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30 SANTIDAD DEL SACERDOCIO

30 CONOCER A DIOS, ES EMPEZAR A AMARLO

Visita de Zacarías

La santidad de José y la obediencia a los sacerdotes. 

Veo la larga sala donde presencié el encuentro de los Magos con Jesús y su acto de adoración.

Comprendo que me encuentro en la casa hospitalaria que ha acogido a la Sagrada Familia.

Asisto a la llegada de Zacarías. Isabel no está.

La dueña de la casa sale presurosa, por la terraza que circunda la casa, al encuentro del huésped que está llegando…

Le acompaña hasta una puerta y llama; luego, discreta, se retira.

José abre y, al ver a Zacarías, exulta de júbilo.

Lo pasa a una habitacioncita pequeña, de las dimensiones de un pasillo. 

José dice:

–    María está dándole la leche al Niño.

Espera un poco. Siéntate, que estarás cansado.

Y le deja sitio en su recostadero, sentándose a su lado.

Oigo que José pregunta por el pequeño Juan,

y que Zacarías responde:

–    Crece vigoroso como un potrillo.

De todas formas, ahora está sufriendo un poco por los dientes. Por eso no hemos querido traerlo. Hace mucho frío.

Así que tampoco ha venido Isabel. No podía dejarlo sin la leche.

Lo ha sentido mucho; pero, ¡Está siendo una estación tan fría…!

–     Sí, efectivamente, muy fría.

–    Me dijo el hombre que me enviasteis que cuando nació el Niño estabais sin casa.

¡Lo que habréis tenido que pasar!…

–    Sí, verdaderamente lo hemos pasado muy mal…

Pero era mayor el miedo que la precariedad en que nos encontrábamos. Teníamos miedo de que esta precariedad le pudiera perjudicar al Niño.

Y los primeros días tuvimos que pasarlos allí.

A nosotros no nos faltaba nada, porque los pastores habían transmitido la buena nueva a los betlemitas y muchos vinieron con dones.

Pero faltaba una casa, faltaba una habitación resguardada, un lecho…

Y Jesús lloraba mucho, especialmente por la noche, por el viento que entraba por todas partes.

Yo encendía un poco de fuego, pero poco, porque el humo le hacía toser al Niño… y así el frío seguía.

Dos animales calientan poco, ¡Y menos todavía en un sitio donde el aire entra por todas partes!

Faltaba agua caliente para lavarlo, faltaba ropa seca para cambiarlo… ¡Oh! ¡Ha sufrido mucho! Y María sufría al verlo sufrir.

¡Sufría yo… conque te puedes hacer una idea Ella, que es su Madre!

Le daba leche y lágrimas, leche y amor… Ahora aquí estamos mejor.

Yo había hecho una cuna muy cómoda y María había puesto un colchoncito blando. ¡Pero la tenemos en Nazaret! ¡Ah, si hubiera nacido allí, habría sido distinto!.

– Pero el Cristo tenía que nacer en Belén.

Así estaba profetizado.

María ha oído que hablaban y entra. Está toda vestida de lana blanca. Ya no lleva el vestido oscuro que tenía durante el viaje y en la gruta.

Con este de ahora está enteramente blanca, como ya la he visto otras veces; no lleva nada en la cabeza.

En sus brazos sí, a Jesús, que está durmiendo, satisfecho de leche, envuelto en sus blancos pañales.

Zacarías se levanta reverente y se inclina con veneración.

Luego se acerca y mira a Jesús dando señales de un grandísimo respeto.

Está inclinado, no tanto para verlo mejor, cuanto para rendirle homenaje.

María se lo ofrece.

Zacarías lo toma con tal adoración que parece como si estuviera elevan do un ostensorio.

Efectivamente, está cogiendo en brazos la Hostia,

la Hostia ya ofrecida, que será inmolada sólo cuando se haya dado a los hombres como alimento de amor y de redención.

Zacarías devuelve Jesús a María.

Se sientan.

Zacarías refiere de nuevo — esta vez a María — el motivo por el cual Isabel no ha venido, y cómo ello la ha apenado.

–     Durante estos meses ha estado preparando ropa para tu bendito Hijo.

Te lo he traído. Está abajo, en el carro».

Se levanta y va afuera. Vuelve con un paquete voluminoso y con otro más pequeño.

