558 Desventura y Santidad6 min read

IMITAR A JESÚS ES EL EJEMPLO QUE SALVA

450b Milagros en el arrabal cercano a Ippo y curación del leproso Juan.

Pronto atraviesan el pueblo, más paralelo que vertical al lago.

Y la campiña dulce los acoge;

silenciosa en el crepúsculo que desciende sin hacer sombra nocturna

(porque, entre la luz diurna y la nocturna de la Luna, hay sólo un paso imperceptible)

Avanzan hacia los primeros desniveles del alto acantilado,

que más hacia el sur, bordea al lago.

En el escalón natural hay muchas grutas, algunas naturales

o intencionadamente excavadas en la roca.

Muchas tapiadas y blanqueadas por fuera que son sin duda, sepulcros.

El hombre influyente del lugar, dice;

–            Hemos llegado.

Vamos a detenernos, para no contaminarnos.

Estamos cerca de la tumba del vivo…

Y a esta hora va a aquella peña a recoger las dádivas.

Era rico, ¿Eh?

Nosotros lo recordamos.

Era también bueno.

Pero ahora es un santo.

Cuanto más le ha castigado el dolor, más justo se ha hecho.

Sabemos cómo sucedió.

Se dice que por unos peregrinos a los que dio posada.

Iban a Jerusalén, eso decían.

Parecían sanos, pero estaban ciertamente leprosos.

El hecho es que, después de su paso, primero su mujer y sus criados,

luego sus hijos y  por último él, se contagiaron la lepra.

Todos.

Los primeros empezando por las manos,

fueron los que habían lavado los pies y los vestidos a los peregrinos;

por eso decimos que debieron ser ellos causa de todo.

Los tres niños pronto se murieron.

Luego su mujer, más de dolor que de enfermedad…

Él…

Cuando el sacerdote los declaró a todos leprosos,

se compró este trozo de monte con sus bienes, que ya resultaban inútiles.

Y mandó que almacenasen provisiones para él y los suyos…

Con todos los criados incluidos.

Y llevando azadas y picos…

Empezó a excavar los sepulcros…

Uno por uno, distribuyó en ellos a todos:

A sus hijitos, luego a su mujer, a los criados…

Ha quedado él, solo y pobre, porque todo termina con el tiempo…

Y ya lleva quince años…

A pesar de todo, jamás una queja.

Era culto: de memoria repite la Escritura.

Se la dice a las estrellas, a las hierbas, a los árboles, a los pájaros;

a nosotros, que tanto tenemos que aprender de él.

Y consuela nuestros dolores…

él, ¿Comprendes?, consuela nuestros dolores.

Vienen de Ippo, de Gamala y hasta de Guerguesa y Afeq, a escucharlo…

¡Oh, se ha puesto a predicar la fe en Ti!

Señor, si los hombres te han saludado con tu nombre de Mesías…

Si las mujeres te han saludado como al vencedor y rey…

Si nuestros niños saben tu Nombre y que eres el Santo de Israel,

es por el pobre leproso.

Ha finalizado el relato del hombre añoso.

Muchos preguntan:

–              ¿Lo vas a curar?

Jesús responde:

–            ¿Y lo preguntáis?

Tengo piedad de los pecadores.

¿Qué tendré por un justo?…

¿Es ese que está viniendo?

Allí, entre aquellos matorrales…

–            Sin duda es él.

¡Pero, qué vista tienes, Señor!

Oímos rumor, pero no vemos nada…

Cesa también el rumor.

Todo es silencio y espera…

Jesús está bien iluminado.

Está solo, un poco adelantado,

porque ha dado unos pasos hacia la peña en que están colocadas las provisiones.

Los demás, en la penumbra de algunos árboles,

desaparecen, confundiéndose con los troncos y los matorrales de la gándara.

También los niños callan…

Por estar dormidos en brazos de sus madres,

por miedo del silencio, de los sepulcros,

de las caprichosas sombras que forma la Luna de las plantas y las rocas.

Pero el leproso debe ver desde su escondite.

Y ver bien.

