13 LOS ESPONSALES
13 CONOCER A DIOS, ES EMPEZAR A AMARLO
Esponsales de la Virgen y José
Que fue instruido por la Sabiduría para ser custodio del Misterio.
¡Qué hermosa está María, rodeada de sus amigas y sus maestras jubilosas, vestida para los esponsales!
Entre aquéllas está también Isabel. Va toda vestida de blanquísimo lino, tan seríceo y fino que parece de preciosa seda.
Ciñe su grácil cintura un cinturón burilado de oro y plata, hecho todo de medallones unidos por delgadas cadenas, cada uno de los medallones es una filigrana engastada en la pesada plata bruñida por el tiempo.
Y quizás porque es demasiado largo para Ella, que todavía es una delicada jovencita, le pende por delante con los tres últimos medallones, cayendo entre los pliegues del vestido amplísimo, que a su vez termina en una pequeña cola debido a su largura.
Calzan sus pequeños pies, unas sandalias de piel blanquísima con hebillas de plata.
El vestido está sujeto al cuello por una cadenita de rosetas de oro y de filigrana de plata, que presentan en pequeño el mismo motivo del cinturón.
La cadenita pasa a través de los anchos ojales del amplio cuello del vestido, acortándolo, por tanto, en frunces que forman como una pequeña puntilla.
El cuello de María sobresale entre ese candor fruncido, con la gracia de un tierno tallo fajado con una gasa preciada, y así parece aún más grácil y blanco:
un tallito de azucena culminado por su rostro de lirio, el cual, por la emoción, se ve aún más pálido y más puro: un rostro de hostia purísima.
El pelo ya no le pende sobre los hombros.
Está graciosamente dispuesto en nudo de trenzas. Unas valiosas horquillas de plata bruñida, con un trabajo de filigrana que cubre enteramente la parte superior del arco, sujetan las trenzas.
El velo materno se apoya sobre ellas y desciende, formando lindos pliegues, por debajo del estrecho aro que lleva ajustado a la frente blanquísima;
desciende hasta las caderas, porque María no tiene la altura de su madre y el velo le llega más abajo de ellas, mientras que a Ana le llegaba sólo a la cintura.
No lleva anillos en las manos; en las muñecas, unas pulseras. Pero estas muñecas son tan delgadas, que las pesadas pulseras maternas se apoyan sobre el dorso de las manos y quizás, si sacudiera las manos, se caerían al suelo.
Las compañeras la miran absortas desde todos los puntos, y con maravilla. Con sus preguntas y con sus frases de admiración crean un festivo trinar de gorrioncillos.
– ¿Son de tu madre?
– Antiguas, ¿Verdad?
– ¡Qué bonito, Sara, ese cinturón!
– ¿Y este velo, Susana?
¡Mira que finura! ¡Fíjate estas azucenas tejidas en el velo!
– ¡Déjame ver las pulseras, María!
¿Eran de tu madre?
– Las llevó ella, pero son de la madre de Joaquín, mi padre.
– ¡Oh, mira!
Tienen el sigilo de Salomón entrelazado con sutiles ramitas de palma y olivo, y entre ellas hay azucenas y rosas.
– ¡Oh! ¿Quién habrá realizado un trabajo tan perfecto y minucioso?
María explica:
– Son de la casa de David.
Hace ya siglos que las llevan las mujeres de esta estirpe cuando se van a casar, y van pasando a las herederas.
– ¡Ah, ya! Tú eres hija heredera…
– ¿Te han traído todo de Nazaret?
– No.
Cuando murió mi madre, mi prima se llevó a su casa el ajuar para conservarlo sin que se dañase. Ahora me lo ha traído.
– ¿Dónde está?
— ¿Dónde está?
– Enséñanoslo a las amigas.
María no sabe qué hacer… Quisiera ser amable, pero no querría remover todas las cosas, que están ordenadas en tres pesados baúles.
Vienen en su ayuda las maestras:
– El novio está para llegar.
No es el momento de crear confusión. Dejadla. Que la cansáis. Id a prepararos».
El hablador enjambre se aleja un poco enfadado.
María puede así gozar en paz de la compañía de sus maestras, las cuales le dirigen palabras de alabanza y bendición.
Isabel también se ha acercado, y, dado que María, emocionada, llora porque Ana de Fanuel la llama hija y la besa con un afecto verdaderamente maternal,
le dice:
– María, tu madre no está presente, pero sí está presente.
Su espíritu se regocija junto al tuyo, y, mira, las cosas que llevas te traen de nuevo su caricia. En ellas sientes aún el sabor de sus besos. Un día ya lejano, el día en que viniste al Templo, me dijo:
“Le he preparado los vestidos y el ajuar para cuando se case, porque quiero ser yo la que le haya hilado las telas y le haya hecho los vestidos, para no estar ausente en el día de su alegría”.
Mira, al final, cuando yo la asistía, ella quería todas las noches acariciar tus primeros vestidos y este que llevas ahora,
y decía: “Aquí siento el olor de jazmín de mi pequeñuela, aquí quiero que Ella sienta el beso de su mamá”. ¡Cuántos besos dio a este velo que cubre tu frente! ¡Más besos que hilos tiene!…
Y, cuando uses estas telas hiladas por ella, piensa que más que la estambre los ha hecho el amor de tu madre.
Y estas joyas… Tu padre las salvó para ti incluso en los momentos difíciles, para que te embellecieran, como corresponde a una princesa de David, en este momento.
Alégrate, María. No estás huérfana; los tuyos están contigo, y quien va a ser tu marido es tan perfecto, que es para ti padre y madre…
María exclama:
– ¡Oh, sí!
¡Eso es verdad! No puedo quejarme de él, ciertamente. En menos de dos meses ha venido dos veces, y hoy viene por tercera vez, desafiando a las lluvias y al tiempo ventoso, declarándose sujeto a mí…
Fíjate: ¡sujeto a mí! ¡Yo, que soy una pobre mujer, y mucho más joven que él! Y no me ha negado nada. Es más, ni siquiera espera a que yo pida. Parece como si un ángel le dijera lo que deseo…
Y me lo dice él antes de que yo hable. La última vez me dijo: “María, creo que preferirás estar en tu casa paterna. Dado que eres hija heredera, lo puedes hacer, si lo ves oportuno.
Yo iré a tu casa. Solamente para observar el rito, tú vas durante una semana a casa de Alfeo, mi hermano. María te quiere ya mucho. De allí partirá la tarde de la boda el cortejo que te llevará a casa”.
¿No es amable por su parte? No le ha importado ni siquiera el dar pie a la gente para decir que él no tiene una casa que me guste… A mí me hubiera gustado en todo caso, por estar él, que es tan bueno, en ella.
Pero sin duda prefiero la mía… por los recuerdos… ¡Oh, José es bueno!
– ¿Qué dijo del voto?
Todavía no me has comentado nada.
– No puso ninguna objeción.
Es más, conocidas las razones del mismo, dijo: “Uniré mi sacrificio al tuyo”.
Ana de Fanuel dice:
– Es un joven santo!
El “joven santo” entra en este momento, acompañado de Zacarías.
Su figura es, literalmente hablando, espléndida.
Todo de amarillo oro, parece un soberano oriental. Bolsa y puñal penden de un espléndido cinturón: aquélla, de tafilete bordado en oro; el puñal, en una vaina con guarniciones bordadas en oro, también de tafilete.