De uno y de otro — José enseguida lo ha liberado del grande — saca inmediatamente los presentes:

Una suave colcha de lana tejida a mano, pañales y vestiditos.

Del otro, miel, harina blanquísima, mantequilla y manzanas, para María. Y tortas amasadas y cocidas por Isabel.

Y muchas otras cositas que manifiestan el afecto maternal de la agradecida prima hacia la joven Madre.

María dice:  

–     Le dirás a Isabel que le quedo agradecida, como también a ti.

Me habría gustado mucho verla, pero comprendo las razones. También me hubiera gustado ver de nuevo al pequeño Juan…

–     Lo veréis para la primavera.

Vendremos a veros. 

José dice:

–     Nazaret está demasiado lejos.

–    ¿Nazaret?

Pero si debéis quedaros aquí. El Mesías debe crecer en Belén. Es la ciudad de David.

El Altísimo lo ha traído, a través de la voluntad de César, a nacer en la tierra de David, la tierra santa de Judea.

¿Por qué llevarlo a Nazaret? Ya sabéis qué es lo que piensan los judíos de los nazarenos.

El día de mañana este Niño deberá ser el Salvador de su pueblo. La capital no debe despreciar a su Rey por el hecho de despreciar a su ciudad de procedencia.

Vosotros sabéis como yo, lo insidioso que es en sus razonamientos el Sanedrín y lo desdeñosas que son las tres castas principales…

Además aquí, no lejos de mí, podré ayudaros bastante,

Y podré poner todo lo que tengo, no tanto de cosas materiales cuanto de dones morales, al servicio de este Recién Nacido.

Y cuando esté en edad de entender me sentiré dichoso de ser maestro suyo, como de mi hijo; para que así, incluso, cuando sea mayor, me bendiga.

Tenemos que pensar en el gran destino suyo, y que, por tanto, debe poderse presentar al mundo con todas las cartas para poder ganar fácilmente su partida.

Está claro que Él poseerá la Sabiduría, pero el solo hecho de que haya tenido a un sacerdote por maestro, le hará más acepto a los difíciles fariseos y a los escribas,

Y le facilitará la misión.  

María mira a José, José mira a María.

Por encima de la cabeza inocente del Niño, que duerme rosado y ajeno a lo que le rodea, se entreteje un mudo intercambio de preguntas.

Son preguntas veladas de tristeza.

María piensa en su casita; José, en su trabajo. Aquí habría que partir de cero, en un lugar en que, apenas unos días antes, nadie los conocía.

En este lugar no hay ninguna de esas cosas amadas dejadas allí, y que habían sido preparadas para el Niño con gran amor.

Y María lo dice:

–     ¿Cómo hacemos?

Allí hemos dejado todo. José ha trabajado para mi Jesús sin ahorrar esfuerzo ni dinero.

Ha trabajado de noche, para trabajar durante el día para los demás,

y ganar así lo necesario para poder comprar las maderas más bonitas, la lana más esponjosa, el lino más cándido, para preparar todo para Jesús.

Ha hecho colmenas, ha trabajado hasta de albañil para darle otra distribución a la casa, de forma que la cuna pudiera estar en mi habitación hasta que Jesús fuese más grande,

y que luego pudiese dar espacio a la cama; porque Jesús estará conmigo hasta que sea un jovencito.

Zacarías pontifica: 

–     José puede ir a recoger lo que habéis dejado.

–    ¿Y dónde lo metemos?

Como tú sabes, Zacarías, nosotros somos pobres. No tenemos más que el trabajo y la casa.

Y ambos nos dan para tirar adelante sin pasar hambre.

Pero aquí… trabajo encontraremos, quizás, pero tendremos que pensar de todas formas en una casa.

Esta buena mujer no nos puede hospedar permanentemente, y yo no puedo sacrificar a José más de lo que ya lo está por mí. 

José dice: 

–   ¡Oh, yo!

¡Por mí no es nada! Me preocupa el dolor de María, el dolor de no vivir en su casa…

Le brotan a María dos lagrimones.

–     Yo creo que debe amar esa casa como el Paraíso, por el prodigio; que allí tuvo lugar en Ella…

Hablo poco, pero entiendo mucho.

