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171.- EL ZAFORÍM

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Por la noche, Jesús está solo en la caverna. La hoguera alumbra y alienta esparciendo un fuerte olor a resinas. Afuera se oye el estrépito de un aguacero envuelto por la luz incierta del amanecer lluvioso…

Hay un ruido de pasos y luego se recorta en la entrada, la figura de un hombre que chorrea agua por todas partes…

Y suspira aliviado, mientras monologa consigo mismo:

–                       ¡Hum! Estoy mojado hasta los huesos. ¡El lugar no está mal! ¿Quién habrá encendido la hoguera? Algún desafortunado como yo. ¿No habrá ladrones?…  Samuel eres un tonto…  ¿Qué pueden quitarme si no tengo un céntimo? ¡Son unos malditos! Hasta perdí la bolsa. Me dijeron: ‘Es el camino más seguro’ pero como ellos no caminan en él. ¡Bueno! ¡No importa! Este fuego vale más que un tesoro. Si tuviese unas cuantas ramas para reavivarlo, me quitaría los vestidos para secarlos…

Jesús dice sin moverse de su lugar.

–                       Si quieres ramas amigo… Aquí hay.

El hombre que estaba de espaldas a Jesús, se estremece al oír sus palabras y se voltea espantado.

Tratando de ver al que le habló, pregunta:

–                       ¿Quién eres?

Jesús contesta:

–                       Un viajero como tú. Yo prendí el fuego y me alegro que te sirviera de guía. Reaviva la llama, antes de que todo sea ceniza… No tengo yesca, ni eslabón. Porque quién me las prestó, ya se fue.

Jesús se acerca con un manojo de ramas y las deja cerca del fuego. Aunque habla con tono amigable, regresa a su rincón envuelto en su manto.

Samuel se inclina a soplar con todas sus fuerzas, hasta que la llama se levanta otra vez. Echa ramas más gruesas, alimentando la hoguera.

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Luego se quita la ropa mojada y dice fastidiado:

–                       ¡Maldito viaje! Se desplomó una pendiente y me vi arrastrado por lodo y agua. Para salvarme dejé escapar la bolsa. ¡Mira! Mi vestido está roto. Si por lo menos hubiera traspasado el sábado.

Jesús extiende el brazo ofreciendole su propia vestidura y dice:

–                       Ten mi vestido. Está seco y caliente. A Mí me basta con el manto. Tómalo. Estoy sano. No tengas miedo.

–                       Y eres bueno. ¿Cómo podré agradecértelo?

–                       Queriéndome como a un hermano.

–                       ¡Queriéndote como a un hermano! Tú no sabes quién soy. Si fuese un malvado, querrías que te amase.

–                       Para hacerte bueno.

El hombre tiene más o menos la edad de Jesús. Toma el vestido que Jesús le pasó, se lo pone y se queda pensativo…

Jesús pregunta:

–                       ¿Cuándo comiste?

Samuel contesta:

–                       Ayer. No alcancé a llegar al valle. Y perdí el camino, la bolsa y el dinero.

–                       Ten. Me sobró un poco. Era lo que tenía para mañana. Pero ten. A mí no me pesa el ayuno.

–                       Si debes caminar, necesitarás fortalecerte.

–                       ¡Oh! No voy muy lejos. Solo a Efraím.

–                       Eres samaritano.

–                       ¿Te desagrada?… No soy samaritano.

–                       ¿Quién eres? ¿Por qué no te descubres? ¿Acaso eres un criminal? No te denunciaré.

–                       Soy un viajero. Mi Nombre te diría poco o mucho… No tengo nada que me obligue a estar oculto. Y con todo me denunciarías, porque dentro de tu corazón hay algo que no está bien… Los malos pensamientos son raíz de acciones malas.

El hombre se estremece y va a donde está Jesús, que le ofrece un envoltorio que le había dejado Mannaém.

Samuel lo toma y se queda reflexionando…

Jesús le dice:

–                       Come amigo.

El viajero regresa a la hoguera. Come despacio sin hablar. Está pensativo. La carne asada lo pone de buen humor.

Jesús parece dormir.

El viajero mira al Desconocido que se ha portado de manera tan noble. Luego de un rato…

Samuel pregunta:

–                       ¿Duermes?

Jesús contesta:

–                       No. Pienso y oro…

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–                       ¿Por quién?

–                       Por todos los infelices. ¡Y son tantos!

–                       ¿Eres un Penitente?

–                       Lo soy. La Tierra tiene mucha necesidad de Penitencia para que los débiles puedan tener fuerzas, para resistir a Satanás.

