669 La Mujer Adúltera9 min read

IMITAR A JESÚS ES EL EJEMPLO QUE SALVA

494 La mujer adúltera y la hipocresía de sus acusadores.

En Jerusalén pareciera ya una mañana invernal,

porque todos están muy arropados en sus mantos.

El frío hace que todos caminen deprisa como para entrar en calor.

Hace mucho viento…

Un viento que agita los mantos y levanta el polvo de los patios.

En el interior del recinto del Templo,

en uno de los muchos patios rodeados de pórticos.

Jesús muy arropado en su manto,

que lo envuelve encima de la túnica de lana gruesa, roja oscura.

Habla a un grupo de gente que está en torno a Él.

Es el único grupo parado.

Porque todos los otros grupos, en torno a éste o a aquel maestro, van y vienen…

Estando en continuo movimiento.

El grupo que se apiña en torno a Jesús,

se abre para dejar pasar a un pelotón de escribas y fariseos,

gesticulantes y más venenosos que nunca.

Lanzan veneno a través de la mirada, a través del color de la cara, por la boca.

¡Que víboras!

Más que conducir, arrastran a una mujer de unos treinta años despeinada,

que lleva desordenados sus vestidos como persona maltratada.

La mujer llora.

La arrojan a los pies de Jesús como si fuera un montón de andrajos

o despojos muertos.

Y ella se queda ahí, acurrucada,

apoyado el rostro en los dos brazos, oculto por éstos;

que le hacen de almohada entre la cara y el suelo.

El que capitanea el grupo de fariseos,

en tono imperioso dice:

–                 Maestro, ésta ha sido sorprendida en flagrante adulterio.

Su marido la amaba y no permitía que nada le faltara.

Ella era reina en su casa.

Y ha traicionado a su marido porque es una pecadora, una viciosa,

una ingrata, una profanadora.

Adúltera es…

Y como tal debe ser lapidada.

Moisés lo dijo.

En su ley manda que las que son como ésta,

sean lapidadas como animales inmundos.

Y son inmundas.

Porque traicionan la fidelidad y al hombre que las ama y las cuida,

porque como tierra nunca saciada siempre están hambrientas de lujuria.

Son peores que las meretrices.

Porque sin el aguijón de la necesidad se dan para dar alimento a su impudicia.

Están corrompidas.

Son contaminadoras.

Deben ser condenadas a muerte.

Moisés lo dijo.

Y Tú, Maestro…

¿Qué dices?»

Jesús que había dejado de hablar al llegar tumultuosos los fariseos.

Y que había mirado a la jauría aviesa con mirada penetrante.

Luego había bajado su mirada hacia la mujer humillada, arrojada a sus pies.

Jesús calla.

Se ha agachado, quedando en posición de sentado.

Escribe con un dedo en las piedras del pórtico,

que el polvo levantado por el viento ha cubierto de tierrilla.

Ellos hablan y Él escribe.

–                ¡Maestro!

–                Hablamos contigo.

–                 Escúchanos.

–                 Respóndenos.

–                 ¿No has comprendido?

–                  Esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio.

–                  En su casa.

–                   En el lecho de su marido.

–                    Ella lo ha manchado con su libídine.

Conforme hablan los acusadores, Jesús escribe.

Ellos continúan:

–               ¡Pero este hombre es un deficiente!

–               ¿No veis que no entiende nada y que está trazando signos en la tierra,

como un pobre demente?

–                 Maestro, por tu buena reputación, habla.

–                 Que tu sabiduría responda a nuestra pregunta.

–                 Te repetimos:

A esta mujer no le faltaba nada; tenía vestidos, comida, amor;

y ha traicionado.

Jesús sigue escribiendo.

-Ha mentido al hombre que confiaba en ella.

–              Con boca mendaz lo ha saludado.

–              Con la sonrisa lo ha acompañado a la puerta.

–              Luego ha abierto la puerta secreta y ha admitido a su amante.

–              Mientras su marido estaba ausente para trabajar para ella…

Ella, como un animal inmundo, se ha revolcado en su lujuria.

–              Maestro, es una profanadora, no sólo del tálamo sino también de la Ley.

–              Una rebelde, una sacrílega, una blasfema.

Jesús escribe.

Escribe y borra, con el pie calzado con sandalia, lo escrito.

Escribe más allá, volviéndose despacio en torno a Sí buscando espacio nuevo.

Parece un niño jugando.

Pero lo que escribe no son palabras de juego.

