IMITAR A JESÚS ES EL EJEMPLO QUE SALVA
445a Dos parábolas durante una tormenta en Tiberíades.
Los dos apóstoles llegan hasta donde se encuentran Jesús y Judas,
junto a la tapia donde los esperaban.
Tadeo dice:
– Hemos tardado mucho porque Juana estaba ya levantada.
Y el portero ha querido avisarle.
Vendrá hoy a venerarte, a casa de José.
Judas, que ya ha recuperado la seguridad,
dice:
– ¿A casa de José?
Si cae toda el agua que el cielo promete, esos caminos serán pantanos.
No…
Está claro que Juana no va a venir a esa choza ni por esos caminos.
Sería mejor que fuéramos nosotros a su casa…
Jesús no le responde.
Pero contesta a su primo,
preguntando:
– ¿No nos ha buscado ninguno de los nuestros en casa de Juana?
– Todavía ninguno.
– De acuerdo.
Vamos a casa de José.
Los otros nos alcanzarán allí…
Tadeo agrega:
– Para estar seguros de que nuestras madres están en camino;
yo iría a su encuentro…
– Estaría bien.
Pero más de un camino trae a Tiberíades.
Y quizás no han tomado el principal…
– Es verdad, Jesús…
– Vamos…
Caminan a buen paso, entre los primeros truenos;
con su fuerte fragor en las hoces de los collados que rodean casi por completo al lago.
Y entre los primeros relámpagos que surcan el cielo lívido.
Entran en la casa pobre de José,
que parece aún más pobre y oscura con el aire borrascoso.
Lo único luminoso que hay es el rostro del discípulo y de sus familiares,
dichosos de tener en su casa al Maestro.
Disculpándose, el barquero dice:
– Pero llegas en mal momento, Señor.
Con este tiempo, en el lago no he podido pescar y…
Tengo sólo verduras…
– Y tu buen corazón.
Pero ya he pensado en ello:
Ahora van a venir los compañeros con lo que necesitamos.
No estés trajinando, mujer…
Podemos sentarnos también en el suelo.
Hay mucha limpieza.
Eres una mujer excelente, lo sé.
Y el orden que aquí veo lo confirma.
Jesús se ha sentado tranquilamente en el borde bajo del hogar apagado,
casi en el suelo.
Y ha puesto entre sus rodillas a un niñito que lo observa asombrado.
El barquero, embelesado por el elogio del Señor,
proclama:
– ¡Oh, mi esposa!
¡Una verdadera mujer fuerte!
Mi alegría, nuestra alegría.
Los que habían ido a las compras entran bajo el primer chaparrón.
En el umbral de la puerta sacuden los mantos y las sandalias,
para no meter agua y barro en la casa.
Es un maremágnum de truenos, relámpagos, lluvia, viento.
El fragor del lago hace de acompañamiento a los solos de las centellas
y a los aullidos del viento.
Pedro pregunta:
– ¡Salud!
El verano se moja las plumas y remoja el hogar…
Después estaremos mejor…
Con tal de que no haga daños a las vides…
¿Puedo ir arriba a mirar el lago?
Quiero ver que humor tiene…
José el barquero, responde:
– Ve, ve.
La casa es vuestra.
Y Pedro sólo con la túnica, sale feliz para deleitarse con la tempestad.
Sube la escalera exterior y se queda en la terraza, refrescándose.
Y dando sus responsos a los de dentro;
como si estuviera en el puente de su barca y dirigiera las maniobras.
Los demás están sentados acá o allá en la cocina, donde apenas se ve,
porque tienen que tener la puerta entornada, por el chaparrón.
Por el resquicio entra un hilo de luz verdosa,
excepto cuando relumbran breves y cegadores los relámpagos…
Vuelve Pedro, mojado como si se hubiera caído en el lago,
y sentencia:
– Ahora la tenemos encima de la cabeza.
Se aleja hacia Samaria.
Va a mojar allí…
Tomás observa:
– ¡A ti te ha mojado ya!
Estás chorreando como una fuente.
– Sí.
Pero me siento muy bien después de tanto calor.
Bartolomé aconseja:
– Pasa, que te va a caer mal estar en la puerta mojado de esa forma.
– ¡No, hombre, no!
Yo soy madera añejada…
Ya estaba en el agua y todavía no sabía decir bien “padre”.
