34 EVANGELIO DE LA FE14 min read

34 CONOCER A DIOS, ES EMPEZAR A AMARLO

Dice Jesús:

¿Y ahora? ¿Qué deciros ahora, almas que sentís morir la Fe?

Estos Sabios de Oriente no disponían de nada que los confirmara en la verdad; nada sobrenatural.

Sólo tenían el cálculo astronómico y la propia reflexión, perfeccionada por una vida íntegra.

Y con todo, tuvieron fe. Fe en todo:

Fe en la ciencia, Fe en la conciencia, Fe en la bondad divina.

En la ciencia, en cuanto que creyeron en el signo de la estrella nueva, que no podía sino ser «ésa», la que la humanidad desde hacía siglos estaba esperando: el Mesías.

En la conciencia, en cuanto que tuvieron Fe en la voz de la misma; la cual, recibiendo «voces» celestes, les decía:

«Esa estrella es la que signa la venida del Mesías». 

En la bondad, en cuanto que tuvieron Fe en que Dios no los engañaría.

Y en que, dado que su intención era recta, los ayudaría en todos los modos para alcanzar el objetivo.

Y lo lograron.

Sólo ellos, entre tantos otros estudiosos de los signos, comprendieron ese signo, porque sólo ellos tenían en el alma el ansia de conocer las palabras de Dios con un fin recto,

cuyo principal pensamiento consistía en dar enseguida a Dios honor y gloria.

No buscaban el provecho personal.

Antes bien, les esperaban dificultades y gastos.

Y no piden compensación humana alguna. Piden solamente que Dios se acuerde de ellos y los salve para la eternidad.

De la misma forma que su pensamiento no está puesto en ninguna compensación humana posterior; tampoco tienen cuando deciden el viaje, ninguna preocupación humana.

Vosotros habríais hecho mil cavilaciones:

«¿Cómo me las voy a arreglar para hacer un viaje tan largo por países y entre gentes de lenguas distintas?

¿Me van a creer, o, por el contrario, me encarcelarán por espía? ¿Qué ayuda me van a ofrecer cuando tenga que pasar desiertos, ríos, montes?

¿Y el calor? ¿Y el viento de los altiplanos?

¿Y las fiebres pantanosas de las zonas palúdicas? ¿Y las riadas dilatadas por las lluvias? ¿Y las comidas distintas?

¿Y el lenguaje distinto? Y… y.. y».

Así razonáis vosotros. Ellos no razonan así.

Dicen, con sincera y santa audacia: «Tú, ¡oh Dios!, lees nuestro corazón y ves qué fin perseguimos. Nos ponemos en tus manos.

Concédenos la sobrehumana alegría de adorar a tu Segunda Persona hecha Carne para la salud del mundo».

Ello es suficiente.

Se ponen en camino desde las lejanas Indias. (Jesús me dice luego que con ‘Indias» quiere decir Asia meridional, donde ahora están Turquestán, Afganistán y Persia).

Se ponen en camino desde las cadenas montañosas mongólicas, en cuyo espacio se mueven, libérrimos, sólo águilas y buitres, donde Dios habla con el fragor de los vientos y de los torrentes…

y escribe palabras de misterio en las inmensas páginas de los casquetes glaciares.

Se ponen en camino desde las tierras en que nace el Nilo…

Y discurre, vena verde-azul, hacia el corazón azul del Mediterráneo.

Ni picos, ni zonas selvosas, ni arenas, océanos secos y más peligrosos que los marinos, detienen su paso.

Y la estrella brilla sobre sus noches, negándoles el sueño.

Cuando se busca a Dios, los hábitos animales deben ceder ante los anhelos impacientes y las necesidades suprahumanas.

Reciben la estrella desde septentrión, desde oriente y desde meridión…

Y por un milagro de Dios, avanza para los tres hacia un punto; como también, por otro milagro, los reúne tras muchas millas en ese punto.

