Archivos diarios: 21/12/20

UNA ESTIRPE DIVINA 1

Diciembre 21 2020

 Dios quiso un Seno sin mancha

Dice Jesús:

La pureza tiene un valor tal, que un seno de criatura pudo contener al Incontenible, porque poseía la máxima pureza posible en una criatura de Dios.

La Santísima Trinidad descendió con sus perfecciones, habitó con sus Tres Personas, cerró su Infinito en pequeño espacio, no por ello se hizo menor,

porque el amor de la Virgen y la voluntad de Dios, dilataron este espacio hasta hacer de él un Cielo.

Y se manifestó con sus características:

El Padre, siendo Creador nuevamente de la Criatura como en el sexto día y teniendo una «hija» verdadera, digna, a su perfecta semejanza.

La impronta de Dios estaba estampada en María tan nítidamente, que sólo en el Primogénito del Padre era superior.

María puede ser llamada la «segundogénita» del Padre,

Porque, por perfección dada y sabida conservar, y por dignidad de Esposa y Madre de Dios y de Reina del Cielo,

viene segunda después del Hijo del Padre y segunda en su eterno Pensamiento, que ab aeterno en Ella se complació.

El Hijo, siendo también para Ella «el Hijo» enseñándole, por misterio de gracia, su verdad y sabiduría cuando aún era sólo un Embrión que crecía en su seno.

El Espíritu Santo, apareciendo entre los hombres por un anticipado Pentecostés, por un prolongado Pentecostés,

Amor en «Aquella que amó», Consuelo para los hombres por el Fruto de su seno, Santificación por la maternidad del Santo.

Dios, para manifestarse a los hombres en la forma nueva y completa que abre la Era de la Redención,

NO eligió como trono suyo un astro del cielo, ni el palacio de un grande.

No quiso tampoco las alas de los ángeles como base para su pie.

Quiso un seno sin mancha.

Eva también había sido creada sin mancha.,

Mas, espontáneamente, quiso corromperse.

María, que vivió en un mundo corrompido – Eva estaba, por el contrario, en un mundo puro – NO QUISO lesionar su candor ni siquiera con un pensamiento vuelto hacia el pecado.

Conoció la existencia del pecado y vio de él sus distintas y horribles manifestaciones.

Las vio todas, incluso la más horrenda: el Deicidio. 

Pero las conoció para expiarlas y para ser eternamente,

Aquella que tiene piedad de los pecadores y ruega por su redención.

Este pensamiento será introducción a otras santas cosas que daré para consuelo tuyo y de muchos.

 Joaquín y Ana hacen voto al Señor

En una habitación llena de claridad, en el interior de una casa… 

Sentada a un telar hay una mujer ya de cierta edad.

Viéndola con su pelo ahora entrecano, antes ciertamente negro, y su rostro sin arrugas; pero lleno de esa seriedad que viene con los años,

Parece tener alrededor de cincuenta y cinco años, no más, con una madurez de sufrimiento en su mirada.

La luz penetra por la puerta, abierta de par en par, que da a un espacioso huerto – jardín.

Parece ser  una pequeña finca campirana, porque se prolonga onduladamente sobre un suave columpiarse de verdes pendientes.

Ella es hermosa, de rasgos hebreos.  Sus ojos negros y profundos, con  una gallardía de reina, son dulces, como si su centelleo de águila estuviera velado de azul. 

Ojos dulces, con un trazo de tristeza, como de quien pensara nostálgicamente en cosas perdidas.

El color del rostro es moreno muy claro.

La boca, ligeramente ancha, está bien proporcionada, detenida en un gesto austero pero no duro. La nariz es larga y delgada, ligeramente combada hacia abajo, con una nariz aguileña que va bien con esos ojos.

Es fuerte, mas no obesa. Bien proporcionada. A juzgar por su estatura estando sentada, parece que es muy alta.

 Está tejiendo una cortina o una alfombra. Las canillas multicolores recorren rápidas, la trama marrón oscura.

