443 El Dios Encarnado8 min read

443 IMITAR A JESUS ES EL EJEMPLO QUE SALVA

Al día siguiente, luego del trabajo apostólico, espera al Maestro mucha gente,

diseminada por las laderas más bajas de un monte que está más bien aislado,

porque sobresale de una red de valles que lo circundan,

a partir de los cuales sus laderas se afloran bruscamente,

escarpadas…

Y en ciertos casos totalmente a pico.

Para llegar a la cima, un sendero labrado en la roca calcárea araña,

serpenteando, las abruptas laderas del monte;

en ciertos lugares tiene como límite, por una parte la pared recta del monte,

por otra el despeñadero escarpado.

Y el sendero escabroso, amarillento oscuro, tendente casi al rojizo,

parece una cinta arrojada en medio del verde polvoriento de bajos

matorrales espinosos, muy punzantes;

pues las hojas son las púas mismas que cubren las pendientes rocosas y áridas;

adornándose acá o allá,

con una flor espléndida morado-roja, semejante a un penacho

o a un copo de seda arrancado de las vestiduras de algún desventurado

que ha pasado por este zarzal.

Y este manto desapacible, hecho de puntas espinosas, de un verde glauco,

triste como si estuviera empolvado con impalpable ceniza,

se extiende en franjas hasta el pie del monte

y por la llanura que hay entre él y otras elevaciones,

tanto al noroeste coma al sureste, para alternar con los primeros lugares

de hierba verdadera y verdaderos arbustos que no significan tortura ni inutilidad.  

La gente está acampada en estos lugares

y espera pacientemente la llegada del Señor.  

Una mañana fresca.

El rocío todavía no se ha evaporado de todos los pedúnculos.

Y especialmente en los que están más a la sombra, todavía decora las

espinas y hojas,

transformando en una borla adiamantada,

las originales flores de los arbustos espinosos.

Es ciertamente la hora de la belleza para este triste monte;

porque en las otras horas,

bajo el sol despiadado o en las noches de luna,

debe tener el horrible aspecto de un lugar de expiación infernal.

Al este, una rica y vasta ciudad se ve en la ubérrima llanura.

Y desde esta ladera baja donde están los peregrinos, no se ve nada más;

pero, desde la cima,

la vista goza de un panorama sin par sobre las zonas cercanas.

Por la altura del monte,

se domina el Mar Muerto y las zonas orientales de éste.

Hasta las cadenas de Samaria y las que ocultan Jerusalén.

Los apóstoles circulan por entre la muchedumbre,

tratando de mantenerla serena y ordenada.

Y de poner en los puestos mejores a los enfermos.

Algunos discípulos los ayudan en esta labor.

Son los que desarrollan su actividad en esa zona

y han guiado hasta cerca de los confines de Judea a los peregrinos

deseosos de escuchar al Maestro.

De improviso, aparece Jesús, vestido de lino blanco, envuelto en su

manto rojo, para conciliar el calor de las horas solares con el fresco de

las noches aún no veraniegas.

Mira – a Él no lo han visto todavía – a la gente que lo espera, y sonríe.

Parece que viene de detrás del monte, de una altura media.

Desciende rápido por el difícil sendero. 

Por seguir el vuelo de unos pájaros que están anidados entre los

matorrales y han levantado el vuelo, asustados por una piedra

que desde arriba ha caído rodando,…

Es un niño el que ve a Jesús

Y grita mientras se pone en pie de un salto:

–            ¡El Señor!

Todos se vuelven y ven a Jesús, que está ya a unos doscientos metros.

Su intención sería ir a su encuentro,

pero Él, con el gesto de los brazos y la voz que llega nítida,

por la resonancia del monte,

dice:

–         Quedaos donde estáis.

Y sonriendo baja hasta los que esperan.

Se detiene en el punto más alto del rellano.

Desde allí saluda:

–          La paz a todos vosotros.

Y con una sonrisa especial,

repite el saludo a los apóstoles y discípulos, que se han acercado en torno a Él.

Jesús está radiante de belleza.

Con el sol en la frente y la pared verdosa del monte a su espalda,

parece una visión de sueño.

Las horas pasadas en soledad,

con una sobreabundancia en Él de las caricias paternas,

acentúan su siempre perfecta belleza;

la hacen gloriosa y majestuosa, pacífica, serena y gozosa,

como de uno que regresa de un encuentro  de amor y trae consigo la

alegría del momento en todo su aspecto:

en la sonrisa, en las miradas.

Aquí el testimonio de este encuentro de amor que es divino,

se trasluce multiplicado cientos de veces respecto a lo que

habitualmente es visible después de un encuentro de pobre amor humano:

Cristo está radiante.