Y por otro les da, anticipando la sabiduría pentecostal, el don de entenderse y de hacerse entender como en el Paraíso, donde se habla una sola lengua: la de Dios.  

Sólo un momento de turbación los sobrecoge: cuando la estrella desaparece.

Ellos — humildes porque eran realmente grandes, no piensan que ello sea debido a la maldad de los demás; porque no habiendo merecido ver la estrella de Dios los hombres corrompidos de Jerusalén,

sino que piensan que ellos son los que se han hecho indignos de Dios.

Y se examinan con temblor y con contrición ya preparada para pedir perdón.

Mas su conciencia los tranquiliza.

Habituadas sus almas a la meditación, tenían una conciencia sensibilísima, afinada por una atención constante,

por una aguda introspección, que había hecho de su interior un espejo en que se reflejaban las más ligeras sombras de los hechos cotidianos.

Habían hecho de su conciencia una maestra, una voz que los advertía y les gritaba ante la más pequeña, no digo falta, sino mirada a la falta, a lo que es humano, a la complacencia de lo que es el ‘yo’.

Y por eso, cuando se ponen frente a esta maestra, frente a este espejo severo y nítido, saben que no les mentirá.

El Espíritu Santo y la conciencia… Hebreos 9, 5-14

Los tranquiliza y recobran el vigor.

«¡Oh, qué dulce el sentir que en nosotros no hay nada que sea contrario a Dios; sentir que Él mira con complacencia al corazón del hijo fiel y lo bendice!

Este sentir produce aumento de Fe y confianza, esperanza y fortaleza, y paciencia.

Es momento de tempestad, mas ésta pasará, porque Dios me ama y sabe que le amo, y me seguirá ayudando»:

esto dicen quienes poseen esa paz que procede de una conciencia recta, reina de todas sus acciones.

He dicho que eran «humildes porque eran realmente grandes».

¿En vuestras vidas, sin embargo, qué sucede?

Que uno, no porque sea grande, sino por su mayor despotismo, cuando se hace poderoso por su despotismo y por vuestra necia idolatría, no es jamás humilde. 

Existen pobres desgraciados que, por el solo hecho de ser mayordomos de un déspota, conserjes en algún organismo, funcionarios de un arrabal,

a fin de cuentas al servicio de quien los ha hecho lo que son, se dan aires de semidioses.

¡Bueno, pues dan pena!…

Ellos, los tres Sabios, eran realmente grandes; en primer lugar por virtudes sobrenaturales,

En segundo lugar, por ciencia. y por último, por riqueza.

Y no obstante se sienten nada: polvo sobre el polvo de la tierra, respecto al Dios altísimo, que crea los mundos con una sonrisa suya,

y los esparce como granos de trigo para saciar los ojos de los ángeles con collares hechos de estrellas.

Salmo 19, 1

Se sienten nada respecto al Dios altísimo que ha creado el planeta en que viven, y que lo ha hecho variado, colocando, cual Escultor infinito de obras inmensas;

aquí, con un toque de su pulgar, una corona de suaves colinas, allá una cadena de cumbres y de picos semejantes a vértebras de la tierra;

de este cuerpo desmesurado cuyas venas son los ríos; pelvis, los lagos; corazones, los océanos; vestiduras, los bosques;

velos, las nubes; ornatos, los glaciares de cristal; gemas, las turquesas y las esmeraldas, los ópalos y los berilos de todas las aguas que cantan,

con las selvas y los vientos, el gran coro de alabanzas a su Señor.

Se sienten nada en su sabiduría respecto al Dios altísimo de quien les viene y que les ha dado ojos más potentes que esas dos pupilas por las que ven las cosas:

ojos del alma que saben leer en las cosas esa palabra no escrita por mano humana, sino grabada por el pensamiento de Dios. 

Se sienten nada en su riqueza: átomo respecto a la riqueza del Dueño del universo, que disemina metales y gemas en los astros y planetas. 