Lo ya hecho muestra una vaga entretejedura de grecas y flores en que el verde, el amarillo, el rojo y el azul oscuro se intersecan y funden como en un mosaico.

La mujer lleva un vestido sencillísimo y muy oscuro: un morado – rojo que parece copiado de ciertas trinitarias.

Oye llamar a la puerta y se levanta. Es alta realmente. Abre.

Una mujer le dice:

–     Ana, ¿Me dejas tu ánfora? Te la lleno.

La mujer trae consigo a un chicuelo de cinco años, que se agarra inmediatamente al vestido de Ana.

Ésta le acaricia mientras se dirige hacia otra habitación, de donde vuelve con una bonita ánfora de cobre. Se la da a la mujer,

Diciendo:

–     Tú siempre eres buena con la vieja Ana.

Dios te lo pague, en éste y en los otros hijos que tienes y que tendrás. ¡Dichosa tú!.

Ana suspira. La mujer la mira y no sabe qué decir ante ese suspiro. Para apartar la pena, que se ve que existe,

dice:

–     Te dejo a Alfeo, si no te causa molestias; así podré ir más deprisa y llenarte muchos cántaros.  

 

Alfeo está muy contento de quedarse y se ve el porqué una vez que se ha ido la madre:

Ana le coge en brazos y lo lleva al huerto, lo eleva hasta una pérgola de uva de color oro como el topacio y dice:

–     Come, come, que es buena» 

Y le besa en la carita embadurnada del zumo de las uvas que está desgranando ávidamente.

Luego, cuando el niño, mirándola con dos ojazos de un gris azul oscuro muy abiertos,

dice:

–     ¿Y ahora qué me das?

Ella se echa a reír con ganas y al punto, parece más joven, borrados los años por la bonita dentadura y el gozo que llena su rostro.

Y ríe y juega, metiendo su cabeza entre las rodillas,

y diciendo:

–     ¿Qué me das si te doy… si te doy?… ¡Adivina!

Y el niño, palmoteando todo sonriente,

dice:

–     ¡Besos, te doy besos, Ana guapa, Ana buena, Ana mamá!….

Ana, al sentirse llamar «Ana mamá», emite un grito de afecto jubiloso y abraza estrechamente al pequeñuelo,

diciendo:

–     ¡0h, tesoro! ¡Amor! ¡Amor! ¡Amor!

Y por cada «amor» un beso va a posarse sobre las mejillitas rosadas.

Luego van a un bazar y de un plato bajan tortitas de miel.  

Mientras ella dice:

–     Las he hecho para ti, hermosura de la pobre Ana, para ti que me quieres.

Dime, ¿Cuánto me quieres?

Y el niño, pensando en la cosa que más le ha impresionado,

dice:

–     Como al Templo del Señor.

le da más besos: en los ojitos avispados, en la boquita roja.

Y el niño se restriega contra ella como un gatito.

La madre va y viene con un jarro colmado y ríe sin decir nada.

Les deja con sus efusiones de afecto.

Entra en el huerto un hombre anciano, un poco más bajo que Ana, de tupida cabellera completamente cana, rostro claro, barba cortada en cuadrado, dos ojos azules como turquesas, entre pestañas de un castaño claro casi rubio.

Está vestido de un marrón oscuro.

Ana no lo ve porque da la espalda a la puerta.

El hombre se acerca a ella por detrás diciendo:

–     ¿Y a mí nada?

Ana se vuelve y dice:

–    ¡Oh, Joaquín!

¿Has terminado tu trabajo?

Mientras tanto el pequeño Alfeo ha corrido a sus rodillas,

diciendo:

–      También a ti, también a ti.

Y cuando el anciano se agacha y le besa, el niño se le ciñe estrechamente al cuello despeinándole la barba con las manitas y los besos.

También Joaquín trae su regalo: saca de detrás la mano izquierda y presenta una manzana tan hermosa que parece de cerámica.