Cubre su cabeza un turbante, la típica faja de tela como la llevan todavía ciertos pueblos de África, los beduinos por ejemplo; lo sujeta en torno un valioso arito de oro, delgado, que ciñe unos ramitos de mirto.
Viste majestuosamente un manto completamente nuevo con muchas franjas. Está radiante de alegría. En las manos lleva unos ramitos de mirto en flor.
Saluda diciendo:
– ¡A ti la paz, mi prometida!
Paz a todos.
Recibido el saludo de respuesta, dice:
– Vi tu alegría el día en que te di la ramita de tu huerto.
He pensado traerte este mirto que procede de la gruta que tanto estimas. Quería haberte traído las rosas que están enfrente de tu casa, las primeras que están floreciendo ahora; pero las rosas no duran varios días de viaje…
Habría llegado trayendo sólo espinas, y yo a ti, dilecta mía, te quiero ofrecer sólo rosas,
y quiero sembrar tu camino de flores blandas y perfumadas, para que apoyes tu pie sobre ellas y no encuentres ni inmundicias ni asperezas.
María responde:
– ¡Oh, gracias, hombre de corazón bueno!
¿Cómo has logrado que llegara fresco?.
– He atado a la silla un recipiente y he metido dentro estas ramitas con las flores todavía en capullo. Durante el viaje han florecido.
Tómalas, María. Que tu frente se enguirnalde de pureza, símbolo de la mujer prometida; aunque siempre será mucho menor que la pureza que hay en tu corazón.
Isabel y las maestras engalanan a María con la florida guirnaldita que se forma al fijar en el precioso aro los ramitos cándidos del mirto, e intercalan unas pequeñas, cándidas rosas, que había en un jarrón encima de un arca.
María hace ademán de coger su amplio manto cándido para colocárselo prendido a los hombros. Pero su prometido le precede en el gesto y le ayuda a fijar con dos hebillas de plata, en los hombros, este amplio manto suyo.
Las maestras disponen los pliegues con amor y gracia. Todo está preparado. Mientras esperan a no sé qué, José dice, lo dice apartándose un poco con María:
– He pensado este tiempo en tu voto.
Ya te dije que lo comparto. Pero, cuanto más pienso en ello, más me doy cuenta de que no es suficiente el nazireato temporal, aunque se vaya renovando.
Yo te he comprendido, María. No merezco todavía la palabra de la Luz, pero sí me llega un murmullo de su voz, y ello me pone en condiciones de leer tu secreto, al menos en sus líneas maestras.
Soy un pobre ignorante, María. Soy un pobre obrero. Ni sé de letras ni tengo tesoros, mas a tus pies pongo mi tesoro, para siempre.
Mi castidad absoluta, para ser digno de estar a tu lado, Virgen de Dios, “hermana mía, novia, cerrado huerto, fuente sellada”, como dice el Antepasado nuestro, que quizás escribió el Cantar viéndote a ti…
Yo seré el guardián de este huerto de perfumes en que se dan las más preciadas frutas, donde mana una vena de agua viva con ímpetu suave:
¡Tu dulzura, prometida mía, que con tu candor — ¡oh, llena de hermosura! — me has conquistado el espíritu! ¡Oh, tú, más hermosa que una aurora; Sol, que resplandeces porque te resplandece el corazón;
¡Oh, toda amor para con tu Dios y para con el mundo al que quieres dar el Salvador con tu sacrificio de mujer! ¡Ven, mi amada!
Y coge delicadamente su mano para guiarla hacia la puerta.
Los siguen todos los demás.
Afuera se añaden las joviales compañeras, enteramente de blanco todas ellas y con velos.
Van por patios y pórticos, entre la muchedumbre observadora, hasta llegar a un punto que ya no pertenece al Templo;
parece, más bien, una sala dada para el culto, como se deduce de la existencia en ella de lámparas y rollos de pergaminos como en las sinagogas.
Los novios caminan hasta llegar frente a un alto atril (casi una cátedra), y esperan.
Los demás, perfectamente en orden, se ponen detrás de ellos.
Otros sacerdotes y gente simplemente curiosa se agolpan en el fondo de la sala.
Entra, solemne, el Sumo Sacerdote.
Rumor de los curiosos:
– Sí, porque es de casta real y sacerdotal.
La novia es flor de David y Aarón, y virgen del Templo; el novio, de la tribu de David.
El Pontífice pone la mano derecha de la novia en la del novio y los bendice solemnemente:
– El Dios de Abraham, Isaac y Jacob esté con vosotros.
Que El os una y se cumpla en vosotros su bendición, dándoos su paz y una numerosa descendencia con larga vida y muerte beata en el seno de Abraham.
Luego se retira, solemne como había entrado.
Se lleva a cabo la promesa recíproca. María es la prometida-esposa de José.
Todos salen y, en perfecto orden, van a una sala, en la cual se redacta el contrato de matrimonio, donde se dice que María, hija heredera de Joaquín de David y Ana de Aarón,
da como dote a su prometido-esposo su casa y bienes anejos y su ajuar personal así como cualquier otro bien heredado de su padre.
Todo queda cumplido. Los esposos salen al patio, lo atraviesan, van hacia la salida, que está cerca de la sección de las mujeres dedicadas al Templo.
Los está esperando un carro cómodo y voluminoso. Va provisto de una cortina protectora. En él ya están colocados los pesados baúles de María.
Despedidas, besos y lágrimas, bendiciones, consejos, recomendaciones…
María sube con Isabel y se pone en el interior del carro; en la parte de delante se ponen José y Zacarías.
Se han quitado los mantos de fiesta y se han envuelto en unas capas oscuras.
El carro se pone en marcha, al trote pesado de un caballo oscuro.
Los muros del Templo se alejan, y luego los de la ciudad.
Ya se ve el campo, nuevo, fresco, florido bajo los primeros soles de la primavera, con los trigos ya levantados un buen palmo del suelo,
que parecen esmeraldas transformadas en hojitas ondulantes bajo una brisa ligera con sabor a flores de melocotonero y manzano, con sabor a tréboles en flor y a hierbabuenas silvestres.
María llora en voz baja, al amparo de su velo, y, de vez en cuando, corre un poco la cortina y mira una vez más al Templo lejano, a la ciudad dejada…
La visión cesa así.
– ¿Qué dice el libro de la Sabiduría al cantar sus alabanzas?:
“En la sabiduría está presente, efectivamente, el espíritu de inteligencia, santo, único, múltiple, sutil”.
Y continúa enumerando sus dotes, para terminar el período con estas palabras: “… que todo lo puede, todo lo prevé; que comprende a todos los espíritus, inteligente, puro, sutil.
La sabiduría penetra con su pureza, es vapor de la virtud de Dios… por ello en ella no hay nada impuro… imagen de la bondad de Dios.
Es única y, no obstante, lo puede todo; es inmutable y da vida nueva a todas las cosas; se comunica a las almas santas; forma a los amigos de Dios y a los profetas”.
Ya has visto cómo José, no por cultura humana, sino por instrucción sobrenatural, sabe leer en el libro sellado de la Virgen sin mancha;
y cómo se acerca extremamente a las verdades proféticas con ese su “ver” un misterio sobrehumano donde los demás veían únicamente una gran virtud.
