623 Súplica Infantil10 min read

IMITAR A JESÚS ES EL EJEMPLO QUE SALVA

473 Curación de un niño ciego de Sidón y una lección para las familias.

En una plaza desnuda, con sólo con casas alrededor y en el centro,

un pilón alimentado por una fuente que vierte un agua cristalina,

por su única boca formada por una piedra ahuecada en forma de teja.

El pilón sirve para dar de beber a los cuadrúpedos…

Y a las muchas palomas que se lanzan en vuelo de una a otra casa;

la fuente, para llenar las ánforas de las mujeres.

Bonitas ánforas de cobre, muchas trabajadas a golpe de  martillo;

otras, lisas que resplandecen al sol, porque hace sol y calor.

La tierra de la plaza está seca y amarillenta, como está cuando un intenso sol la seca.

No hay un solo árbol en la plaza.

Pero penachos de higueras y sarmientos de uva rebosan por las tapias de los huertos,

que orillan las cuatro calles que desembocan en la plaza.

Por ser el final del verano, en las pérgolas hay uva madura…

Ya parece ser el final del día porque el sol no cae a plomo;

sino que sus rayos son oblicuos como en el ocaso.

Jesús está saliendo de la sinagoga, rodeado de los apóstoles y de gente.

La sinagoga está en la plaza central del pueblo.

Y en la plaza, una serie de enfermos esperan a Jesús.

Él pasa, se inclina hacia ellos, los bendice y consuela, pero no los cura, al menos por el momento.

Hay también mujeres con niños y hombres de todas las edades.

Parece que el Salvador los conoce, porque los saluda por el nombre…

Y ellos se arremolinan en torno a Él con familiaridad.

Jesús acaricia a los niños, agachándose amoroso hacia ellos.

En un ángulo de la plaza hay una mujer con un niño vestido con una tuniquita de color claro.

No parece ser del lugar.

Y también es de una condición social más elevada que los demás.

Porque la túnica está más trabajada, con galones y pliegues;

no es la simple túnica de las aldeanas,

que lleva como único adorno y modelado un cordón a la cintura.

Esta mujer lleva por el contrario, vestiduras más complicadas,

las cuales sin llegar a ser aquella obra maestra de vestuario que eran los vestidos de la Magdalena,

tienen ya mucha galanura.

En la cabeza lleva un velo ligero, mucho más que el que llevan las otras,

que no es más que una tela de lino sutil, mientras que éste es casi muselina, pues es muy liviano.

Está prendido en el centro de la cabeza con gracia.

Y se pueden vislumbrar los cabellos castaños bien peinados, con trenzas sencillas,

pero hechas con más experto cuidado que no las otras mujeres,

que llevan trenzas recogidas en moño en la nuca o pasadas por la cabeza circularmente.

Cubre su espalda un manto,

que tiene en torno al cuello un galón terminado en un broche de plata.

La tela del manto cae amplia hasta el tobillo formando bellos pliegues.

La mujer tiene de la mano al niño de unos siete años.

Y es robusto, pero de vivaracho no tiene nada.

Está muy quieto, cabizbajo, de la mano de su mamá;

sin prestar atención a lo que sucede a su alrededor.

La mujer mira;

pero no se atreve a acercarse al grupo que se ha arremolinado en torno a Jesús.

Parece indecisa, debatiéndose entre las ganas de ir y el miedo a acercarse…

Decide una cosa intermedia:

atraer la atención de Jesús.

Ve que Él ha tomado en brazos a un angelote todo rosado y sonriente, que una madre le ha ofrecido.

Y ve que, mientras habla con un viejecillo, aprieta contra su pecho al niño, meciéndolo.

Entonces se agacha hacia su niño y le dice algo.

El niño levanta la cabeza.

Se puede apreciar entonces una carita triste, con los ojos cerrados.

Es ciego.

El niño grita:

–                ¡Piedad de mí, Jesús!

La vocecita infantil hiende el aire quieto de la plaza y llega con su lamento hasta el grupo.

Jesús se vuelve.

Ve.

Se mueve inmediatamente, con amorosa solicitud.

Ni siquiera devuelve a su madre al niño que tiene en brazos.

Va, alto y guapísimo,

hacia el pobre cieguito, que tras su grito ha bajado de nuevo la cabeza,

inútilmente instado por la madre a que repita el grito.

Jesús está frente a la mujer.

La mira.

También ella lo mira.

Luego, tímidamente, baja la mirada.

Jesús la ayuda.

Ha devuelto, a la mujer que se lo había ofrecido, el niño que llevaba en brazos.

Jesús pregunta:

–             Mujer, ¿es tuyo este hijo?

Ella responde:

–             Sí, Maestro.

Es mi primogénito.

Jesús acaricia la cabecita -agachada- del niño.

Jesús pareciera no haber visto la ceguera del pequeño.

Pero tal vez lo hace conscientemente;

para dar pie a la madre a formular su petición.

–            Así pues, el Altísimo ha bendecido tu casa con numerosa prole.

Y dándote en primer lugar el varón consagrado al Señor.

–                  Tengo sólo un varón, éste.

Y otras tres niñas.

Ya no voy a tener otros…

Un sollozo.

