré mi sacrificio al tuyo”.
Ana de Fanuel dice:
– Es un joven santo!
El “joven santo” entra en este momento, acompañado de Zacarías.
Su figura es, literalmente hablando, espléndida.
Todo de amarillo oro, parece un soberano oriental. Bolsa y puñal penden de un espléndido cinturón: aquélla, de tafilete bordado en oro; el puñal, en una vaina con guarniciones bordadas en oro, también de tafilete.
Cubre su cabeza un turbante, la típica faja de tela como la llevan todavía ciertos pueblos de África, los beduinos por ejemplo; lo sujeta en torno un valioso arito de oro, delgado, que ciñe unos ramitos de mirto.
Viste majestuosamente un manto completamente nuevo con muchas franjas. Está radiante de alegría. En las manos lleva unos ramitos de mirto en flor.
Saluda diciendo:
– ¡A ti la paz, mi prometida!
Paz a todos.
Recibido el saludo de respuesta, dice:
– Vi tu alegría el día en que te di la ramita de tu huerto.
He pensado traerte este mirto que procede de la gruta que tanto estimas. Quería haberte traído las rosas que están enfrente de tu casa, las primeras que están floreciendo ahora; pero las rosas no duran varios días de viaje…
Habría llegado trayendo sólo espinas, y yo a ti, dilecta mía, te quiero ofrecer sólo rosas,
y quiero sembrar tu camino de flores blandas y perfumadas, para que apoyes tu pie sobre ellas y no encuentres ni inmundicias ni asperezas.
María responde:
– ¡Oh, gracias, hombre de corazón bueno!
¿Cómo has logrado que llegara fresco?.
– He atado a la silla un recipiente y he metido dentro estas ramitas con las flores todavía en capullo. Durante el viaje han florecido.
Tómalas, María. Que tu frente se enguirnalde de pureza, símbolo de la mujer prometida; aunque siempre será mucho menor que la pureza que hay en tu corazón.
Isabel y las maestras engalanan a María con la florida guirnaldita que se forma al fijar en el precioso aro los ramitos cándidos del mirto, e intercalan unas pequeñas, cándidas rosas, que había en un jarrón encima de un arca.
María hace ademán de coger su amplio manto cándido para colocárselo prendido a los hombros. Pero su prometido le precede en el gesto y le ayuda a fijar con dos hebillas de plata, en los hombros, este amplio manto suyo.
Las maestras disponen los pliegues con amor y gracia. Todo está preparado. Mientras esperan a no sé qué, José dice, lo dice apartándose un poco con María:
– He pensado este tiempo en tu voto.
Ya te dije que lo comparto. Pero, cuanto más pienso en ello, más me doy cuenta de que no es suficiente el nazireato temporal, aunque se vaya renovando.
Yo te he comprendido, María. No merezco todavía la palabra de la Luz, pero sí me llega un murmullo de su voz, y ello me pone en condiciones de leer tu secreto, al menos en sus líneas maestras.
Soy un pobre ignorante, María. Soy un pobre obrero. Ni sé de letras ni tengo tesoros, mas a tus pies pongo mi tesoro, para siempre.
Mi castidad absoluta, para ser digno de estar a tu lado, Virgen de Dios, “hermana mía, novia, cerrado huerto, fuente sellada”, como dice el Antepasado nuestro, que quizás escribió el Cantar viéndote a ti…
Yo seré el guardián de este huerto de perfumes en que se dan las más preciadas frutas, donde mana una vena de agua viva con ímpetu suave:
¡Tu dulzura, prometida mía, que con tu candor — ¡oh, llena de hermosura! — me has conquistado el espíritu! ¡Oh, tú, más hermosa que una aurora; Sol, que resplandeces porque te resplandece el corazón;
¡Oh, toda amor para con tu Dios y para con el mundo al que quieres dar el Salvador con tu sacrificio de mujer! ¡Ven, mi amada!
Y coge delicadamente su mano para guiarla hacia la puerta.
Los siguen todos los demás.
Afuera se añaden las joviales compañeras, enteramente de blanco todas ellas y con velos.
Van por patios y pórticos, entre la muchedumbre observadora, hasta llegar a un punto que ya no pertenece al Templo;
parece, más bien, una sala dada para el culto, como se deduce de la existencia en ella de lámparas y rollos de pergaminos como en las sinagogas.
Los novios caminan hasta llegar frente a un alto atril (casi una cátedra), y esperan.