¡Ah, con qué facilidad se respira!…
Pero el camino…
Es un río…
¡Si vierais el lago!
Está de todos los colores y hierve como una cazuela.
Ya no sabe uno siquiera hacia dónde van las olas.
Hierven donde están…
Pero hacía falta…
José confirma:
– Sí, hacía falta.
Las paredes ya no se enfriaban, de tanto como las calentaba el sol.
Mi vid tenía las hojas abarquilladas, polvorientas…
Le echaba agua en la base…
Pero, ¡ya, ya!…
¿Qué hace un poco de agua cuando todo el resto es fuego?
Bartolomé sentencia:
– Más mal que bien, amigo.
Las plantas necesitan el agua del cielo, porque beben también con las hojas, ¡Eh!
Parece que no, pero es así.
¡Las raíces, las raíces!
Está bien.
Pero también las hojas están para algo y tienen sus derechos…
Incitando a Jesús a hablar,
Zelote propone:
– ¿No te parece, Maestro…
que Bartolomé está proponiendo el tema de una hermosa parábola?
Pero Jesús, que está arrullando al niñito que tiene miedo a los rayos;
no dice la parábola,
sino que asiente diciendo:
– ¿Y tú cómo la plantearías?
– Sin duda, mal, Maestro.
Yo no soy Tú…
– Dila como la sepas.
Predicar con parábolas os servirá mucho.
Acostumbraos.
Te escucho, Simón…
– ¡Oh!…
Tú, Maestro, yo… necio…
Pero obedezco.
Yo diría esto:
“Un hombre tenía una hermosa planta de vid.
Pero no poseyendo aquel hombre una viña,
había plantado su vid en el pequeño huerto de su casa,
para que trepara hasta la terraza a dar sombra y a dar racimos.
Y cuidaba mucho a su vid.
Pero ésta crecía entre casas, junto al camino:
por tanto, el humo de las cocinas, los hornos y el polvo que venía del camino,
subían a molestar a la vid.
Y mientras descendían del cielo las lluvias de Nisán,
las hojas de la vid se limpiaban de las impurezas.
Y no teniendo en la superficie una fea costra de suciedad que lo impidiera,
gozaban del sol y del aire.
Pero, cuando llegó el verano y el agua dejó de caer del cielo;
humo, polvo y excrementos de aves se depositaron,
en espesos estratos sobre las hojas;
mientras el sol, demasiado ardiente, las secaba.
El dueño de la vid echaba agua a las raíces que se hundían en el terreno.
Por eso la planta no moría;
pero vegetaba enfermiza,
porque el agua que absorbían las raíces subía sólo internamente,
sin que gozaran de ella las míseras hojas.
Es más, del suelo tórrido humedecido con poca agua,
subían efervescencias y emanaciones que estropeaban las hojas,
manchándolas como por pústulas dañinas.
Pero al final vino una gran lluvia del cielo que cayó sobre las hojas;
corrió por las ramas, por los racimos, por el tronco;
sofocó el ardor de las paredes y del terreno.
Pasada la tormenta, el dueño de la vid vio su planta limpia, fresca,
gozando y produciendo gozo bajo el cielo sereno”.
Ésta es la parábola».
Jesús pregunta:
– Está bien:
Pero ¿El parangón con el hombre?…
– Maestro, hazlo Tú.
– No.
Tú.
Estamos entre hermanos, no debes temer quedar mal.
– Si es por quedar mal, no lo temo como cosa desdichada.
Es más, lo amo, porque sirve para mantenerme humilde.
Es que no quisiera decir cosas equivocadas…
– Te las corrijo Yo.
– ¡Oh, entonces!
Mira, yo diría:
“Así le sucede al hombre que no vive aislado en los huertos de Dios,
sino que vive en medio del polvo y del humo de las cosas del mundo,
que lo recubren lentamente de una costra, casi desapercibidamente.
Y su espíritu se hace infecundo, debajo de una costra de humanidad tan espesa,
que la brisa de Dios y el sol de la Sabiduría no pueden ya beneficiarlo.
Y trata inútilmente de poner remedio con un poco de agua, sacada de las prácticas
y dada con mucha humanidad a la parte inferior;
siendo así que la parte superior no se beneficia…
¡Ay del hombre que no se limpia con el agua del Cielo que limpia las impurezas,
que sofoca los ardores de las pasiones, que verdaderamente nutre todo el yo”.
