420 CONSAGRACIÓN Y MARTIRIO11 min read

420 IMITAR A JESUS ES EL EJEMPLO QUE SALVA

368  El jueves prepascual en el Templo.

Entran en el Templo.

Mientras las mujeres se detienen en la parte inferior,

los hombres prosiguen por el lugar concedido a ellos.

Llegan así al sitio donde se presenta a los niños y se purifican las mujeres.

Un pequeño grupito de gente acompaña a una joven madre

y se detiene para cumplir las ceremonias del rito.

Andrés observando la escena, comenta:

–           ¡Un pequeñuelo consagrado a1 Señor, Maestro!

Santiago de Alfeo, agrega: 

–          Es, si no me equivoco, la mujer de Cesárea de Filipo, la del castillo.

Pasó por delante de mí mientras te esperábamos en la Puerta Dorada. 

Tadeo añade:

–          Sí.

Está también la suegra y el administrador de Felipe.

No nos han visto.

Pero nosotros los hemos visto a ellos.

Y Mateo agrega:

–           Y nosotros dos hemos visto a María de Simón con un anciano.

Pero Judas no estaba.

Parecía muy triste la mujer.

  Jesús dice:

–          Luego la buscaremos.

Ahora vamos a orar.

Y tú, Simón de Jonás, presenta la ofrenda en el gazofilacio.

Por todos.

Oran largamente.

La gente advierte claramente su presencia y unos a otros se señalan al Maestro.

Un breve altercado, del que sobresale la nota aguda de una voz

femenina, hace volver la cabeza a los que oran menos recogidos. 

Una voz aguda dice:

–          ¡Si he estado aquí para ofrecer el hijo varón a Dios, puedo

quedarme otro poco para

ofrecérselo a quien lo salvó para el Señor!

La joven Dorca, implicada en medio, causa de tanto jaleo, rompe a llorar,

y grita:

–          ¡No le hagáis ningún mal por causa mía!

Pero ya algunos exaltados han llegado donde el Señor y le dicen impositivamente:

–        ¡Ven aquí y responde!

Los apóstoles y discípulos están agitados de ira y temor.

Jesús, sereno y solemne, sigue a los que lo han llamado.

–        ¿Reconoces a esta mujer?

Gritan mientras lo empujan al centro del corro que se ha formado alrededor de Dorca,

a la que señalan como si fuera una leprosa.

Jesús responde:

–           Sí.

Es una joven viuda y madre de Cesárea de Filipo.

Y ésa es su suegra.

Y ése es el administrador del castillo.

¿Y entonces…?

–         Ella te acusa de que entraste en su habitación mientras se producía el parto.

–          ¡No es verdad, Señor!

No he dicho eso.

He dicho que me reviviste a mi hijo.

¡Y nada más!

Quería rendirte honor…  y te he perjudicado.

¡Perdón, perdón!

–           No es verdad.

Vosotros mentís.

La mujer no ha dicho eso.

Y yo soy testigo y puedo jurarlo;

como también que el Rabí no entró en la habitación,

sino que obró el milagro desde la puerta.

–         ¡Calla, siervo!

–         No!

¡No callaré!

¡Y se lo diré a Filipo, que venera al Rabí más que vosotros, falsos devotos del Dios altísimo!

El altercado pasa de la mujer, al terreno religioso y político.

Jesús guarda silencio.

Dorca llora.

Eleazar, el invitado justo del banquete de la casa de Ismael,

dice:

–          Creo que se ha aclarado la duda y no tiene ya objeto la acusación.

Y que el Rabí justificado, puede libremente marcharse.

Jonatán de Uziel, grita: 

–      ¡No!

Quiero saber si se purificó después de tocar al muerto.

¡Que lo jure por Yeohveh!

Jesús responde:

–          ¡No me purifiqué porque el niño no estaba muerto!

Sino que sólo tenía dificultad para respirar.

–        Ah, ahora te va bien decir que no resucitó, ¿Eh?! – grita un fariseo.

–         ¿Por qué no haces ostentación como en Quedes? – pregunta otro.

–         ¡No perdamos tiempo en palabras!

Vamos a echarlo de aquí y a llevar esta nueva imputación  al Sanedrín.

¡Un cúmulo de imputaciones!

Jesús pregunta:

–         ¿Qué otra?

El escriba Sadoq, lo señala furioso:

–          ¿Qué qué otra!

¡El haber tocado a la leprosa sin purificarte después!

¿Puedes negarlo?

¿Y haber blasfemado en Cafarnaúm, tanto que los más justos te han abandonado?

¿Puedes negarlo?

–         No niego nada.