Y subyuga a los presentes que admirados, lo contemplan en silencio;

como acobardados por la intuición de un misterio de conjunción del

Altísimo con su Verbo…

Es un secreto, una secreta hora de amor entre el Padre y el Hijo.

Ninguno la conocerá jamás.

Pero el Hijo conserva la señal,

casi como si, después de haber sido el Verbo del Padre cual es en el Cielo,

a duras penas pudiera volver a ser el Hijo del hombre.

La infinidad, la sublimidad encuentra dificultad para ser otra vez «el Hombre».

La Divinidad rebosa, estalla, irradia a través de la humanidad

como óleo suave a través de un vaso de arcilla poroso

o como luz de horno a través de un velo de cristales opacos.

Y Jesús baja sus ojos radiantes, inclina la cara gozosa;

esconde su prodigiosa sonrisa,

encorvándose hacia los enfermos, acariciándolos y curándolos;

los cuales, a su vez miran asombrados,

ese rostro de sol y amor inclinado hacia su miseria para dar alegría.

Pero al final se tiene que erguir de nuevo

y debe mostrar a las turbas lo que es el rostro del Pacífico,

del Santo, del Dios hecho Carne,

todo envuelto todavía en la luminosidad dejada por el éxtasis.

Repite:

–            La paz a vosotros.

Hasta la voz es más musical que de costumbre, penetrada de notas suaves y triunfales…

Poderosa, se expande sobre los mudos oyentes, buscando los corazones,

los acaricia, los hace reaccionar, los llama a amar.

Todos están impresionados, menos el grupo de fariseos,

más secos y ásperos, más espinosos y desabridos que el propio monte,

están como estatuas de incomprensión y odio en un ángulo.

Y menos otro grupo que todo vestido de blanco y apartado, escucha desde un ribazo,

Es un grupo al que Bartolomé y Judas de Keriot han señalado como «esenios»

Pedro dice con tono arisco:

–             ¡Y así hay una camada más de gavilanes!

Jesús sonriendo a su Pedro, aludiendo a los esenios.

–             ¡Déjalos! ¡El Verbo es para todos!

Luego empieza a hablar.

–             Hermoso sería que el hombre fuera perfecto como desea el Padre de los Cielos.

Perfecto en todos sus pensamientos, afectos, actos.

Pero el hombre no sabe ser perfecto y usa mal los dones de Dios,

que ha dado al hombre libertad de obrar,

aunque mandando las cosas buenas y aconsejando las perfectas,

para que el hombre no pudiera decir: «No sabía».

¿Cómo usa el hombre la libertad que Dios le ha dado?

Pues, la mayor parte de la Humanidad como podría usarla un niño o un estúpido;

O como un malhechor, las otras partes.

Pero luego viene la muerte.

Entonces el hombre estará sujeto al Juez, que preguntará severo:

«¿Qué uso y qué abuso hiciste de lo que te di?»

¡Tremenda pregunta!

¡Ah, entonces los bienes de la tierra, aquellos por los que tan a menudo el hombre se hace pecador,

con qué claridad aparecerán menores que briznas de paja!

Pobre – una pobreza eterna -, despojado de un vestido irreemplazable,

estará abatido y tembloroso ante la majestad del Señor.

Y no hallará palabra con que justificarse.

Porque en la Tierra es fácil justificarse, engañando al pobre ser humano.

Pero en el Cielo esto no puede suceder.

A Dios no se le engaña. Jamás.

Y Dios no acepta contubernios. Jamás.

¿Cómo salvarse entonces?

¿Cómo hacer que sirva todo para la salvación, incluso lo que proviene de la Corrupción,

que ha mostrado los metales y las gemas como instrumentos de riqueza,

que ha encendido ansias de poder y apetitos carnales?

¿No podrá entonces el hombre, que, por muy pobre que sea, siempre puede pecar deseando

inmoderadamente el oro, los cargos, la mujer,

haciéndose a veces ladrón de estas cosas, para poseer lo que el rico tenía,

no podrá entonces el hombre, sea pobre o sea rico, salvarse nunca?

Sí puede. ¿Cómo?

Aprovechando la abundancia para el Bien, aprovechando la miseria para el Bien.

El pobre que no envidia, que no impreca ni atenta contra lo que a otros pertenece,

sino que se conforma con lo que tiene;

ése, aprovecha su humilde condición, para obtener de ella santidad futura.

En verdad, la mayoría de los pobres lo sabe hacer.

Menos lo saben hacer los ricos,

para los cuales la riqueza es una continua trampa de Satanás,

de la ternaria concupiscencia.

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