Impregnado de esta sabiduría, que es vapor de la virtud de Dios y emanación cierta del Omnipotente, se conduce con espíritu seguro por el mar de este misterio de gracia que es María,
se armoniza con Ella con espirituales contactos — en que se hablan, más que los labios, los dos espíritus en el sagrado silencio de las almas — donde sólo Dios oye voces que perciben también los que le son gratos por servirle con fidelidad y por estar llenos de Él.
La sabiduría del Justo, que aumenta por la unión con la Toda Gracia y por la cercanía a Ella, le prepara a penetrar en los secretos más altos de Dios y a poderlos tutelar y defender de insidias humanas y demoníacas.
Y contemporáneamente lo va renovando. Del justo hace un santo; del santo, el custodio de la Esposa y del Hijo de Dios. Sin quitar el sello de Dios, él, el casto, que ahora lleva su castidad a heroísmo angélico,
puede leer la palabra de fuego escrita sobre el diamante virginal por el dedo de Dios, y en él lee aquello que su prudencia no dice, y que es mucho más grande que lo que leyó Moisés en las tablas de piedra.
Y a fin de que ningún ojo profano alcance este Misterio, él se pone, como sello sobre el sello, como arcángel de fuego, a la entrada del Paraíso, dentro del cual el Eterno encuentra sus delicias
“paseando al fresco del atardecer” y hablando con Aquella que es su amor, bosque de azucena en flor, aura perfumada de aromas, viento suave de frescura matutina, hermosa estrella, delicia de Dios.
La nueva Eva está allí, en su presencia. No es hueso de sus huesos ni carne de su carne; sí, compañera de su vida, Arca viva de Dios.
Él la recibe para tutelarla, y a Dios debe restituírsela, pura como la ha recibido. “Desposada con Dios” estaba escrito en ese libro místico de inmaculadas páginas…
Y cuando la duda, sibilante, en la hora de la prueba, le sugirió su tormento, él, como hombre y como siervo de Dios, sufrió, como ninguno, por causa del temido sacrilegio.
Pero ésta fue la prueba futura. Ahora, en este tiempo de gracia, él ve y se pone a sí mismo al servicio más auténtico de Dios.
Luego vendrá la tempestad de la prueba, como para todos los santos, para ser probados y venir así a ser ayudantes de Dios.
¿Qué se lee en el Levítico? “Di a Aarón, tu hermano, que no entre en cualquier tiempo en el santuario que está detrás del Velo, ante el Propiciatorio que cubre al Arca, para no morir
— pues Yo apareceré en la nube sobre el oráculo —, si no hace antes estas cosas: ofrecerá un novillo por el pecado y un carnero como holocausto; llevará la túnica de lino y con calzones de lino cubrirá su desnudez”.
Y verdaderamente José entra, cuando Dios quiere y cuanto Dios quiere, en el santuario de Dios; y traspasa el velo que cela el Arca sobre la cual está suspendido el Espíritu de Dios;
y se ofrece a sí mismo y ofrecerá al Cordero, holocausto por el pecado del mundo, expiación de tal pecado?
Y esto lo hace, vestido de lino, mortificados los miembros viriles para abolir su sensualidad, la cual, una vez, al inicio de los tiempos, triunfó, lesionando el derecho de Dios sobre el hombre;
mas ahora será conculcada en el Hijo, en la Madre y en el padre adoptivo, para restituir a los hombres a la Gracia y devolverle a Dios su derecho sobre el hombre.
Esto lo hace con su castidad perpetua. ¿No estaba José en el Gólgota? ¿Os parece que no está en el número de los corredentores? En verdad os digo que fue el primero de ellos,
y que grande es, por tanto, ante los ojos de Dios. Grande por el sacrificio, la paciencia, la constancia y la fe.
¿Qué fe será mayor que ésta, que creyó sin haber visto los milagros del Mesías?
Sea alabado mi padre adoptivo, ejemplo para vosotros de aquello que en vosotros más falta: pureza, fidelidad y perfecto amor.
Gloria al magnífico lector del Libro sellado, que fue instruido por la Sabiduría para saber comprender los misterios de la Gracia
y que fue elegido para tutelar la Salvación del mundo contra las insidias de todos los enemigos.
12 EL ESPOSO DESIGNADO
12 CONOCER A DIOS, ES EMPEZAR A AMARLO
José designado para esposo de la Virgen.
Veo una rica sala, con un suelo bonito, cortinas, alfombras y muebles taraceados. Debe formar parte del Templo todavía. Se deduce porque hay sacerdotes, entre los cuales está Zacarías…
Y también muchos hombres de las más diversas edades, o sea, de los veinte a los cincuenta años aproximadamente.
Están hablando unos con otros, bajo pero animadamente.
Se los ve inquietos por algo que desconozco. Todos están vestidos de fiesta, con vestidos nuevos o, al menos, recién lavados, como si estuvieran ataviados para una celebración.
Muchos se han quitado el paño con que se cubren la cabeza, otros todavía lo tienen puesto, especialmente los ancianos, mientras que los jóvenes muestran sus cabezas descubiertas:
Unas rubio-oscuras, otras moreno-oscuras, algunas negrísimas, una — sólo ella — rojo-cobre. Las cabelleras son generalmente cortas, pero algunas de ellas llegan hasta los hombros.
No deben conocerse todos entre sí porque se están observando con curiosidad. Pero parecen relacionados pues se ve que los apremia un pensamiento común.
En una de las esquinas veo a José.
Está hablando con un anciano de aspecto robusto y vigoroso. José tendrá unos treinta años. Es un hombre apuesto; pelo corto, más bien rizado, de un castaño oscuro como el de la barba y el bigote,
que velan un mentón bien conformado y suben hacia las mejillas moreno-rojizas, no aceitunadas como en el caso de otras personas morenas; tiene ojos oscuros, buenos y profundos, muy serios, incluso yo diría que un poco tristes.
Sin embargo, cuando sonríe — como está haciendo en este momento —aparecen alegres y juveniles.
Está vestido todo de marrón claro, de forma muy simple pero muy ordenada.
Entra un grupo de jóvenes levitas.
Se disponen entre la puerta y una mesa larga y estrecha que está cerca de la pared en cuyo centro se encuentra la puerta, la cual queda abierta de par en par.
Sólo una cortina tensa, que pende hasta unos veinte centímetros del suelo, sigue cubriendo la entrada.
La curiosidad se acentúa.
Y más aún cuando una mano separa la cortina para dejar paso a un levita que lleva en los brazos un haz de ramas secas sobre el cual ha sido depositada delicadamente una ramilla florecida,
una ligera espuma de pétalos blancos que apenas muestran un rosáceo esfumado que desde el centro se irradia, atenuándose cada vez más, hasta el extremo de los livianos pétalos.
El levita deposita el haz de ramas encima de la mesa con exquisito cuidado para no lesionar el milagro de esa rama en flor en medio de tanta hojarasca.
Un murmullo recorre la sala. Los cuellos se alargan, las miradas se hacen más penetrantes, como para poder ver.
Zacarías, con los sacerdotes, también trata de ver, estando como está más cerca de la mesa, pero no ve nada.
José, desde su esquina, apenas dirige los ojos hacia el haz de ramas, y, cuando su interlocutor le dice algo, él hace un gesto denegatorio como de quien dice: «¡Imposible!», y sonríe.
Un toque de trompeta se oye desde el otro lado de la cortina.