–                ¿Por qué lloras, mujer?

–                ¡Porque mi hijo es ciego, Maestro!

–                Y querrías que viera.

¿Puedes creer?

–                Creo, Maestro.

Me han dicho que abriste ojos que estaban cerrados.

Pero mi niño ha nacido con los ojos secos.

Míralo, Jesús.

Debajo de los párpados no hay nada…

Jesús levanta hacia Sí esta carita precozmente seria.

Y levantando con el pulgar los párpados, mira.

Debajo hay un vacío.

Vuelve a hablar, teniendo levantada con una mano hacia Sí la carita.

–            ¿Por qué has venido, entonces, mujer?

–            Porque…

Sé que para mi niño es más difícil…

Pero si es verdad que eres el Esperado, lo puedes hacer.

Tu Padre ha hecho los mundos…

¿No ibas a poder hacerle Tú dos pupilas a mi criatura?

–           ¿Crees que vengo del Padre, Señor Altísimo?

–            Creo esto y que Tú todo lo puedes.

Jesús la mira como para discernir cuánta fe hay en ella y de que pureza es esa fe.

Sonríe.

Luego dice:

–            Niño, ven a Mí.

Y lo lleva de la mano hasta un murete de aproximadamente medio metro de altura.

Lo pone encima.

El murete se alza desde el camino hacia una casa:

Como una especie de parapeto para proteger a ésta del camino, que tuerce en ese punto.

Cuando el niño está bien seguro encima de ese realce.

Jesús adquiere aspecto serio, imponente.

La gente se agolpa en torno a Él, al niño y a la madre temblorosa.

Mirando a Jesús de lado, de perfil.

Solemnemente cubierto con su manto azul oscurísimo,

encima de la túnica apenas un poco más clara, muestra un rostro inspirado.

Parece más alto y hasta más fuerte,

como siempre cuando emana potencia de milagro.

Y esta vez es una de las que pareciera más imponente.

Pone las manos encima de la cabeza del niño, las manos abiertas;

pero apoyando los dos pulgares en las órbitas vacías.

Levanta la cabeza y ora intensamente, pero sin mover los labios.

Ciertamente, un coloquio con su Padre.

Luego dice:

–                ¡Ve!

¡Lo quiero!

¡Y alaba al Señor!

Y a la mujer:

–              Sea premiada tu fe.

Aquí, tienes al hijo que será tu honor y tu paz.

Muéstraselo a tu marido.

El volverá a tu amor y nuevos días felices conocerá tu casa.

La mujer que ya había lanzado un grito agudísimo de alegría…

Cuando Jesús al quitar los pulgares divinos de las órbitas vacías,

vio dos espléndidos ojos azul oscuro

como los del Maestro que la miran fijamente;

asombrados y felices bajo el flequillo de los cabellos morenos oscuros…

Lanza otro grito.

Y a pesar de tener a su hijo apretado contra su corazón;

se arrodilla a los pies de Jesús,

diciendo:
–            ¿También sabes esto?

¡Ah! Tú eres verdaderamente el Hijo de Dios.

Y le besa la túnica y las sandalias.

Luego se levanta transfigurada de alegría,

diciendo:
–              Oíd todos.

Vengo de la lejana tierra de Sidón.

He venido porque otra madre me habló del Rabí de Nazaret.

Mi marido, judío y mercader, tiene en esa ciudad sus almacenes para el comercio con Roma.

Rico y fiel a la Ley, me dejó de amar desde que,

después de haberle dado un varón desdichado;

le di tres niñas y luego me quedé estéril.

Él se alejó de su casa.

Yo, aunque no había sido repudiada, vivía en las condiciones de una repudiada.

Y ya sabía que quería desembarazarse de mí,

para tener de otra mujer un heredero capaz de continuar el comercio

y gozar de las riquezas paternas.

Antes de salir fui donde mi esposo y le dije:

“Espera, señor.

Espera a que vuelva.

Si vuelvo con el hijo todavía ciego, repúdiame.

Pero si no, no hieras a muerte mi corazón y no niegues un padre a tus hijos”.

Y él me juró: “Por la gloria del Señor, mujer, te juro que si me traes a mi hijo sano…

No sé cómo vas a poder hacerlo, porque tu vientre no supo darle ojos.

Volveré a ti como en los días del primer amor”

El Maestro no podía saber nada de mi dolor de esposa.

Y a pesar de ello me ha consolado también en esto.

Gloria a Dios y a Ti, Maestro y Rey.

La mujer está de nuevo arrodillada y llora de alegría.

–               Ve.

Dile a Daniel, tu marido, que el que creó los mundos,

ha dado dos claras estrellas por pupilas al pequeño consagrado al Señor.

Porque Dios es fiel a sus promesas y ha jurado que quien crea en Él verá todo tipo de prodigios.

Sea ahora fiel él al juramento que hizo y no cometa pecado de adulterio.

Dile esto a Daniel.

Ve.

Sé feliz.

Os bendigo a ti y a este niño.

Y contigo a los que tú amas.

Un coro de alabanzas y felicitaciones se eleva de la multitud.

Y Jesús entra en una casa cercana para descansar.

Deja un comentario

A %d blogueros les gusta esto: