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19.- ARCA VIVIENTE

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María está todavía en la casa del Cenáculo. Sola en su habitación, cose paños de lino muy fino, semejantes a manteles largos y angostos. De vez en cuando levanta la cabeza para mirar hacia el jardín comprender por la posición del sol sobre las tapias, la hora del día. Y si oye un ruido en la casa o en la calle escucha atentamente: parece como si estuviese esperando a alguien.

Pasa el tiempo. Se oye un golpe en la puerta de la casa, después el sonido sandalias que corriendo, van a abrir. Se oyen voces varoniles en el pasillo que se acercan cada vez más.  María escucha…

Luego exclama:

–           ¡¿Ellos aquí?! ¡¿Qué habrá sucedido?!

Mientras está pronunciando estas palabras, alguien llama a la puerta de la habitación.

María invita:

–           Pasad hermanos en Jesús, mi Señor.

Entran Lázaro y José de Arimatea, que saludan a María con profunda veneración y le dicen:

–           ¡Bendita tú entre todas las madres! Los siervos de tu Hijo y Señor nuestro te saludan – y se postran para besarle el extremo de la túnica.

–           El Señor esté siempre con vosotros. ¿Por qué motivo y cuando todavía no cesa la Ira de los perseguidores de Jesús y de sus seguidores, venís a mí?

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Lázaro responde:

–           Ante todo para saludarte. Porque verte y saludarte a ti es verlo todavía a Él y sentirnos así menos afligidos por su partida de la Tierra. Y también hemos venido para proponerte cuanto decidimos hacer en una reunión que tuvimos en mi casa con los más amantes y fieles siervos de Jesús, tu Hijo y nuestro Señor.

–           Hablad. Me hablará vuestro amor y yo con mi amor os escucharé.

Toma ahora la palabra José de Arimatea:

–           María, no ignoras y lo has dicho, que la Ira es mayor contra los que estuvieron más cerca de tu Hijo y Dios. O por parentesco, o por fe, o por amistad. Y sabemos que no tienes intención de dejar estos lugares donde has visto la perfecta manifestación de la naturaleza divina y humana de tu Hijo.  Su total entrega, su completa glorificación, mediante su Pasión y Muerte al ser Verdadero Hombre y mediante sus gloriosas Resurrección y Ascensión, al ser Verdadero Dios.

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Y sabemos que no quieres dejar solos a los apóstoles, para quienes quieres ser Madre y guía en sus primeras pruebas. Tú, Sede de la Sabiduría divina; tú, Esposa del Espíritu revelador de las verdades eternas; tú, Hija amada con predilección desde siempre por el Padre que ab aeterno te eligió para Madre de su Unigénito.

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Tú Madre de este Verbo del Padre, que ciertamente te instruyó con sus infinitas y perfectísimas Sabiduría y Doctrina, antes incluso de estar en ti como criatura en formación o de estar contigo como Hijo que crecía en edad y sabiduría, hasta hacerse Maestro de los maestros.

Juan nos lo dijo al día siguiente de la primera, maravillosa predicación y manifestación apostólica, diez días después de la Ascensión de Jesús al Cielo.

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Tú por tu parte, sabes por haberlo visto en el Getsemaní el día de la Ascensión de tu Hijo al Padre y por haberlo sabido a través de Pedro, Juan y otros apóstoles: que Lázaro y yo, inmediatamente después de la Muerte y Resurrección, comenzamos a levantar tapias alrededor de mi huerto que está cerca del Gólgota y en el Getsemaní en el Monte de los Olivos; para que esos lugares santificados por la Sangre del Mártir Divino, Sangre que goteó cuando ardía de fiebre en el Getsemaní y que se congeló y se secó grumosa en mi huerto, no sean profanados por los enemigos de Jesús.

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Los trabajos han sido terminados y  tanto yo como Lázaro y con él sus hermanas y los apóstoles; que demasiado dolor sufrirían si no te tuvieran ya aquí, te decimos: «Establécete en la casa de Jonás y María, los guardianes del Getsemaní».

María pregunta:

–           ¿Y Jonás y María? La casa es pequeña y yo amo la soledad. Siempre la he amado. Y más ahora porque la necesito para abismarme en Dios, en mi Jesús, para no morir de congoja por no tenerlo ya aquí.

Sobre los misterios de Dios, porque Él es ahora Dios más que nunca; no es justo que se pose mirada humana. Mujer yo, Hombre Jesús. Pero nuestra Humanidad fue distinta de cualquier otra, tanto por la inmunidad de la culpa, incluso la original, como por nuestras relaciones con Dios, Uno y Trino. Somos los únicos en esto, diferentes a los demás: pasados, presentes y futuros.

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Pero el hombre, incluso el mejor y más prudente, es natural e inevitablemente curioso, especialmente si tiene ante sí una manifestación extraordinaria.

Y sólo yo y Jesús mientras estuvo en la Tierra, sabemos qué sufrimiento, qué… vergüenza, incomodidad, tormento, siente uno cuando la curiosidad humana escruta, vigila, espía nuestros secretos con Dios.

Es como si nos pusieran desnudos en medio de una plaza. Pensad en mi pasado, considerad que siempre busqué recato, silencio y que siempre mantuve celados bajo las apariencias de una vida corriente de una pobre mujer, los misterios de Dios en mí.

Recordad cómo, por no revelarlos ni siquiera a mi esposo José, por poco no hice de él justo, un injusto. Sólo la intervención angélica impidió este peligro. Pensad en la vida tan humilde, oculta, corriente, que llevó Jesús durante treinta años.

Pensad en su tendencia, ya como Maestro a apartarse, a aislarse. Debía hacer milagros e instruir, porque así era su misión. Pero y lo sé por Él mismo, sufría  mucho y éste era uno de los muchos motivos de la gravedad y tristeza que se reflejaban en sus grandes y poderosos ojos.

Sufría, Él me lo decía: por la exaltación de las muchedumbres, por la curiosidad más o menos buena con que observaban todos sus actos. ¡Cuántas veces ordenó a sus discípulos y a los que habían recibido algún milagro: «No digáis lo que habéis visto. No digáis lo que he hecho en vosotros»!…

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Ahora bien, yo no quisiera que miradas humanas indagaran sobre los misterios de Dios en mí; misterios que no han terminado. No, con el regreso al Cielo de Jesús mi Hijo y mi Dios, sino que permanecen. Y yo diría que incluso aumentan, por bondad suya y para mantenerme viva hasta que llegue la hora tan deseada por mí, de unirme de nuevo a Él para toda la eternidad. Quisiera sólo a Juan conmigo. Porque es prudente, respetuoso, amoroso conmigo como un segundo Jesús. Pero Jonás y María sabrán…

Lázaro la interrumpe:

–           ¡Ya está hecho, oh Bendita! Ya hemos pensado en eso. Marcos, hijo de Jonás se cuenta ahora entre los discípulos. María su madre y Jonás su padre, están ya en Betania.

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María objeta:

–           ¿Pero y el olivar? ¡Hay que cuidarlo!

–           ¡Sólo en el tiempo de poda, del abono y de la cosecha! Pocos días al año y no serán muchos, porque enviaré a mis siervos de Bethania junto con Marcos.  Tú Madre, si quieres hacernos felices a mí y a mis hermanas, ven a Bethania en estos días a la casa solitaria del Zelote. Seremos vecinos, pero nuestros ojos no serán indiscretos en tus encuentros con Dios.

–           ¿Pero y la prensa ?…

–           Ya ha sido transportada a Bethania. E1 Getsemaní completamente tapiado, la propiedad más reservada de Lázaro de Teófilo te espera, ¡Oh María! Y te aseguro que los enemigos de Jesús no se atreverán por temor a Roma, a perturbar  la paz de ese lugar y tuya.

–           ¡Bueno, siendo así! – exclama María y aprieta sus manos contra el corazón.

Y los mira con una cara casi extática por lo feliz que se siente, con una sonrisa de ángel en sus labios y lágrimas de alegría en sus rubias pestañas.

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Prosigue:

–           ¡Yo y Juan! ¡Solos! ¡Nosotros dos solos! ¡Me parecerá estar de nuevo en Nazaret con mi Hijo! ¡Solos! ¡En la paz! ¡En esa paz! ¡En el lugar donde Él, mi Jesús, pronunció tantas palabras y esparció tanto espíritu de paz! En el lugar donde es verdad, sufrió hasta el punto de sudar sangre y de recibir el supremo sufrimiento moral del beso infame y las primeras…

Un sollozo y un recuerdo dolorosísimo le quiebran la palabra y el rostro durante breves momentos, presenta de nuevo la expresión doliente que tenía en los días de la Pasión y Muerte de su Hijo.

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Luego se repone y dice:

–           ¡En el lugar desde donde volvió a la infinita paz del Paraíso! Mandaré pronto a María de Alfeo aviso de que guarde mi casita de Nazaret, que tanto quiero porque allí se cumplió el misterio y allí murió mi esposo, ¡Tan puro y santo! Y allí creció Jesús. ¡Muy querida por mí! Pero desde luego, no como estos lugares donde instituyó el Rito de los ritos y se hizo Pan, Sangre, Vida para todos los hombres. Y padeció, redimió y fundó su Iglesia y con su última bendición, quedaron vestidas de bondad y santificadas todas las cosas de la Creación.

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Me quedaré. Sí. Me quedaré aquí. Iré al Getsemaní. Y desde allí, siguiendo la parte externa de los muros podré ir al Gólgota y a tu huerto José, donde tanto lloré… Y podré ir a tu casa Lázaro, donde siempre recibí, en mi Hijo antes y en mí después, mucho amor. Pero quisiera…

Le preguntan los dos:

–           ¿Qué, Bendita?

–           Quisiera poder volver también aquí. Porque junto con los apóstoles, habíamos pensado, si Lázaro lo permite…

Lázaro contesta:

–           Todo lo que quieras, Madre. Todo lo mío es tuyo. Antes se lo decía a Jesús y ahora te lo digo a ti. Y soy yo el que recibe una gracia si aceptas mi don.

–           Hijo… deja que te llame así… Quisiera que nos concedieras hacer de esta casa, más exactamente: del Cenáculo, el lugar de reunión y ágape fraternos.

–           Es justo. En este lugar tu Hijo instituyó el nuevo eterno Rito, constituyó la nueva Iglesia elevando al nuevo Pontificado y Sacerdocio a sus apóstoles y discípulos. Justo es que esa habitación se transforme en el Primer Templo de la nueva religión.

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La semilla que mañana será árbol y luego inmensa floresta; el germen que mañana será organismo vital, completo y que irá creciendo sin cesar, en altura, profundidad y anchura, extendiéndose por toda la Tierra. ¿Qué mesa y altar podrán ser más santos que aquellos sobre los que É1 partió el Pan y puso el Cáliz del nuevo Rito, que permanecerá mientras permanezca la Tierra?

–           Es verdad, Lázaro. ¿Ves? Por eso estoy cosiendo estos lienzos. Porque yo creo, como nadie podrá creer con igual fuerza, que el Pan y el Vino son Él; en su Carne y en su Sangre; Carne santísima e inocentísima, Sangre redentora, dados como Alimento y Bebida de Vida para los hombres.

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¡Que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo os bendigan, oh buenos, sabios, piadosos siempre para con el Hijo y para con la Madre!

–           Entonces, de acuerdo. Toma. Ésta es la llave que abre los distintos canceles         del recinto del Getsemaní. Y ésta es la llave de la casa. Y sé feliz: cuanto Dios te conceda serlo y cuanto nuestro pobre amor quisiera que lo fueras.

Cuando Lázaro termina de hablar…

José de Arimatea dice a su vez:

–           Y ésta es la llave del recinto de mi huerto.

María exclama:

–           Pero tú… ¡Tienes tú todo el derecho a entrar!

–           Tengo otra llave, María. El hortelano es un hombre justo y lo mismo su hijo. A los únicos que podrás encontrar allí será a ellos y a mí. Y seremos todos prudentes y respetuosos.

María repite:

–           Que Dios os bendiga nuevamente.

–           A ti gracias, Madre. Para ti nuestro amor y la paz de Dios, siempre.

Se postran después de este último saludo. Besan de nuevo el extremo de su túnica y se marchan.

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Apenas han salido de la casa y ya se oyen los discretos golpes de alguien que llama a la puerta de la habitación en que está María.

María dice:

–           Adelante. Entra.

Juan no espera a que se lo digan dos veces.

Entra y pregunta, un poco inquieto:

–           ¿Qué querían José y Lázaro? ¿Hay algún peligro?

María contesta:

–           No, hijo. Es sólo el cumplimiento de un deseo mío. Deseo mío y de otros. Sabes que Pedro y Santiago de Alfeo: el primero Pontífice; el otro, cabeza de la Iglesia de Jerusalén, se sienten desolados ante la idea de perderme.  Y asustados por el temor a no saber actuar sin mí, Santiago sobre todo. Ni siquiera la especial aparición de mi Hijo a Él y su elección por voluntad de Jesús, lo consuelan y fortalecen.

¡Y también los otros!… Ahora Lázaro satisface este deseo general y nos hace dueños del Getsemaní. Yo y tú. Estaremos solos allí. Aquí están las llaves. Y ésta es la del huerto de José… Podremos ir al Sepulcro, a Betania, sin pasar por la ciudad… E ir al Gólgota… Y venir aquí siempre que se celebre el ágape fraterno. Todo nos lo conceden Lázaro y José.

–           Son dos verdaderos justos. Lázaro recibió mucho de Jesús. Es verdad. Pero, antes de recibir incluso, siempre dio todo a Jesús. ¿Estás contenta, Madre?