–                       Dijiste bien. Hablas como un Rabí. Lo comprendo porque soy un zaforim. (Escriba) Estoy con el rabí Jonathás ben Uziel. Soy su discípulo predilecto… Y ahora, si el Altísimo me ayuda me amará mucho más y todo Israel alabará mi nombre…

Jesús no replica.

Pasa el tiempo…

Samuel vuelve a preguntar:

–                       Dijiste que vas a Efraím. ¿Vives ahí?

–                       Vivo allí.

–                       Pero no eres samaritano.

–                       No lo soy.

–                       Dicen que ahí se ha refugiado el Rabí de Nazareth. El maldito. El proscrito. ¿Es verdad?…

–                       Así es. Jesús el Mesías del Señor, está ahí.

Samuel exclama lleno de Odio:

–                       ¡No es el Mesías del Señor! ¡Es un mentiroso! ¡Blasfemo! ¡Demonio! ¡es la causa de nuestras desgracias! 

–                       ¿Te ha hecho algún mal, para que aún con la voz lo odies?

–                       A mí no. Una vez lo vi en la Fiesta de los Tabernáculos. Hace poco tiempo que estoy en el Templo; pero desde antes soy discípulo de Jonathás ben Uziel. Me pareció oír un reproche en tu voz. ¿Eres acaso un seguidor del Nazareno?

–                       No. Pero cualquiera que sea justo, condena el odio.

–                       El odio es justo, cuando se odia a un enemigo de Dios o de la patria. Y eso es el Rabí Nazareno. Es cosa santa el combatirlo y odiarlo.

–                       ¿Combatir al hombre? ¿O la Idea que representa y la Doctrina que sostiene?

–                       Da lo mismo. No se puede combatir una cosa, si no se ataca la otra. En el hombre existe su doctrina y su idea. O se destruye todo o no se hace nada. Cuando se acepta una idea, se acepta también a quién la propaga. Lo sé por experiencia propia. Las ideas de mi maestro son mías. Sus deseos son ley para mí.

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–                       De veras eres un buen discípulo. Pero conviene distinguir si el maestro es bueno. Y solo en este caso, seguirlo…  Porque no es lícito perder la propia alma, por amor a un hombre.

–                       Jonathás ben Uziel es un buen hombre.

–                       No. No lo es.

–                       ¿Qué dices? ¿A mí me lo dices?  Estamos solos. Puedo matarte porque has ofendido a mi maestro. Soy fuerte.

–                       No tengo miedo. No tengo miedo a la violencia…  No te tengo miedo y no me opondré.

–                       Comprendo. Eres un discípulo del Rabí. Un apóstol…  Así llama Él a sus discípulos más fieles…  ¿Vas a juntarte con ellos? El que estuvo contigo antes, era igual a ti y ahora esperas a otro semejante.

–                       Espero a alguien. Es verdad.

–                       ¿Al Rabí?

–                       Estoy a la espera de un alma envenenada, que delira y quiero curarla.

–                       ¡Eres un apóstol! Sabemos que los envía, porque Él tiene miedo de salir, desde que el Sanedrín lo condenó. Por eso piensas como Él. Su Doctrina es no reaccionar contra quién ofende.

–                       Su Doctrina enseña el amor, el perdón, la justicia, la bondad. Ama a los enemigos, como si fuesen sus amigos; porque todo lo ve en Dios.

–                       Si yo lo encuentro, no me amará. ¡Sería un necio! Pero no puedo hablar contigo porque eres su apóstol. Lamento haberlo dicho. Se lo comunicarás…

–                       No es necesario. Te aseguro que Él te ama, no obstante que vayas a  Efraím  para entregarlo al Sanedrín, que ha prometido una gran recompensa a quién lo haga.

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Samuel se alarma y pregunta:

–                       ¿Eres profeta? ¿Te comunicó su poder? ¿También tú eres un maldito? Acepté tu vestido y el pan que me diste, has sido un buen amigo. Y sería injusto hacerte algún mal. Pero no perdonaré a tu Rabí, porque no lo conozco. Y ciertamente no me ha hecho ni bien, ni mal.

–                       ¡Insensato! ¿Cómo puedes respetar el sábado, si no respetas el precepto de no matar?

–                       Yo no mato.

