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50.- EL INCENDIO DE ROMA

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En Anzio. En el atrium del palacio del César; Plinio, Haloto y Marcial, están conversando con la Augusta.

Terpnum y Menecrato afinan sus cítaras.

Entró Nerón y se sentó en un sillón, incrustado de carey y marfil, dijo algo al oído de su liberto Helio y esperó.

Pronto regresó Helio, trayendo un estuche de oro.

Nerón lo abrió y extrajo de él un collar de finísimos ópalos y dijo:

–           Estas son joyas dignas de Venus Afrodita.

Popea los admiró sonriente…

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–          Se diría que las luces de la aurora irradian en ellas. –observó Popea, convencida de que esa joya es para ella.

El César admirando la joya y alabando su belleza, se volvió hacia el tribuno y finalizó diciendo:

–           Marco Aurelio, darás de mi parte este collar a la mujer a quién te ordeno que te unas en matrimonio: la joven hija de Vardanes I, el rey parto.

La mirada de Popea centelleó llena de ira y de asombro…

Y pasando del César a Marco Aurelio, la fijó finalmente en Petronio…

Pero éste ni siquiera la mira, parece abstraído delineando los grabados de un arpa que está cerca, como si esto fuera lo más importante del mundo.

Marco Aurelio dio al César las gracias por el obsequio y después, acercándose a Petronio, le dijo en voz baja:

–           ¿Cómo podré agradecerte lo que has hecho por mí?

–          Sacrifica un par de cisnes a Euterpe o niega a tu Dios por mí. Ensalza los versos del César y no dejes que te afecten los presentimientos. Confío en que de ahora en adelante, el rugido de los leones no perturbará más tus sueños, ni los de tu princesa parta.

El tribuno suspiró:

–           No. Ahora estoy del todo tranquilo.

–          ¡Que la fortuna te sea propicia! Más ten cuidado ahora, porque el César acaba de tomar en sus manos el laúd. Suspende el aliento. Escucha y prepárate a derramar lágrimas de emoción…

Y en efecto, en ese momento, el emperador tomó el laúd y alzó la vista al cielo.

En aquel recinto se hizo el más profundo silencio.

Solo Terpnum y Menecrato que deben acompañar al César, están alertas; es espera de las primeras notas de su canto…

Y en ese mismo instante se oyó un ruido en la entrada y en seguida irrumpieron Faonte, el liberto del César, seguido por el cónsul Cluvio Rufo.

Nerón frunció el entrecejo.

Faonte dijo con voz jadeante:

–          ¡Perdón divino emperador! ¡Hay un incendio en Roma! La mayor parte de la ciudad está siendo presa de las llamas.

Al oír esta noticia, todos los presentes se levantan sobresaltados.

Nerón exclamó:

–           ¡Oh, dioses! Por fin voy a ver una ciudad incendiada y podré terminar mi himno. –Y haciendo a un lado su laúd, pregunta al cónsul- ¿Si partiera inmediatamente alcanzaría a ver el incendio?

Cluvio Rufo, pálido y desencajado, contestó:

–           Señor. Toda la ciudad está convertida en un océano de llamas. El humo ahoga a sus habitantes. Las gentes se desmayan o se arrojan al fuego desesperados, presas del delirio. ¡Roma está pereciendo! ¡Oh, César!

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  Se hizo un silencio sepulcral.

El cual fue interrumpido por Marco Aurelio al exclamar:

–           ¡Vae mísero mihi! (¡Ay, desgraciado de mí!)

Y el joven tribuno, arrojando la copa de vino, se precipitó corriendo…

Nerón alzó las manos al cielo y exclamó:

–           ¡Ay de ti, sagrada ciudad de Príamo!

INCENDIO DE TROYA

Marco Aurelio ordenó a unos cuantos sirvientes que le siguieran y despachó otro a su casa para avisar a sus huéspedes.

Luego saltó sobre su caballo y se lanzó a galope tendido por las desiertas calles de Anzio, hacia Laurento.

La espantosa noticia le produjo una especie de frenesí, que casi raya en la locura. Lo único que desea es llegar a Roma cuanto antes.

Un solo pensamiento, está fijo en su mente: ¡Roma está ardiendo!

El potro de Idumea, caídas las orejas y con el cuello extendido, atraviesa veloz como una flecha, por entre los inmóviles cipreses, los blancos palacios y las casas de campo.

Sólo se oye el ruido de los cascos que resuenan en las baldosas.

Pronto, los sirvientes fueron quedando atrás, pues Marco Aurelio corre como una centella.

Atravesó Laurento y torció hacia Árdea en la cual, como en Bobillas y Ustrino, había dejado postas, el día que partió para Anzio, a fin de recorrer en menos tiempo y con los relevos descansados, la distancia hasta Roma.

Y como sabe que le esperan caballos de repuesto, casi revienta al que monta.

Por un momento cruzó por su mente como un relámpago, el recuerdo de Bernabé y sus fuerzas sobrehumanas. ¿Pero qué puede hacer un hombre por más fuerte que sea, ante la fuerza destructora del fuego?

De repente, un escalofrío de terror lo estremece y le eriza los cabellos, al recordar todas  las conversaciones sobre ciudades incendiadas que en los últimos días se habían repetido con extraña persistencia en la corte de Nerón.

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La obsesión con la nueva ciudad de Nerópolis y las dolientes quejas del césar al verse obligado a hacer la descripción de una ciudad arrasada por las llamas, sin haber visto jamás un incendio real.

Recordó también la desdeñosa respuesta que diera a Tigelino, cuando éste le ofreció incendiar Anzio.

Las lamentaciones de Nerón contra Roma y las pestilentes calles del barrio del Suburra… Dándose con la palma de la mano un golpe en la frente materializó la conclusión de sus pensamientos y exclamó:

–            ¡Oh, NO! …¡SÍ!

¡El César había ordenado el incendio de la ciudad!

Sólo él podía dar una orden semejante, así como sólo Tigelino era capaz de darle cumplimiento.

Pero si Roma se estaba incendiando por mandato del César…

¿Quién podía estar seguro de que la población no estaba siendo asesinada por orden suya?

El Monstruo es capaz de eso y más. Incendio y asesinato en masa. ¡Qué terrible caos!

¡Qué desbordamiento de fuerzas destructoras y de frenesí humano! ¡Y en medio de todo esto, está su amada Alexandra!…

Los lamentos de Marco Aurelio se confunden con los resoplidos y jadeos del caballo. El cual, galopando sin descansar por un camino ascendente, en dirección a Aricia, está a punto de reventar.

Entonces se cruza con otro jinete que corre en dirección contraria, hacia Anzio, como un bólido.

Y al pasar junto a él, grita:

–           ¡Roma está perdida! ¡Oh, dioses del Olimpo!