Todos guardan silencio y se disponen en perfecto orden mirando hacia la puerta, ahora enteramente abierta, dado que a la cortina la hacen deslizarse sobre sus anillos.
Rodeado de otros ancianos, entra el Sumo Pontífice. Todos se postran.
El Pontífice se acerca a la mesa y, en pie, comienza a hablar:
– Hombres de la estirpe de David, que habéis convenido en este lugar por convocatoria mía, escuchad.
El Señor ha hablado, ¡Gloria a Él! De su Gloria un rayo ha descendido y, como sol de primavera, ha dado vida a una rama seca…
Y ésta ha florecido milagrosamente cuando ninguna rama de la tierra hoy está en flor.
Hoy, último día de las Luminarias, cuando aún no se ha derretido la nieve caída sobre las alturas de Judá y es lo único cándido que hay entre Sión y Betania.
Dios ha hablado haciéndose padre y tutor de la Virgen de David, que no tiene tutor alguno aparte de Dios.
Santa doncella, gloria del Templo y de la estirpe, ha merecido la palabra de Dios para conocer el nombre del esposo grato al Eterno.
¡Muy justo debe ser para haber sido elegido por el Señor para tutelar a su amada Virgen!
Por ello nuestro dolor de perderla se aplaca, y cesa toda preocupación acerca de su destino como esposa.
Y a aquel que ha sido señalado por Dios le confiamos, plenamente seguros, la Virgen que posee la bendición de Dios y la nuestra.
El nombre del prometido es José de Jacob, betlemita, de la tribu de David, carpintero en Nazaret de Galilea. José, acércate; el Sumo Sacerdote te lo ordena.
Gran murmullo. Cabezas que se vuelven, ojos y manos que señalan, expresiones de desilusión y expresiones de alivio.
Alguno, especialmente entre los viejos, debe haberse sentido contento de no haber sido destinado para ello.
José, muy colorado y visiblemente turbado, se abre paso. Ya está ante la mesa, frente al Pontífice, al cual ha saludado con reverencia.
El Pontífice indica:
– Venid todos y mirad el nombre grabado en la rama.
Coja cada uno su ramilla, para asegurarse de que no hay trampa.
Los hombres obedecen.
Miran la ramilla que delicadamente tiene el Sumo Sacerdote; cada uno coge la suya: unos la rompen, otros la guardan.
Todos miran a José: hay quien mira y calla, otros lo felicitan.
El anciano con el que antes estaba hablando dice:
– ¿No te lo había dicho, José?
¡Quien menos se siente seguro es el que vence la partida!.
Ya han pasado todos.
E1 Sumo Sacerdote da a José la ramilla florecida, y, poniéndole la mano en el hombro,
le dice:
– No es rica y tú lo sabes, la esposa que Dios te dona, pero posee todas las virtudes.
Hazte cada día más digno de Ella. En Israel no hay flor alguna tan linda y pura como Ella. Salid todos ahora. Que se quede José. Y tú, Zacarías, pariente, trae a la prometida.
Salen todos, excepto el Sumo Sacerdote y José.
Vuelven a correr la cortina, cubriendo así la puerta.
José está todo humilde junto al majestuoso Sacerdote. Una pausa silenciosa y éste le dice:
– María debe manifestarte un voto que ha hecho.
Ayúdala en su timidez. Sé bueno con la mujer buena.
– Pondré mi virilidad a su servicio y ningún sacrificio por Ella me pesará.
Estáte seguro de ello.
Entra María con Zacarías y Ana de Fanuel.
El Pontífice dice:
– Ven, María.
Éste es el esposo que Dios te ha destinado. Es José de Nazaret. Regresarás, por tanto, a tu ciudad. Ahora os voy a dejar. Que Dios os dé su bendición.
Que el Señor os mire y os bendiga, os muestre su rostro y tenga siempre piedad de vosotros. Que vuelva a vosotros su rostro y os dé la paz.
Zacarías sale escoltando al Pontífice.
Ana felicita al prometido y luego también sale.
Los dos prometidos están el uno enfrente del otro.
María, toda colorada, tiene la cabeza agachada.
José, también ruborizado, la observa buscando las primeras palabras que decir. Al fin las encuentra y una sonrisa ilumina su rostro.
Dice:
– Te saludo, María.
Te vi cuando eras una niña de pocos días… Yo era amigo de tu padre y tengo un sobrino de mi hermano Alfeo que era muy amigo de tu madre, su pequeño amigo, pues ahora no tiene más que dieciocho años.
Y cuando tú todavía no habías nacido, siendo sólo un niñito, ya alegraba las tristezas de tu madre, que lo quería mucho.
No nos conoces porque viniste aquí siendo muy pequeñita. Pero en Nazaret todos te quieren y piensan en ti.
Y hablan de la pequeña María de Joaquín, cuyo nacimiento fue un milagro del Señor, que hizo verdecer a la estéril… Yo me acuerdo de la tarde en que naciste…
Todos la recordamos por el prodigio de una gran lluvia que salvó los campos y de una violenta tormenta durante la cual los rayos no quebraron ni siquiera un tallito de brezo silvestre,
tormenta que terminó con un arco iris de dimensiones y belleza no vistas nunca más.
Y… ¿quién no recuerda la alegría de Joaquín? Te mecía enseñándote a los vecinos… Considerándote una flor venida del Cielo, te admiraba, y quería que todos te admirasen.
¡Oh, dichoso y anciano padre que murió hablando de su María, tan bonita y buena y que decía palabras llenas de gracia y de saber!… ¡Tenía razón al admirarte y al decir que no existe ninguna más hermosa que tú!
¿Y tu madre? Llenaba con su canto el ángulo en que estaba tu casa. Parecía una alondra en primavera durante la gestación, y luego, cuando te amamantaba.
Yo hice tu cuna, una cunita toda de entalladuras de rosas, porque así la quiso tu madre. Quizás esté todavía en la casa, ahora cerrada…
Yo soy viejo, María. Cuando naciste, yo ya hacía mis primeros trabajos. Ya trabajaba… ¡Quién me iba a decir que te hubiera tenido por esposa!
Quizás hubieran muerto más felices los tuyos, porque éramos amigos. Yo enterré a tu padre, llorándole con corazón sincero porque fue para mí maestro bueno durante la vida.
María levanta muy despacio el rostro, sintiéndose cada vez más segura al oír cómo le habla José, y cuando alude a la cuna sonríe levemente, y cuando José habla de su padre le tiende una mano,
y dice:
– Gracias, José.
Un “gracias” tímido y delicado.
José toma entre sus cortas y fuertes manos de carpintero esa manita de jazmín, y la acaricia con un afecto que pretende inspirar cada vez más tranquilidad.
Quizás espera otras palabras, pero María vuelve a guardar silencio.
Entonces continúa hablando él:
– La casa, como sabes, está intacta, menos la parte que fue derribada por orden consular para transformar en calle el sendero, para los convoyes de Roma.
Pero las parcelas de cultivo, las que te han quedado — porque ya sabes… la enfermedad de tu padre consumió mucho tus haberes — están un poco abandonadas.
Hace ya más de tres primaveras que los árboles y las cepas no conocen podadera de hortelano, y la tierra está sin cultivar y, por tanto, dura.
Pero los árboles que te vieron cuando eras pequeñita están todavía allí, y, si me lo permites, yo me ocuparé inmediatamente de ellos.