–                       No hay diferencia entre quién mata y quien pone a su víctima en manos del asesino. Engañosamente, por un puño de dinero, por un poco de honor; al traicionar a un Inocente, te prestaste a un crimen…

Samuel corrobora:

–                       No lo hago solo por dinero y honor. Sino para agradar a Yeové y salvar a la patria. Quiero hacer lo que hicieron Yael y Judith… -su fanatismo le brota por todas partes…

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–                       Sísara y Holofernes eran enemigos de nuestra patria. La habían invadido. Eran crueles. ¿Pero qué es el Rabí de Nazareth? ¿A qué país invade? ¿Qué usurpa? Es pobre y no quiere riquezas. Es humilde y no quiere honores. Es bueno con todos. Son millares los que han recibido beneficios de su mano. ¿Por qué lo odias?…  ¿Por qué lo odias?Jesús repite esta última frase muy despacio y haciendo un énfasis muy especial.

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Luego prosigue:

No te es lícito hacer daño a tu prójimo. Obedece al Sanedrín… Pero ¿Será el Sanedrín el que te juzgará en la otra vida o Dios? Y ¿Cómo te juzgará? No digo cómo te juzgará porque mataste al Mesías; sino cómo te juzgará porque mataste a un inocente.

Tú no crees que el Rabí de Nazareth sea el Mesías y por eso no se te imputará tal crimen. Pero Dios te culpará de haber matado a un inocente, porque sabes que lo es…

Te han envenenado el corazón. Te han embriagado de Odio. Pero no lo estás tanto que no comprendas que Él es Inocente. Sus obras hablan a su favor. Vuestro miedo es lo que os empuja a ver lo que no existe. No hay razón de que temáis que os suplante.

Os abre los brazos y os llama hermanos. No os maldice. Tan solo quiere salvaros. Porque sabéis y sabiendo, pecáis… ¿Puedes acusarlo? ¿Lo has visto faltar a la Ley; faltar al respeto a Sanedrín o cometer algún pecado? ¡Habla!…

Por obedecer al veredicto del Sanedrín, es ahora un proscrito.

Él podría lanzar un grito y toda Palestina lo seguiría, para marchar contra unos cuantos que lo odian. Sin embargo aconseja a sus discípulos el perdón y la paz. Podría, porque el Cielo y el Infierno le están sujetos…

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Podría fulminaros con la Ira divina y librarse así de sus enemigos. Sin embargo el ruega por vosotros. Cura a vuestros familiares, cura vuestros corazones. Os da pan, vestido, fuego. Yo soy Jesús de Nazareth, el Mesías. El que buscas para obtener la recompensa y los honores de Libertador de Israel prometidos por el Sanedrín.

Yo soy Jesús de Nazareth el Mesías. Aquí estoy. Aprehéndeme. Como Maestro y como Hijo de Dios, te declaro libre y absuelto de la obligación de no levantar la mano contra quién te ha hecho el bien.

Jesús se ha puesto de pie, echándose el capucho del manto para atrás. Extiende las manos como para ser apresado y atado. Se ve más delgado… Pues solo trae la túnica interior corta, que lo deja en paños menores…  Y el manto que le cae por la espalda. Sus ojos están clavados en la cara de su perseguidor…

Las llamas de la hoguera parecen poner chispas de fuego en sus cabellos e iluminan sus ojos de zafiro. Su actitud infunde más respeto y reverencia, que si estuviese rodeado de un ejército para defenderlo.

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Samuel lo mira fascinado… Paralizado de estupor…

Se han abierto sus ojos espirituales y puede contemplar a Jesús con toda su impactante majestad, de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad…

La sublime humanidad del Dios-Hombre y la increíble Divinidad del Santo de los santos que los sacerdotes adoran en Lugar Santísimo del Templo de Jerusalén, se encuentran sin el Velo de púrpura y escarlata, con los querubines bordados en oro…  Con toda su divina grandeza, ante el despavorido zaforím…

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La persona humana del Hijo del hombre y la Persona Divina del Hijo de Dios, están en todo su esplendor ante el zaforím-escriba y futuro sacerdote,  que  ha llegado hasta ahí y está más que dispuesto a sacrificarlo…

Samuel tiene ante sus ojos, lo que ningún otro ser humano fuera de la Virgen María, ha contemplado jamás…

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Después de algunos larguísimos y al mismo tiempo, cortos instantes…

Samuel solo atina a murmurar:

–                       ¡Tú! ¡Tú! ¡Tú!

