680 Ofuscados por el Odio13 min read

IMITAR A JESÚS ES EL EJEMPLO QUE SALVA

501a Curación de dos hijos ciegos del hombre de Petra.  

Uno que sube por el camino entre muchos otros, muy bien cubierto con su manto.

Grita:

–              ¿Tú aquí, Maestro?

Jesús se vuelve y lo mira.

–             ¿No me reconoces?

(Este escriba, fue el maestro de Judas en su preparación como levita-sacerdote,

en el Templo de Jerusalén)

Soy el rabí Sadoq.

De vez en cuando nos encontramos.

Jesús responde:

–               El mundo es siempre pequeño…

Cuando Dios quiere hacer que se encuentren las personas.

Nos encontraremos todavía, rabí.

Entre tanto, la paz sea contigo.

El otro no devuelve el saludo de paz;

sino que pregunta:

–                ¿Qué haces aquí?

–                He hecho lo que tú estás para hacer.

¿No es sagrado para ti este monte?»

–               Tú lo has dicho.

Vengo con mis discípulos.

¡Pero yo soy un escriba!

–              Y Yo soy un hijo de la Ley.

Venero a Moisés como tú lo veneras.

El escriba se descara:

–              Eso es mentira.

Anulas su palabra con la tuya.

Y no apuntas ya a nuestra obediencia, sino a la tuya.

–               A la vuestra no.

Ésa es vuestra, pero no es necesaria…

–               ¿No es necesaria?

¡Qué horror!

–               No.

No más necesaria de cuanto lo sean en tus vestiduras;

para resguardarte de los vientos otoñales,

los fluentes y abundantes flecos que adornan el vestido.

Es el vestido el que te protege.

Igualmente, de las muchas palabras que se enseñan, acepto las necesarias y santas, las mosaicas.

Y no presto atención a las otras.

–               ¡Samaritano!

¡No crees en los profetas!

–               Vosotros no observáis a los profetas.

Si los observarais, no me llamaríais samaritano.

Otro peregrino que ha llegado en ese momento con otras personas,

grita:

–             ¡Déjalo, Sadoq!

¿Quieres hablar con un demonio?

Y volviendo su dura mirada en torno al grupo que envuelve a Jesús…

Ve a Judas de Keriot y lo saluda con sorna.

Quizás sucedería algún incidente…

Si no fuera porque los habitantes del pueblo quieren defender a Jesús.

Pero se abre paso gritando el hombre de Petra, seguido por un servidor.

Tanto él como el servidor tienen a un niño en los brazos.

Y gritando:

–               ¡Dejadme pasar!

Señor, ¿Has tenido que esperarme demasiado?

Jesús le responde:

–              No, hombre.

Ven a Mí.

La gente se abre para dejarlo pasar.

Va hacia Jesús y se arrodilla…

Mientras deposita en el suelo a una niñita que tiene la cabeza vendada con lino.

El servidor hace lo mismo y pone en el suelo a un niñito de ojos opacos.

El hombre de Petra postrado,

suplica:

–               ¡Mis hijos, Maestro Señor!

En la breve frase palpita todo el dolor y la esperanza de un padre.

–               Has tenido mucha fe, hombre.

¿Y si te hubiera defraudado?

¿Si no me hubieras encontrado?

¿Si te dijera que no te los puedo curar?

–              No te creería.

Y no creería tampoco en la evidencia de no verte.

Habría dicho que te habías escondido para probar mi fe.

Y te habría buscado hasta encontrarte.

–             ¿Y la caravana?

¿Y tu ganancia?

–              ¿Estas cosas?

¿Qué son respecto a Ti, que puedes curar a mis hijos y darme una fe segura en Ti?

Jesús ordena:

–              Destapa la cara de la niña.

–              Tengo tapada su cara, porque sufre mucho con la luz.

–              Será sólo un instante de dolor.

Pero la pequeña se echa a llorar desesperadamente y no quiere que le quiten la venda.

Luchando por quitar de las vendas, de las manitas de la niña;

el padre explica:

–               Hace esto porque cree que la vas a atormentar con el fuego, como los médicos.

Jesús pregunta:

–               ¡No tengas miedo, niña!

¿Cómo te llamas?

La niña llora y no responde.

Responde el padre por ella:

–               Tamar, de donde nació.

Y el niño, Farah.

Jesús, con enorme dulzura, dice:

–               No llores, Tamar.

No te hago daño.

Toca mis manos.

