Archivos diarios: 27/12/20

15 LA ANUNCIACIÓN

15 CONOCER A DIOS, ES EMPEZAR A AMARLO

La Anunciación.

Lo que veo. María, muchacha jovencísima (al máximo quince años a juzgar por su aspecto), está en una pequeña habitación rectangular; verdaderamente, una habitación de jovencita.

Contra una de las dos paredes más largas, está el lecho: una cama baja, sin armadura, cubierta por gruesas esteras o tapetes

diríase que éstos están extendidos sobre una tabla o sobre un entramado de cañas porque están muy rígidos y sin pliegues como los de nuestras camas —.

Contra la otra pared, un estante con una lámpara de aceite, unos rollos de pergamino y una labor de costura — parece un bordado — cuidadosamente doblada.

A uno de los lados del estante, hacia la puerta, que da al huerto, abierta ahora, aunque tapada por una cortina que se mueve movida por un ligero vientecillo, en un taburete bajo está sentada la Virgen.

Está hilando un lino candidísimo y suave como la seda. Sus manos, sólo un poco más oscuras que el lino, hacen girar rápidamente el huso.

Su carita juvenil, preciosa, está ligeramente inclinada y ligeramente sonriente, como si estuviera acariciando o siguiendo algún dulce pensamiento.

Hay un gran silencio en la casita y en el huerto.

Y mucha paz, tanto en la cara de María como en el espacio que la rodea. Paz y orden. Todo está limpio y ordenado. La habitación, de humildísimo aspecto y mobiliario, casi desnuda como una celda,

tiene un aire austero y regio, debido a su gran limpieza y a la cuidadosa colocación de la cobertura del lecho, de los rollos, de la lámpara y del jarroncito de cobre que está cerca de ésta,

con un haz de ramitas floridas dentro, ramitas de melocotonero o de peral, no lo sé; lo que sí está claro es que son de árboles frutales, de un blanco ligeramente rosado.

María comienza a cantar en voz baja. Luego alza ligeramente la voz.

No llega al pleno canto, pero su voz ya vibra en la habitación, sintiéndose en aquélla una vibración del alma.

No entiendo la letra, que sin duda es en hebreo, pero, dado que, de vez en cuando repite «Yeohveh», intuyo que se trata de algún canto sagrado, acaso un salmo.

Quizás María recuerda los cantos del Templo. Debe tratarse de un dulce recuerdo. Efectivamente, deja sobre su regazo sus manos, y con ellas el hilo y el huso, y levanta la cabeza para apoyarla en la pared, hacia atrás.

Su rostro está encendido de un lindo rubor; los ojos, perdidos tras algún dulce pensamiento, brillantes por un golpe de llanto, que no los rebosa pero sí los agranda.

Y, a pesar de todo, los ojos sonríen ante ese pensamiento que ven y que los abstrae de lo sensible.

Resaltando de su vestido blanco sencillísimo, circundado por las trenzas, que lleva recogidas como corona en torno a la cabeza, el rostro rosado de María parece una linda flor.

El canto pasa a ser oración:

–      Señor Dios Altísimo, no te demores más en mandar a tu Siervo para traer la paz a la tierra.

Suscita el tiempo propicio y la virgen pura y fecunda para la venida de tu Cristo. Padre, Padre santo, concédele a tu sierva ofrecer su vida para esto.

Concédeme morir tras haber visto tu Luz y tu Justicia en la Tierra, sabiendo que la Redención se ha cumplido.

¡Oh, Padre Santo, manda a la Tierra el Suspiro de los Profetas! Envía el Redentor a tu sierva.

Que cuando cese mi día se me abra tu Casa por haber sido abiertas sus puertas por tu Cristo para todos aquellos que en ti hayan esperado. Ven, ven, Espíritu del Señor. Ven a los fieles tuyos que te esperan.

¡Ven, Príncipe de la Paz!…

María se queda así ensimismada… La cortina se mueve más fuerte, como si alguien la estuviera aventando con algo o quisiera descorrerla.

Y una luz blanca de perla fundida con plata pura, hace más claras las paredes tenuemente amarillentas, hace más vivos los colores de las telas, más espiritual el rostro alzado de María.