Y continuó su veloz carrera.

Las palabras restantes fueron sofocadas por el ruido ensordecedor de los cascos de su caballo.

Pero esa exclamación: ‘¡OH, dioses del Olimpo!’ Le recordó…

Y oró desde el fondo de su alma.

Con su rostro bañado en lágrimas, suplicó:

–           Padre mío, sólo Tú puedes salvarla… Pater Noster…

La Oración sublime devolvió la paz al alma de Marco Aurelio.

Luego divisó las murallas de Aricia, pueblo que está a la mitad del camino hacia Roma.

El desesperado jinete lo cruza como una exhalación y llega hasta la posada en donde tiene el caballo de repuesto.

Allí ve a un destacamento de soldados pretorianos que vienen de Roma hacia Anzio…

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Y corriendo hacia ellos, les pregunta:

–           ¿Qué parte de la ciudad es abrasada por el incendio?

–           ¿Quién eres tú? –preguntó el decurión.

–           Marco Aurelio Petronio. Tribuno del ejército y augustano. ¡Responde!

–          El incendio estalló en las tiendas cercanas al Circo Máximo. En el momento en que fuimos despachados, el centro de la ciudad estaba ardiendo.

–           ¿Y el Transtíber?

–          El fuego no llegaba allí todavía. Pero avanza rápido y abarca nuevos barrios con una fuerza que nadie puede contener. La gente muere sofocada por el calor y el humo. No hay salvación.

En ese momento le trajeron el nuevo caballo y el angustiado tribuno saltó sobre él.

Y dando las gracias prosiguió su vertiginosa marcha.

Corría ahora en la dirección de Albano, dejando a la derecha a Alba Longa y su espléndido lago.

Albano está al otro lado de la montaña.

Pero aún antes de alcanzar la cumbre del monte, el viento le hace llegar el fuerte olor a humo y advierte en la cumbre, unos reflejos dorados…

–           ¡El Incendio! –piensa abrumado.

Las sombras de la noche están dando paso a la luz.

El alba da unos destellos se oro y rosa, que no se sabe si son a causa de la aurora o al incendio de Roma.

Cuando por fin llega a la cumbre, un cuadro terrible se extiende ante sus ojos asombrados:

Toda la parte baja está cubierta de humo y parece formar una nube gigantesca, pegada a la tierra.

En medio de esa nube, desaparecen ciudades, acueductos, casas de campo y árboles.

Pero más allá… en una visión aterradora, la ciudad arde en las colinas.

El incendio no tiene la forma de una columna de fuego, como sucede cuando arde un solo edificio, aún cuando tenga una vasta dimensión.

Aquello parece más bien un largo cinturón, cuyo fulgor es parecido al de la aurora.

INCENDIO

Y sobre aquel extenso cinturón se levanta una ola de humo, en algunos puntos enteramente negro, en otros color de rosa y en otros rojo como la sangre.

Hay lugares en los que se retuerce como una espiral.

Y en otros, está estrecho y ondula como una serpiente que se extiende y desenrolla.

Y esa monstruosa ola humeante, es como una cinta ígnea que levanta las llamas hacia el cielo.

Humo y llamas se extienden de un extremo a otro del horizonte, causando la impresión de que no solo está ardiendo la ciudad, sino el mundo entero.

Marco Aurelio desciende hacia Albano y penetra en una región, donde el humo es más denso.

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Todos los habitantes del pueblo están alarmados.

Si en Albano la situación está así, se estremece de terror al pensar:

–           ¿Cómo estará Roma? Es imposible que una ciudad se queme por todas partes al mismo tiempo. No cabe duda de que esto ha sido provocado.

Y mueve la cabeza al pensarlo.

Pero luego recuerda la promesa de Cristo, el día de su bautismo… Y recupera totalmente la calma.

–           Sé que Alexandra está bien. Él me lo dijo: ‘Que pasare lo que pasare, confiáramos en Él.’ Y yo le creo. Aún cuando Roma arda hasta los cimientos, ella va a estar bien.

Y con esta certeza en el corazón, la esperanza se fue fortaleciendo mientras prosigue su veloz galope.

Antes de llegar a Ustrino se vio obligado a disminuir la velocidad de su caballo, a causa de la multitud de gente que viene en dirección contraria.

Ustrino está invadido por todos los fugitivos de Roma que están aterrorizados y buscan desesperadamente a los suyos, aumentando la confusión.

Cuando Marco Aurelio llegó por su caballo de refresco a la posada, se encontró con el senador Vinicio.

Y éste dio más detalles del incendio.

–           Hay gladiadores y esclavos entregados al saqueo. El fuego comenzó en el Circo Máximo, en la parte colindante con el Palatino y el Monte Celio. Y extendiéndose con incomprensible rapidez, abarcó todo el centro de la ciudad.

Nunca había caído sobre Roma, una catástrofe más tremenda. El Circo ha quedado completamente destruido. Las llamas que rodean el Palatino, llegaron hasta el Vicus de las Carenas.

Y Vinicio que poseía en este  barrio una espléndida mansión, llena de obras de arte que estimaba sobremanera, empezó a lamentarse amargamente por todo lo perdido.

Marco Aurelio le puso una mano en el hombro y le dijo:

–         Yo también tengo una casa en las Carenas, pero cuando todo perece, qué importa ya nada. –y recordando que había dicho a Alexandra que fuese a la casa de Publio, preguntó-   ¿Y el Vicus Patricius?

Vinicio replicó:

–           Destruido por el fuego.

–           ¿Y el Transtíber?

El senador lo miró sorprendido.

Y oprimiéndose las sienes con las manos, exclamó:

–           ¡Oh! ¡Qué nos importa a nosotros el Transtíber!

–          ¡El Transtíber me importa a mí, más que todo el resto de Roma! –exclamó Marco Aurelio con vehemencia.

–           Puedes llegar hasta allí por la vía del Puerto, cerca del Aventino. Pero te sofocará el humo… En cuanto al barrio del Transtíber, no sé. Cuando yo me salí, el fuego todavía no lo alcanzaba. Lo que haya sucedido, solo lo saben los dioses… Quisiera decirte algo…

–           Habla. Si sabes algo más dimelo y nadie sabrá que tu me lo confiaste.

Vinicio titubeó y luego agregó en voz baja:

–           Como sé que no me vas a traicionar, te diré que el fuego fue provocado. Cuando estaba ardiendo el Circo no se permitió a nadie ir a extinguirlo. Yo oí en medio del incendio muchas voces que gritaban: ‘¡Muerte al que intente salvar!’ Y había muchos individuos que corrían con antorchas encendidas, aplicándolas a los edificios y a las casas.

Marco Aurelio vio sus sospechas confirmadas y solo exclamó:

–           ¡Oh! ¡Qué mentes criminales!