Pero no tengo pecado;

porque tú Sadoq, tú que acusas, sabes por el marido de Anastática

que no estaba leprosa;

lo sabes, paraninfo del adulterio de Samuel;

tú, embustero con él ante el mundo para favorecer la lujuria de un inmundo,

dando el nombre de lepra a lo que no era tal…

Y condenando a una mujer a la tortura que significa el ser llamado “leproso” en Israel,

sólo porque eres cómplice del marido culpable.

El escriba Sadoq, uno de los que estaban en Yiscala y luego en Quedes,

herido y descubierto en pleno centro del Templo, se escabulle sin decir nada más.

Le siguen los gritos burlones de la gente.

Jesús ordena:

–         ¡Silencio!

Es lugar sagrado.

Y dice a la mujer y a los que estaban con ella:

«Vamos. Venid conmigo a donde me esperan».

Y se encamina, severo y majestuoso, seguido por los suyos.

Entretanto la mujer, ante las preguntas de muchos, cuenta una y otra vez, repitiendo siempre:

«Mi hijo es suyo y a Él se lo consagro».

El administrador se acerca a Jesús,

y dice:

–          Maestro, he referido a Filipo el milagro.

Me ha enviado para decirte que te estima.

Tenlo presente en las insidias de Herodes…

Y de los otros.

Querría ver también él, y oírte.

¿No vienes hoy a su casa?

Te acogería con gusto, incluso en la Tetrarquía.

–           No soy un histrión ni un mago.

Soy el Maestro de la Verdad.

Que venga a la Verdad y no lo rechazaré.

Han llegado al patio de las mujeres.

–          ¡Ahí está! ¡Ahí está! – dicen las discípulas a María,;

que está preocupada por el retraso.

Se reúnen.

Jesús quisiera despedirse de los de Cesárea, para ir a buscar a María de Simón, madre de Judas;

pero Dorca se arrodilla,

y dice:

–          Te buscaba yo antes que ella;

antes que esa mujer que buscas y que es madre de un discípulo.

Te buscaba para decirte:

“Este hijo es tuyo. Varón unigénito.

Te lo consagro.

Tú eres el Dios Vivo. Que sea siervo tuyo”.

Jesús la mira fijamente por un momento,

luego le pregunta:

–         ¿Sabes lo que esto significa?

Quiere decir CONSAGRAR A TU HIJO AL DOLOR. 

PERDERLO COMO MADRE

Y GANARLO COMO MÁRTIR EN EL CIELO..

¿Te sientes con fuerzas de ser mártir en tu hijo?

Ella responde con firmeza:

–          Sí, mi Señor.

Mártir me habría hecho su muerte, un martirio de una pobre mujer madre.

Por Ti seré mártir de forma perfecta, grata al Señor.

Jesús sentencia:

–          ¡Pues así sea!…

Y mirando que ha llegado la madre de Judas,

Jesús exclama, con alivio:

–          ¡Oh, María de Simón!

¿Cuándo has venido?

Ella responde venerándolo:

–           Ahora.

Con Ananías, un pariente mío…

Yo también te buscaba, Señor…–           Lo sé.

Y había enviado a Judas a decirte que vinieras.

¿No ha ido?

La madre de Judas agacha mucho la cabeza,

y susurra:

—        Sali inmediatamente después de él, para ir al Getsemaní.

¡Pero ya te habías marchado!…

He venido rápidamente al Templo…

Ahora te encuentro…

A tiempo de oír a esta jovencita ya madre…

¡Y tan dichosa!…

¡Cómo desearía poder decirte sus mismas palabras, Señor!

Respecto a un Judas recién nacido…

Lleno de dulzura…

Como uno de estos corderitos… –

Y llorando…

Señala a los corderitos baladores que van hacia los que los han de inmolar.

Se envuelve en el manto para esconder su llanto.

Jesús la invita amoroso:

–         Ven conmigo, madre.

Hablaremos en casa de Juana.

Este no es el sitio apropiado.

Las discípulas toman consigo en medio de ellas a María, madre de Judas.

El pariente Ananías por su parte, se mezcla con los discípulos.

Entre las discípulas también van Dorca y su suegra.

María de Alfeo y Salomé entran en éxtasis haciendo mimos al pequeñuelo.

Se encaminan hacia la salida.

Pero antes de llegar…

He aquí que un esclavo romano trae una tablilla encerada a Juana, que la lee…

Y responde:

–           Dirás que sí.

Por la tarde en mi casa, en el palacio.Y luego se agrega el gorjeo de Yaia y su madre al ver al Salvador:

–            ¡Ahí está el Donador de la luz!