En la luz se prosterna el Arcángel.

La cortina no ha sido descorrida ante el misterio que se está verificando; es más, ya no se mueve: pende, rígida, pegada a las jambas, separando, como una pared, el interior del exterior.

El Arcángel necesariamente debe adquirir un aspecto humano; pero es un aspecto ultra-humano. ¿De qué carne está compuesta esta figura bellísima y fulgurante?

¿Con qué sustancia la ha materializado Dios para hacerla sensible a los sentidos de la Virgen? Sólo Dios puede poseer estas substancias y usarlas de esa manera perfecta.

Es un rostro, es un cuerpo, son ojos, boca, cabellos y manos como las nuestras; pero no se trata de nuestra opaca materia:

es una luz que ha tomado color de carne, de ojos, de cabellera, de labios, una luz que se mueve y sonríe y mira y habla.

–     ¡Salve, María, llena de Gracia, salve!

La voz es un dulce arpegio como de perlas chocadas contra un metal precioso.

María se estremece y baja la mirada. Su estremecimiento aumenta cuando ve a la fúlgida criatura arrodillada aproximadamente a un metro de distancia de Ella,

con las manos cruzadas sobre el pecho, mirándola con una veneración infinita.

María, repentinamente, se pone en pie y aprieta su cuerpo contra la pared. Palidece y se ruboriza alternativamente.

Su rostro expresa estupor y turbación. Inconscientemente aprieta sus manos contra el pecho escondiéndolas en las anchas mangas.

Se recoge sobre sí misma como queriendo esconder lo más posible su cuerpo: un acto de delicado pudor.

–     No. No temas.

¡El Señor está contigo! ¡Bendita tú entre todas las mujeres!.

A pesar de estas palabras, María sigue temiendo. ¿De dónde viene ese ser extraordinario? ¿Es un enviado de Dios, o del Engañador?

–    ¡No temas, María! – insiste el Arcángel.

Yo soy Gabriel, el Ángel de Dios. Mi Señor me ha enviado a ti. No temas, porque has hallado gracia ante Dios.

Tú concebirás en tu seno y darás a luz un Hijo, y le pondrás por nombre «Jesús». Será grande, será llamado Hijo del Altísimo, y verdaderamente lo será.

El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, y reinará para siempre en la casa de Jacob, y su Reino no tendrá fin nunca.

Comprende, santa Virgen amada del Señor, Hija bendita suya, llamada a ser Madre de su Hijo, comprende qué Hijo vas a engendrar. 

María responde:

–     ¿Cómo puede suceder esto si yo no conozco hombre?

¿Acaso el Señor ya no acoge el ofrecimiento de su sierva? ¿Es que ya no quiere que sea virgen por amor a Él?.

–     No vas a ser madre por obra de varón, María.

Tú eres la eterna Virgen, la Santa de Dios. El Espíritu Santo descenderá sobre ti y la potencia del Altísimo te cubrirá con su sombra.

Por eso, Santo se llamará el que nacerá de ti, e Hijo de Dios. Todo lo puede el Señor, Dios nuestro. Isabel, la estéril, en su vejez ha concebido un hijo que será el Profeta de tu Hijo, el que preparará sus caminos.

El Señor la ha liberado de su oprobio y su memoria quedará en las gentes unida a tu nombre, como el nombre de su hijo al de tu Hijo Santo,

y hasta el final de los siglos las gentes os llamarán bienaventuradas por la gracia del Señor que habéis recibido, y a ti especialmente, María, porque habrán recibido la Gracia por medio de ti.

Isabel está ya en su sexto mes, y su peso, paradójicamente, la regocija, y más aún la regocijará cuando conozca el motivo de tu gozo.

Para Dios nada es imposible, María, llena de Gracia. ¿Qué debo responderle a mi Señor?

No te turbe ningún tipo de pensamiento. Él tutelará tus intereses si te pones en sus manos. ¡El mundo, el Cielo, Dios eterno esperan tu respuesta!.

38. Dijo María: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra.» Y el ángel dejándola se fue. Lucas 1

María, cruzando a su vez sus manos sobre el pecho e inclinándose con gesto reverente dice:

–     He aquí la esclava de Dios.