No tienen nada en los dedos.

Ven encima de mis rodillas.

Mientras, curaré a tu hermano.

Y él te dirá lo que ha sentido.

Ven aquí, niño.

El criado lleva hasta sus rodillas al pobre cieguito;

cuyos ojos están apagados a causa del tracoma.

Jesús le acaricia la cabeza…

Y le pregunta:

–               ¿Sabes quién Soy?

El niño responde:

–               Jesús Nazareno.

El Rabí de Israel.

El Hijo de Dios.

–              ¿Quieres creer en mí?

–              Sí.

Jesús le pone la mano en los ojos, cubriéndole más de la mitad de la cara.

Dice:

–               ¡Quiero!

Y que la luz de las pupilas abra la vía, a la luz de la Fe.

Quita la mano.

El niño lanza un grito…

Llevándose las manos a los ojos.

Luego exclama:

–              ¡Padre!

¡Veo!

Pero no corre hacia su padre.

En su espontaneidad de niño se agarra al cuello de Jesús.

Lo besa en las mejillas…

Y se queda así, agarrado a su cuello;

refugiando su cabecita en el hombro de Jesús, para acostumbrar de nuevo las pupilas al sol.

La gente aclama por el milagro…

Mientras el padre quisiera quitar al niño del cuello de Jesús.

Jesús dice:

–             Déjalo.

No molesta.

Únicamente Farah, dile a tu hermana lo que te he hecho.

El niño dice:

–             Una caricia, Tamar.

Parecía la mano de nuestra mamá.

¡Cúrate tú también y jugaremos como las otras veces!

La niña todavía un poco reacia, se deja poner encima de las rodillas de Jesús.

El Cual quisiera curarla sin tocarle siquiera las vendas.

Pero los escribas y sus compañeros gritan:

–             Es un truco.

–             La niña ve.

–             Una conjura para engañar vuestra buena fe, habitantes de este lugar.

El hombre de Petra, dice:

–              Mi hija está enferma.

Yo…

Jesús responde:

–              ¡Deja!

Tú, Tamar, ahora eres buena y deja que te quite las vendas.

La niña convencida, se deja.

¡Qué se ve, cuando la última venda cae!

Dos llagas rojas, costrosas, hinchadas, goteando lágrimas y pus, están en lugar de los ojos.

Un susurro de horror recorre a la gente.

Que se llena de compasión…

Mientras la niña se lleva las manitas a la cara para protegerse de la luz,

que debe hacerle sufrir horriblemente…

En las sienes rojean quemaduras recientes.

Jesús le aparta las manitas y roza ligeramente ese estrago, apoya la mano encima;

diciendo:

–               Padre, que creaste la luz para alegría de los que viven.

Y hasta al mosquito le diste pupilas…

Devuelve la luz a esta criatura tuya, para que te vea y crea en Ti.

Y a partir de la luz de la Tierra entre con la Fe, en la luz de tu Reino.

Quita la mano…

Pasan unos instantes llenos de suspenso,

en que todas las gargantas aspiran profundamente, por el asombro…

Luego gritan todos:

–              ¡¡¡Ooohh!!!

Ya no hay llagas.

Pero la pequeña tiene todavía cerrados los ojos.

Con su Voz llena de dulzura,

Jesús dice:

–              Ábrelos, Tamar.

No tengas miedo.

La luz no te va a hacer daño.

La niña obedece un poco temerosa y abre los párpados…

Que dejan ver dos vivaces ojitos negros.

Exclama alegremente:

–              ¡Padre mío!

¡Te veo!

Y ella también se apoya sobre el hombro de Jesús, para acostumbrarse lentamente a la luz.

Explota un alboroto festivo entre la gente…

Mientras el hombre de Petra, se arroja sollozando de alegría…

A los pies de Jesús…

Que le dice:

–               Tu fe ha tenido su premio.

Que desde ahora tu gratitud, lleve a tu fe en el Hombre al ámbito más alto:

a la fe en el verdadero Dios.

Levántate y vamos.

Jesús pone en el suelo a la niña, que sonríe feliz.

Se despega al niño y se levanta.

Los acaricia una vez más…

Hace ademán de abrir el círculo de gente, que se apiña para ver los ojos curados.

Un discípulo a un viejo escriba, cuyos ojos están tan opacados que deben llevarlo de la mano;

le dice:

–                  Deberías pedir también tú, la curación para tus ojos velados.