¡Bendito seas, Luz de Dios.

Y se postran rostro en tierra, felices.

La gente se arremolina, pregunta, comprende, aclama.

Y también llega el anciano Matías el que venera y bendice

(el hombre que ofreció hospedaje en la noche de tormenta a Jesús y a los suyos cerca de Yabés Galaad).

Enseguida es el abuelo de Margziam y los campesinos de Yocana… 

Jesús, después de hablar con Juana,

les dice:

«Venid conmigo».

Y ya se lo ha dicho a Dorca, a Yaia, a Matías.

Y el grupo apostólico con toda la comitiva agregada, forman toda una procesión.

Y cuando llegan cerca de la Puerta Dorada, se encuentran con

Marcos de Josías (el discípulo apóstata) y Judas Iscariote hablando animadamente.

Judas ve venir al Maestro y se lo dice a su compañero.

Éste, cuando tiene a Jesús detrás, se vuelve.

Las miradas se entrecruzan.

¡Qué mirada la de Cristo!

Pero el otro ya está sordo ante cualquier santo poder.

Para huir antes, casi arroja a Jesús contra una columna.

Jesús no reacciona.

Sino diciendo:

–           ¡Marcos, detente!

¡Por piedad de tu alma y de tu madre!

–           ¡Satanás! – grita el otro.

Y se marcha.

Los discípulos gritan:

–          ¡Qué horror!

Judas exclama escandalizado:

–          ¡Maldícelo, Señor!

Jesús dice:

–            No.

Dejaría de ser Jesús…

Vamos…

Isacc pregunta asombrado:

–          ¿Pero cómo, cómo es que se ha vuelto así?

¡Tan bueno como era! 

El apóstol pastor, parece herido profundamente en su alma,

como traspasado por una flecha de lo apenado que está por el

cambio de Marcos.

–          Es un misterio.

¡Una cosa inexplicable! – dicen muchos.

Y Judas de Keriot:

–          Sí.

Le dejaba hablar.

Todo una herejía.

¡Pero cómo la dice!

Casi te persuade.

No era tan sabio cuando era justo.

Santiago de Zebedeo,

lo corrige: 

–        Debes decir que no estaba tan enajenado cuando estaba

endemoniado cerca de Gamala.

Y Juan pregunta:

–            ¿Por qué Señor, cuando estaba endemoniado te causaba menos daño que ahora?

¿No puedes curarlo para que no te perjudique?

Jesús explica:

–          Porque ahora ha recibido dentro de sí a un demonio inteligente.

Antes era una posada tomada por la fuerza, por una legión de demonios.

Pero faltaba en él, el consenso de tenerlos.

Ahora su inteligencia ha querido a Satanás…

Y Satanás ha puesto en él una fuerza demoníaca inteligente.

Contra esta segunda posesión nada puedo.

Porque debería violentar la voluntad libre del hombre.

–          ¿Sufres, Maestro?

–          Sí.

Son mis angustias… mis derrotas…

Y si me aflijo es porque son almas que se pierden.

Sólo por esto.

No por el mal que me hacen a Mí.

Estando todos parados, a la espera de que el camino quede libre de un

atasco de gente y caballerías, forman corrillo.

La mirada de la madre de Judas es de una potencia tal

que su hijo le pregunta:

–          ¡Pero bueno!

¿Qué te pasa?

¿Es la primera vez que ves mi cara?

Es que tú estás enferma.

Tengo que llevarte al médico…

María de Simón objeta con energía:

–           ¡No estoy enferma, hijo!

¡Ni es la primera vez que te veo!

–           ¿Y entonces?

–           Entonces… nada.

Lo único que quisiera, es que no merecieras jamás estas palabras del Maestro.

–          Yo no lo abandono ni lo acuso.

¡Soy su apóstol!

Reanudan la marcha.

Hasta que Jesús se detiene para saludar a Juana y a las discípulas que van con Juana a su casa.

Los hombres todos, van al Getsemaní. 

Pedro masculla con disgusto:

–          Podíamos haber ido todos allá.

Hubiera querido ver lo que decía Elisa.

Jesús le dice:

–          Lo verás.

Porque será hoy cuando lo sepa…

Y de mi boca, que a Anastática se la confío a ella.

–           ¿Y esta noche habrá banquete?

–           Sí.

Ya he dicho a Juana lo que debe hacer.

Varios indagan:

–           ¿Qué debe hacer?

–           ¿Cuándo se lo has dicho?

–           Lo veréis.

Antes de dejarla.

Mientras la saludaba.

sin demora, para estar pronto en el jardín de Juana.

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