Y riquezas sobrenaturales, inagotables riquezas, en el corazón de aquel que le ama.

Y llegados ante una pobre casa de la más mísera de las ciudades de Judá, no menean la cabeza diciendo: «Imposible»,

sino que se inclinan reverentes, se arrodillan, sobre todo con el corazón…

Y ADORAN. 

Ahí, detrás de esas paredes, está Dios.

Ese Dios que siempre invocaron, sin atreverse ni por asomo, a esperar que podrían verlo.

Le invocaron, más bien, por el bien de toda la humanidad, por «su propio» bien eterno.

¡Ah, sólo esto soñaban para ellos: poder verlo, conocer, poseerlo en la vida que no conocerá ni alboradas ni ocasos!

Él está ahí, tras esas pobres paredes.

¿Quién sabe si quizás, su corazón de Niño, que es el corazón de un Dios, no siente estos tres corazones que vueltos hacia el polvo del camino tintinean:

«Santo, Santo, Santo. Bendito el Señor, Dios nuestro. Gloria a Él en los Cielos altísimos y paz a sus siervos. Gloria, gloria, gloria y bendición»?

Ellos se lo preguntan con temblor de amor.  

Y, durante toda la noche y la mañana siguiente preparan, con la más viva Oración, su espíritu; para la comunión con el Dios-Niño.

No se dirigen a este altar, regazo virginal sobre el que está la Hostia divina; como hacéis vosotros, o sea, con el alma llena de preocupaciones humanas.

Se olvidan del sueño y de la comida, toman las vestiduras más bellas, no por humana ostentación, sino por honrar al Rey de los reyes.

En los palacios de los soberanos, los dignatarios entran con las vestiduras más bellas.

¿No debían acaso, ellos ir a donde este Rey con sus vestiduras de fiesta?

¿Y qué fiesta mayor que ésta para ellos?

En sus lejanas patrias, muchas veces tuvieron que ataviarse elegantemente por otros hombres de su mismo rango; para festejarlos u honrarlos.

Era justo pues, humillar ante los pies del Rey supremo púrpuras y joyas, sedas y plumas preciosas.

Era justo poner a sus pies, ante sus delicados piececitos, las telas de la Tierra, las gemas de la Tierra, plumajes, metales de la Tierra, para que estas cosas de la Tierra — son obras suyas — adorasen también a su Creador.

Y se hubieran sentido felices si la Criaturita les hubiera ordenado que se extendieran en el suelo haciendo una alfombra viva para sus pasitos de Niño…

Y los hubiera pisado Él, que había dejado las estrellas por ellos, que sólo eran polvo, polvo, polvo…

Eran humildes y generosos.

Y obedientes a las «voces» que venían de lo Alto.

Tales «voces» ordenan llevar presentes al Rey recién nacido.

Y ellos llevan los presentes.

No dicen: «Es rico y por tanto no lo necesita. Es Dios y por tanto no conocerá la muerte».

Obedecen.

Y son ellos los primeros en ayudar al Salvador en su pobreza.

Y ¡Qué providente era ese oro para quien en un futuro próximo sería un fugitivo!

¡Cuánto significado tenía esa resina para quien a en poco tiempo sería asesinado!,

¡Qué pío ese incienso para quien había de sentir el hedor de las lujurias humanas en ebullición, en torno a su pureza infinita!

Humildes, generosos, obedientes, respetuosos unos con otros.

Las virtudes engendran siempre otras virtudes.

De las virtudes orientadas a Dios proceden las virtudes orientadas al prójimo.

Respeto, que a fin de cuentas es caridad.

Defieren al más anciano hablar por los tres.

Y ser el primero en recibir el beso del Salvador y en llevarlo de la mano.

Los otros podrán volverlo a ver, pero él no. Es viejo.  

Cercano está ya su día de regreso a Dios.

A este Cristo lo verá, tras su espantosa muerte.