Jesús insiste:

–                       Aprehéndeme. Quita aquella inútil cuerda en la que están secándose tus vestidos y átame con ella. Te seguiré como el cordero al matador. No te odiaré porque me lleves a la muerte. Para ti soy culpable de todos los crímenes y obedeces a la justicia, acabando con un malhechor. Para ti, soy la ruina de Israel y crees salvarlo, matándome…

¿Quieres inmolarme aquí? Allí está el cuchillo con el que partí el pan. Tómalo. Lo que emplee por amor a mi prójimo, puede ser el cuchillo que me sacrifique. Mi carne no es más resistente que la del cordero asado, que mi amigo me dio para calmar mi hambre. Y que Yo te he dado a ti, mi enemigo…

¿Temes a las patrullas romanas? Ellas arrestan al que mata a un Inocente y no permiten que nos hagamos justicia, porque somos súbditos y ellos los dominadores. Por eso no te atreves a matarme, cargando mi cadáver para que lo muestres y ganes el premio.

Bueno…  Déjalo aquí y avisa a tus jefes. Porque tú no eres un discípulo, sino un esclavo. Porque has renunciado a la soberana libertad de pensamiento y voluntad que Dios ha dado a los hombres. Y tú obedeces ciegamente a tus jefes…  Hasta el crimen.

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Pero no eres culpable. Estás ‘envenenado’. Yo esperaba a tu alma envenenada… ¡Ea! La noche y el lugar son propicios, para el crimen. Digo mal. Para la Redención de Israel. ¡Oh, pobre hombre! Dices palabras proféticas sin saberlo. Mi muerte será realmente Redención. Y no solo de Israel, sino de todos los hombres. Vine para ser inmolado…  Ardo en deseos de ser el Salvador de todos…

Tú zaforim del docto Jonathás ben Uziel, conoces a Isaías. El Hombre de Dolores está delante de ti. Si no parezco el que vio David, con los huesos descubiertos. Si no soy como el leproso que vio Isaías, es porque no ves mi corazón. Soy todo una llaga…  La falta de amor, el Odio, la dureza, vuestra injusticia. Me han herido todo y despedazado…

¿No tenía acaso oculto mi rostro mientras me ofendías por lo que realmente Soy: el Verbo de Dios?…

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¡Ea! ¡Pega!… No tengo miedo, ni tú tampoco debes tenerlo. Porque soy inocente y no tengo miedo al Juicio de Dios. Al extender mi cuello al cuchillo hago que se cumpla la Voluntad de Dios. Anticipando un poco mi hora, en bien vuestro…

¡No tengas miedo! ¡No invoco sobre ti el castigo de Caín! Ruego por tu bien. Te amo. ¿Tu mano no me alcanza porque soy muy alto? Es verdad… El hombre no podría dar el golpe final a Dios; si Dios se pusiese voluntariamente en sus manos…  Pues bien. Me arrodillo ante ti. El Hijo del Hombre está a tus pies. ¡Pega!…

Jesús se arrodilla y extiende el cuchillo a su perseguidor, que retrocede pasmadísimo…

Samuel lo mira atolondrado…

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Y murmurando:

–                       ¡No! ¡No!

Jesús pregunta:

–                       ¿Por qué te alejas? ¿No quieres ver cómo muere un Dios?

Samuel mueve las manos y suplica:

–                       ¡No me mires! ¡No me mires! ¿A dónde huiré para no ver tu mirada?

–                       ¿Qué no quieres ver?

Samuel no puede comprender cómo Jesús, al que está viendo transfigurado en Dios, pueda hablarle con esa mansedumbre y esa humildad… Arrodillado y ofreciéndose para que sea consumado el crimen… Sus ojos se agrandan con dolor…

Y Samuel exclama:

–                       A Tí… No quiero ver mi crimen. ¡Es verdad que mi pecado está ante mis ojos! ¿A dónde…? ¿A dónde huir?   -el hombre está aterrorizado.

Jesús abre los brazos con una tiernísima invitación:

–                       ¡A mi Corazón, hijo! ¡Entre mis brazos se acaban las pesadillas, los temores! Sólo hay paz.  ¡Ven, ven! ¡Hazme feliz!

Jesús se ha puesto de pie y extiende sus brazos.

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El hombre cae de rodillas, cubriéndose la cara y gritando:

–                       ¡Piedad de mí! ¡Oh, Dios! ¡Piedad de mí! ¡Borra mi pecado! ¡Quería matar a tu Mesías! ¡Piedad! ¡Ah! ¡No puede haber piedad, para un crimen semejante! ¡Estoy condenado! ¡Piedad! ¡Oh! ¡Malditos!…

Llora amargamente con el rostro pegado a la tierra.

Jesús va hacia el hombre. Se inclina y lo toca en la cabeza.

–                       No maldigas a los que te echaron a perder. Te hicieron el más grande favor: El de que Yo te hablase. El de que te tuviese entre mis brazos.

Jesús lo toma por la espalda, lo levanta. Se sienta en tierra estrechándolo hacia Sí…

El zaforim cae de rodillas con un llanto desgarrador…

Jesús lo acaricia esperando que se calme.

El Zaforim levanta su cabeza, con la cara cambiada y…

Gime con adoración:

–                       ¡Oh Altísimo Señor!…  ¡Tú Perdón!…

Jesús se inclina y lo besa en la frente.

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El hombre recarga su cabeza sobre el hombro de Jesús, estremecido por los sollozos. Quiere contar como lo sugestionaron para cometer el crimen, pero Jesús se lo prohíbe diciendo:

–                       ¡Cállate! ¡Cállate! Cuando entraste, te conocí por lo que eras. Y por lo que querías hacer. Pude haberme alejado y huir. Me quedé para salvarte. Ya lo estás. El pasado ha muerto. No lo recuerdes más.

–                       Pero, ¿Confías tan fácilmente en mí? ¿Y si volviese al pecado?

–                       No. No volverás al pecado. Lo sé. Estás curado.

–                       Lo estoy. Pero ellos son astutos. No me devuelvas a ellos.

–                       ¿Adónde quieres ir que no estén?

–                       Contigo. A Efraím… Si ves mi corazón, verás que no es un lazo el que te tiendo; sino una súplica para que me protejas…

–                       Lo sé. Ven. Pero te advierto que allá está Judas de Keriot; vendido al Sanedrín y traidor del Mesías. 

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El hombre exclama con un estupor sin límites:

–                       ¡Divina Misericordia! ¿También esto lo sabes?

–                       Sé todo. El cree que no lo sé. Pero conozco todo…  Y sé también que estás en tal forma convertido que no hablarás con Judas, ni con ningún otro sobre esto. Piensa bien que si Judas es capaz de traicionar a su Maestro, ¿Qué no te podrá hacer a ti?…

El hombre piensa mucho… Calibra todo  lo que va a perder por unirse al Mesías y como también se convertirá en un perseguido por el Sanedrín  y lo que eso significa… Finalmente se decide…

Samuel contesta:

–                       ¡No importa! ¡Judas fue zaforim de Sadoc y ahora es gran amigo de los grandes de Sión! ¡Realmente puede hacer mucho daño!…

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Si no me despides, me quedo contigo. Por lo menos algún tiempo, hasta que te reúnas con tus discípulos. Me uniré a ellos. ¡Oh! ¡Si es verdad que me has perdonado, no me arrojes!…

–                       No te arrojo. Esperaremos a que amanezca. Y luego iremos a Efraím. Diremos que la casualidad nos juntó y que tú viniste a estar con nosotros. Es la verdad.

–                       Sí. Entonces mis vestidos estarán secos y te devolveré los tuyos.

–                       No. Deja esos vestidos que son un símbolo. Tú eres el hombre que se despoja de su pasado y viste ropa nueva. Deja esos vestidos que estuvieron en contacto de sepulcros llenos de asquerosidad. Vive ahora para gloria tuya: la de servir a Dios con justicia y poseerlo en la eternidad…

El silencio reina, porque el hombre cansado se duerme, con la cabeza reclinada sobre el hombro de Jesús, que sigue orando.

Por la mañana llegan ante la casa de María de Jacob.

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Pedro corre a su encuentro y abraza a Jesús:

–                       ¡Maestro bendito! ¡Qué sábado tan triste me has hecho pasar! No me decidía a partir sin volver a verte.

Jesús lo besa, sin quitarse el manto.

Los otros también han acudido.

Judas de Keriot mira asombrado al extraño que acompaña al Maestro y…

Judas grita:

–                       ¡Tú, Samuel!

Samuel responde con voz clara y firme:

–                       Yo. El Reino de Dios está abierto a todos. Ya entré en él…

Judas ríe de una manera muy rara que sorprende a los que lo rodean, pero no replica.

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Todos miran al recién llegado y Pedro pregunta:

–                       ¿Quién es?

Jesús contesta:

–                       Un nuevo discípulo. La casualidad hizo que nos encontráramos. Esto es: Dios lo quiso. Y el Padre me ordenó que lo tomase conmigo y quiero que hagáis lo mismo. Y como hay una gran fiesta cuando alguien entra en el Reino de los Cielos; deponed alforjas y mantos. Y estemos juntos hasta mañana.

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Judas vuelve a reír del mismo modo extraño…

Jesús lo mira…

Los demás se acercan al nuevo discípulo, se presentan ante él y le dan el saludo de paz.

1Tissot (1)

 

HERMANO EN CRISTO JESUS:

ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, CONOCELA