–           Así es… Y por otra parte, el pueblo se ha sublevado y se oyen rumores de que el incendio de Roma, fue decretado. No puedo decir nada más. Es imposible describir lo que está sucediendo.

La gente perece entre las llamas o en medio del tumulto. ¡Ay de la ciudad! Y ¡Ay de nosotros!

Y el senador se quedó lamentándose, porque lo había perdido todo…

–           ¡Adiós! –respondió Marco Aurelio saltando a su caballo y emprendió la carrera  a lo largo de la Vía Apia.

Pero ahora se hace más difícil avanzar, por la cantidad de gente que está huyendo de Roma.

La ciudad, devorada por una conflagración monstruosa, se presenta ya, ante los espantados ojos del tribuno…

De aquel mar de fuego y humo, se desprende un horrendo calor.

Y el rumor clamoroso de los gritos de las víctimas, no alcanza a dominar el chirrido crepitante de las llamas.

Al llegar a las murallas, Marco Aurelio ve que casas, campos, cementerios, jardines y Templos, todo lo que había a ambos lados de esa vía, están convertidos en campamentos.

Ustrino con su desorden, da una ligera idea de lo que sucede dentro de la ciudad, que se ha convertido en una ciudad sin ley.

Y Marco Aurelio no trae armas.

Salió de Anzio, tal como se encontraba en la casa del César, cuando llevaron las noticias del incendio.

Se dirige a la Vía Portuense, que conduce directamente al Transtíber.

En una aldea llamada Vicus Alexandria cruzó el río Tíber.

Por algunos fugitivos se enteró de que el fuego solo había alcanzado unas pocas calles del Transtíber.

Pero la conflagración no puede ser detenida, porque hay personas que están alimentando el fuego e impiden que nadie intente apagarlo, declarando que tienen orden de proceder así.

Al joven tribuno ya no le queda ninguna duda de que el César fue quién decretó el incendio de Roma.

Ningún enemigo de Roma hubiera podido causar mayor daño. La medida está colmada.

La locura de Nerón ha llegado al límite más alto, haciendo su víctima al pueblo romano, en los criminales caprichos del tirano.

Y también Marco Aurelio piensa que ésta será la hora postrera de Nerón, pues la ruina de toda la ciudad, clama el castigo por sus nefandos crímenes.

En su camino, Marco Aurelio se estremece al ser testigo de las escenas más aterradoras.

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En más de una ocasión, dos corrientes de individuos que escapan en direcciones opuestas, se encuentran en una estrecha callejuela, se atropellan, luchan entre sí. Se hieren o pisotean a los caídos.

Las familias que en medio de aquel tumulto pierden a uno o varios de sus miembros, los llaman con gritos desgarradores.

Entre el ensordecedor estrépito de gritos y alaridos, es casi imposible hacer una pregunta y escuchar una respuesta coherente.

Hay momentos en que nuevas columnas de humo, procedentes de la ribera opuesta del río, los envuelven haciendo unas tinieblas negras como la noche.

Pero el viento que da pábulo al incendio disipa el denso humo y entonces se vuelve a ver el camino por donde se avanza.

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Una multitud de gladiadores y bárbaros, destinados a ser vendidos en el mercado de esclavos, embriagados con el vino saqueado del emporium (mercado), se entregan al saqueo.

Para ellos, con el incendio y la ruina de Roma, ha terminado su esclavitud y ha sonado también la hora de su venganza desahogando su ira brutal al sentirse libres, por sus largos años de miseria y sufrimiento.

En su carrera militar había presenciado los asaltos y tomas de pueblos, pero nunca sus ojos habían contemplado algo semejante: la desesperación, las lágrimas, los alaridos de dolor, los gritos salvajes de alegría y locura.

Todo esto mezclado con un desenfrenado desbordamiento de pasiones, provocan un caos aterrador.

Y por sobre toda esta multitud jadeante, crepita el fuego, extendiéndose devorador.

Envolviendo a todos en un hálito de infierno y destrucción.

Marco Aurelio oye voces que acusan a Nerón de haber incendiado la ciudad.

Hay amenazas de muerte contra el César y contra Popea.

Y gritos de:

–           ¡Sannio! ¡Histrio! (Bufón, histrión) ¡Matricida!

Gritos que claman arrojarlo al Tíber y darle el castigo de los parricidas, pues ya les colmó la paciencia. Se mezclan con los gritos postreros de los alcanzados por el fuego.

Al fin llega a la calle en donde se encuentra la casa de Acacio.

El calor del verano, aumentado por las llamas del incendio, ha llegado a ser insoportable. El humo irrita los ojos y ciega. No se puede respirar. El aire quema los pulmones.

Aún aquellos habitantes que habían abrigado la esperanza de que el fuego no atravesara el río y habían permanecido en sus casas, esperando poder escapar de ser alcanzados, empezaron a abandonarlas.

En medio del tumulto, alguien hirió con un martillo al caballo de Marco Aurelio.

El animal echó hacia atrás la cabeza ensangrentada, al mismo tiempo que se oyó este grito:

–           ¡Muerte a Nerón y a sus incendiarios!

El animal se encabritó y ya no quiso obedecer a su jinete.

Lo reconocieron como a un augustano. Y este fue un momento de gran peligro.

Pero su espantado caballo le arrancó de ahí violentamente, pisoteando a quién encontró a su paso, hasta que Marco Aurelio pudo abandonar su cabalgadura y prosiguió su marcha a pié.

Deslizándose a lo largo de las murallas, tratando de llegar hasta la casa de Acacio.

Hubo un momento en que tuvo que cortar un pedazo de su túnica, mojarlo y cubrirse con él, el rostro; para poder respirar.

Cada vez el calor es más insoportable.

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Un viejo que huye penosamente apoyado en sus muletas, le dijo:

–           ¡No os aproximéis al monte Cestio! ¡Toda la isla está envuelta en llamas!

A la entrada del Vicus Patricius donde está situada la casa de Acacio, Marco Aurelio vio altas llamas entre las nubes de humo.

Desgraciadamente el aire ya no arrastra solo humo, sino millares de chispas.

A través de aquel infierno, distinguió los cipreses de la casa de Acacio, que todavía no ha sido alcanzada por el fuego.

Esto le dio nuevos bríos, pues parece estar intacta.

Abrió la puerta de un empellón y se precipitó al interior. La casa está desierta.

Llama desesperado:

–           ¡Alexandra! ¡Alexandra!

Nadie le respondió. Los únicos sonidos son los lúgubres rugidos del vivar, que está junto al templo de Esculapio.

Marco Aurelio se estremeció de pies a cabeza. Y al revisar toda la casa, comprueba que está vacía.

En el lararium lleno de humo, hay una cruz. Y en vez de lares, arde un cirio.