He dicho.
– Bien has dicho.
Yo diría también que a diferencia de la planta,
criatura carente de libre albedrío y clavada en la tierra;
no libre por tanto, de ir en busca de lo que la beneficia ni de evitar lo que la perjudica;
el hombre puede ir a buscar el agua del Cielo y evitar el polvo, el humo,
el ardor de la carne, del mundo y del demonio.
Sería una enseñanza más completa.
– Gracias, Maestro.
Lo recordaré – responde el Zelote.
Judas dice:
– No somos unos solitarios…
Vivimos en el mundo…
Por tanto…
Tadeo lo cuestiona:
– ¿Por tanto, qué?
¿Quieres decir que Simón ha hablado como un necio?
– No digo eso.
Digo que, no pudiéndonos aislar…,
Tenemos que estar por fuerza, cubiertos de lo que hay en el mundo.
Santiago de Alfeo, dice:
– El Maestro y Simón,
dicen precisamente que se debe buscar el agua del Cielo para conservarse uno limpio,
a pesar del mundo que nos rodea.
Tadeo pregunta:
– ¡Ya, claro!
Pero ¿Está siempre preparada el agua del Cielo para limpiarnos?
Juan dice seguro:
– Sí.
– ¿Sí?
¿Y dónde la encuentras?
– En el amor.
– El amor es fuego.
Te quema más.
– Es fuego, sí.
Pero también es agua que lava.
Porque se lleva todo lo que es de la Tierra y da todo lo que es del Cielo.
– …No entiendo esas operaciones.
Quita, pone…
– Sí.
No estoy loco.
Digo que te quita lo que es humanidad y te da lo que de Dios viene y por tanto es divino.
Y una cosa divina no puede sino nutrir y santificar.
Día tras día, el amor te purifica de lo que el mundo te ha dado.
Judas está para rebatir,
pero el pequeñuelo que está sobre las piernas de Jesús,
dice:
– Otra parábola bonita;
bonita… para mí…
Y esto hace desviar la controversia.
Jesús pregunta condescendiente:
– ¿Sobre qué, niño?
El niñito mira a su alrededor y encuentra.
Dirige un dedito hacia su madre,
diciendo:
– Sobre mamá.
– Una mamá es para el alma y para el cuerpo lo que para estos mismos es Dios.
¿Qué te hace tu mamá?
Vela por ti, te cuida, te enseña, te quiere, está atenta a que no te hagas daño.
Te tiene debajo de las alas de su amor, como hace la paloma con sus crías.
Se ha de obedecer y querer a la propia mamá,
porque todo lo que hace lo hace por nuestro bien.
También el buen Dios.
Y mucho más perfectamente que la más perfecta de las mamás;
tiene a sus hijos bajo las alas de su amor, los protege, los instruye, les ayuda,
piensa en ellos de día y le noche.
Pero también al buen Dios, como y mucho más que a la propia mamá.
Porque la mamá es el más grande amor de la Tierra;
pero Dios es el más grande y eterno amor de la Tierra y del Cielo.
Ha de obedecérsele y amarlo, porque todo lo que hace lo hace por nuestro bien…
– ¿También los rayos?
Interrumpe el pequeño, que tiene mucho miedo de ellos.
– También.
– ¿Por qué?
– Porque limpian el cielo, el aire y…
Habiendo escuchado y callado,
pedro exclama:
– ¡Y después viene el arco iris!…
Estando medio fuera y medio dentro,
Pedro le tiende los brazos,
diciendo:
– Ven, tortolito que te lo muestro.
¡Mira qué bonito!…
Efectivamente, la luz se aclara porque la tempestad ha pasado.
Y un amplio arco iris, que empieza en las orillas de Ippo, proyecta su cinta sobre el lago,
para desvanecerse tras los montes a espaldas de Mágdala.
Van todos a la puerta, pero para ver el lago tienen que descalzarse,
porque el patio es un pequeño estanque de agua amarillenta que lentamente mengua.
De la tempestad, queda como recuerdo el color amarillento del lago
y todavía una agitación de sus aguas que tiende a calmarse.
Pero el cielo está sereno, el aire descargado y las frondas han tomado de nuevo color.
Tiberíades recobra vida…