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265 ¿ERES EL QUE HA DE VENIR?

265 IMITAR A JESUS ES EL EJEMPLO QUE SALVA

Jesús está sólo con Mateo, que no ha podido ir con los demás a predicar,

por tener herido un pie.

De todas formas, enfermos y otras personas deseosas de la Buena Nueva llenan la terraza

y el espacio libre del huerto para oírlo y solicitarle ayuda.

Jesús termina de hablar

diciendo:

–       Habiendo contemplado juntos la gran frase de Salomón:

«En la abundancia de la justicia está la suma fortaleza», os exhorto a poseer esta abundancia,

pues es moneda para entrar en el Reino de los Cielos.

Tened con vosotros mi paz y Dios sea con vosotros.

Luego se acerca a los pobres y enfermos, en muchos casos son una y otra cosa juntamente.

Y escucha con bondad lo que cuentan, ayuda con dinero, aconseja con palabras,

sana con la imposición de las manos y con la palabra.

Mateo a su lado, se encarga de dar las monedas.

Jesús está escuchando con atención a una pobre viuda que entre lágrimas,

le narra la muerte repentina de su marido carpintero, en el banco de trabajo,

acaecida pocos días antes:

-Vine corriendo a buscarte aquí.

Todo el parentesco del difunto me acusó de falta de compostura y de ser dura de corazón.

Ahora me maldicen.

Pero había venido porque sabía que resucitabas

y sabía que si te encontraba mi marido resucitaría.

No estabas…

Ahora él está en el sepulcro desde hace dos semanas…

Y yo estoy aquí con cinco hijos…

Los parientes me odian y me niegan su ayuda.

Tengo olivos y vides.

Pocos, pero me darían pan para el invierno, si pudiera tenerlos hasta la recolección.

Pero no tengo dinero,

porque mi marido desde hacía tiempo estaba enfermo y trabajaba poco.

Y para mantenerse, comía y bebía, yo digo que demasiado.

Decía que el vino le sentaba bien…

La verdad es que hizo el doble mal de matarlo a él…

Y de consumir los ya escasos ahorros por su poco trabajo.

Estaba terminando un carro y un baúl;

le habían encargado dos camas, unas mesas y también unas repisas.

Pero ahora…

No están terminados.

Y mi hijo varón solo tiene siete años.

Perderé el dinero…

Tendré que vender los útiles y la madera.

El carro y el baúl ni siquiera los puedo vender como tales, aunque estén casi terminados,

Así que los voy a tener que dar como leña para el fuego.

No va a ser suficiente el dinero;

porque yo, mi madre anciana y enferma y cinco hijos, somos siete personas…

Que no tenemos como sostenernos.

Venderé el majuelo y los olivos…

Pero ya sabes cómo es el mundo…

Donde hay necesidad, ahoga.

Dime, ¿Qué debo hacer?

Quería guardar el banco y las herramientas para mi hijo;

que ya sabe algo de la madera…

Quería conservar la tierra para vivir…

y también como dote para mis hijas…

Jesús está muy atento, escuchando todo esto…

Cuando una agitación de la gente le advierte de que hay alguna novedad.

Se vuelve para ver lo que sucede…

Y ve a tres hombres que se están abriendo paso entre la multitud.

Buscando acercarse para llegar hasta Él.

Jesús reconoce a uno de ellos… 

Y entonces se vuelve otra vez hacia la viuda,

para preguntarle:

–      ¿Dónde vives?

–      En Corozaín, junto al camino que va a la Fuente caliente.

Es una casa baja entre dos higueras.

–       Bien. Iré a terminar el carro y el baúl.

De modo que podrás vendérselos a quien los había encargado.

Espérame mañana a la aurora.

La mujer se siente ahogar por el estupor. 

Y pregunta: 

–       ¿Tú?

¿Tú trabajar para mí? 

–       Volveré a mi trabajo y te daré paz a ti.

Al mismo tiempo, a esos de Corozaín sin corazón, les daré la lección de la caridad.

–      ¡Oh, sí!

¡Sin corazón!

¡Si viviera todavía el viejo Isaac!

¡No me dejaría morir de hambre!

Pero ha vuelto a Abraham…

–       No llores.

Vuelve a casa serena.

Con esto tendrás para hoy.

Mañana iré Yo.

Ve en paz.