Al revisar los dormitorios reconoce en uno, los vestidos de Alexandra.

Se pregunta en donde puede estar. Toma una de sus túnicas y la lleva a su pecho.

Y hasta entonces comprende que el que está ahora en peligro es él.

–           Tengo que salir de aquí y ponerme a salvo. –pensó.

Entonces se precipitó a la calle y corre ahora tratando de huir del fuego, para salvar su propia vida.

El fuego parece perseguirlo con su hálito quemante.

Siente en la boca el sabor a humo y a hollín. El aire la abrasa los pulmones. Está todo cubierto de sudor que escalda como agua hirviendo.

Solo lo alienta el recuerdo de su esposa y su capitum alrededor de su cuello. Lo único que quiere ahora, es verla antes de morir.

Tambaleándose como un ebrio, sigue corriendo.

Entretanto se verificó un cambio, en aquella gigantesca y aterradora conflagración, que abrasa a la ciudad entera: todas las que habían sido llamaradas aisladas, se han convertido en un solo mar de llamas.

Un torbellino de chispas, se levanta como un huracán de fuego.

En eso, Marco Aurelio divisó una esquina. Y ya próximo a caer, dio la vuelta a la calle y vio a lo lejos la Vía Portuense.

Comprendió que si lograba llegar hasta ella, estaría a salvo. Luego vio una negra nube de humo, que parece cerrarle el paso. Su túnica empezó a arder por las chispas y tuvo que quitársela y arrojarla lejos de sí.

Le queda solo el capitum de Alexandra, que mojó en la fuente del implovium en la casa de Acacio, antes de salir y lo trae alrededor de la cabeza, cubriéndose la nariz y la boca.

A través del humo distingue voces y oye gritos.

El se acerca con la esperanza de que alguien pueda ayudarle y grita pidiendo auxilio con todas sus fuerzas, antes de llegar hasta ellos.

Pero ese fue su último esfuerzo, antes de caer semidesmayado.

Dos hombres le han oído y corren a socorrerlo; llevando en las manos, sendas calabazas llenas de  agua.

Marco Aurelio, que había caído desfallecido por el agotamiento, tomó una de las calabazas y bebió su contenido hasta más de la mitad.

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Con la otra le bañaron y le ayudaron a ponerse de pie.

–           Gracias. Ahora podré seguir caminando.

Varias personas lo rodearon preguntándole si está bien y si no se ha hecho daño.

Esto sorprende al tribuno y pregunta:

–           ¿Quiénes sois?

–          Estamos aquí derribando casas, para ver si podemos detener el fuego, impidiendo que llegue hasta la Vía Portuense. –le contestó uno.

Marco Aurelio que desde esa mañana solo había encontrado turbas brutales, saqueadores y asesinos, contempló con más atención a las personas que lo rodeaban y dijo:

–           ¡Qué Cristo os premie!

–           ¡Alabado sea su Nombre! –contestó un coro de voces.

–           ¿El obispo Lino?

Ya no pudo escuchar la respuesta porque se desmayó.

Recobró el conocimiento en un jardín lleno de hombres y mujeres.

Le habían puesto una túnica y las primeras palabras que dijo, fueron:

–           ¿Dónde está Lino?

Hubo un largo silencio.

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Luego, una voz conocida, le respondió:

–          Se fue hace dos días a Laurento por la Puerta Nomentana. ¡Que la paz sea contigo! ¡Oh, rey de Persia!

Marco Aurelio se incorporó y vio a Prócoro Quironio ante sus ojos.

El griego le dijo:

–          Tu casa se incendió. ¡Oh, señor! Porque el barrio de las Carenas está envuelto en llamas. Pero tú serás siempre tan poderoso como Midas.

El tribuno lo miró sin responder y Prócoro continuó:

–          ¡Oh, qué desgracia! Los cristianos, ¡Oh, hijo de Apolo! Han predicho desde hace tiempo que el fuego destruirá el mundo. sus obispos lo han confirmado cuando hablan de la Parusía.

Marco Aurelio preguntó:

–          ¿Sabes algo del Obispo Lino?

–          Lino acompañado de la joven que buscas, está en Laurento. ¡Oh, qué desventura para Roma!

–           ¿Tú los has visto?

–          ¡Oh, sí, señor! Y le doy gracias a Cristo y a todos los dioses que me permiten darte esta buena noticia.

La tarde llega a su término, pero en el jardín se ve el día claro, pues el incendio que ha ido aumentando, hace que el firmamento se vea rojo para dondequiera que se mire.

Pues aquella noche parece que en el mundo se haya desatado el infierno.

Toda la ciudad arde en llamas. La luna grande y llena, apareció entre las colinas. Y el resplandor del fuego la hace aparecer como si fuera de bronce.

Sobre las ruinas de la ciudad que ha gobernado al mundo, la inmensa bóveda del cielo, tiene un tinte rosa extraño en el que brillan las estrellas.

Roma parece una pira gigantesca que ilumina toda la Campania.

A los resplandores de aquella luz rojo sangre, se miran  a lo lejos  los montes y los pueblos; las casas de campo, los monumentos, los acueductos, los templos.

Y los actos de violencia, el robo, el saqueo, se propagan por doquier.

Parece que el espectáculo de aquella ciudad que el fuego está devorando; convirtiéndola en un montón de humeantes ruinas, subleva en el ánimo de los espectadores, la versión de que el César ha dado la orden de quemar Roma, para librarse de los olores del Suburra y construir una nueva ciudad llamada Neronia.

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Llenos de ira, dicen que el César está loco y que por un capricho criminal, ha decidido sacrificar a millares de romanos.

Muchas personas después de haber perdido todos sus bienes o sus seres queridos, se arrojan a las llamas dominadas por la desesperación.

Muchos mueren quemados o asfixiados por el humo.

La destrucción parece tan completa, implacable y fatal como el destino. Y el incendio se sigue propagando.

Marco Aurelio fue trasladado a la casa de un comerciante que le da hospedaje, baño, ropa y alimentos, para que recobre sus fuerzas.

Éste le confirmó que Lino se había ido con el sacerdote Nicomedes y el prelado Fileas, obispo en cuya casa había encontrado refugio y que estaba fuera de la ciudad, en Laurento.

Saber que ellos habían escapado del incendio le dio nuevas fuerzas. Ve claramente la mano de Dios que los está protegiendo y da gracias por ello en una plegaria silenciosa.

Luego dijo:

–           Gracias Efrén, por tu caridad. Iré a buscar a Lino. Mi esposa está con ellos.

Efrén le aconsejó:

–          Será mejor que atravieses el Monte Vaticano hasta la Puerta Flaminia y cruzas el río por ese punto. Es el sitio menos peligroso.

Y Roma ardió por seis días y siete noches.