Y lo seguirá por la estela de los salvados en el regreso al Cielo, mas no lo volverá a ver en esta Tierra.

Quédele, pues, como viático, el calorcito de esta diminuta mano que se abandona en la suya ya rugosa.

Y los demás no tuvieron ninguna envidia del sabio anciano; antes bien, aumentó su veneración por él.

En efecto, había merecido más que ellos y durante más tiempo.

El Dios-Infante esto lo sabía.

La Palabra del Padre todavía no hablaba, pero su acto era ya palabra.

¡Bendita sea esta palabra suya, inocente, que designa a éste como su predilecto!

Mas hay, todavía, hijos, otras dos enseñanzas en esta visión:

Cómo José sabe estar dignamente en «su» puesto.

Está presente como custodio y tutor de la Pureza y de la Santidad, pero sin usurpar sus derechos. 

María con su Jesús, es quien recibe dones y palabras.

José exulta por Ella y no se siente herido de ser una figura secundaria.

José es un justo, es el Justo.

Y es justo siempre…

Y en este momento también lo es.

No se embriaga con los vapores de la fiesta.

Permanece humilde, justo.

Se alegra de esos regalos.

No por él mismo, sino pensando que con ellos va a poder hacerles más cómoda la vida a su Esposa y a su dulce Niño. 

En José no hay avaricia.

Es un trabajador y va a seguir trabajando.

Pero otra cosa es que «Ellos», sus dos amores, puedan vivir con desahogo y comodidad.

Ni él ni los Magos saben que esos regalos van a ser útiles para una fuga…

Para una vida en el exilio, en las que los haberes se disipan como una nube bajo la acción del viento,

Y para regresar a la patria, tras haber perdido todo:

clientes, mobiliario, enseres; sólo con las paredes de la casa, que Dios la protegería porque en ese lugar Él se había unido a la Virgen y se había hecho Carne.

José es humilde — él, que es custodio de Dios y de la Madre de Dios y Esposa del Altísimo — hasta el punto de sujetar el estribo a estos vasallos de Dios.

Es un pobre carpintero, debido a que el despotismo humano, ha despojado a los herederos de David de sus regios haberes…

Pero sigue siendo de estirpe real y posee rasgos de rey.

De él hay que decir también:

«Era humilde porque era realmente grande».

Ultima, delicada, indicativa enseñanza.

Es María quien toma la mano de Jesús, que todavía no sabe bendecir…

Y la guía en el gesto santo. 

Es siempre María la que toma la mano de Jesús y la guía.

Y ahora sucede lo mismo.

Ahora Jesús sabe bendecir, pero a veces su mano traspasada cae cansada y desesperanzada…

Porque sabe que es inútil bendecir.

Vosotros destruís mi bendición.

Cae también indignada, porque vosotros me maldecís.

Y entonces es María la que retira el desdén de esta mano besándola.

Con tu Rosario Madrecita, convertido en la Red Divina de la salvación, te entrego con cada Ave María, LAS ALMAS DE…

¡Oh, el beso de mi Madre!

¿Quién podría resistir a ese beso? 

Luego toma con sus finos dedos finos, pero ¡Cuán amorosamente imperiosos! mi muñeca…

Y me fuerza a bendecir.

No puedo decir que NO a mi Madre.

Pero tenéis que ir a Ella para hacerla Abogada vuestra.

Ella es mi Reina antes de ser vuestra Reina.

«Hijo, ya se les acabó el vino…»

Y su amor por vosotros guarda indulgencias que ni siquiera el mío conoce.

Y Ella, incluso sin palabras, sólo con las perlas de su llanto y con el recuerdo de mi Cruz…

Cuyo signo me hace trazar en el aire, toma la defensa de vuestra causa recordándome:

«Eres el Salvador. Salva».

He aquí, hijos, el «Evangelio de la Fe» en la aparición de la escena de los Magos.

Meditad e imitad, para bien vuestro.

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