– Gracias, José. Pero, ya trabajas…
– Trabajaré en tu huerto durante las primeras y las últimas horas del día.
Ahora el tiempo de luz se va alargando cada vez más. Para la primavera quiero que todo esté en orden, para alegría tuya. Mira, ésta es una ramilla del almendro que está frente a la casa.
Quise coger ésta… Se puede entrar por cualquier parte por el seto destruido, pero ahora le haré de nuevo sólido y fuerte, quise coger ésta pensando que si yo hubiera sido el elegido…
No lo esperaba porque soy consagrado nazareo. Y he obedecido porque se trataba de una orden del Sacerdote, no por deseos de casamiento; pensando te decía, que el tener una flor de tu jardín te habría alegrado.
Aquí la tienes, María. Con ella te doy mi corazón, que como ella, hasta ahora, ha florecido sólo para el Señor, y que ahora florece para ti, esposa mía.
María coge la ramita. Se la ve emocionada y mira a José con una cara cada vez más segura y radiante. Se siente segura de él.
Cuando él dice: «Soy consagrado nazareo», su rostro se muestra todo luminoso y encuentra fuerzas para decir:
– Yo también soy toda de Dios, José. No sé si el Sumo Sacerdote te lo ha dicho…
– Me ha dicho sólo que tú eres buena y pura y que debes manifestarme un voto tuyo…
Y que fuera bueno contigo. Habla, María. Tu José desea hacerte feliz en todos tus deseos. No te amo con la carne. ¡Te amo con mi espíritu, santa doncella que Dios me otorga!
Debes ver en mí un padre y un hermano, además de un esposo. Ábrete a mí como con un padre, abandónate en mí como con un hermano.
– Ya desde la infancia me consagré al Señor.
Sé que esto no se hace en Israel, pero yo sentía una Voz que me pedía mi virginidad en sacrificio de amor por la venida del Mesías. ¡Hace mucho tiempo que Israel lo espera!…
¡No es demasiado el renunciar por esto a la alegría de ser madre!.
José la mira fijamente, como queriendo leer en su corazón, y luego coge las dos manitas que tienen todavía entre los dedos la ramita florecida,
y dice:
– Pues yo también uniré mi sacrificio al tuyo…
Y amaremos tanto con nuestra castidad al Eterno, que Él dará antes a la Tierra al Salvador, permitiéndonos ver su Luz resplandecer en el mundo. Ven, María.
Vamos ante su Casa y juremos amarnos como lo hacen los ángeles entre sí. ‘Luego iré a Nazaret a prepararlo todo para ti, en tu casa si quieres ir a ella, en otra parte si así lo deseas.
– En mi casa…
En el fondo había una gruta… ¿Todavía está?.
– Está, pero ya no es tuya…
Yo, de todas formas, te haré otra gruta donde estarás fresca y tranquila en las horas más calurosas. La haré lo más parecida posible. Y… dime, ¿Quién quieres que esté contigo?
– Nadie. No tengo miedo.
La madre de Alfeo, que siempre viene a verme, me hará compañía un poco durante el día, y por la noche prefiero estar sola. Ningún mal me puede suceder.
– Bueno, y ahora estoy yo…
¿Cuándo debo venir a recogerte?.
– Cuando tú quieras, José.
– Pues entonces vendré cuando la casa esté en orden.
No pienso tocar nada. Quiero que encuentres todo como lo dejó tu madre, pero quiero también que esté llena de luz y bien limpia para acogerte sin tristeza.
Ven, María. Vamos a decirle al Altísimo que le bendecimos.
Y no veo nada más. Me queda, eso sí, en el corazón el sentido de seguridad que experimenta María…
11 EL VOTO DE MARÍA
11 CONOCER A DIOS, ES EMPEZAR A AMARLO
María confía su voto al Sumo Sacerdote.
3 de septiembre de 1944.
Dice María Valtorta:
¡Qué noche de infierno! Verdaderamente parecía como si los demonios hubieran salido a la Tierra a pasear. Cañonazos, truenos, relámpagos, peligro, miedo, sufrimiento por estar en una cama que no es mía…
(estaban en la Segunda Guerra Mundial y la guerra se desarrollaba cerca de su pueblo)
Y, en medio, como una flor toda blanca y suave entre fogonazos y angustias, la presencia de María, un poco más adulta que en la visión de ayer, pero todavía jovencita, con sus trenzas rubias sobre los hombros,
su vestido blanco y su mansa, recogida sonrisa, una sonrisa interior, vuelta al misterio glorioso que lleva dentro de su corazón.
Paso la noche comparando su aspecto dulce con la crueldad que hay en el mundo, y evocando sus palabras de ayer por la mañana, canto de caridad viva, en contraste con el odio que hace que los hombres se despedacen…
Pues bien, esta mañana, de nuevo en el silencio de mi habitación, presencio esta escena.
María sigue estando en el Templo,
Y ahora sale del Templo propiamente dicho entre otras vírgenes.
Debe haberse llevado a cabo alguna ceremonia, pues un olor a inciensos se esparce por la atmósfera toda roja de un hermoso ocaso, que yo diría que es de otoño avanzado,
porque un cielo ya dulcemente cansado, como lo está en un octubre sereno, se arquea sobre los jardines de Jerusalén,
en los que el amarillo ocre de las hojas que pronto caerán dispone manchas dorado-rojizas entre el verde-plata de los olivos.
La comitiva — mejor sería llamarla enjambre — cándida de las vírgenes cruza el patio posterior, sube la escalinata, atraviesa un pórtico, entra en otro patio menos suntuoso, cuadrado,
que como aperturas no tiene sino la que sirve para acceder a él.
Debe ser el patio dedicado a acoger las pequeñas moradas de las vírgenes reservadas para el Templo, porque cada una de las jovencitas se dirige a su celda como una palomita a su nido.
Y asemejan verdaderamente a una bandada de palomas separándose tras haberlas tenido agrupadas.
Muchas — podría decir todas — hablan entre sí antes de dejarse, en voz baja, pero al mismo tiempo festiva.
Sólo las saluda con afecto antes de separarse; luego se dirige a su habitacioncita, que está en una de las esquinas a la derecha.
Se llega hasta Ella una maestra anciana, aunque no tanto como Ana de Fanuel.
Y le dice:
– María, el Sumo Sacerdote te espera.
María la mira con cierto asombro, pero no hace preguntas.
Se limita a responder:
– Voy inmediatamente.
No sé si la espaciosa sala en que entra es de la casa del Sacerdote o forma parte de los aposentos de las mujeres que están dedicadas al Templo.
Sé que es vasta y luminosa, puesta con gusto, y que en ella, además del Sumo Sacerdote (que con las vestiduras que lleva aparece muy elegante), están Zacarías y Ana de Fanuel.
María se inclina profundamente en el umbral de la puerta y no entra hasta que el Sumo Sacerdote
no le dice:
– Pasa, María. No temas.
Ella se yergue y alza la cara.
Y entra lentamente, no por desgana, sino por un algo de involuntaria solemnidad que la hace parecer más mujer.
Ana le sonríe para animarla.
Y Zacarías la saluda con un:
– Paz a ti, prima.
El Pontífice la observa atentamente.
le dice a Zacarías:
– Es patente en Ella la estirpe de David y Aarón.
– Hija, conozco tu gracia y tu bondad.