De las catorce divisiones de Roma, quedaron solo cuatro, incluyendo el Transtíber.

Las llamas devoraron todas las demás.

La catástrofe ha sido demasiado grande y no tiene paralelo en el mundo.

HERMANO EN CRISTO JESUS:

ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, CONÓCELA

50.- EL INCENDIO DE ROMA

En Anzio. En el atrium del palacio del César; Plinio, Haloto y Marcial, están conversando con la Augusta. Terpnum y Menecrato afinan sus cítaras. Entró Nerón y se sentó en un sillón, incrustado de carey y marfil; dijo algo al oído de su liberto Helio y esperó.

Pronto regresó Helio, trayendo un estuche de oro. Nerón lo abrió y extrajo de él un collar de finísimos ópalos y dijo:

–           Estas son joyas dignas de Venus Afrodita.

–          Se diría que las luces de la aurora irradian en ellas. –observó Popea, convencida de que esa joya es para ella.

El César admirando la joya y alabando su belleza, se volvió hacia el tribuno y finalizó diciendo:

–           Marco Aurelio, darás de mi parte este collar a la mujer a quién te ordeno que te unas en matrimonio: la joven hija de Vardanes I, el rey parto.

La mirada de Popea centelleó llena de ira y de asombro… Y pasando del César a Marco Aurelio, la fijó finalmente en Petronio…

Pero éste ni siquiera la mira, parece abstraído delineando los grabados de un arpa que está cerca, como si esto fuera lo más importante del mundo.

Marco Aurelio dio al César las gracias por el obsequio y después, acercándose a Petronio, le dijo en voz baja:

–           ¿Cómo podré agradecerte lo que has hecho por mí?

–          Sacrifica un par de cisnes a Euterpe o niega a tu Dios por mí. Ensalza los versos del César y no dejes que te afecten los presentimientos. Confío en que de ahora en adelante, el rugido de los leones no perturbará más tus sueños, ni los de tu princesa parta.

El tribuno suspiró:

–           No. Ahora estoy del todo tranquilo.

–          ¡Que la fortuna te sea propicia! Más ten cuidado ahora, porque el César acaba de tomar en sus manos el laúd. Suspende el aliento. Escucha y prepárate a derramar lágrimas de emoción…

Y en efecto, en ese momento, el emperador tomó el laúd y alzó la vista al cielo. En aquel recinto se hizo el más profundo silencio. Solo Terpnum y Menecrato que deben acompañar al César, están alertas; es espera de las primeras notas de su canto…

Y en ese mismo instante se oyó un ruido en la entrada y en seguida irrumpieron Faonte, el liberto del César, seguido por el cónsul Cluvio Rufo.

Nerón frunció el entrecejo.

Faonte dijo con voz jadeante:

–          ¡Perdón divino emperador! ¡Hay un incendio en Roma! La mayor parte de la ciudad está siendo presa de las llamas.

Al oír esta noticia, todos los presentes se levantan sobresaltados.

Nerón exclamó:

–           ¡Oh, dioses! Por fin voy a ver una ciudad incendiada y podré terminar mi himno. –Y haciendo a un lado su laúd, pregunta al cónsul- ¿Si partiera inmediatamente alcanzaría a ver el incendio?

Cluvio Rufo, pálido y desencajado, contestó:

–           Señor. Toda la ciudad está convertida en un océano de llamas. El humo ahoga a sus habitantes. Las gentes se desmayan o se arrojan al fuego desesperados, presas del delirio. ¡Roma está pereciendo! ¡Oh, César!

 

            Se hizo un silencio sepulcral.

El cual fue interrumpido por Marco Aurelio al exclamar:

–           ¡Vae mísero mihi! (¡Ay, desgraciado de mí!)

Y el joven tribuno, arrojando la copa de vino, se precipitó corriendo…

Nerón alzó las manos al cielo y exclamó:

–           ¡Ay de ti, sagrada ciudad de Príamo!

Marco Aurelio ordenó a unos cuantos sirvientes que le siguieran y despachó otro a su casa para avisar a sus huéspedes. Luego saltó sobre su caballo y se lanzó a galope tendido por las desiertas calles de Anzio, hacia Laurento. La espantosa noticia le produjo una especie de frenesí, que casi raya en la locura. Lo único que desea es llegar a Roma cuanto antes. Un solo pensamiento, está fijo en su mente: ¡Roma está ardiendo!

El potro de Idumea, caídas las orejas y con el cuello extendido, atraviesa veloz como una flecha, por entre los inmóviles cipreses, los blancos palacios y las casas de campo. Sólo se oye el ruido de los cascos que resuenan en las baldosas. Pronto, los sirvientes fueron quedando atrás, pues Marco Aurelio corre como una centella.

Atravesó Laurento y torció hacia Árdea, en la cual, como en Bobillas y Ustrino, había dejado postas, el día que partió para Anzio, a fin de recorrer en menos tiempo y con los relevos descansados, la distancia hasta Roma. Y como sabe que le esperan caballos de repuesto, casi revienta al que monta. Por un momento cruzó por su mente como un relámpago, el recuerdo de Bernabé y sus fuerzas sobrehumanas. ¿Pero qué puede hacer un hombre por más fuerte que sea, ante la fuerza destructora del fuego?

De repente, un escalofrío de terror lo estremece y le eriza los cabellos, al recordar todas  las conversaciones sobre ciudades incendiadas que en los últimos días se habían repetido con extraña persistencia en la corte de Nerón. La obsesión con la nueva ciudad de Nerópolis y las dolientes quejas del césar al verse obligado a hacer la descripción de una ciudad arrasada por las llamas, sin haber visto jamás un incendio real.

Recordó también la desdeñosa respuesta que diera a Tigelino, cuando éste le ofreció incendiar Anzio, las lamentaciones de Nerón contra Roma y las pestilentes calles del barrio del Suburra.

¡Oh, no! …¡Sí!

¡El César había ordenado el incendio de la ciudad! Sólo él podía dar una orden semejante, así como sólo Tigelino era capaz de darle cumplimiento.

Pero si Roma se estaba incendiando por mandato del César. ¿Quién podía estar seguro de que la población no estaba siendo asesinada por orden suya?

El Monstruo es capaz de eso y más. Incendio y asesinato en masa. ¡Qué terrible caos! ¡Qué desbordamiento de fuerzas destructoras y de frenesí humano! ¡Y en medio de todo esto, está su amada Alexandra!…

Los lamentos de Marco Aurelio se confunden con los resoplidos y jadeos del caballo. El cual, galopando sin descansar por un camino ascendente, en dirección a Aricia, está a punto de reventar. Entonces se cruza con otro jinete que corre en dirección contraria, hacia Anzio, como un bólido. Y al pasar junto a él, grita:

–           ¡Roma está perdida! ¡Oh, dioses del Olimpo!