Y sonriendo, al niño que tiende ávidamente sus manecitas,

le dice:

–     Espera, que te la parto en trozos.

Así no puedes. Es más grande que tú.

Y con un pequeño cuchillo que tiene en el cinturón (un cuchillo de podador) parte la manzana en rodajas, que divide a su vez en otras más delgadas.

Y parece como si estuviera dando de comer en la boca a un pajarillo que no ha dejado todavía el nido, por el gran cuidado con que mete los trozos de manzana en esa boquita que muele incesantemente. 

Ana dice:

–    ¡Te has fijado qué ojos, Joaquín!

¿No parecen dos porcioncitas del Mar de Galilea cuando el viento de la tarde empuja un velo de nubes bajo el cielo

Ana ha hablado teniendo apoyada una mano en el hombro de su marido y apoyándose a su vez ligeramente en ella:

gesto éste que revela un profundo amor de esposa, un amor intacto tras muchos años de vínculo conyugal

Joaquín la mira con amor,

y asiente diciendo:

–    ¡Bellísimos!

¿Y esos ricitos? ¿No tienen el color de la mies secada por el sol?

Mira, en su interior hay mezcla de oro y cobre. -¡Ah, si hubiéramos tenido un hijo, lo habría querido así, con estos ojos y este pelo!…. –

Ana se arrodillado.

Y con un fuerte suspiro, besa esos dos ojazos azul – grises.

Joaquín también suspira. 

Y queriéndola consolar, le pone la mano sobre el pelo rizado y canoso,

y le dice:

–     Todavía hay que esperar.

Dios todo lo puede. Mientras se vive, el milagro puede producirse, especialmente cuando se le ama y cuando nos amamos».

Joaquín recalca mucho estas últimas palabras.

Mas Ana guarda silencio, descorazonada, con la cabeza agachada…  

para que no se vean dos lágrimas que están deslizándose y que advierte sólo el pequeño Alfeo…

El cual, asombrado y apenado de que su gran amiga llore como hace él alguna vez, levanta la manita y enjuga su llanto. 

Joaquín, rápidamente agrega:

–     ¡No llores, Ana!

Somos felices de todas formas. Yo por lo menos lo soy, porque te tengo a ti. 

Ella contesta desconsolada:

–     Yo también por ti.

Pero no te he dado un hijo… Pienso que de alguna forma he entristecido al Señor, porque ha hecho infecundas mis entrañas…

–     ¡Oh, esposa mía!

¿En qué crees tú, santa, que has podido entristecerlo?

Mira, vamos una vez más al Templo y por esto, no sólo por los Tabernáculos, hacemos una larga oración…

Quizás te suceda como a Sara… o como a Ana de Elcana: esperaron mucho y se creían reprobadas por ser estériles.

Y sin embargo, en el Cielo de Dios, estaba madurando para ellas un hijo santo.

Sonríe, esposa mía. Tu llanto significa para mí más dolor que el no tener prole…

Llevaremos a Alfeo con nosotros. Le diremos que rece. Él es inocente… Dios tomará juntas nuestra oración y la suya y se mostrará propicio. 

–     Sí. Hagamos un voto al Señor.

Suyo será el hijo; si es que nos lo concede… ¡Oh, sentirme llamar «mamá»!.

Y Alfeo, espectador asombrado e inocente,

dice:

–     ¡Yo te llamo «mamá»!.

–     Sí, tesoro amado… pero tú ya tienes mamá.

Y yo… yo no tengo niño…. 

125 CONVERSIÓN SIN ENTREGA

125 IMITAR A JESUS ES EL EJEMPLO QUE SALVA 

Jesús entra en una cocina muy espaciosa. Viene de una huerta que empieza a mostrar su fertilidad en todos los surcos.

Las dos Marías ancianas, María Cleofás y María Salomé, están guisando para la cena.

Jesús las saluda:

–     ¡Paz a vosotras!

–     ¡Oh! Jesús!