Los demás, perfectamente en orden, se ponen detrás de ellos.
Otros sacerdotes y gente simplemente curiosa se agolpan en el fondo de la sala.
Entra, solemne, el Sumo Sacerdote.
Rumor de los curiosos:
– Sí, porque es de casta real y sacerdotal.
La novia es flor de David y Aarón, y virgen del Templo; el novio, de la tribu de David.
El Pontífice pone la mano derecha de la novia en la del novio y los bendice solemnemente:
– El Dios de Abraham, Isaac y Jacob esté con vosotros.
Que El os una y se cumpla en vosotros su bendición, dándoos su paz y una numerosa descendencia con larga vida y muerte beata en el seno de Abraham.
Luego se retira, solemne como había entrado.
Se lleva a cabo la promesa recíproca. María es la prometida-esposa de José.
Todos salen y, en perfecto orden, van a una sala, en la cual se redacta el contrato de matrimonio, donde se dice que María, hija heredera de Joaquín de David y Ana de Aarón,
da como dote a su prometido-esposo su casa y bienes anejos y su ajuar personal así como cualquier otro bien heredado de su padre.
Todo queda cumplido. Los esposos salen al patio, lo atraviesan, van hacia la salida, que está cerca de la sección de las mujeres dedicadas al Templo.
Los está esperando un carro cómodo y voluminoso. Va provisto de una cortina protectora. En él ya están colocados los pesados baúles de María.
Despedidas, besos y lágrimas, bendiciones, consejos, recomendaciones…
María sube con Isabel y se pone en el interior del carro; en la parte de delante se ponen José y Zacarías.
Se han quitado los mantos de fiesta y se han envuelto en unas capas oscuras.
El carro se pone en marcha, al trote pesado de un caballo oscuro.
Los muros del Templo se alejan, y luego los de la ciudad.
Ya se ve el campo, nuevo, fresco, florido bajo los primeros soles de la primavera, con los trigos ya levantados un buen palmo del suelo,
que parecen esmeraldas transformadas en hojitas ondulantes bajo una brisa ligera con sabor a flores de melocotonero y manzano, con sabor a tréboles en flor y a hierbabuenas silvestres.
María llora en voz baja, al amparo de su velo, y, de vez en cuando, corre un poco la cortina y mira una vez más al Templo lejano, a la ciudad dejada…
La visión cesa así.
– ¿Qué dice el libro de la Sabiduría al cantar sus alabanzas?:
“En la sabiduría está presente, efectivamente, el espíritu de inteligencia, santo, único, múltiple, sutil”.
Y continúa enumerando sus dotes, para terminar el período con estas palabras: “… que todo lo puede, todo lo prevé; que comprende a todos los espíritus, inteligente, puro, sutil.
La sabiduría penetra con su pureza, es vapor de la virtud de Dios… por ello en ella no hay nada impuro… imagen de la bondad de Dios.
Es única y, no obstante, lo puede todo; es inmutable y da vida nueva a todas las cosas; se comunica a las almas santas; forma a los amigos de Dios y a los profetas”.
Ya has visto cómo José, no por cultura humana, sino por instrucción sobrenatural, sabe leer en el libro sellado de la Virgen sin mancha;
y cómo se acerca extremamente a las verdades proféticas con ese su “ver” un misterio sobrehumano donde los demás veían únicamente una gran virtud.
Impregnado de esta sabiduría, que es vapor de la virtud de Dios y emanación cierta del Omnipotente, se conduce con espíritu seguro por el mar de este misterio de gracia que es María,
se armoniza con Ella con espirituales contactos — en que se hablan, más que los labios, los dos espíritus en el sagrado silencio de las almas — donde sólo Dios oye voces que perciben también los que le son gratos por servirle con fidelidad y por estar llenos de Él.
La sabiduría del Justo, que aumenta por la unión con la Toda Gracia y por la cercanía a Ella, le prepara a penetrar en los secretos más altos de Dios y a poderlos tutelar y defender de insidias humanas y demoníacas.
Y contemporáneamente lo va renovando. Del justo hace un santo; del santo, el custodio de la Esposa y del Hijo de Dios. Sin quitar el sello de Dios, él, el casto, que ahora lleva su castidad a heroísmo angélico,
puede leer la palabra de fuego escrita sobre el diamante virginal por el dedo de Dios, y en él lee aquello que su prudencia no dice, y que es mucho más grande que lo que leyó Moisés en las tablas de piedra.