Mientras cada acusador ha hablado…

Jesús ha ido escribiendo:

«Usurero», «Falso», «Hijo irreverente», «Fornicador», «Asesino»,

«Profanador de la Ley», «Ladrón», «Lujurioso», «Usurpador»,

«Marido y padre indigno», «Blasfemo», «Rebelde contra Dios», «Adúltero».

Escrito una y otra vez;

mientras nuevos acusadores siguen hablando.

–               ¡Pero, en fin, Maestro!

–                Tu juicio.

–                Esta mujer debe ser juzgada.

–                No puede con su peso contaminar la Tierra.

–                Su aliento es veneno que turba los corazones.

Jesús se levanta.

¡Misericordia!

¡Qué rostro!

Es todo un fulgir de relámpagos lanzados contra los acusadores.

Tiene tan erguida la cabeza, que parece aún más alto.

Tan severo y solemne se manifiesta, que parece un rey en su trono.

El manto se le ha descolgado de un hombro y forma una ligera cauda tras Él.

Pero Él no se preocupa de ello.

Serio el rostro, sin la más lejana huella de sonrisa en la boca y en los ojos…

Planta éstos en la cara de la gente,

que retrocede como frente a dos puñales puntiagudos.

Mira fijamente a cada uno.

Con una intensidad de escudriñamiento que produce miedo.

Los objetivos de su mirada,

tratan de retroceder entre la gente y de esconderse entre ella.

El círculo así, se ensancha y se disgrega,

como minado por una fuerza oculta.

Hasta que habla:

–               Quien de vosotros esté sin pecado…

Que tire contra la mujer la primera piedra.

Y la voz es un trueno;

acompañado de un aún más vivo centelleo de la mirada.

Jesús ha recogido los brazos sobre el pecho.

Y está así, erguido como un juez, esperando.

Su mirada no da paz;

hurga, penetra, acusa.

Primero uno, luego dos, luego cinco…

Luego en grupos, los presentes se alejan cabizcaídos.

No sólo los escribas y los fariseos,

sino también los que estaban antes en torno a Jesús.

Y otros que se habían acercado para oír el juicio y la condena…

Que tanto aquéllos como éstos,

se habían unido para injuriar a la culpable y pedir la lapidación.

Jesús se queda sólo con Pedro y Juan.

No es posible ver a los otros apóstoles.

Jesús se ha vuelto a poner a escribir…

Mientras se produce la fuga de los acusadores:

Ahora escribe:

«Fariseos», «Víboras», «Sepulcros de podredumbre», «Embusteros», «Traidores»,

«Enemigos de Dios», «Insultadores de su Verbo»…

Una vez que todo el patio se ha vaciado y se ha hecho un gran silencio.

Donde sólo se escucha el frufrú del viento

y el susurro de una pequeña fuente en un ángulo.

Jesús levanta la cabeza y mira.

Ahora su rostro se ha calmado.

Es un rostro triste, pero ya no está airado.

Mira un momento a Pedro, que se ha alejado ligeramente

y se ha apoyado en una columna.

También a Juan…

que casi detrás de Jesús, lo mira con su mirada cariñosa.

Hay en Jesús un asomo de sonrisa al mirar a Pedro.

Y una sonrisa más marcada al mirar a Juan.

Dos sonrisas distintas.

Luego mira a la mujer, todavía postrada y llorosa, a sus pies.

La observa.

Se levanta, se coloca el manto, como si fuera a ponerse en camino.

Hace una señal a los dos apóstoles para que se encaminen hacia la salida.

Cuando está solo, llama a la mujer.

–              Mujer, escúchame.

Mírame.

Repite la orden, porque ella no se atreve a levantar la cara.

–              Mujer, estamos solos.

Mírame.

La desdichada levanta la cara,

en que el llanto y la tierra han creado una máscara de abatimiento.

En tono bajo, con seriedad compasiva;

tiene el rostro y el cuerpo levemente inclinados hacia el suelo, hacia esa miseria.

Con una expresión indulgente y sanadora que llena su mirada.

Jesús dice:

–                 ¿Dónde están mujer, los que te acusaban?

¿Ninguno te ha condenado?

La mujer entre sollozos, responde:

–                  Ninguno, Maestro.

–                  Tampoco Yo te condenaré.

Vete.

Y no peques más.

Ve a tu casa.

Gánate el perdón.

El de Dios y el de tu marido.

No abuses de la benignidad del Señor.

Ve.

Y la ayuda a levantarse tomándola de una mano.

Pero no la bendice ni le da la paz.

La mira mientras se pone en camino, cabizbaja…

Levemente tambaleante bajo el peso de su vergüenza.

luego cuando ya no se la ve…

Jesús se pone a su vez en camino con sus discípulos.

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