–           Sí, Juan. ¡Mucho! Viviré hasta que Dios quiera, asistiendo a Pedro, a Santiago y a todos vosotros.  Y ayudaré a los primeros cristianos como pueda, en todos los modos. Si los judíos, los fariseos y los sacerdotes no se comportan como fieras también conmigo como con mi Hijo, podré exhalar mi espíritu donde Él ascendió al Padre.

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Ascenderás tú también, Madre.

–           No. No soy Jesús. Nací humanamente.

–           Pero sin mancha original. Yo soy un pobre pescador ignorante. No sé de doctrinas ni de escrituras sino lo que me enseñó el Maestro. Pero soy como un niño, porque soy puro. Y por esto quizás, sé más que los rabíes de Israel; porque Él lo dijo: Dios esconde las cosas a los sabios y las revela a los pequeños, a los puros.

Y por esto siento que tu destino será el que habría tenido Eva si no hubiera pecado. Y más todavía, porque tú no has sido esposa de un Adán-hombre sino de Dios, para dar a la Tierra al nuevo Adán fiel a la Gracia.

El Creador cuando creó a los Primeros Padres, no los destinó a la muerte, a la corrupción del cuerpo más perfecto por Él creado. Lo había creado el más noble de todos los cuerpos, dotándolo de alma espiritual y de los dones gratuitos de Dios, por lo que podían llamarse «hijos adoptivos de Dios».  Y para ellos iba a ser solamente un paso del Paraíso terrenal al celestial.

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Tú no has tenido nunca mancha de pecado alguno en tu alma. Ni siquiera el grande y común pecado, herencia de Adán para todos los humanos te alcanzó a ti; porque Dios te preservó de él por singular, único privilegio, habiendo sido tú, desde la eternidad destinada a ser el Arca del Verbo.

Y el Arca incluso esa Arca que, ¡Ay! No contiene sino cosas frías, áridas, muertas. Porque en verdad, el pueblo de Dios no las pone en práctica como debería, es y debe ser siempre purísima. El Arca, sí. ¿Pero quién entre los que a ella se acercan, Pontífice y Sacerdotes, lo son realmente como lo eres tú? Ninguno. Por esto yo siento que tú, segunda Eva y Eva fiel a la Gracia, no conocerás la muerte.

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Mi Hijo segundo Adán, la Gracia misma, obediente siempre al Padre, a mí en modo perfecto, murió. ¡Y con qué muerte!

–           Había venido para ser el Redentor, Madre. Dejó al Padre, dejó el Cielo, para tomar una Carne, para redimir, con su Sacrificio, a los hombres y devolverles la Gracia y así elevarlos de nuevo al grado de hijos adoptivos de Dios, herederos del Cielo.

Él debía morir. Y murió con su Humanidad santísima. Y tú moriste en el corazón viendo su suplicio atroz y su Muerte. Has padecido ya todo para ser Redentora junto con Él.

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Yo soy un pobre ignorante pero siento que tú, Arca Verdadera del Verdadero Viviente Dios; no serás, no puedes ser corruptible. De la misma manera que la nube de fuego (Éxodo 13, 21-22; Números 9, 15-23) protegió y dirigió al Arca de Moisés hacia la Tierra prometida, el Fuego de Dios te atraerá a su Centro.

Como la caña de Aarón (Números 17, 23-26) no se secó, no murió, más al contrario, a pesar de haber sido separada del árbol, echó yemas, hojas y frutos y vivió en el Tabernáculo. Así tú, elegida de Dios entre todas las mujeres que habitaron y habitarán la Tierra, tampoco morirás como una planta que se seca, sino que en el eterno Tabernáculo de los Cielos vivirás eternamente con la totalidad de ti misma.

Como las aguas del Jordán (Josué 3, 14-17) se abrieron para dejar pasar al Arca y a sus portadores y al pueblo todo en tiempos de Josué,

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así para ti se abrirán las barreras que el pecado de Adán ha puesto entre Tierra y Cielo. Y pasarás de este mundo al Cielo eterno. Estoy seguro de ello. Porque Dios es justo. Y para ti permanece el decreto emanado de É1 para quien no tiene ni pecado hereditario ni pecado voluntario en el alma.

–           ¿Te ha revelado esto Jesús?

–           No, Madre. Me lo dice el Espíritu Paráclito, Aquel de quien el Maestro nos anunció que nos revelaría las cosas futuras y toda verdad. El Consolador ya me lo dice en el espíritu, para hacerme menos amargo el pensamiento de perderte… ¡Oh Madre bendita a la que amo tanto como a la mía y más! Por todo lo que sufriste, por lo buena y santa que eres, sólo inferior al Hijo tuyo santísimo entre todos los santos presentes y futuros. La Santa más grande.

Y Juan, conmovido, se postra venerándola.

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HERMANO EN CRISTO JESUS:

ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, – CONOCELA