453 IMITAR A JESUS ES EL EJEMPLO QUE SALVA
387 En Guilgal. El mendigo Ogla y los escribas tentadores. Los apóstoles comparados con las doce piedras del prodigio de Josué
Vuelven donde los apóstoles y los encuentran disputando con algunos escribas.
– Ahí está el Maestro.
Él os puede responder y decir que sois pecadores.
Jesús, con un saludo deferente que no halla respuesta.
pregunta:
– ¿Qué sucede?
– Maestro, nos están humillando con preguntas y burlas…
– Soportar las molestias es obra de misericordia.
– Pero te están ofendiendo a Ti.
Te hacen objeto de burla… y la gente titubea. ¿Ves?
Habíamos logrado reunir a unas personas…
¿Ahora quién queda?
Los escribas dicen:
– ¡No, no, tenéis también a un hombre, a un hombre repugnante!
¡Y es demasiado incluso para vosotros!
Un escriba joven, señalando al mendigo que está al lado de Jesús,
dice con mofa:
– Sólo una cosa, Maestro:
¿No te parece que te contaminas demasiado,
Tú que dices siempre que te estremecen las cosas inmundas?
Jesús responde:
– Éste no es inmundicia.
Esta miseria no me estremece.
Éste es “el pobre”.
El pobre no repugna.
Su miseria debe solamente abrir el alma a sentimientos de piedad fraterna.
Lo que me estremece son las miserias morales de los corazones hediondos,
de las almas harapientas, de los espíritus llagados.
– ¿Y Tú sabes si él no es de éstos?
— Sé que cree y espera en Dios y en su misericordia, ahora que la ha conocido.
El joven escriba rebate:
– ¿Conocido?
¿Y dónde vive?
Dilo, para ir también nosotros a ver su rostro. ¡Ja, ja!
¡El Dios terrible, al que Moisés no se atrevía a mirar, debe tener un rostro no poco terrible
incluso en la misericordia, aún cuando se hubiera suavizado su rigor después de tantos siglos! –
Y se ríe con una risa más opugnadora que una blasfemia.
Pues es precisamente el Dios del Sinaí, al que se está refiriendo con tan grave desprecio…
Jesús, erguido e irradiando poder a través de sus ojos y su gesto.
Grita:
– ¡Yo, que te estoy hablando, soy la Misericordia de Dios!
La posesión demoníaca perfecta, auspiciada por el odio y la soberbia, no puede reverenciar a Dios.
Aún así, es inexplicable cómo el otro no tiene miedo…
De todas formas, aunque no huya, no se atreve a seguir haciendo sarcasmos y se calla,
mientras otro escriba lo reemplaza:
– ¡Oh, cuántas palabras inútiles!
Nosotros quisiéramos sólo poder creer.
No pediríamos nada mejor.
Pero para creer hay que tener pruebas.
Maestro, ¿Sabes lo que es Guilgal para nosotros?
Jesús responde:
– ¿Me crees un ignorante?
Y, tomando tono de salmo, lento, un poco espacioso, empieza:
«”Y Josué, habiéndose levantado antes del alba, levantó el campamento.
Partieron de Setim él y todos los hijos de Israel, y llegaron al Jordán, donde se detuvieron tres días,
al final de los cuales los heraldos recorrieron el campamento gritando:
“Cuando veáis el Arca de la Alianza del Señor Dios vuestro y a los sacerdotes de la estirpe de Leví
llevándola, partid también vosotros y seguidlos.
Pero entre vosotros y el Arca ha de haber un trecho de dos mil codos, para que podáis ver desde
lejos y distinguir el camino por donde debéis andar, pues no habéis pasado nunca y…”‘».
– ¡Basta, basta!
Sabes la lección.
Ahora bien, nosotros querríamos de ti, para creer, un milagro igual.
En el Templo, en la Pascua,
nos quedamos maravillados por la noticia que traía un barquero de que
habías calmado la corriente del río crecido.
Pues bien, si por un hombre cualquiera hiciste tanto, por nosotros – mucho más que un hombre –
baja al Jordán con los tuyos y atraviésalo a pie enjuto, como Moisés el Mar Rojo,
y Josué en Guilgal. ¡Animo!
Los sortilegios sirven sólo para los ignorantes.
A nosotros no nos seducirá tu nigromancia, aunque conozcas – y esto es sabido – los secretos de
Egipto y las fórmulas mágicas.
– No tengo necesidad de ello.
– Bajemos al río y creeremos en ti.
– ¡Está escrito: “No tientes al Señor tu Dios”!
– ¡Tú no eres Dios!
Eres un pobre loco.
Eres un agitador de las masas ignorantes.
Con ellas es fácil, porque Belcebú está contigo.
Pero con nosotros, adornados con los distintivos del exorcismo, eres menos que nada.
Lo zahiere un escriba.