Si no fuera por este motivo, no me sentiría afligido.

A fin de cuentas, lo único es que trabajaré el doble, pero soy fuerte y joven como para trabajar el doble de lo acostumbrado y cubrir todas las necesidades.

Si María no sufre demasiado… si tú dices que se debe hacer así… por mí… aquí estoy.

Haré lo que estiméis más justo. Basta con que le sea útil a Jesús.

–     Ciertamente será útil.

Pensad en ello y veréis los motivos.  

María objeta: 

–     Se dice también que el Mesías será llamado Nazareno…

–    Cierto.

Pero, al menos hasta que se haga adulto, haced que crezca en Judea.

Dice el Profeta: «Y tú, Belén Efratá, serás la más grande, porque de ti saldrá el Salvador».

No habla de Nazaret. Quizás ese apelativo se le dará por un motivo que desconocemos. Pero su tierra es ésta.

–     Tú lo dices, sacerdote, y nosotros…

Y nosotros con dolor te escuchamos… y seguimos tu consejo. 

María se lamenta:  

–     ¡Y qué dolor!… ¿Cuándo veré aquella casa donde fui Madre?- María llora quedo.

Y yo entiendo este llanto suyo… ¡Vaya que si lo entiendo!

La visión me termina con este llanto de María.  

Dice María:

Sé que comprendes mi llanto. De todas formas, me verás llorar más intensamente.

Por el momento voy a aliviar tu espíritu mostrándote la santidad de José,

que era hombre, o sea, que no tenía más ayuda de su espíritu que su santidad.

Yo, en mi condición de Inmaculada, tenía todos los dones de Dios; no sabía que lo era, pero en mi alma éstos eran activos y me daban fuerza espiritual.

Él, sin embargo, no era inmaculado.

La humanidad estaba en él con todo su peso gravoso…

Y debía elevarse hacia la perfección con todo ese peso,

a costa del esfuerzo continuo de todas sus facultades por querer alcanzar la perfección y ser agradable a Dios.

¡Oh, sí, verdaderamente santo era mi esposo! Santo en todo, incluso en las cosas más humildes de la vida:  

santo por su castidad de ángel, santo por su honestidad de hombre, santo por su paciencia, por su laboriosidad, por su serenidad siempre igual, por su modestia, por todo.

Esa santidad brilla también en este hecho acaecido. 

Un sacerdote le dice:

«Conviene que te establezcas aquí»; y él, aun sabiendo que su decisión le acarreará el tener que trabajar mucho más, dice:

«Por mí no es nada. Lo que me preocupa es el sufrimiento de María.

Si no fuera por esto, yo, por mí, no me afligiría; es suficiente con que le sea útil a Jesús».

Jesús, María: sus angélicos amores. Mi santo esposo no tuvo otro amor en este mundo… y se hizo a sí mismo siervo de este amor.

Lo han hecho protector de las familias cristianas, de los trabajadores, de muchas otras categorías (moribundos, esposos…); pues bien, a mayor razón, debería hacérsele protector de los consagrados.

Entre los consagrados de este mundo al servicio de Dios, quienquiera que sea, ¿Habrá alguno que se haya ofrecido como él al servicio de su Dios, aceptando todo,

renunciando a todo, soportándolo todo, llevando todo a cabo con prontitud, con espíritu gozoso, con constancia de ánimo como él?

No, no lo hay.

Y observa otra cosa; o mejor, dos:   

Zacarías es un sacerdote; José, no.

Y, sin embargo, observa cómo él, que no lo es, tiene su espíritu en el Cielo más que quien lo es.

Zacarías piensa humanamente…

Y humanamente interpreta las Escrituras, porque — no es la primera vez que lo hace — se deja guiar demasiado por su buen sentido humano.

Ya fue castigado por ello, pero vuelve a caer en lo mismo, aunque menos gravemente.

Ya respecto al nacimiento de Juan había dicho:

«¿Cómo podrá ser esto, si yo soy viejo y mi mujer estéril?».

Ahora dice: «Para allanarse el camino, el Cristo debe crecer aquí»;

y piensa — con esa pequeña raíz de orgullo que persiste incluso en los mejores, que él le puede ser útil a Jesús.

