532 La Voluntad de Dios7 min read

IMITAR A JESÚS ES EL EJEMPLO QUE SALVA

439 María Santísima enseña a Áurea a hacer la voluntad de Dios. 

La virgen está muy cansada, cuando de regreso vuelve a pisar el umbral de su hogar.

Le abre Simón, quién después de saludarle, se retira prudente al taller.

Encuentra a Jesús, poniendo la puerta del horno en su  lugar, después de haberla reparado.

La está colocando de nuevo en su sitio, con las últimas luces del día que ya muere,

Jesús, que estaba suavizando con aceite los goznes y los cerrojos;

deja sus herramientas en cuanto ve a su Madre.

Y va hacia Ella limpiándose las manos manchadas de grasa, en su mandil de trabajo.

Su recíproca sonrisa parece hacer luminoso el huerto en que va mermando la luz.

Jesús saluda:

–           La Paz sea contigo, Mamá.

María contesta:

–             La Paz sea contigo, Hijo.

–             Qué cansada debes estar.

Llegaste pronto…

–              Desde el amanecer hasta el crepúsculo, descansé en casa de José.

Si no fuera por este calor tan fuerte…

Me hubiera venido luego para decirte, que te cedieron a Áurea.

–             ¿De veras?

El rostro de Jesús rejuvenece, ante la alegre sorpresa.

Parece un joven de veinte años y se parece más a su Madre,

que siempre parece una jovencita;

tanto en su rostro, como en sus movimientos.

–              De veras, Jesús.

No me costó ningún trabajo conseguirlo.

La mujer consintió enseguida.

Se sintió conmovida al reconocer que tanto ella como sus amigos, se encuentran en tal estado…

que no puede educar a una criatura para Dios.

Un reconocimiento tan humilde;

tan sincero;

tan verdadero.

No es muy fácil encontrar a alguien, que sinceramente reconozca tener defectos.

–              Así es.

No es fácil.

En Israel son muy pocos.

Ellas son unas almas hermosas, sepultadas bajo una costra de suciedad.

Pero cuando ésta caiga…

–              ¿Sucederá, Hijo?

–              Estoy seguro de ello.

Instintivamente se dirigen al Bien…

Terminarán por acercarse a Él.

¿Qué te dijo?

–             ¡Oh!

¡Pocas palabras!…

Nos entendimos al punto.

¿No sería mejor, llamar a Áurea?

Quiero comunicárselo, si me lo permites.

–              ¡Claro, Mamá!

Mandaremos a Simón.

Y con voz fuerte llama a Zelote.

El apóstol acude inmediatamente.

Jesús le indica:

–             Simón.

Ve a la casa de simón de Alfeo y dile que mi madre ha regresado.

Trae a la niña y a Tomás;

que ya debe haber terminado ese trabajito que le pidió hacer Salomé.

Simón se inclina y se va.

–              Cuenta, Mamá…

Tu viaje…

tu coloquio…

¡Pobre Mamá, qué cansada estás por causa mía!

–           ¡Oh, no, Jesús!

Ningún cansancio cuando Tú te sientes feliz…

Y María cuenta las peripecias de su viaje y los miedos de María de Alfeo,

el alto en el camino en casa del barquero, el encuentro con Valeria;

y termina:

«Dado que el Cielo lo permitía, he preferido verla a esa hora.

Más libre ella, más libre yo.

Y María Cleofás consolada antes, porque de estar dos mujeres solas por Tiberíades,

sentía un terror que sólo el amor por ti, el pensamiento de servirte, podía superar…»,

Y María sonríe, recordando las angustias de su cuñada…

Jesús también sonríe.

Dice:

–            ¡Pobrecilla!

Es la verdadera mujer de Israel.

La antigua mujer, reservada toda ella para la casa, la mujer fuerte según los Proverbios.

Pero en la nueva Religión la mujer no será sólo fuerte en la casa…

Serán muchas las que superarán a Judit y a Yael, siendo heroicas en sí,

con un heroísmo propio de la madre de los Macabeos…

Y también lo será nuestra María.

Pero por ahora…

Es todavía así…

¿Has visto a Juana?

María ya no sonríe.

Quizás teme otra pregunta, sobre Judas.

Y responde rápidamente:

–            No he querido imponer más angustias a María.

Hemos estado dentro de casa hasta la mitad entre la nona

y la caída de la tarde descansando…

Y luego hemos partido…

Pensé que pronto la veríamos, en el lago…

Ha relatado todo, menos lo de Judas.

Jesús sonríe:

–             Me has traído la prueba de lo que las romanas sienten por Mí.

Si Juana hubiese intervenido se hubiera podido pensar, que se la cedían a la amiga.