–    ¡Maestro!

Las dos mujeres se vuelven y lo saludan.

Una de ellas tiene en las manos un pez grande al que estaba abriendo; la otra había descolgado del gancho un caldero lleno de verduras, porque quería ver cómo iba la cocción y todavía lo tiene en la mano.

Sus rostros, buenos, ajados, sudorosos de lumbre y trabajo, sonríen de alegría; su contento parece hacerlos más jóvenes y hermosos.

María Cleofás dice:

–     Dentro de nada está listo, Jesús.

¿Vienes cansado? ¡Tendrás hambre!

Le dice su tía María, que usa con Él confidencia familiar y que lo quiere aún más que a sus propios hijos.

–     No más de lo habitual.

De todas formas… sí, claro, comeré con gusto esos buenos alimentos que las dos me habéis preparado; como los demás, que ahí llegan.

–     Tu Madre está en la habitación de arriba.

¿Sabes una cosa?… Ha venido Simón… ¡Esta noche estoy llena de contento! Bueno…, no, no del todo; ya sabes cuándo estaría contenta del todo.

–     Sí, lo sé.

Jesús arrima hacia sí a su tía, la besa en la frente,

y le dice:

–     Conozco tu deseo y tu envidia no pecaminosa respecto a Salomé.

Pero llegará el día en que, como ella, podrás decir: «Todos mis hijos son de Jesús». Ahora subo donde mi Madre.

Jesús sale y sube la pequeña escalera exterior.

Llega a una terraza que cubre una buena mitad del edificio; la otra mitad la constituye una vasta estancia de la que provienen sonoras voces de hombre y a intervalos, la dulce voz de María,

la límpida voz virginal, de doncella, no quebrada por los años, la misma voz que dijo: «He aquí la Sierva de Dios», y que cantaba la canción de cuna a su Niño.

Jesús se acerca sin hacer ruido, sonriendo al oír a su Madre decir: «Mi morada es mi Hijo y no siento pena por faltar de Nazaret; sólo cuando Él está lejos. Pero si está a mi lado… ¡Oh, nada me falta!

Y no temo por mi casa. Estáis vosotros…

Alfeo de Sara grita:

–     ¡Mira! ¡Ahí está Jesús!

Por estar vuelto hacia la puerta, es el primero que ve a Jesús.

–     Sí, aquí estoy.

Paz a todos vosotros. ¡Mamá!

Besa a su Madre en la frente. Ella también lo besa.

Luego se vuelve hacia los huéspedes que no esperaba ver ahí, y que son:

Su primo Simón, Alfeo de Sara, el pastor Isaac y aquel José que Jesús había recogido en Emaús después del veredicto del Sanedrín. 

Isaac explica:

–     Habíamos ido a Nazaret.

Y Alfeo nos dijo que había que venir aquí. Hemos venido. Alfeo nos ha querido acompañar, y también Simón»

Alfeo dice:

–     No daba crédito a mis ojos, al ver que venía aquí.  

Simón añade:

–     Yo también quería saludarte, estar un poco contigo y con María.

Jesús dice:

–     Pues Yo también me siento muy contento de estar con vosotros.

He hecho bien no quedándome más, como querían los habitantes de Quedec. Había llegado a Quedec yendo de Guerguesa a Merón y desviándome luego hacia la otra parte.

–     ¿Vienes de allí!

–     Sí.

He vuelto a visitar los lugares en que ya había estado, e incluso he ido más lejos, hasta Yiscala.

–     ¡Cuánto camino!

–     Pero, ¡Cuánto he recogido!

¿Sabes, Isaac, que hemos estado con el rabí Gamaliel, que nos ha acogido con gusto y se ha comportado muy bien con nosotros?

También he visto al arquisinagogo de Agua Especiosa. Viene también él. Lo pongo en tus  manos. Bueno… y… y he conseguido otros tres discípulos…

Jesús sonríe abiertamente, dichoso.