Sé que cada día has ido creciendo en ciencia y gracia ante los ojos de Dios y de los hombres.
Sé que la voz de Dios susurra a tu corazón las más dulces palabras. Sé que eres la Flor del Templo de Dios y que un tercer querubín está ante el Testimonio desde que tú llegaste.
Y quisiera que tu perfume siguiera subiendo con los inciensos cada nuevo día. Pero, la Ley se expresa en modo distinto.
Tú ya no eres una niña, sino una mujer. Y en Israel todas las mujeres deben casarse para ofrecer a su hijo varón al Señor.
Tú seguirás el precepto de la Ley. No temas, no te ruborices. No me olvido de tu ofrecimiento.
De hecho ya te la tutela la Ley al ordenar que todo hombre reciba de su estirpe la mujer; pero, aunque no fuera así, yo lo haría, para no corromper tu magnífica sangre.
¿No conoces, María, a alguno de tu estirpe que pudiera ser tu marido?.
María levanta su cara, todo roja de pudor. Y con un primer titileo de llanto, que resplandece orlando los párpados y con voz temblorosa,
responde:
– Ninguno.
Zacarías dice:
– No puede conocer a ninguno, puesto que entró aquí siendo niña.
Y la estirpe de David está demasiado castigada y demasiado dispersa, como para que las distintas ramas puedan reunirse y formar con sus frondas la copa de la palma regia.
– Entonces le dejaremos a Dios que elija.
Las lágrimas, contenidas hasta ese momento, brotan y descienden hasta la trémula boca. María dirige una mirada suplicante a su maestra.
Ana la socorre diciendo:
– María se ha prometido al Señor para gloria de Dios y para la salvación de Israel.
Era sólo una niña que apenas sabía pronunciar y ya se había ligado con un voto.
– Se debe a esto entonces tu llanto.
No es por resistencia a la Ley.
– Es por esto… no por otro motivo.
Yo te obedezco, Sacerdote de Dios.
– Esto confirma cuanto de ti me ha sido referido siempre.
¿Desde hace cuántos años eres virgen consagrada?.
– Yo creo que desde siempre.
Antes de venir a este Templo ya me había ofrecido al Señor.
– Pero, ¿No eres tú la Niña que vino hace doce inviernos a pedirme entrar?.
– Sí.
– Y ¿Cómo, entonces, puedes decir que ya eras de Dios?
– Si miro hacia atrás yo me veo ya consagrada…
No tengo memoria de la hora en que nací, ni de cómo empecé a amar a mi madre y a decirle a mi padre: “¡Oh, padre, yo soy tu hija!”…
Pero sí recuerdo, aunque no a partir de cuándo, haber dado mi corazón a Dios.
Quizás fue con el primer beso que supe dar, con la primera palabra que supe pronunciar, con el primer paso que supe dar…
Sí, eso es, creo que mi primer recuerdo de amor lo encuentro junto a mi primer paso seguro… Mi casa…
Mi casa tenía un jardín lleno de flores… un huerto de árboles frutales y campos cultivados…
Y había un manantial allí, en el fondo, al pie del monte, que manaba de una roca ahuecada en forma de gruta…
Estaba llena de hierbas largas y finas que pendían de todas partes asemejando cascaditas verdes.
Y parecía como si llorasen porque las livianas hojitas, que en su espesura parecían un bordado, tenían, todas, una gotita de agua que al caer sonaba como un cascabelito diminuto.
Y también cantaba el manantial. Y había aves en los olivos y en los manzanos de la pendiente que estaba hacia arriba del manantial.
Y palomas blancas venían a lavarse en la balsa límpida de la fuente… Ya no me acordaba de todo esto porque había puesto todo mi corazón en Dios
Y aparte de mi padre y de mi madre, a quienes amé en vida y después de muertos, todas las demás cosas de la tierra habían desaparecido de mi corazón…
Pero tú me haces pensar en ello, Sacerdote… Debo buscar el momento en que me di a Dios…
Y vuelven a la mente las cosas de los primeros años… Me gustaba esa gruta porque en ella oía una Voz, más dulce que el canto del agua y de los pájaros, que me decía: “Ven, dilecta mía”.
Me gustaban esas hierbas diamantinas con sus gotas sonoras porque en ellas veía el signo de mi Señor y me perdía diciéndome: “¿Ves qué grande es tu Dios, alma mía!
El mismo que ha hecho los cedros del Líbano para el aquilón ha hecho estas hojitas que ceden bajo el peso de un mosquito para alegría de tu ojo y para que protejan tu piececito”.
Me gustaba aquel silencio de cosas puras: el viento leve, el agua de plata, la pulcritud de las palomas…
Me gustaba esa paz que amparaba la gruta, descendiendo de los manzanos y de los olivos, ya enteramente en flor, ya repletos de frutos… Y, no sé… me parecía que la Voz me dijese a mí, justamente a mí:
“Ven, tú, aceituna especiosa; ven, tú, dulce pomo; ven, tú, fuente sigilada; ven, tú, paloma mía”…
Dulce era el amor de mi padre y de mi madre… dulce su voz cuando me llamaba…
¡Ah, pero ésta, ésta…! ¡Oh!, yo creo que así la oiría en el Paraíso Terrenal aquella que fue culpable.
Y no sé cómo pudo preferir un silbido a esta Voz de amor, cómo pudo apetecer otro conocimiento que no fuera Dios…
Aún con el sabor a leche materna en los labios, pero con el corazón ebrio de miel celestial, yo dije entonces:
“Sí, voy. Tuya. Y mi carne no tendrá otro señor aparte de Ti, Señor, de la misma forma que mi espíritu no tiene otro amor”…
Y al decir esto me parecía estar repitiendo cosas ya dichas precedentemente y estar cumpliendo un rito que ya había sido cumplido.
Y no me resultaba extraño el Esposo elegido, puesto que yo ya conocía su ardor y mi vista se había formado bajo su luz y mi capacidad de amar había hallado cumplimiento entre sus brazos.
¿Cuándo?… No lo sé.
Yo diría que más allá de la vida, porque tengo la impresión de que siempre ha sido mío, y de que yo siempre he sido suya, y de que yo existo porque Él me ha querido para sí, para alegría de su Espíritu y del mío… ‘
Ahora obedezco, Sacerdote; pero, dime tú cómo debo actuar… No tengo ni padre ni madre. Sé tú mi guía.
– Dios te dará el esposo y será santo, dado que en Dios te abandonas.
Lo que harás será manifestarle tu voto.
– ¿Y aceptará?
– Espero que sí.
Ora, hija, para que él pueda comprender tu corazón. Ahora puedes marcharte. Que Dios te acompañe siempre.
María se retira con Ana y Zacarías se queda con el Pontífice.
La visión cesa aquí.
119 UNA VIRGEN CONSAGRADA
119 IMITAR A JESUS ES EL EJEMPLO QUE SALVA
Jesús está con Pedro, Andrés y Juan. Llama a la puerta de la casa de Nazaret.
Su Madre abre en seguida.
Su rostro, al ver a su Jesús, se ilumina con refulgente sonrisa.
– Regresas en un momento oportuno, Hijo mío.
Desde ayer tengo conmigo una paloma pura que te está esperando. Ha venido de lejos.
La persona que la ha acompañado no podía quedarse más tiempo. Yo, dado que ella solicitaba consejo, he dicho lo que podía, pero sólo Tú, Hijo mío, eres Sabiduría.