Ahora vamos a esperar hasta el sábado…

Y si Mirta no viene, nos iremos con Áurea.

María dice:

–            ¡Hijo!

Quisiera quedarme…

Jesús contesta:

–           Estás muy cansada, lo veo.

–            No.

No es por eso…

Pienso que Judas podría venir aquí.

Cómo no está mal que en Cafarnaúm, haya siempre un amigo que lo hospede.

Tampoco lo está que alguien lo acoja cariñosamente aquí…

–             Gracias Mamá.

Sólo tú comprendes, lo que todavía puede salvarlo…

Y ambos suspiran por el discípulo que les causa dolor…

Regresan Simón y Tomás;

con áurea que al instante, corre a abrazar a María.

Jesús la deja con su madre y va a adentro con sus apóstoles.

María empieza diciendo:

–         Rezaste mucho, hija.

Y el buen Dios te escuchó…

Pero es interrumpida por un grito de alegría:

–         ¡Me quedo contigo!

Y le echa los brazos al cuello, besándola.

María la besa también.

Y teniéndola abrazada le dice:

–            Cuando uno recibe un gran favor, hay que pagarlo…

¿Oh no?

–            Claro que sí.

Y yo te pagaré amándote mucho.

–            Gracias hija.

Pero Dios es más que yo.

Él es el que te concedió este gran favor.

Esta Gracia inmensa de acogerte entre los hijos de su Pueblo.

De hacerte discípula del Maestro-Salvador.

Yo sólo fui el instrumento de esta gracia que Él el Altísimo, te concedió.

¿Qué darás pues al Altísimo, para decirle que se lo agradeces?

–           No sé.

Dime cómo, Madre…

–           Con amor.

Pero el amor para que sea verdaderamente real, tiene que ir unido con el sacrificio.

Porque cuando algo nos cuesta, es porque tiene valor.

¿O no es verdad?

–           Cierto.

–           Bueno…

Yo diría que Tú, con la misma alegría con qué gritaste: ‘¡Me quedo contigo!’

Tienes qué gritar:

¡Sí, Señor!

Cuando yo, su pobre sierva, te diga lo que Él dispone de ti.

Áurea poniendo su carita seria,

dice:

–           Dímelo, Madre.

–           Dios quiere confiarte a dos buenas mujeres, que son madres.

A Noemí y a Mirta…

Las lágrimas se asoman a los ojos de la niña…

Y le ruedan por sus sonrosadas mejillas.

–          Ellas son buenas.

Mi Jesús y yo las queremos.

Jesús a una de ellas le salvó su hijo.

A la otra, yo le amamanté el suyo.

Tú viste que son buenas.

–           Es cierto.

Pero esperaba quedarme contigo.

–           Hija, no se puede tener todo.

Tú  misma ves que yo no estoy con mi Jesús.

Os lo he entregado.

Estoy separada, muy separada de él;

mientras va caminando por la Palestina para predicar, curar y salvar a niñas…

–            Es verdad.

–            Si lo quisiera para mí sola, a ti no te hubiera salvado…

Y vuestras almas no se salvarían.

Piensa cuán grande es mi sacrificio.

Os doy un Hijo que será Inmolado por vuestras almas.

Por otra parte, tú y yo estaremos siempre unidas;

porque las discípulas están siempre unidas con el Mesías,

formando una Gran Familia, por el amor que tienen hacia Él.

–            Es verdad.

¿Y podré venir aquí?

¿Nos volveremos a ver otra vez?

–            Sin duda alguna.

Hasta que Dios lo quiera.

–             ¿Y rogarás siempre por mí?

–             Lo haré siempre.

–              Y cuando estemos juntas.

¿Me seguirás enseñando muchas cosas?

–               Sí, hija.

–              ¡Ah, yo quiero ser como tú!

¿Lo lograré?

Quiero saber, para ser buena…

–             Noemí es madre de un arquisinagogo que es discípulo del Señor.

Mirta tiene un hijo que mereció la gracia del milagro y es un buen discípulo.

Las dos mujeres son buenas, sabias e inteligentes…

Además de que abrigan en su corazón un gran amor.

–           ¿Me lo aseguras?

–           Te lo aseguro, hija.

–            Entonces bendíceme.

Y que se haga la voluntad del Señor, como dice la Oración de Jesús.

La he dicho tantas veces…

Es justo que se haga ahora lo que dije,

para conseguir que no fuese con los romanos…

–           Eres una buena muchachita.

Dios siempre te ayudará más.

Ven.

Vamos a decirle a Jesús que la discípula más joven,

sabe hacer la Voluntad de Dios…

Y tomándola de la mano, entra a la casa con ella.

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