Serpentino y con sus lisonjas sinuosas es más enemigo que los otros con su abierta saña.
un viejo escriba, dice:
– ¡No lo ofendas!
Ruégale que nos complazca.
De esa forma que usas se deprime y pierde el poder.
¡Ánimo, Rabí de Nazaret!
Danos una prueba y te adoraremos.
Luego se vuelve hacia el suroeste y abre los brazos extendiéndolos hacia delante.
Dice:
– Allí está el desierto de Judá.
Y allí me propuso el Espíritu del Mal que tentara al Señor mi Dios.
Y le respondí: “¡Aléjate, Satanás!
Está escrito que sólo a Dios hay que adorar y no tentarlo.
Y ha de seguírsele por encima de la carne y la sangre”.
Lo mismo os digo a vosotros.
– ¿Nos estás llamando Satanás a nosotros?
¿A nosotros? ¡Ah! ¡Maldito!
Y pareciendo más unos delincuentes que doctores de la Ley,
echan mano a las piedras que hay diseminadas por el suelo con intención de lanzárselas,
– « ¡Vete!
¡Vete! ¡Maldito para siempre!».
Jesús los mira, sin miedo.
Les paraliza el sacrílego gesto.
Recoge su manto y dice:
– ¡Vamos!
Hombre, tú ve delante de mí.
Regresando hacia el pozo, hacia el olivar de la confesión.
Y se adentra en la espesura…
Baja la cabeza, abatido,
con dos lágrimas incontenibles que desde las pestañas ruedan por su pálido rostro.
Llegan a un camino.
Jesús se detiene y dice al mendigo:
– No puedo darte dinero.
Adiós. Haz lo que te he dicho.
Se separan…
Los apóstoles están afligidos.
No hablan.
Se miran de reojo…
Jesús rompe el silencio reanudando el tono de salmo interrumpido por el escriba:
-“Y el Señor dijo a Josué:
`Toma a doce hombres, uno por cada tribu y diles que saquen del medio del Jordán, donde han
pisado los pies de los sacerdotes, doce durísimas piedras;
y las erigiréis en el lugar de los campamentos, donde vais a montar las tiendas esta noche”.
Y Josué, habiendo convocado a doce hombres elegidos entre los hijos de Israel, uno por cada tribu,
“Id delante del Arca del Señor Dios vuestro al medio del Jordán y sacad de allí, cargadas
sobre vuestros hombros, cada uno una piedra, según el número de los hijos de Israel,
para hacer con ellas un monumento en medio de vosotros.
Y cuando, en el futuro, vuestros hijos os pregunten: ¿Qué significan estas piedras?,
respondedles: Las aguas del Jordán desaparecieron delante del Arca de la Alianza del Señor,
que las cruzaba, y estas piedras fueron colocadas como eterno monumento de los hijos de Israel”.
Jesús levanta la cabeza (la tenía bajada.
Recorre con su mirada a los doce, que a su vez lo miran.
Dice con otra voz, su voz de los momentos de mayor tristeza:
– Y el Arca penetró en el río.
Y no las aguas, sino los cielos se abrieron, por respeto al Verbo, que estaba dentro de ellas
santificándolas más que cuando el Arca se detuvo en el lecho del río.
Y el Verbo ha elegido para sí doce piedras.
Durísimas.
Porque tienen que durar hasta el fin del mundo.
Y porque tienen que servir de fundamentos al Templo nuevo y a la Jerusalén eterna.
Doce. Recordadlo.
Éste debe ser el número.
Y luego escogió otras doce para un segundo testimonio.
Los primeros pastores y Abel el leproso y Samuel el tullido, los primeros curados… y agradecidos…
¡Durísimas también, porque habrán de resistir los golpes de Israel, que odia a Dios!…
¡Que odia a Dios!…
¡Qué voz tan afligida y mortecina, casi blanca, la de Jesús llorando por la dureza de Israel!
Prosigue:
“En el río los siglos y el hombre desparramaron las piedras-recuerdo…
En la Tierra, el odio desparramará a mis Doce.
En las orillas del río, los siglos y los hombres han destruido el altar-recuerdo…
Las primeras y las segundas piedras,
habiendo servido para todos los usos por el odio de los demonios
– que no están sólo en el infierno, sino también dentro de los hombres –
ya no se reconocen.
Algunas sirvieron incluso para matar.
¿Y quién me asegura que entre las piedras alzadas contra Mí no había fragmentos de las piedras
durísimas elegidas por Josué?
¡Durísimas! ¡Enemigas! ¡Oh, durísimas!
También entre los míos habrá quienes, diseminados, harán de acera para los demonios que
marcharán contra Mí…
y se harán piedras para herirme…
y ya no serán piedras elegidas… sino diablos…
¡Oh, Santiago, hermano mío!
Israel es durísimo con su Señor!
Y Jesús, abatido por un imponente desconsuelo, se apoya sobre el hombro de Santiago de Alfeo
y lo abraza llorando…