Y a fin de que ningún ojo profano alcance este Misterio, él se pone, como sello sobre el sello, como arcángel de fuego, a la entrada del Paraíso, dentro del cual el Eterno encuentra sus delicias
“paseando al fresco del atardecer” y hablando con Aquella que es su amor, bosque de azucena en flor, aura perfumada de aromas, viento suave de frescura matutina, hermosa estrella, delicia de Dios.
La nueva Eva está allí, en su presencia. No es hueso de sus huesos ni carne de su carne; sí, compañera de su vida, Arca viva de Dios.
Él la recibe para tutelarla, y a Dios debe restituírsela, pura como la ha recibido. “Desposada con Dios” estaba escrito en ese libro místico de inmaculadas páginas…
Y cuando la duda, sibilante, en la hora de la prueba, le sugirió su tormento, él, como hombre y como siervo de Dios, sufrió, como ninguno, por causa del temido sacrilegio.
Pero ésta fue la prueba futura. Ahora, en este tiempo de gracia, él ve y se pone a sí mismo al servicio más auténtico de Dios.
Luego vendrá la tempestad de la prueba, como para todos los santos, para ser probados y venir así a ser ayudantes de Dios.
¿Qué se lee en el Levítico? “Di a Aarón, tu hermano, que no entre en cualquier tiempo en el santuario que está detrás del Velo, ante el Propiciatorio que cubre al Arca, para no morir
— pues Yo apareceré en la nube sobre el oráculo —, si no hace antes estas cosas: ofrecerá un novillo por el pecado y un carnero como holocausto; llevará la túnica de lino y con calzones de lino cubrirá su desnudez”.
Y verdaderamente José entra, cuando Dios quiere y cuanto Dios quiere, en el santuario de Dios; y traspasa el velo que cela el Arca sobre la cual está suspendido el Espíritu de Dios;
y se ofrece a sí mismo y ofrecerá al Cordero, holocausto por el pecado del mundo, expiación de tal pecado?
Y esto lo hace, vestido de lino, mortificados los miembros viriles para abolir su sensualidad, la cual, una vez, al inicio de los tiempos, triunfó, lesionando el derecho de Dios sobre el hombre;
mas ahora será conculcada en el Hijo, en la Madre y en el padre adoptivo, para restituir a los hombres a la Gracia y devolverle a Dios su derecho sobre el hombre.
Esto lo hace con su castidad perpetua. ¿No estaba José en el Gólgota? ¿Os parece que no está en el número de los corredentores? En verdad os digo que fue el primero de ellos,
y que grande es, por tanto, ante los ojos de Dios. Grande por el sacrificio, la paciencia, la constancia y la fe.
¿Qué fe será mayor que ésta, que creyó sin haber visto los milagros del Mesías?
Sea alabado mi padre adoptivo, ejemplo para vosotros de aquello que en vosotros más falta: pureza, fidelidad y perfecto amor.
Gloria al magnífico lector del Libro sellado, que fue instruido por la Sabiduría para saber comprender los misterios de la Gracia
y que fue elegido para tutelar la Salvación del mundo contra las insidias de todos los enemigos.
12 EL ESPOSO DESIGNADO
12 CONOCER A DIOS, ES EMPEZAR A AMARLO
José designado para esposo de la Virgen.
Veo una rica sala, con un suelo bonito, cortinas, alfombras y muebles taraceados. Debe formar parte del Templo todavía. Se deduce porque hay sacerdotes, entre los cuales está Zacarías…
Y también muchos hombres de las más diversas edades, o sea, de los veinte a los cincuenta años aproximadamente.
Están hablando unos con otros, bajo pero animadamente.
Se los ve inquietos por algo que desconozco. Todos están vestidos de fiesta, con vestidos nuevos o, al menos, recién lavados, como si estuvieran ataviados para una celebración.
Muchos se han quitado el paño con que se cubren la cabeza, otros todavía lo tienen puesto, especialmente los ancianos, mientras que los jóvenes muestran sus cabezas descubiertas:
Unas rubio-oscuras, otras moreno-oscuras, algunas negrísimas, una — sólo ella — rojo-cobre. Las cabelleras son generalmente cortas, pero algunas de ellas llegan hasta los hombros.
No deben conocerse todos entre sí porque se están observando con curiosidad. Pero parecen relacionados pues se ve que los apremia un pensamiento común.