La mujer se arrodilla a besarle la túnica y se marcha más consolada.

Uno de los tres hombres que habían llegado y que estaban parados, detrás de Jesús,

esperando a que despidiera a la mujer y que por tanto, han oído la promesa de Jesús.

respetuosamente le pregunta: 

–      Maestro tres veces santo,

¿Te puedo saludar?

El hombre que ha saludado es Mannaém.

Jesús se vuelve,

y sonriendo, dice:

–       ¡Paz a ti, Mannaém!

¡Entonces, te has acordado de Mí!…

—       ¿Y tú también de Mí?

–       Eso siempre, Maestro.

Había decidido ir a verte a casa de Lázaro y al huerto de los Olivos para estar contigo.

Pero antes de la Pascua apresaron a Juan el Bautista.

Lo prendieron con traición otra vez;

yo temía que en ausencia de Herodes, que había ido a Jerusalén para la Pascua,

Herodías ordenara la muerte del santo.

No quiso ir para las fiestas a Sión, porque decía que estaba enferma.

Enferma, sí: de odio y lujuria…

Estuve en Maqueronte para vigilar y…

refrenar a esa pérfida mujer, que sería capaz de matarlo  con su propia mano…

Si no lo hace, es porque tiene miedo a perder el favor de Herodes, que…

por miedo o convicción, defiende a Juan y se limita a tenerlo prisionero.

Ahora Herodías se ha ido a un castillo de su propiedad,

huyendo del calor agobiante de Maqueronte.

Yo he venido con estos amigos míos y discípulos de Juan.

Los ha enviado él con una pregunta para Tí.

Me he unido a ellos.

La gente, al oír hablar de Herodes y comprendiendo quién es el que habla de él,

se arremolina curiosa, en torno al pequeño grupo de Jesús y de los tres hombres.

Tras recíprocos saludos con los dos austeros personajes.

Jesús dice:

–      ¿Qué pregunta queríais hacerme? 

Uno de los dos dice: 

–      Habla tú, Mannaém,

Porque sabes todo y eres más amigo.  

El hermano de Herodes explica: 

–       Escucha, Maestro.

Sé comprensivo, si ves que por exceso de amor, en los discípulos nace un recelo

hacia Aquel al que creen antagonista o suplantador de su maestro.

Lo hacen los tuyos, lo hacen igual los de Juan.

Son celos comprensibles, que demuestran todo el amor de los discípulos, hacia sus maestros.

Yo… soy imparcial.

Y lo pueden decir éstos que están conmigo,

Porque os conozco a ti y a Juan y os amo con equidad.

Tanto es así que, aunque te ame a Ti por lo que Eres,

preferí hacer el sacrificio de estar con Juan,

porque lo venero también a él por lo que es.

Y actualmente, porque está en mayor peligro que Tú.

Ahora, por este amor -no sin el soplo rencoroso de los fariseos-

han llegado a poner en duda que Tú eres el Mesías.

Y así se lo han confesado a Juan, creyendo que le daban una alegría diciéndole:

«Para nosotros el Mesías eres tú, no puede haber uno más santo que tú».

Pero primero Juan los ha reprendido llamándolos blasfemos;

luego después de la reprensión, con más dulzura,

ha ilustrado todas las cosas que te señalan como verdadero Mesías.

En fin, viendo que todavía no estaban convencidos, ha tomado a dos de ellos, éstos…

Y les ha dicho: «Id donde Él y decidle en mi nombre:

¿Eres Tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?»‘

No ha enviado a los discípulos que antes habían sido pastores, porque creen

y no habría aportado nada el enviarlos.

Los ha tomado de entre los que dudan,

para acercártelos y para que su palabra disipara las dudas de otros como ellos.

He venido con ellos para verte.

Esto es todo.

Ahora Tú acalla sus dudas.

El hombre aclara: 

–       ¡No nos creas hostiles a ti, Maestro!

Las palabras de Mannaém te lo podrían hacer pensar.

Nosotros… nosotros…

Conocemos desde hace años al Bautista, siempre lo hemos visto santo, penitente, inspirado.

A Ti… no te conocemos sino por boca de terceros.

Y ya sabes lo que es la palabra de los hombres…

Crea y destruye fama y honra, por el contraste entre quien exalta y quien humilla;

de la misma forma que dos vientos contrarios forman y dispersan una nube.