El escriba lanza una maldición:

–               ¡¿Yo?!

¿Yo?

No quiero que me dé la luz un demonio.

¡A ti te grito, oh Dios eterno!

Escúchame.

¡A mí, a mí las tinieblas absolutas, pero que yo no vea la cara del demonio!

¡De ese demonio, de ese sacrílego, usurpador, blasfemo, deicida!

Desciendan las sombras sobre mis ojos para siempre.

¡Las tinieblas, las tinieblas para no verlo NUNCA, nunca, nunca!

Parece un demonio él.

En su paroxismo se golpea las cuencas de los ojos como si quisiera hacerlos estallar.

Jesús le dice:

–              No temas.

No me verás.

Las Tinieblas no quieren la Luz.

Y la Luz no se impone a quien la rechaza.

Yo me marcho, anciano.

No me verás ya en esta Tierra.

Pero igualmente, me verás en otro lugar.

Y Jesús,

con un abatimiento que le acentúa el modo de caminar propio de los que son muy altos…

Ligeramente echado hacia adelante, se encamina por la bajada.

Está tan abatido, que parece ya el Condenado que baja el Moriah con la carga de la Cruz…

Y los gritos de los enemigos azuzados por el viejo furioso,

asemejan mucho a los de la muchedumbre de Jerusalén el día de Viernes Santo.

El hombre de Petra afligido;

con la atemorizada niña llorando entre sus brazos,

susurra:

–              ¡Por mí, Señor!

¡Por causa mía!

¡Tú, me haz hecho tanto bien a mí!

¿Y yo a Ti?

He puesto en el baldaquino sobre el camello, unas cosas para Ti.

Pero…

¿Qué son respecto a los insultos que te he procurado?

Siento vergüenza de haber venido a Ti…

Jesús dice:

–           No, hombre.

Ése es mi pan amargo de cada día.

Y tú eres la miel que lo dulcifica.

Siempre es más la cantidad de pan que la de miel.

Pero basta una gota de miel para hacer dulce mucho pan.

–              Eres bueno…

Pero dime al menos:

¿Qué tengo que hacer para medicar estas heridas?

–              Conserva la fe en Mí.

Por ahora, como puedas y hasta donde puedas.

Dentro de no mucho…

Sí, mis discípulos irán hasta Petra y más allá.

Entonces sigue su doctrina, porque Yo hablaré en ellos.

Y por el momento habla a los de Petra de lo que te he hecho;

de forma que cuando estos que me rodean…

Y otros que vayan en mi Nombre, no les sea desconocido este Nombre mío.

Al pie de la bajada en la calzada romana, están parados tres camellos.

Uno, sólo con la silla;

los otros, con el baldaquino.

Los vigila un criado.

El hombre va a uno de los baldaquinos y toma unos paquetes.

Se los ofrece a Jesús diciendo:

–              Aquí tienes.

Te serán útiles.

No me des las gracias.

Yo soy el que tiene que bendecirte por todo lo que me has dado.

Si puedes hacerlo con incircuncisos, bendíceme a mí y a mis hijos Señor…

Se arrodilla con los niños.

Los criados hacen lo mismo.

Jesús extiende sus manos y ora en voz baja con los ojos fijos en el cielo.

Luego dice:

–             Ve.

Sé justo y hallarás a Dios en tu camino.

Y lo seguirás sin nunca más perderlo.

¡Adiós, Tamar!

¡Adiós, Farah!

Los acaricia antes de que suban con los criados, uno por camello.

Los animales se levantan, al oír el crrr crrr de los camelleros.

Se vuelven y toman el trote por el camino que va hacia el sur.

Dos manitas morenas se asoman por los baldaquinos.

Y dos vocecitas dicen:

–             ¡Adiós, Señor Jesús!

–             ¡Adiós, padre!

El hombre hace a su vez, ademán de montar.

Se postra y besa la túnica de Jesús.

Luego monta en la silla y se marcha hacia el norte.

Encaminándose igualmente hacia el norte,

Jesús dice:

–              Y ahora vámonos. 

Varios preguntan:

–             ¿Cómo?

–            ¿Ya no vas a donde querías?

–             No.

Ya no podemos ir…

Las voces del mundo tenían razón…

Y ello es porque el mundo es astuto y conoce las obras del demonio…

Iremos a Jericó…

¡Qué triste está Jesús!…

Todos lo siguen, cargados con los bultos dados por el hombre de Petra…

Abatidos y sin decir palabra…

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