Y continuó su veloz carrera. Las palabras restantes fueron sofocadas por el ruido ensordecedor de los cascos de su caballo. Pero esa exclamación: ‘¡OH, dioses del Olimpo!’ Le recordó… y oró desde el fondo de su alma.

Con su rostro bañado en lágrimas, suplicó:

–           Padre mío, sólo Tú puedes salvarla… Pater Noster…

La Oración sublime devolvió la paz al alma de Marco Aurelio. Luego divisó las murallas de Aricia, pueblo que está a la mitad del camino hacia Roma. El desesperado jinete lo cruza como una exhalación y llega hasta la posada en donde tiene el caballo de repuesto. Allí ve a un destacamento de soldados pretorianos que vienen de Roma hacia Anzio y corriendo hacia ellos, les pregunta:

–           ¿Qué parte de la ciudad es abrasada por el incendio?

–           ¿Quién eres tú? –preguntó el decurión.

–           Marco Aurelio Petronio. Tribuno del ejército y augustano. ¡Responde!

–          El incendio estalló en las tiendas cercanas al Circo Máximo. En el momento en que fuimos despachados, el centro de la ciudad estaba ardiendo.

–           ¿Y el Transtíber?

–          El fuego no llegaba allí todavía. Pero avanza rápido y abarca nuevos barrios con una fuerza que nadie puede contener. La gente muere sofocada por el calor y el humo. No hay salvación.

En ese momento le trajeron el nuevo caballo y el angustiado tribuno saltó sobre él. Y dando las gracias prosiguió su vertiginosa marcha. Corría ahora en la dirección de Albano, dejando a la derecha a Alba Longa y su espléndido lago.

Albano está al otro lado de la montaña. Pero aún antes de alcanzar la cumbre del monte, el viento le hace llegar el fuerte olor a humo y advierte en la cumbre, unos reflejos dorados…

–           ¡El Incendio! –piensa abrumado.

Las sombras de la noche están dando paso a la luz. El alba da unos destellos se oro y rosa, que no se sabe si son a causa de la aurora o al incendio de Roma.

Cuando por fin llega a la cumbre, un cuadro terrible se extiende ante sus ojos asombrados:

Toda la parte baja está cubierta de humo y parece formar una nube gigantesca, pegada a la tierra. En medio de esa nube, desaparecen ciudades, acueductos, casas de campo y árboles. Pero más allá… en una visión aterradora, la ciudad arde en las colinas. El incendio no tiene la forma de una columna de fuego, como sucede cuando arde un solo edificio, aún cuando tenga una vasta dimensión. Aquello parece más bien un largo cinturón, cuyo fulgor es parecido al de la aurora.

Y sobre aquel extenso cinturón se levanta una ola de humo, en algunos puntos enteramente negro, en otros color de rosa y en otros rojo como la sangre. Hay lugares en los que se retuerce como una espiral. Y en otros, está estrecho y ondula como una serpiente que se extiende y desenrolla. Y esa monstruosa ola humeante, es como una cinta ígnea que levanta las llamas hacia el cielo. Humo y llamas se extienden de un extremo a otro del horizonte, causando la impresión de que no solo está ardiendo la ciudad, sino el mundo entero.

Marco Aurelio desciende hacia Albano y penetra en una región, donde el humo es más denso. Todos los habitantes del pueblo están alarmados. Si en Albano la situación está así, se estremece de terror al pensar:

–           ¿Cómo estará Roma? Es imposible que una ciudad se queme por todas partes al mismo tiempo. No cabe duda de que esto ha sido provocado.

Y mueve la cabeza al pensarlo. Pero luego recuerda la promesa de Cristo, el día de su bautismo… y recupera totalmente la calma.

–           Sé que Alexandra está bien. Él me lo dijo: ‘Que pasare lo que pasare, confiáramos en Él.’ Y yo le creo. Aún cuando Roma arda hasta los cimientos, ella va a estar bien.

Y con esta certeza en el corazón, la esperanza se fue fortaleciendo mientras prosigue su veloz galope. Antes de llegar a Ustrino se vio obligado a disminuir la velocidad de su caballo, a causa de la multitud de gente que viene en dirección contraria. Ustrino está invadido por todos los fugitivos de Roma que están aterrorizados y buscan desesperadamente a los suyos, aumentando la confusión.

Cuando Marco Aurelio llegó por su caballo de refresco a la posada, se encontró con el senador Vinicio. Y éste dio más detalles del incendio.

–           Hay gladiadores y esclavos entregados al saqueo. El fuego comenzó en el Circo Máximo, en la parte colindante con el Palatino y el Monte Celio. Y extendiéndose con incomprensible rapidez, abarcó todo el centro de la ciudad. Nunca había caído sobre Roma, una catástrofe más tremenda. El Circo ha quedado completamente destruido. Las llamas que rodean el Palatino, llegaron hasta el Vicus de las Carenas.

Y Vinicio que poseía en este  barrio una espléndida mansión, llena de obras de arte que estimaba sobremanera, empezó a lamentarse amargamente por todo lo perdido.

Marco Aurelio le puso una mano en el hombro y le dijo:

–         Yo también tengo una casa en las Carenas, pero cuando todo perece, qué importa ya nada. –y recordando que había dicho a Alexandra que fuese a la casa de Publio, preguntó-   ¿Y el Vicus Patricius?

–           Destruido por el fuego.-replicó Vinicio.

–           ¿Y el Transtíber?

El senador lo miró sorprendido. Y oprimiéndose las sienes con las manos, exclamó:

–           ¡Oh! ¡Qué nos importa a nosotros el Transtíber!

–          ¡El Transtíber me importa a mí, más que todo el resto de Roma! –exclamó Marco Aurelio con vehemencia.

–           Puedes llegar hasta allí por la vía del Puerto, cerca del Aventino. Pero te sofocará el humo. En cuanto al barrio del Transtíber, no sé. Cuando yo me salí, el fuego todavía no lo alcanzaba. Lo que haya sucedido, solo lo saben los dioses… Quisiera decirte algo…

–           Habla. Si sabes algo más dimelo y nadie sabrá que tu me lo confiaste.

Vinicio titubeó y luego agregó en voz baja:

–           Como sé que no me vas a traicionar, te diré que el fuego fue provocado. Cuando estaba ardiendo el Circo no se permitió a nadie ir a extinguirlo. Yo oí en medio del incendio muchas voces que gritaban: ‘¡Muerte al que intente salvar!’ Y había muchos individuos que corrían con antorchas encendidas, aplicándolas a los edificios y a las casas.

Marco Aurelio vio sus sospechas confirmadas y solo exclamó:

–           ¡Oh! ¡Qué mentes criminales!