En una de las esquinas veo a José.
Está hablando con un anciano de aspecto robusto y vigoroso. José tendrá unos treinta años. Es un hombre apuesto; pelo corto, más bien rizado, de un castaño oscuro como el de la barba y el bigote,
que velan un mentón bien conformado y suben hacia las mejillas moreno-rojizas, no aceitunadas como en el caso de otras personas morenas; tiene ojos oscuros, buenos y profundos, muy serios, incluso yo diría que un poco tristes.
Sin embargo, cuando sonríe — como está haciendo en este momento —aparecen alegres y juveniles.
Está vestido todo de marrón claro, de forma muy simple pero muy ordenada.
Entra un grupo de jóvenes levitas.
Se disponen entre la puerta y una mesa larga y estrecha que está cerca de la pared en cuyo centro se encuentra la puerta, la cual queda abierta de par en par.
Sólo una cortina tensa, que pende hasta unos veinte centímetros del suelo, sigue cubriendo la entrada.
La curiosidad se acentúa.
Y más aún cuando una mano separa la cortina para dejar paso a un levita que lleva en los brazos un haz de ramas secas sobre el cual ha sido depositada delicadamente una ramilla florecida,
una ligera espuma de pétalos blancos que apenas muestran un rosáceo esfumado que desde el centro se irradia, atenuándose cada vez más, hasta el extremo de los livianos pétalos.
El levita deposita el haz de ramas encima de la mesa con exquisito cuidado para no lesionar el milagro de esa rama en flor en medio de tanta hojarasca.
Un murmullo recorre la sala. Los cuellos se alargan, las miradas se hacen más penetrantes, como para poder ver.
Zacarías, con los sacerdotes, también trata de ver, estando como está más cerca de la mesa, pero no ve nada.
José, desde su esquina, apenas dirige los ojos hacia el haz de ramas, y, cuando su interlocutor le dice algo, él hace un gesto denegatorio como de quien dice: «¡Imposible!», y sonríe.
Un toque de trompeta se oye desde el otro lado de la cortina.
Todos guardan silencio y se disponen en perfecto orden mirando hacia la puerta, ahora enteramente abierta, dado que a la cortina la hacen deslizarse sobre sus anillos.
Rodeado de otros ancianos, entra el Sumo Pontífice. Todos se postran.
El Pontífice se acerca a la mesa y, en pie, comienza a hablar:
– Hombres de la estirpe de David, que habéis convenido en este lugar por convocatoria mía, escuchad.
El Señor ha hablado, ¡Gloria a Él! De su Gloria un rayo ha descendido y, como sol de primavera, ha dado vida a una rama seca…
Y ésta ha florecido milagrosamente cuando ninguna rama de la tierra hoy está en flor.
Hoy, último día de las Luminarias, cuando aún no se ha derretido la nieve caída sobre las alturas de Judá y es lo único cándido que hay entre Sión y Betania.
Dios ha hablado haciéndose padre y tutor de la Virgen de David, que no tiene tutor alguno aparte de Dios.
Santa doncella, gloria del Templo y de la estirpe, ha merecido la palabra de Dios para conocer el nombre del esposo grato al Eterno.
¡Muy justo debe ser para haber sido elegido por el Señor para tutelar a su amada Virgen!
Por ello nuestro dolor de perderla se aplaca, y cesa toda preocupación acerca de su destino como esposa.
Y a aquel que ha sido señalado por Dios le confiamos, plenamente seguros, la Virgen que posee la bendición de Dios y la nuestra.
El nombre del prometido es José de Jacob, betlemita, de la tribu de David, carpintero en Nazaret de Galilea. José, acércate; el Sumo Sacerdote te lo ordena.
Gran murmullo. Cabezas que se vuelven, ojos y manos que señalan, expresiones de desilusión y expresiones de alivio.
Alguno, especialmente entre los viejos, debe haberse sentido contento de no haber sido destinado para ello.
José, muy colorado y visiblemente turbado, se abre paso. Ya está ante la mesa, frente al Pontífice, al cual ha saludado con reverencia.
El Pontífice indica:
– Venid todos y mirad el nombre grabado en la rama.
Coja cada uno su ramilla, para asegurarse de que no hay trampa.
Los hombres obedecen.
Miran la ramilla que delicadamente tiene el Sumo Sacerdote; cada uno coge la suya: unos la rompen, otros la guardan.
Todos miran a José: hay quien mira y calla, otros lo felicitan.
El anciano con el que antes estaba hablando dice:
– ¿No te lo había dicho, José?
¡Quien menos se siente seguro es el que vence la partida!.
Ya han pasado todos.
E1 Sumo Sacerdote da a José la ramilla florecida, y, poniéndole la mano en el hombro,
le dice:
– No es rica y tú lo sabes, la esposa que Dios te dona, pero posee todas las virtudes.
Hazte cada día más digno de Ella. En Israel no hay flor alguna tan linda y pura como Ella. Salid todos ahora. Que se quede José. Y tú, Zacarías, pariente, trae a la prometida.
Salen todos, excepto el Sumo Sacerdote y José.
Vuelven a correr la cortina, cubriendo así la puerta.
José está todo humilde junto al majestuoso Sacerdote. Una pausa silenciosa y éste le dice:
– María debe manifestarte un voto que ha hecho.
Ayúdala en su timidez. Sé bueno con la mujer buena.
– Pondré mi virilidad a su servicio y ningún sacrificio por Ella me pesará.
Estáte seguro de ello.
Entra María con Zacarías y Ana de Fanuel.
El Pontífice dice:
– Ven, María.
Éste es el esposo que Dios te ha destinado. Es José de Nazaret. Regresarás, por tanto, a tu ciudad. Ahora os voy a dejar. Que Dios os dé su bendición.
Que el Señor os mire y os bendiga, os muestre su rostro y tenga siempre piedad de vosotros. Que vuelva a vosotros su rostro y os dé la paz.
Zacarías sale escoltando al Pontífice.
Ana felicita al prometido y luego también sale.
Los dos prometidos están el uno enfrente del otro.
María, toda colorada, tiene la cabeza agachada.
José, también ruborizado, la observa buscando las primeras palabras que decir. Al fin las encuentra y una sonrisa ilumina su rostro.
Dice:
– Te saludo, María.
Te vi cuando eras una niña de pocos días… Yo era amigo de tu padre y tengo un sobrino de mi hermano Alfeo que era muy amigo de tu madre, su pequeño amigo, pues ahora no tiene más que dieciocho años.
Y cuando tú todavía no habías nacido, siendo sólo un niñito, ya alegraba las tristezas de tu madre, que lo quería mucho.
No nos conoces porque viniste aquí siendo muy pequeñita. Pero en Nazaret todos te quieren y piensan en ti.
Y hablan de la pequeña María de Joaquín, cuyo nacimiento fue un milagro del Señor, que hizo verdecer a la estéril… Yo me acuerdo de la tarde en que naciste…
Todos la recordamos por el prodigio de una gran lluvia que salvó los campos y de una violenta tormenta durante la cual los rayos no quebraron ni siquiera un tallito de brezo silvestre,
tormenta que terminó con un arco iris de dimensiones y belleza no vistas nunca más.
Y… ¿quién no recuerda la alegría de Joaquín? Te mecía enseñándote a los vecinos… Considerándote una flor venida del Cielo, te admiraba, y quería que todos te admirasen.
¡Oh, dichoso y anciano padre que murió hablando de su María, tan bonita y buena y que decía palabras llenas de gracia y de saber!… ¡Tenía razón al admirarte y al decir que no existe ninguna más hermosa que tú!
¿Y tu madre? Llenaba con su canto el ángulo en que estaba tu casa. Parecía una alondra en primavera durante la gestación, y luego, cuando te amamantaba.
Yo hice tu cuna, una cunita toda de entalladuras de rosas, porque así la quiso tu madre. Quizás esté todavía en la casa, ahora cerrada…
Yo soy viejo, María. Cuando naciste, yo ya hacía mis primeros trabajos. Ya trabajaba… ¡Quién me iba a decir que te hubiera tenido por esposa!
Quizás hubieran muerto más felices los tuyos, porque éramos amigos. Yo enterré a tu padre, llorándole con corazón sincero porque fue para mí maestro bueno durante la vida.
María levanta muy despacio el rostro, sintiéndose cada vez más segura al oír cómo le habla José, y cuando alude a la cuna sonríe levemente, y cuando José habla de su padre le tiende una mano,
y dice:
– Gracias, José.
Un “gracias” tímido y delicado.
José toma entre sus cortas y fuertes manos de carpintero esa manita de jazmín, y la acaricia con un afecto que pretende inspirar cada vez más tranquilidad.
Quizás espera otras palabras, pero María vuelve a guardar silencio.
Entonces continúa hablando él:
– La casa, como sabes, está intacta, menos la parte que fue derribada por orden consular para transformar en calle el sendero, para los convoyes de Roma.
Pero las parcelas de cultivo, las que te han quedado — porque ya sabes… la enfermedad de tu padre consumió mucho tus haberes — están un poco abandonadas.
Hace ya más de tres primaveras que los árboles y las cepas no conocen podadera de hortelano, y la tierra está sin cultivar y, por tanto, dura.
Pero los árboles que te vieron cuando eras pequeñita están todavía allí, y, si me lo permites, yo me ocuparé inmediatamente de ellos.
– Gracias, José. Pero, ya trabajas…
– Trabajaré en tu huerto durante las primeras y las últimas horas del día.
Ahora el tiempo de luz se va alargando cada vez más. Para la primavera quiero que todo esté en orden, para alegría tuya. Mira, ésta es una ramilla del almendro que está frente a la casa.
Quise coger ésta… Se puede entrar por cualquier parte por el seto destruido, pero ahora le haré de nuevo sólido y fuerte, quise coger ésta pensando que si yo hubiera sido el elegido…
No lo esperaba porque soy consagrado nazareo. Y he obedecido porque se trataba de una orden del Sacerdote, no por deseos de casamiento; pensando te decía, que el tener una flor de tu jardín te habría alegrado.
Aquí la tienes, María. Con ella te doy mi corazón, que como ella, hasta ahora, ha florecido sólo para el Señor, y que ahora florece para ti, esposa mía.
María coge la ramita. Se la ve emocionada y mira a José con una cara cada vez más segura y radiante. Se siente segura de él.
Cuando él dice: «Soy consagrado nazareo», su rostro se muestra todo luminoso y encuentra fuerzas para decir:
– Yo también soy toda de Dios, José. No sé si el Sumo Sacerdote te lo ha dicho…
– Me ha dicho sólo que tú eres buena y pura y que debes manifestarme un voto tuyo…
Y que fuera bueno contigo. Habla, María. Tu José desea hacerte feliz en todos tus deseos. No te amo con la carne. ¡Te amo con mi espíritu, santa doncella que Dios me otorga!
Debes ver en mí un padre y un hermano, además de un esposo. Ábrete a mí como con un padre, abandónate en mí como con un hermano.
– Ya desde la infancia me consagré al Señor.
Sé que esto no se hace en Israel, pero yo sentía una Voz que me pedía mi virginidad en sacrificio de amor por la venida del Mesías. ¡Hace mucho tiempo que Israel lo espera!…
¡No es demasiado el renunciar por esto a la alegría de ser madre!.
José la mira fijamente, como queriendo leer en su corazón, y luego coge las dos manitas que tienen todavía entre los dedos la ramita florecida,
y dice:
– Pues yo también uniré mi sacrificio al tuyo…
Y amaremos tanto con nuestra castidad al Eterno, que Él dará antes a la Tierra al Salvador, permitiéndonos ver su Luz resplandecer en el mundo. Ven, María.
Vamos ante su Casa y juremos amarnos como lo hacen los ángeles entre sí. ‘Luego iré a Nazaret a prepararlo todo para ti, en tu casa si quieres ir a ella, en otra parte si así lo deseas.
– En mi casa…
En el fondo había una gruta… ¿Todavía está?.
– Está, pero ya no es tuya…
Yo, de todas formas, te haré otra gruta donde estarás fresca y tranquila en las horas más calurosas. La haré lo más parecida posible. Y… dime, ¿Quién quieres que esté contigo?
– Nadie. No tengo miedo.
La madre de Alfeo, que siempre viene a verme, me hará compañía un poco durante el día, y por la noche prefiero estar sola. Ningún mal me puede suceder.
– Bueno, y ahora estoy yo…
¿Cuándo debo venir a recogerte?.
– Cuando tú quieras, José.
– Pues entonces vendré cuando la casa esté en orden.
No pienso tocar nada. Quiero que encuentres todo como lo dejó tu madre, pero quiero también que esté llena de luz y bien limpia para acogerte sin tristeza.
Ven, María. Vamos a decirle al Altísimo que le bendecimos.
Y no veo nada más. Me queda, eso sí, en el corazón el sentido de seguridad que experimenta María…