Debe ver la alta y solemne Persona del Señor,

todo blanco bajo el platear de la Luna, hermosísimo.

La mirada cansada del leproso sin duda,

se cruza con la mirada esplendorosa de Jesús.

¿Qué lenguaje saldrá de aquellas pupilas divinas, grandes, fúlgidas como estrellas?

¿Qué de la boca entreabierta sonriente de amor?

¿Qué del corazón, sobre todo del corazón de Cristo?

Misterio.

Uno de tantos misterios en las relaciones espirituales de Dios y las almas.

Una cosa es clara…

El leproso comprende, porque grita:

–            ¡El Cordero de Dios!

¡El que ha venido a sanar todo el dolor del mundo!

¡Jesús, Mesías bendito, Rey y Salvador nuestro, ten piedad de mí!

–           ¿Qué quieres?

¿Cómo puedes creer en el Desconocido y ver en Él al Esperado?

¿Qué soy Yo para ti?

¿El Desconocido…?

–         ¡No!

Tú eres el Hijo de Dios vivo.

¿Qué cómo lo sé y lo veo?

No lo sé.

Aquí, dentro de mí una voz ha gritado:

«¡Es el Esperado!

Ha venido a premiar tu fe»

¿Desconocido? Sí.

Nadie conoce el rostro de Dios.

Por tanto, eres «el Desconocido» en tu apariencia.

Pero eres el Conocido por tu Naturaleza, por tu Realidad:

Jesús, Hijo del Padre, Verbo Encarnado y Dios como el Padre.

Éste Eres…

y yo te saludo y te suplico, creyendo en Ti.

–             ¿Y si no pudiera nada y tu fe quedara defraudada?

–             Diría que es la voluntad del Altísimo y seguiría creyendo y amando.

Esperando siempre en el Señor.

Jesús se vuelve hacia la muchedumbre, que escucha el diálogo con el ánimo suspendido,

y dice:

–              En verdad, en verdad os digo:

Que este hombre tiene esa fe que mueve las montañas.

En verdad, en verdad os digo que la verdadera caridad, fe y esperanza…

se prueban en el dolor más que en la alegría.

Aunque el exceso de alegría supone a veces, la ruina de un espíritu aún no formado.

Es fácil creer y ser buenos cuando la vida sólo es un plácido, si no gozoso

transcurrir de días iguales.

Pero el que sabe persistir en la fe, esperanza y caridad,

aún cuando enfermedades, miserias, muertes, desventuras,

hacen de él un hombre solo, abandonado, evitado por todos.

Y en sus labios no se oye sino: «Hágase lo que el Altísimo considera útil para mí»

En verdad es un hombre que no sólo merece ayuda de Dios…

sino que Yo os lo digo, en el Reino de los Cielos está preparado su lugar.

Y no conocerá espera en la purgación.

Porque su justicia ha anulado toda deuda de la vida pasada.

Hombre, Yo te lo digo:

«¡Ve en paz, porque Dios está contigo!»

Se vuelve al decir esto.

Extendiendo los brazos hacia el leproso, lo atrae hacia sí casi con su gesto.

Y cuando está muy cerca, bien visible,

ordena:

–           ¡Quiero!

¡Queda limpio!…

Parece como si la Luna limpiara y arrastrara con su rayo de plata,

las pústulas, las llagas, los nódulos y las costras de la horrenda enfermedad.

El cuerpo se reforma y remodela en salud.

Es un hombre viejo de noble aspecto, de delgadez ascética,

el que informado del milagro por los gritos de hosanna de la muchedumbre…

Y no pudiendo tocar a Jesús ni a hombre alguno antes del tiempo prescrito por la Ley,

se postra para besar el suelo.

Jesús le dice:

–             Levántate.

Te traerán una túnica limpia, para que puedas presentarte al sacerdote.

Y que sepas caminar siempre limpio de espíritu en la presencia de tu Dios.

Adiós, hombre.

¡La paz sea contigo!

Jesús se reúne con la gente.

Y lentamente, regresa al pueblo para descansar

Oremos…

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