–           Así es… Y por otra parte, el pueblo se ha sublevado y se oyen rumores de que el incendio de Roma, fue decretado. No puedo decir nada más. Es imposible describir lo que está sucediendo. La gente perece entre las llamas o en medio del tumulto. ¡Ay de la ciudad! Y ¡Ay de nosotros!

–           ¡Adiós! –respondió Marco Aurelio saltando a su caballo y emprendió la carrera  a lo largo de la Vía Apia.

Pero ahora se hace más difícil avanzar, por la cantidad de gente que está huyendo de Roma. La ciudad, devorada por una conflagración monstruosa, se presenta ya, ante los espantados ojos del tribuno…

De aquel mar de fuego y humo, se desprende un horrendo calor. Y el rumor clamoroso de los gritos de las víctimas, no alcanza a dominar el chirrido crepitante de las llamas. Al llegar a las murallas, Marco Aurelio ve que casa, campos, cementerios, jardines y Templos, todo lo que había a ambos lados de esa vía, están convertidos en campamentos.

Ustrino con su desorden, da una ligera idea de lo que sucede dentro de la ciudad, que se ha convertido en una ciudad sin ley. Y Marco Aurelio no trae armas. Salió de Anzio, tal como se encontraba en la casa del César, cuando llevaron las noticias del incendio. Se dirige a la Vía Portuense, que conduce directamente al Transtíber. En una aldea llamada Vicus Alexandria cruzó el río Tíber.

Por algunos fugitivos se enteró de que el fuego solo había alcanzado unas pocas calles del Transtíber.

Pero la conflagración no puede ser detenida, porque hay personas que están alimentando el fuego e impiden que nadie intente apagarlo, declarando que tienen orden de proceder así.

Al joven tribuno ya no le queda ninguna duda de que el César fue quién decretó el incendio de Roma. Ningún enemigo de Roma hubiera podido causar mayor daño. La medida está colmada. La locura de Nerón ha llegado al límite más alto, haciendo su víctima al pueblo romano, en los criminales caprichos del tirano. Y también Marco Aurelio piensa que ésta será la hora postrera de Nerón, pues la ruina de toda la ciudad, clama el castigo por sus nefandos crímenes.

En su camino, Marco Aurelio se estremece al ser testigo de las escenas más aterradoras. En más de una ocasión, dos corrientes de individuos que escapan en direcciones opuestas, se encuentran en una estrecha callejuela, se atropellan, luchan entre sí. Se hieren o pisotean a los caídos. Las familias que en medio de aquel tumulto pierden a uno o varios de sus miembros, los llaman con gritos desgarradores. Entre el ensordecedor estrépito de gritos y alaridos, es casi imposible hacer una pregunta y escuchar una respuesta coherente.

Hay momentos en que nuevas columnas de humo, procedentes de la ribera opuesta del río, los envuelven haciendo unas tinieblas negras como la noche. Pero el viento que da pábulo al incendio disipa el denso humo y entonces se vuelve a ver el camino por donde se avanza. Una multitud de gladiadores y bárbaros, destinados a ser vendidos en el mercado de esclavos, embriagados con el vino saqueado del emporium (mercado), se entregan al saqueo. Para ellos, con el incendio y la ruina de Roma, ha terminado su esclavitud y ha sonado también la hora de su venganza desahogando su ira brutal al sentirse libres, por sus largos años de miseria y sufrimiento.

En su carrera militar había presenciado los asaltos y tomas de pueblos, pero nunca sus ojos habían contemplado algo semejante: la desesperación, las lágrimas, los alaridos de dolor, los gritos salvajes de alegría y locura. Todo esto mezclado con un desenfrenado desbordamiento de pasiones, provocan un caos aterrador.

Y por sobre toda esta multitud jadeante, crepita el fuego, extendiéndose devorador. Envolviendo a todos en un hálito de infierno y destrucción. Marco Aurelio oye voces que acusan a Nerón de haber incendiado la ciudad. Hay amenazas de muerte contra el César y contra Popea. Y gritos de:

–           ¡Sannio! ¡Histrio! (Bufón, histrión) ¡Matricida!

Gritos que claman arrojarlo al Tíber y darle el castigo de los parricidas, pues ya les colmó la paciencia. Se mezclan con los gritos postreros de los alcanzados por el fuego.

Al fin llega a la calle en donde se encuentra la casa de Acacio. El calor del verano, aumentado por las llamas del incendio, ha llegado a ser insoportable. El humo irrita los ojos y ciega. No se puede respirar. El aire quema los pulmones. Aún aquellos habitantes que habían abrigado la esperanza de que el fuego no atravesara el río y habían permanecido en sus casas, esperando poder escapar de ser alcanzados, empezaron a abandonarlas.

En medio del tumulto, alguien hirió con un martillo al caballo de Marco Aurelio. El animal echó hacia atrás la cabeza ensangrentada, al mismo tiempo que se oyó este grito:

–           ¡Muerte a Nerón y a sus incendiarios!

El animal se encabritó y ya no quiso obedecer a su jinete. Lo reconocieron como a un augustano. Y este fue un momento de gran peligro. Pero su espantado caballo le arrancó de ahí violentamente, pisoteando a quién encontró a su paso, hasta que Marco Aurelio pudo abandonar su cabalgadura y prosiguió su marcha a pié. Deslizándose a lo largo de las murallas, tratando de llegar hasta la casa de Acacio. Hubo un momento en que tuvo que cortar un pedazo de su túnica, mojarlo y cubrirse con él, el rostro; para poder respirar. Cada vez el calor es más insoportable.

Un viejo que huye penosamente apoyado en sus muletas, le dijo:

–           ¡No os aproximéis al monte Cestio! ¡Toda la isla está envuelta en llamas!

A la entrada del Vicus Patricius donde está situada la casa de Acacio, Marco Aurelio vio altas llamas entre las nubes de humo. Desgraciadamente el aire ya no arrastra solo humo, sino millares de chispas. A través de aquel infierno, distinguió los cipreses de la casa de Acacio, que todavía no ha sido alcanzada por el fuego.

Esto le dio nuevos bríos, pues parece estar intacta. Abrió la puerta de un empellón y se precipitó al interior. La casa está desierta. Llama desesperado:

–           ¡Alexandra! ¡Alexandra!

Nadie le respondió. Los únicos sonidos son los lúgubres rugidos del vivar, que está junto al templo de Esculapio.

Marco Aurelio se estremeció de pies a cabeza. Y al revisar toda la casa, comprueba que está vacía. En el lararium lleno de humo, hay una cruz. Y en vez de lares, arde un cirio. Al revisar los dormitorios reconoce en uno, los vestidos de Alexandra. Se pregunta en donde puede estar. Toma una de sus túnicas y la lleva a su pecho. Y hasta entonces comprende que el que está ahora en peligro es él.

