648 Parábola de la Granada7 min read

IMITAR A JESÚS ES EL EJEMPLO QUE SALVA

484a  parábola de la granada.

Jesús va justamente hasta el torrente y se sienta en una peña.

Sobre su cabeza, la leve sombra de un sauce;

al lado, las risueñas aguas que descienden.

La gente se sienta en la hierba nueva de las dos orillas.

Entretanto, han traído del pueblo pan, leche recién ordeñada, quesos, fruta y miel…

Y se lo ofrecen a Jesús para que coma de ello con los suyos.

Y lo miran comer, después de la ofrenda y bendición de los alimentos:

Como un mortal (¡Qué sencillo!)

Como un Dios (¡Qué soberanamente hermoso y espiritualmente imponente!)

Lleva una túnica de lana blanca…

(Un blanco levemente marfileño, como es el color de la lana hilada en casa)

Y el manto azul oscuro echado a la espalda.

El sol, filtrándose a través del sauce,

enciende sus cabellos con chispas de oro en continuo movimiento

que reproduce el de las livianas hojitas del sauce.

Y un rayo logra acariciarle la mejilla izquierda,

haciendo del esponjoso rizo en que termina la guedeja caediza sobre la mejilla;

una madeja de oro en hilos que repite más pálidamente su color,

en la blonda y no excesiva barba

que cubre el mentón y la parte baja de la cara.

La piel, de un color marfil antiguo;

a la luz del sol muestra el delicado bordado de las venas en las mejillas y en las sienes.

Y una de ellas atraviesa de la nariz al pelo la frente lisa y alta…

Y será precisamente de esa vena,

de donde caerá mucha sangre,

por una espina que la traspasaba durante la Pasión…

Siempre, cuando contemplamos a Jesús tan hermoso y compuesto en su varonil cuidado,

es imposible olvidar cómo quedó…

después de los sufrimientos y las agresiones de los hombres…

Jesús come…

Y sonríe a unos niños que están arrimados a sus rodillas, relajada la cabeza sobre ellas.

O que lo miran comer…

Asombrados al pensar que Jesús es Dios Encarnado

y ha tenido la Humildad de volverse como ellos…

Y Jesús, cuando llega a la fruta y la miel, les ofrece a ellos…

Y a los más pequeños cual si fueran pajarillos,

les pone en la boca granos de uva o migas untadas en la miel filamentosa.

Un niño al que sin duda le gustan y espera encontrarlas…

Se marcha corriendo por entre la gente en dirección a un árbol.

Vuelve con los brazos cruzados sobre su pequeño pecho,

haciendo de éste un cesto vivo en que descansan tres granadas

de un volumen y belleza maravillosos.

Se las ofrece a Jesús, insistiendo.

Jesús toma los frutos y abre dos de ellos;

los divide en tantas partes como pequeños amigos tiene.

Y las reparte.

Luego, tomando en la mano la tercera, se pone en pie;

teniendo en la palma izquierda, bien a la vista, la espléndida granada…

Y empieza a hablar:

–                 ¿Con qué compararé el mundo en general…

Y en particular Palestina, que estuvo unida,

-y lo está en el pensamiento de Dios- en una única nación,

y que luego se escindió por un error y por un obstinado odio entre hermanos?

¿Con qué compararé a Israel, así como está,

en el estado en que, por su voluntad, se halla?

Lo compararé con esta granada.

Y os digo en verdad, que las desavenencias que hay entre judíos y samaritanos se repiten,

en forma y medida distinta pero con una única sustancia de odio,

entre todas las naciones del mundo,

y en ocasiones entre provincias de una misma nación.

Y se consideran insalvables como si fueran cosas creadas por Dios mismo.

No.

El Creador no ha hecho tantos Adanes y tantas Evas como razas hay recíprocamente adversas,

como tribus hay,

como familias hay constituidas en enemigas la una de la otra.

Hizo a un solo Adán a una sola Eva.

Y de ellos han venido los hombres todos,

que se esparcieron luego para poblar la Tierra,

como si fuera una sola casa que va enriqueciéndose en el número de habitaciones

a medida que aumentan los hijos,

se casan y procrean a los nietos para sus padres.

¿Por qué entonces tanto odio entre los hombres, tantas barreras, tantas incomprensiones?

Habéis dicho:

«Sabemos estar unidos sintiéndonos hermanos».

No es suficiente.

Debéis amar también a los que no son samaritanos.

Mirad este fruto.

Ya conocéis su sabor, además de su belleza.

Está cerrado aún, como ahora.

Y ya os prometéis el jugo dulce de su interior;

abierto, alegra también la vista con sus filas apretadas de granos,

semejantes a rubíes dentro de un cofre.

Pero ¡Ay del incauto que lo mordiera sin haberle quitado las separaciones amarguísimas

puestas entre una y otra familia de granos!

Se intoxicaría los labios y las entrañas.

Y rechazaría el fruto diciendo:

«Es veneno»

Igualmente, las separaciones y los odios entre un pueblo y otro, una tribu y otra

transforman en veneno aquello que había sido creado para ser dulzura.

Son inútiles.

Lo único que hacen es, como en este fruto,

crear límites que comen espacio y producen incomprensión y dolor.

Son amargos.

Y a quien clava sus dientes, o sea,

a quien muerde a su prójimo a quien no ama,

para producirle daño y dolor,

le dan una amargura que envenena el espíritu.

¿No se pueden hacer desaparecer?

Se puede.

La buena voluntad los elimina;

de la misma forma que la mano de un niño quita las paredes de amargura en el dulce fruto

que el Creador hizo para deleite de sus hijos.

Y el primero que tiene buena voluntad es el mismo, único Señor,

Dios tanto de los judíos como de los galileos, de los samaritanos como de los batenos.

Y esto lo demuestra enviando al único Salvador, que salvará a éstos y a aquéllos

pidiendo sólo la fe en su Naturaleza y Doctrina.

El Salvador que os habla pasará derribando las inútiles barreras,

borrando el pasado que os ha dividido;

para sustituirlo por un presente que os hermane en su Nombre.

Vosotros todos, de aquí y de allende los confines,

lo único que tenéis que hacer es secundarlo y el odio caerá.

Y desaparecerá la postración que suscita rencor.

Y desaparecerá el orgullo que suscita injusticia.

Mi Mandamiento es éste:

Que los hombres se amen como hermanos que son.

Que se amen como el Padre de los Cielos los ama y como los ama el Hijo del hombre,

que por la naturaleza humana que ha asumido se siente hermano de los hombres.

Y que por su Paternidad se sabe dueño de vencer al Mal con todas sus consecuencias.

Habéis dicho: «Es nuestra ley no traicionar».

Entonces lo primero, no traicionéis a vuestras almas privándolas del Cielo.

Amaos los unos a los otros, amaos en Mí.

Y la paz descenderá sobre los espíritus de los hombres,

como ha sido prometido.

Y vendrá el Reino de Dios, que es Reino de paz y de amor

para todos aquellos que tienen recta voluntad de servir al Señor su Dios.

Os dejo.

Que la Luz de Dios ilumine vuestros corazones…

Vamos…

Se envuelve en su manto,

se pone en bandolera su saca y abre la marcha.

Junto a Él, a uno de los lados, Pedro.

Y al otro el notable que ha hablado al principio.

Detrás, los apóstoles.

Más atrás, puesto que en grupo no es posible caminar por el sendero que sigue el torrente…

Los jóvenes de Efraím…

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