Bienvenidos de nuevo también vosotros. Entrad inmediatamente para descansar y reponer fuerzas.
Jesús dice:
– Sí, quedaos aquí.
Voy sin demora con esta criatura que me está esperando.
Los tres sienten viva curiosidad, pero en modo diverso:
Pedro, como si esperase poder ver a través de las paredes, observa con el rabillo del ojo en todas las direcciones.
Juan, parece como si quisiera leer en el sonriente rostro de María el nombre de la desconocida.
Andrés, que está intensamente ruborizado, clava su mirada en Jesús con toda la fuerza de sus pupilas. Y una muda súplica tiembla en su mirada y en sus labios.
Pero Jesús no detiene su atención en ninguno.
Mientras los tres discípulos se deciden a entrar en la cocina, donde María les ofrece comida y calor de hogar…
Jesús levanta la cortina que tapa la puerta que conduce al huerto jardín y sale.
Un delicado sol da a las ramas enteramente florecidas del alto almendro del huerto, un aspecto más esponjoso e irreal del que ya de por sí tienen;
es el único árbol florecido, el más alto de los árboles del huerto, pingüe con su vestido de seda blanco-rosácea entre la desnuda pobreza de los otros:
Peral, manzano, higuera, parra, granado, estériles y desnudos.
Almendro que pomposo con su velo espumoso y vivo que contrasta con la gris humildad monótona de los olivos…
parece como si hubiera atrapado con sus largas ramas una tenuísima nube perdida en el campo zarco del cielo.
Y que con sus vedijas se hubiera engalanado para decir a todos:
«Llega la primavera, tiempo de desposorio. Exultad, plantas y animales. Es el tiempo de los besos con el viento o las abejas
¡Oh flores!; es la hora de los besos bajo las tejas o entre la densa vegetación, ¡Oh pajarillos de Dios!,
¡Oh cándidas ovejas!: hoy besos, mañana prole, para perpetuar la obra del Creador Dios nuestro.
Jesús, erguido bajo el sol, con las manos cruzadas sobre el pecho, sonríe a la pura y serena gracia del huerto materno,
con sus cuadros plantados de azucenas que muestran ya sus primeros haces de hojas, con sus rosales aún desnudos y el olivo tan de plata,
con otras familias de flores desperdigadas entre los humildes cuadros de legumbres y verduras en brote;
puro, ordenado, delicado, parece espirar también él candor de virginidad perfecta.
María lo llama:
– Hijo, ven a mi habitación.
Te la traigo, porque al oír tantas voces ha huido a aquel extremo.
Jesús entra en la habitación materna, esa casita, castísima habitacioncita que oyó las palabras del angélico coloquio y que emana, más aún que el huerto,
la esencia virginal, angélica, santa; de la Mujer que en ella mora desde hace años y del Arcángel que en ella veneró a su Reina.
¿Han pasado ya treinta años o ayer se produjo el encuentro?
Hoy también se ve una rueca con su blando y casi argentino copo de estambre, en el huso hilo.
Y encima de la repisa que está junto a la puerta, un bordado plegado, entre un rollo de pergamino y un jarrón de cobre con una tupida ramita de almendro florecido;
hoy también palpita con un ligero vientecillo la cortina de rayas, la que cela el misterio de esta virginal morada.
El lecho ordenado en su ángulo, sigue teniendo ese aspecto delicado propio del de una niña que apenas haya llegado al umbral de la juventud.
¡Qué sueños se producirán y se habrán producido en esa almohada de escaso grosor!…
La mano de María levanta lentamente la cortina.
Jesús, que en pie, de espaldas a la puerta, estaba contemplando ese nido de pureza, se vuelve.
– Mira, Hijo mío, la traigo a Ti.
Es una cordera y Tú eres su Pastor.
Y dicho esto, María que había entrado llevando de la mano a una jovencita morenita, esbelta, que al verse en presencia de Jesús se ruboriza intensamente…
se retira con delicadeza dejando caer la cortina.
Jesús la saluda:
– Paz a ti, niña.
Ella responde completamente turbada:
– La paz… Señor…
La jovencita, muy emocionada, no puede seguir hablando…
Y se arrodilla rostro en tierra.
– Levántate.
¿Qué deseas de Mí? No temas…
– No es miedo… pero…
Ahora, delante de Ti, después de que lo he deseado tanto… Todo lo que veía fácil y necesario decirte… Ya no me vienen las palabras…
ya no me parece eso… Soy tonta… Perdóname, mi Señor…
– ¿Estás pidiendo gracia para este mundo?
¿Necesitas un milagro? ¿Tienes que convertir a alguna alma? ¿No?
¿Entonces? ¡Ánimo, habla! Tanto valor como has tenido ¿Y ahora te falta? ¿No sabes que Yo soy quien aumenta la fortaleza? ¿Sí? ¿Lo sabes? Pues entonces, ¡Venga, habla!;
como si Yo fuera un padre para Ti. Veo que eres joven. ¿Cuántos años tienes?
– Dieciséis, Señor mío.
– ¿De dónde vienes?
– De Jerusalén.
– ¿Cuál es tu nombre?
– Analía…
– El amado nombre de mi abuela y de muchas otras santas mujeres de Israel. Y formando uno solo con él, el de la buena, fiel, amorosa y mansa esposa de Jacob. Te traerá buen augurio.
Serás una esposa y madre ejemplar. ¿No? ¿Meneas la cabeza? ¿Lloras? ¿Es que te han rechazado?
¿Tampoco es eso? ¿Ha muerto tu prometido? ¿No has sido elegida todavía?
La jovencita sigue meneando la cabeza en señal de negación.
Jesús da un paso hacia ella, la acaricia y la fuerza a que levante la cabeza y a que lo mire…
La sonrisa de Jesús vence el estado de turbación de la muchacha, que ahora se siente más segura,
Y dice:
– Mi Señor, yo estaría casada y viviría feliz y además por mérito tuyo.
¿No me reconoces, mi Señor? Soy la enferma de tisis, la novia moribunda que curaste por la oración de tu Juan…
Después de tu gracia, yo… mi cuerpo era distinto: sano en lugar del otro, moribundo, que tenía antes.
No sé, pero yo ya no me sentía yo… La alegría de estar curada, la certeza, por tanto, de poder casarme.
El hecho de no llegar al matrimonio era lo que de mi muerte me apenaba – no duraron sino las primeras horas. Luego…
La jovencita se siente cada vez más segura, le vuelven las palabras y las ideas que había perdido en el estado de turbación de verse sola con el Maestro…
Ella continúa:
-…Luego sentí que no debía ser sólo egoísta, pensar sólo: “Ahora seré feliz”, sino que debía pensar en algo mayor e ir a Tí. A Dios, Padre tuyo y mío.
Alguna pequeña cosa, pero que expresase mi gratitud. Pensé mucho y, cuando el sábado siguiente vi a mi prometido, le dije:
“Escucha, Samuel. Sin el milagro yo, pasados unos meses, habría muerto y me habrías perdido para siempre.
Quisiera ofrecerle a Dios un sacrificio, yo contigo, para decirle que lo alabo y le estoy agradecida”.
Y Samuel respondió enseguida, porque me quiere:
“Vamos al Templo juntos a inmolar la víctima”.