–           Tengo que salir de aquí y ponerme a salvo. –pensó.

Entonces se precipitó a la calle y corre ahora tratando de huir del fuego, para salvar su propia vida. El fuego parece perseguirlo con su hálito quemante. Siente en la boca el sabor a humo y a hollín. El aire la abrasa los pulmones. Está todo cubierto de sudor que escalda como agua hirviendo. Solo lo alienta el recuerdo de su esposa y su capitum alrededor de su cuello. Lo único que quiere ahora, es verla antes de morir.

Tambaleándose como un ebrio, sigue corriendo.

Entretanto se verificó un cambio, en aquella gigantesca y aterradora conflagración, que abrasa a la ciudad entera: todas las que habían sido llamaradas aisladas, se han convertido en un solo mar de llamas.

Un torbellino de chispas, se levanta como un huracán de fuego. En eso, Marco Aurelio divisó una esquina. Y ya próximo a caer, dio la vuelta a la calle y vio a lo lejos la Vía Portuense.

Comprendió que si lograba llegar hasta ella, estaría a salvo. Luego vio una negra nube de humo, que parece cerrarle el paso. Su túnica empezó a arder por las chispas y tuvo que quitársela y arrojarla lejos de sí. Le queda solo el capitum de Alexandra, que mojó en la fuente del implovium en la casa de Acacio, antes de salir y lo trae alrededor de la cabeza, cubriéndose la nariz y la boca. A través del humo distingue voces y oye gritos.

El se acerca con la esperanza de que alguien pueda ayudarle y grita pidiendo auxilio con todas sus fuerzas, antes de llegar hasta ellos. Pero ese fue su último esfuerzo, antes de caer semidesmayado. Dos hombres le han oído y corren a socorrerlo; llevando en las manos, sendas calabazas llenas de  agua.

Marco Aurelio, que había caído desfallecido por el agotamiento, tomó una de las calabazas y bebió su contenido hasta más de la mitad. Con la otra le bañaron y le ayudaron a ponerse de pie.

–           Gracias. Ahora podré seguir caminando.

Varias personas lo rodearon preguntándole si está bien y si no se ha hecho daño. Esto sorprende al tribuno y pregunta:

–           ¿Quiénes sois?

–          Estamos aquí derribando casas, para ver si podemos detener el fuego, impidiendo que llegue hasta la Vía Portuense. –le contestó uno.

Marco Aurelio que desde esa mañana solo había encontrado turbas brutales, saqueadores y asesinos, contempló con más atención a las personas que lo rodeaban y dijo:

–           ¡Qué Cristo os premie!

–           ¡Alabado sea su Nombre! –contestó un coro de voces.

–           ¿El obispo Lino?

Ya no pudo escuchar la respuesta porque se desmayó.

Recobró el conocimiento en un jardín lleno de hombres y mujeres. Le habían puesto una túnica y las primeras palabras que dijo, fueron:

–           ¿Dónde está Lino?

Hubo un largo silencio.

Luego, una voz conocida, le respondió:

–          Se fue hace dos días a Laurento por la Puerta Nomentana. ¡Que la paz sea contigo! ¡Oh, rey de Persia!

Marco Aurelio se incorporó y vio a Prócoro Quironio ante sus ojos.

El griego le dijo:

–          Tu casa se incendió. ¡Oh, señor! Porque el barrio de las Carenas está envuelto en llamas. Pero tú serás siempre tan poderoso como Midas.

El tribuno lo miró sin responder y Prócoro continuó:

–          ¡Oh, qué desgracia! Los cristianos, ¡Oh, hijo de Apolo! Han predicho desde hace tiempo que el fuego destruirá el mundo. sus obispos lo han confirmado cuando hablan de la Parusía.

Marco Aurelio preguntó:

–          ¿Sabes algo del Obispo Lino?

–          Lino acompañado de la joven que buscas, está en Laurento. ¡Oh, qué desventura para Roma!

–           ¿Tú los has visto?

–          ¡Oh, sí, señor! Y le doy gracias a Cristo y a todos los dioses que me permiten darte esta buena noticia.

La tarde llega a su término, pero en el jardín se ve el día claro, pues el incendio que ha ido aumentando, hace que el firmamento se vea rojo para dondequiera que se mire. Pues aquella noche parece que en el mundo se haya desatado el infierno.

Toda la ciudad arde en llamas. La luna grande y llena, apareció entre las colinas. Y el resplandor del fuego la hace aparecer como si fuera de bronce. Sobre las ruinas de la ciudad que ha gobernado al mundo, la inmensa bóveda del cielo, tiene un tinte rosa extraño en el que brillan las estrellas.

Roma parece una pira gigantesca que ilumina toda la Campania. A los resplandores de aquella luz rojo sangre, se miran  a lo lejos  los montes y los pueblos; las casas de campo, los monumentos, los acueductos, los templos.

Y los actos de violencia, el robo, el saqueo, se propagan por doquier. Parece que el espectáculo de aquella ciudad que el fuego está devorando; convirtiéndola en un montón de humeantes ruinas, subleva en el ánimo de los espectadores, la versión de que el César ha dado la orden de quemar Roma, para librarse de los olores del Suburra y construir una nueva ciudad llamada Neronia.

Llenos de ira, dicen que el César está loco y que por un capricho criminal, ha decidido sacrificar a millares de romanos. Muchas personas después de haber perdido todos sus bienes o sus seres queridos, se arrojan a las llamas dominadas por la desesperación. Muchos mueren quemados o asfixiados por el humo. La destrucción parece tan completa, implacable y fatal como el destino. Y el incendio se sigue propagando.

Marco Aurelio fue trasladado a la casa de un comerciante que le da hospedaje, baño, ropa y alimentos, para que recobre sus fuerzas. Éste le confirmó que Lino se había ido con el sacerdote Nicomedes y el prelado Fileas, obispo en cuya casa había encontrado refugio y que estaba fuera de la ciudad, en Laurento.

Saber que ellos habían escapado del incendio le dio nuevas fuerzas. Ve claramente la mano de Dios que los está protegiendo y da gracias por ello en una plegaria silenciosa. Luego dijo:

–           Gracias Efrén, por tu caridad. Iré a buscar a Lino. Mi esposa está con ellos.

Efrén le aconsejó:

–          Será mejor que atravieses el Monte Vaticano hasta la Puerta Flaminia y cruzas el río por ese punto. Es el sitio menos peligroso.

Y Roma ardió por seis días y siete noches.

De las catorce divisiones de Roma, quedaron solo cuatro, incluyendo el Transtíber. Las llamas devoraron todas las demás. La catástrofe ha sido demasiado grande y no tiene paralelo en el mundo.

HERMANO EN CRISTO JESUS:

ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, – CONOCELA