–     ¿Quiénes son?

–     En Corazín un anciano.

Fui su benefactor en una ocasión, y el pobrecillo, que es un verdadero israelita sin recelos, para manifestarme su amor me había preparado ese terreno como labra la tierra un perfecto arador.

Otro es un niño de cinco años o poco más, inteligente, gallardo; le había hablado ya también la primera vez que fui a Betsaida, y se acordaba mejor que los mayores.

El tercero es un exleproso; lo curé cerca de Corazín, declinada ya la tarde de un día lejano, y luego me despedí de él. Bueno, pues he vuelto a verlo; va anunciándome por los montes de Neftalí,.

Y como pruebas de sus palabras, alza lo que le ha quedado de sus manos, que están curadas pero sin algunas partes, y muestra sus pies, también curados pero deformes, con los cuales camina mucho.

La gente se da cuenta de lo enfermo que estaba por lo que de su cuerpo queda, y cree en sus palabras sazonadas de lágrimas de agradecimiento.

Me ha sido fácil hablar allí, porque ya había quien me había dado a conocer, quien había conducido a otros a creer en Mí. Y he podido hacer muchos milagros. Mucho puede quien cree realmente…

Alfeo asiente en silencio, asiente continuamente con la cabeza.

Simón, por su parte, sintiéndose implícitamente reprendido, la baja.

Isaac está jubiloso, abiertamente, por la alegría de su Maestro, que ahora se dispone a hablar del milagro obrado poco antes en el pequeñuelo de Elí.

La cena ya está preparada y las mujeres, junto con María, aparejan la mesa en la habitación grande y llevan la comida, para luego retirarse abajo.

Se quedan sólo los hombres. Jesús ofrece, bendice y distribuye la parte de cada uno.

Pero, en cuanto empiezan a comer, sube Susana,

Y dice:

–     Está aquí Elí con algunos siervos y con muchos regalos.

Quisiera hablar contigo.

–     Voy enseguida. O mejor, que suba.

Susana sale de la habitación y vuelve al poco rato con el anciano Elí, al que acompañan dos siervos que traen un cesto de grandes dimensiones.

Detrás, las mujeres excepto María Santísima, ojean curiosas. 

Elí el fariseo, saluda:

–     Dios sea contigo, benefactor mío.

Jesús responde:

–      Y contigo, Elí. Entra.

¿Qué deseas? ¿Todavía no está bien tu nieto?

No, no, está muy bien! Salta por el huerto como un cabritillo. La cosa es que yo antes estaba tan aturdido, tan desconcertado, que he faltado a mi deber.

Quiero mostrarte mi gratitud. Te ruego que aceptes esta nadería que te ofrezco. Un poco de comida para Tí y los tuyos. Son productos de mis tierras.

Y… quisiera… quisiera tenerte mañana en torno a mi mesa, para darte una vez más las gracias y para rendirte homenaje ante unos amigos. Maestro, no rehúses aceptar.

Si no aceptaras, pensaría que no me tienes afecto y que si has curado a Eliseo ha sido sólo por amor a él, no a mí.

–     Gracias, pero no era necesario hacer regalos.

–     Todos los grandes y doctos los aceptan.

Es costumbre.

–     Yo también.

De todas formas, hay un presente, uno, que acepto con todo gusto; es más, lo busco.

–     ¿Cuál es?…

Dímelo. Si puedo, te lo daré.

–     Vuestro corazón.

Vuestro pensamiento. Dádmelo. Es para vuestro bien.

–     ¡Sí, yo te lo consagro, Jesús bendito!

¿Lo puedes poner en duda? Me he comportado… sí… me he comportado injustamente contigo. Pero ahora lo he visto. Supe de la muerte de Doras, que te había ofendido…

¿Por qué sonríes, Maestro?

–     Estaba recordando un hecho.

–     Pensaba que era desconfianza respecto a lo que estaba diciendo. 

Jesús, con el don de ciencia infusa…

–     No, no.

Sé que te impresionó la muerte de Doras, incluso más que el milagro de esta tarde.

Te digo de todas formas que no temas a Dios, si realmente has comprendido. Y si realmente quieres de ahora en adelante ser amigo mío.

–     Veo que eres un profeta verdaderamente.

Yo… es verdad, temía más… fui a Tí más por miedo a un castigo como el de Doras, y esta tarde he dicho: «Éste es el castigo y más atroz, porque no ha herido a la vieja encina en su propia vida sino en su afecto,

en su alegría de vivir, fulminándome la nueva encina en que yo me complacía» más por ello, que no por la desgracia sucedida. Comprendía que hubiera sido justo como para Doras…

–     Comprendías que habría sido justo, pero todavía no creías en quien es bueno.

–     Tienes razón, pero ya no más.

He comprendido. Entonces, ¿Vienes mañana a mi casa?

–     Elí, había decidido partir para el alba…

Pero, para que no puedas pensar en un desprecio mío hacia ti, lo pospongo un día. Mañana estaré en tu casa.

–     ¡Oh, verdaderamente eres bueno!

¡Siempre lo recordaré!

–     Adiós, Elí.

Gracias por todo. Esta fruta es extraordinaria; estos pequeños quesos deben ser mantecosos; el vino, sin duda, bonísimo. Pero, podías habérselo dado todo a los pobres en mi Nombre».

–     También hay para ellos, si quieres: debajo, en el fondo. Era la ofrenda para Tí.

–     Pues esto lo vamos a distribuir mañana juntos.

Antes o después del convite, como prefieras. Descansa plácidamente, Elí.

–     Tú también. Adiós.

Y se va con los siervos.

Pedro, que con toda una mímica en su rostro había extraído cuanto contenía la cesta para devolvérsela a los siervos, pone ahora la bolsa en la mesa, delante de Jesús.

Y como concluyendo todo un discurso,

dice:

–     Y será la primera vez que ese viejo búho da limosna.  

Mateo confirma:

–    Cierto.

Yo era avaro, pero él me superaba; ha duplicado sus bienes a base de usura.

Isaac dice:

–     Bien, pero si cambia…

¿Es bonito, no es cierto?

Felipe asiente y Bartolomé añade:

–     Bonito, sin duda.

Y tiene todas las apariencias de ser así. 

Pedro ríe con ganas:

–     El viejo Elí convertido! ¡Ja! ¡Ja! 

Simón, el primo de Jesús, que hasta ahora ha estado pensativo,

dice:

–     Jesús, quisiera… quisiera seguirte.

No como ellos, pero sí al menos como las mujeres. Déjame que esté con mi madre y la tuya. Todos te siguen… yo… yo soy un pariente…

No pretendo un lugar entre ellos, pero sí al menos como buen amigo…

Maria de alfeo grita:

–     ¡Dios te bendiga, hijo mío!

¡Cuánto tiempo hacía que esperaba de ti esta palabra! 

Jesús lo invita:

–     Ven.

Ni rechazo ni fuerzo a nadie. Ni siquiera exijo todo a todos; tomo lo que me podéis dar.

Es bueno que las mujeres no estén siempre solas cuando vayamos a regiones desconocidas para ellas. Gracias, hermano.  

María Cleofás dice:

–     Voy a decírselo a María. “Está abajo, en su cuarto, orando. Se pondrá muy contenta”….

Cae deprisa la tarde. Encienden una lámpara para bajar por escalera ya oscura en el crepúsculo.

Unos van hacia la derecha, otros a la izquierda, para dormir.Jesús sale y va a la orilla del lago.

El pueblo, sereno todo. Desiertas las calles, desierta la orilla. Nadie en el lago, en esta noche sin luna. Sólo estrellas en el cielo y murmullo del oleaje de la resaca contra los cantos de la orilla.

Jesús sube a la barca, que está en la ribera. Se sienta.

Apoya en el borde un brazo, reclina sobre éste la cabeza y permanece en esa posición. Tal vez está meditando, pensando u orando.

Se acerca hasta Él con mucha cautela Mateo. 

Y pregunta en voz baja:

–     Maestro, ¿Duermes? 

Jesús contesta:

–     No. Estoy pensando.

Si no duermes, estate aquí conmigo.

–     Me dio la impresión de que algo te turbaba y por eso he venido tras de Tí.

¿No estás contento de tu jornada? Has tocado el corazón de Elí, has conquistado como discípulo a Simón de Alfeo…

–     Mateo, tú no eres ingenuo como Pedro y Juan.

Eres un hombre sagaz e instruido. Sé también franco. Dime: ¿Te sentirías tú contento con estas conquistas?

–     Bueno… Maestro…

En cualquier caso, ellos son mejores que yo, y Tú aquel día me dijiste que te sentías muy dichoso porque me había convertido…

–     Sí.

Pero tú estabas realmente convertido; tu evolución hacia el bien era genuina. Venías a mí sin maquinaciones, por voluntad de espíritu. No es el caso de Elí… ni de Simón.

El primero está tocado sólo superficialmente: el hombre-Elí ha recibido una fuerte impresión, no el espíritu-Elí, que está igual que siempre;

una vez que haya desaparecido la efervescencia que en él han producido el milagro de Doras y el de su nieto, volverá a ser el Elí de ayer y de siempre.

¡Simón!… Simón también es todavía sólo un hombre. Si me hubiera visto insultado en vez de celebrado, su reacción habría sido de compasión hacia Mí y como siempre, me habría dejado.

Esta tarde ha oído que un anciano, un niño, un leproso, saben hacer cosas que él no sabe hacer… él, que es de la familia, ha visto además que el orgullo de un fariseo se ha plegado ante Mí.  Y ha decidido: «Yo también».

Pero no son estas conversiones incitadas por consideraciones humanas, las que me hacen feliz. Al contrario, me desalientan. Quédate aquí conmigo, Mateo. 

No se ve la Luna en el cielo, pero por lo menos, brillan las estrellas.

En mi corazón esta noche no hay sino lágrimas. Sea tu compañía la estrella de tu afligido Maestro.

–     Pues claro, Maestro.

Si puedo… ¡No faltaría más! Lo que pasa es que yo soy siempre un gran desdichado, un pobre inepto. He pecado demasiado como para poderte agradar. No sé hablar,

no sé todavía pronunciar las palabras nuevas, puras, santas; ahora que he dejado mi anterior lenguaje de fraude y lujuria. Y temo no ser capaz nunca de hablar contigo, ni de Tí.

–     No, Mateo.

Tú eres el hombre que lleva consigo toda su propia penosa experiencia de hombre; eres por tanto, aquel que, por haber mordido el barro y por saborear ahora la miel celestial,

está en condiciones de referir a los demás los dos sabores. Y ofrecer su verdadero análisis y comprender y hacerlo comprender a tus semejantes de ahora y de después.

Y te creerán, precisamente por ser el hombre, el pobre hombre que por su voluntad viene a ser el hombre, el hombre justo soñado por Dios.

Deja que Yo, el Hombre-Dios, me apoye en tí, humanidad que amo hasta el punto de dejar el Cielo por ti y de morir por ti.

–     ¡No, morir no!

¡No digas que por mí mueres!

–     No sólo por tí, Mateo, sino por todos los Mateos de la tierra y de los siglos.

Abrázame, Mateo. Besa a tu Cristo, por tí y por todos. Alivia mi cansancio de Redentor Incomprendido; Yo te he aliviado el tu yo de pecador. Enjuga mi llanto…

Porque mi amargura Mateo, se debe a ser comprendido por muy pocos.

–     ¡Oh…, Señor! ¡Sí! ¡Sí!…

Y Mateo, sentado junto a su Maestro, lo ciñe con un brazo…

Y lo consuela con su amor…