Pero no era eso lo que yo quería. Soy pobre, aldeana, mi Señor; poco sé y menos aún puedo;
Pero, a través de la mano que habías depositado en mi pecho enfermo, algo había llegado no sólo a mis pulmones horadados; sino también adentro del corazón: a los pulmones, salud; al corazón, sabiduría.
Yo comprendía que el sacrificio de un cordero no era el que deseaba mi espíritu, que te… que te amaba.
La muchacha calla y se sonroja tras esta profesión de amor.
Jesús la incita:
– ¡Sigue, sin miedo!
¿Qué quería tu espíritu?
– Sacrificarte algo que fuera digno de Ti, ¡Oh Hijo de Dios!
Y entonces… y entonces yo pensaba que debería ser una cosa espiritual, como corresponde a Dios, o sea,
mi sacrificio de alargar la espera del matrimonio por amor a Ti, mi Salvador.
Gran alegría comporta el matrimonio, ¿Sabes? ¡Cuando hay amor es una cosa grande! ¡Un deseo, una ansiedad por casarse!…
Pero yo ya no era la misma de unos días antes. No era para mí ya lo más hermoso… Se lo dije a Samuel y él me comprendió.
El también ha decidido hacerse nazareo durante un año, a contar desde el día que debería haber sido la boda, o sea, el día siguiente de las calendas de Adar.
Entretanto se puso a buscarte para testificarte su amor por haberle restituido a su prometida, testificarte su amor y conocerte.
Y te encontró, pasados muchos meses, en Agua Especiosa. Yo también fui… Tu palabra terminó de cambiarme el corazón. Ya no me es suficiente el voto de antes…
Como ese almendro de ahí fuera, que bajo el sol cada vez más caluroso ha vuelto a la vida tras meses de muerte…
Y ha florecido y luego dará hojas y luego frutos,
así yo también he ido progresando en el conocimiento de lo mejor. La última vez, ya segura de mí y de lo que quería, durante todos estos meses he estado meditando…
la última vez que estuve en Agua Especiosa ya no estabas, te habían obligado a irte.
Mucho lloré y oré, de forma que el Altísimo me escuchó, persuadiendo a mi madre a mandarme aquí con un familiar que iba a Tiberíades, para hablar con los cortesanos del Tetrarca.
El capataz me había dicho que aquí te encontraría. Encontré a tu Madre. Sus palabras, el simple hecho de escucharla y de estar a su lado estos dos días, han hecho madurar completamente el fruto de tu gracia».
La muchacha se ha arrodillado como si estuviera ante un altar, con las manos cruzadas sobre el pecho.
– Bien, pero, exactamente ¿Qué deseas?, ¿Qué puedo hacer por ti?
– Señor, querría… querría una cosa muy importante,
que solamente Tú, que das la vida y la salud, me la puedes otorgar, pues pienso que lo que puedes dar lo puedes quitar…
Yo quisiera que la vida que me has dado me la quitases antes de que termine el año de mi voto…
– Pero, ¿Por qué?
¿No te sientes agradecida a Dios por haber recuperado la salud?
– ¡Mucho! ¡Infinitamente!
Es por una sola cosa: porque viviendo por su gracia y por tu milagro he comprendido lo mejor.
– ¿Que es…?

Enséñame a decir “SÍ# cada día a la Voluntad de Dios, a abandonarmw wn aua Manos y dejarme amar por Él, que tu compañía me enseñe en este Adviento a esperar a jesús con amor infinito…
– Que es vivir como los ángeles, como tu Madre, mi Señor,
Como Tú… Como vive tu Juan… Las tres azucenas, las tres llamas blancas, las tres bienaventuranzas de la Tierra, Señor.
Sí, porque creo que es una bienaventuranza el poseer a Dios y el que Dios sea propiedad de los puros.
Creo que quien es puro es un cielo con su Dios en el centro y los ángeles alrededor… ¡Oh, mi Señor, yo desearía esto!…
Poco te he oído, poco he oído a tu Madre, al discípulo y a Isaac, y no he conocido a otros que me dijeran tus palabras.
Pero es como si mi espíritu te oyera siempre y fueras Tú su Maestro… He dicho, mi Señor…
– Analía, mucho es lo que pides y mucho es lo que das.
Hija, has comprendido a Dios y la perfección a que la criatura puede ascender para parecerse y agradar al Purísimo.
Jesús ha cogido entre sus manos la cabeza morena de la muchacha, que sigue arrodillada.
Y le está hablando inclinado hacia ella.
– El que nació de una Virgen, porque no podía prepararse un nido no hecho de azucenas, se siente nauseado hija, de la Triple Libídine del mundo;
se curvaría aplastado por tanta náusea si el Padre, que sabe de qué vive su Hijo, no interviniera con sus amorosos auxilios para sostener a su alma angustiada.
Los puros son mi alegría; tú me devuelves lo que el mundo me quita con su inexhausta bajeza:
¡Benditos seáis por ello el Padre y tú, niña! Ve tranquila. Algo intervendrá y hará eterno tu voto.
Sé una de las azucenas esparcidas por los sangrientos caminos del Cristo.
– Mi Señor, quisiera también otra cosa…
– ¿Cuál?
– No estar cuando llegue tu muerte…
No podría ver morir a quien es mi Vida.
Jesús sonríe dulcemente y seca con su mano dos hilos de lágrimas que descienden por la carita morena de la muchacha.
– No llores.
Las azucenas nunca están de luto. Reirás con todas las perlas de tu corona angélica cuando veas al Rey coronado entrar en su Reino.
Ve. Que el Espíritu del Señor te adoctrine entre una venida mía y la otra. Te bendigo con el fuego del Eterno Amor.
Jesús se asoma al huerto y dice:
– ¡Madre! Aquí tienes a una hijita toda para ti.
Ahora es feliz. Sumérgela en tus candores, ahora y cada vez que vayamos a la Ciudad Santa, para que sea nieve de pétalos celestes, esparcida sobre el trono del Cordero.
Y Jesús vuelve con los suyos mientras María se queda con la muchacha, acariciándola.
Pedro, Andrés y Juan lo miran con ademán interrogativo.
El rostro resplandeciente de Jesús les manifiesta su alegría.
Pedro no se contiene y pregunta:
– ¿Con quién has estado hablando tanto, Maestro mío?
¿Qué has oído para estar tan radiante de alegría?
– Con una mujer que está en el alba de la vida.
Con la mujer que será el alba de muchas otras que han de venir.
– ¿Quiénes?
– Las vírgenes.
Andrés dice en voz baja para sí mismo:
– No es ella…
– No, no es ella.
De todas formas, no te canses de orar, con paciencia y bondad.
Cada palabra de tu oración es como un reclamo, una luz en la noche; la sostienen y la guían.
– Pero, ¿A quién espera mi hermano?
– Espera a un alma, Pedro.
Es una gran miseria que quiere transformar en una gran riqueza.
– ¿Y dónde la ha encontrado Andrés, que no se mueve nunca, no habla nunca y no tiene nunca iniciativas?
– En mi camino.
Ven conmigo, Andrés, vamos a donde Alfeo, a bendecirlo en compañía de sus muchos nietos.
Vosotros esperadme en casa de Santiago y Judas. Mi Madre necesita estar sola todo el día.
Y yendo así, unos a una parte otros a otra, el secreto envuelve la alegría de la primera consagrada a la virginidad por amor a Cristo.