Jesús responde con dulzura: 

–      Lo sé, lo sé.

Leo en vuestro corazón y vuestros ojos leen la verdad en lo que os rodea,

como también vuestros oídos han escuchado la conversación con la viuda.

Sería suficiente para convencer.

Mas Yo os digo:

Observad qué personas me rodean:

aquí no hay ricos, ni gente que se dé la gran vida, aquí no hay personas de vida escandalosa;

sólo hay pobres, enfermos, honrados israelitas que quieren conocer la Palabra de Dios.

Éste, éste, esta mujer..

También esa niñita y aquel anciano, han venido aquí enfermos y ahora están sanos.

Preguntadles y os dirán qué tenían y cómo los he curado.

Y cómo están ahora.

Preguntad, preguntad…

Yo, mientras, hablo con Mannaém» y hace ademán de separarse.

Pero ellos objetan. 

–       No, Maestro.

–       No dudamos de tus palabras.

Danos sólo una respuesta que llevar a Juan,

para que vea que hemos venido y para que pueda,

sobre la base de esa respuesta, persuadir a nuestros compañeros.

–       Id y referid esto a Juan:

«Los sordos oyen; esta niña era sorda y muda.

Los mudos hablan; aquel hombre era mudo de nacimiento.

Los ciegos ven».

Hombre, ven aquí.

Jesús le dice: 

–      Di a éstos lo que tenías…

Mientras coge de un brazo a uno que ha sido sanado milagrosamente.

Éste dice:

–       Soy albañil.

Me cayó en la cara un cubo lleno de cal viva.

Me quemó los ojos.

Desde hace cuatro años vivía en la oscuridad.

El Mesías me ha mojado los ojos secos con su saliva

y ahora están de nuevo más frescos que cuando tenía veinte años.

¡Bendito sea!

Jesús prosigue:

–      Y no sólo ciegos, sordos o mudos, curados;

sino también cojos que corren, tullidos que se enderezan.

Mirad ese anciano: hace un rato estaba anquilosado, encorvado… 

Y ahora está derecho como una palma del desierto y ágil como una gacela.

Quedan curadas las más graves enfermedades.

Tú, mujer, ¿Qué tenías?

–       Una enfermedad del pecho;

por haber dado demasiada leche a bocas voraces;

la enfermedad, además del pecho, me comía la vida

Ahora mirad. – y se destapa el vestido y muestra, intactos, los pechos.

Y añade:

–      «Lo tenía que era todo una llaga.

Lo demuestra la túnica, todavía mojada de pus.

Ahora voy a casa para ponerme un vestido limpio; estoy fuerte y contenta.

Ayer mismo estaba muriéndome.

Me han traído aquí unas personas compasivas.

Me sentía muy infeliz… por los niños, que se iban a quedar pronto sin madre.

¡Eterna alabanza al Salvador!

–      ¿Habéis oído?

Podéis preguntarle también al arquisinagogo de esta ciudad sobre la resurrección de su hija.

Y, volviendo en dirección a Jericó, pasad por Naím.

e informaos sobre el joven que fue resucitado en presencia de toda la ciudad,

cuando ya estaba para ser introducido en la tumba.

Así, podréis referir que los muertos resucitan.

El hecho de que muchos leprosos hayan sido curados,

lo podréis saber en muchos lugares de Israel;

pero, si queréis ir a Sicaminón, buscad entre los discípulos y encontraréis muchos ex leprosos.

Decid, pues, a Juan que los leprosos quedan limpios.

Decid, además, que se anuncia la Buena Nueva a los pobres, porque lo estáis viendo.

Y bienaventurado quien no se escandalice de Mí.

Decid esto a Juan.

Y también que lo bendigo con todo mi amor.

–       Gracias, Maestro.

Bendícenos también a nosotros antes de marcharnos.

–       No podéis iros a esta hora, con este calor…

Quedaos en casa como invitados míos hasta el atardecer;

así viviréis por un día la vida de este Maestro que no es Juan, pero que es amado por Juan,

porque Juan sabe quién ES.

Venid a casa.

Está fresca.

Os daré la posibilidad de reponer fuerzas.

Adiós a vosotros que me escucháis.

La paz sea con vosotros.

Despide a la muchedumbre y entra en la casa con sus tres invitados…

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