No útil como quiere serlo José (sirviéndole),

sino útil ¡siendo maestro suyo! Dios le perdonó de todas formas por la buena intención; pero, ¿Necesitaba, acaso, maestros el «Maestro»?

Traté de hacerle ver la luz en las profecías, mas él se sentía más docto que yo y usaba a su modo esta impresión suya.

Yo habría podido insistir y vencer, pero — y ésta es la segunda observación que te presento — respeté al sacerdote; por su dignidad, no por su saber.

Por lo general, Dios ilumina siempre al sacerdote. Digo «por lo general». Es iluminado cuando es un verdadero sacerdote.

No es el hábito el que consagra; consagra el alma.

Para juzgar si uno es un verdadero sacerdote, debe juzgarse lo que sale de su alma.

Como dijo mi Jesús: del alma salen las cosas que santifican o que contaminan, las que informan todo el modo de actuar de un individuo.

«Oh Jesús Sacerdote, guarda a tus sacerdotes en el recinto de tu Corazón Sacratísimo, donde nadie pueda hacerles daño alguno; guarda puros sus labios, diariamente enrojecidos por tu Preciosísima Sangre. Entregamos en tus divinas manos a TODOS tus sacerdotes. Tú los conoces. Defiéndelos, Ayúdalos y SOSTENLOS, para que el Maligno no pueda tocarlos. Amén

Pues bien, cuando uno es un verdadero sacerdote, generalmente siempre Dios le inspira.

¿Y los otros, que no son tales?: 

Hay que tener con ellos caridad sobrenatural, orar por ellos.

Y mi Hijo te ha puesto ya al servicio de esta redención, y no digo más.

Alégrate de sufrir porque aumenten los verdaderos sacerdotes.

Descansa en la palabra de aquel que te guía. Cree y presta obediencia a su consejo.

Obedecer salva siempre.

Aunque no sea en todo perfecto el consejo que se recibe. Tú has visto que nosotros obedecimos, y el fruto fue bueno.

Verdad es que Herodes se limitó a ordenar el exterminio de los niños de Belén y de los alrededores.

Pero, ¿No habría podido, acaso, Satanás llevar estas ondas de odio; propagarlas mucho más allá de Belén? y

¿Persuadir a un mismo delito a todos los poderosos de Palestina, para lograr matar al futuro Rey de los judíos?

Sí, habría podido.

Y esto habría sucedido en los primeros tiempos del Cristo, cuando el repetirse de los prodigios ya había despertado la atención de las muchedumbres y el ojo de los poderosos.

Y, si ello hubiera sucedido, ¿Cómo habríamos podido atravesar toda Palestina para ir, desde la lejana Nazaret, a Egipto, tierra que daba asilo a los hebreos perseguidos,

y, además, con un niño pequeño y en plena persecución?

Más sencilla la fuga de Belén, aunque — eso sí — igualmente dolorosa.

La obediencia salva siempre, recuérdalo; «y el respeto al sacerdote es siempre señal de formación cristiana.

¡Ay — y Jesús lo ha dicho — ay de los sacerdotes que pierden su llama apostólica!

Pero también ¡Ay de quien se cree autorizado a despreciarlos!, porque ellos consagran y distribuyen el Pan verdadero que del Cielo baja.

Este contacto los hace santos cual cáliz sagrado, aunque no lo sean. De ello deberán responder a Dios. Vosotros consideradlos tales y no os preocupéis de más.

No seáis más intransigentes que vuestro Señor Jesucristo, el cual, ante su imperativo, deja el Cielo y desciende para ser elevado por sus manos.

Aprended de Él.

Y, si están ciegos, o sordos, o si su alma está paralítica y su pensamiento enfermo, o si tienen la lepra de unas culpas que contrastan demasiado con su misión,

si son Lázaros en un sepulcro, llamad a Jesús para que les devuelva la salud, para que los resucite.

Llamadlo, almas víctimas, con vuestro orar y vuestro sufrir.

Salvar un alma es predestinar al Cielo la propia.

Pero salvar un alma sacerdotal es salvar un número grande de almas, porque todo sacerdote santo es una red que arrastra almas hacia Dios,

y salvar a un sacerdote,

o sea, santificar, santificar de nuevo, es crear esta mística red. Cada una de sus capturas es una luz que se añade a vuestra eterna corona. Vete en paz.