Hágase de mí según su palabra.

El Ángel resplandece de alegría y se pone en actitud adorante, puesto que, sin duda, ve al Espíritu de Dios descender sobre la Virgen, inclinada en gesto de adhesión;

luego desaparece sin mover la cortina, dejándola cerrada cubriendo el Misterio santo.  

14 LLEGADA A NAZARETH

14 CONOCER A DIOS, ES EMPEZAR A AMARLO

Los Esposos llegan a Nazaret.

El más azul de los cielos de un apacible febrero se extiende sobre las colinas de Galilea.

Las suaves colinas que no he visto nunca en este ciclo de la Virgen niña, y que me son ya tan familiares al ojo como si hubiera nacido entre ellas.

La calzada principal, refrescada por lluvia reciente, caída quizás la noche anterior, no tiene polvo, mas tampoco barro.

Presenta aspecto compacto y limpio, como si fuera una calle de ciudad, y avanza, sinuosa, entre dos hileras de espino albar en flor: una nevada con sabor amargoso y a bosque,

interrumpida una y otra vez por las monstruosas aglomeraciones de los cactus, con sus hojas carnosas en forma de paleta, erizadas de pinchos y decoradas con los enormes granates de sus originales frutos,

crecidos sin tallo sobre las hojas, las cuales, por su color y forma, evocan siempre en mí profundidades marinas y bosques de corales y medusas, u otros animales de los mares profundos.

Las hileras de espino sirven como cercas de las propiedades privadas, por lo cual se extienden en todas las direcciones formando un caprichoso trazado geométrico de curvas y de ángulos,

de rombos, cuadrados, semicírculos, triángulos con las más inverosímiles formas agudas u obtusas; es un trazado enteramente asperjado de blanco: como una cinta llena de fantasía que hubieran extendido así,

por diversión, a lo largo de los campos; sobre ella vuelan, pían, cantan, a centenares, pajaritos de toda especie, sintiendo la alegría del amor y dedicados a rehacer sus nidos.

Al otro lado de las hileras de espino están los campos, con los trigos todavía verdes, pero aquí ya más altos que en los campos de Judea, y prados llenos de flores,

y en ellos — como contrapunto de las ligeras nubecillas del cielo, que el ocaso tiñe de rosa o de un lila tenue o violeta o de un opalino colorado de azul o de un naranja-coral —, a centenares,

las nubes vegetales de los árboles frutales, blancas, rosadas, rojas, en todas las tonalidades del blanco, rosa y rojo.

Con el suave viento de la tarde, caen revoloteando de los árboles florecidos los primeros pétalos: parecen bandadas de mariposas buscando polen en las flores del campo.

Entre árbol y árbol, festones de vid aún desnuda: sólo en la parte alta de los festones, en la parte donde más da el sol, las primeras hojitas se abren, inocentes, extrañadas, palpitantes.

El Sol se pone, sereno, en el cielo — ¡qué apacible con ese azul suyo que la luz hace aún más claro! — y a lo lejos titilan, reflejándolo, las nieves del Hermón y de otras cumbres lejanas.

Un carro avanza por la calzada, el carro que lleva a José y a María y a los primos de Ella; el viaje está tocando a su fin.

María mira con el ojo ansioso de quien quiere conocer, o mejor, reconocer, aquello que ya un día vio, pero no lo recuerda,

y sonríe cuando una sombra de recuerdo vuelve y se posa, como una luz, en esta o aquella cosa, en este o aquel punto.

Isabel le ayuda a recordar, y también Zacarías y José, señalando esta o aquella cumbre, esta o aquella casa. Casas, sí.

Porque Nazaret ya aparece extendida sobre la ondulación de su colina.

Recibiendo por la izquierda el Sol ya ocultándose, muestra, con pinceladas de rosa, el color blanco de sus casitas, anchas y bajas, culminadas por una terraza.

Algunas de ellas, al darles el sol de lleno, parecen, de lo rojas que se han puesto las fachadas, estar al lado de un fuego.

Y el sol enciende también el agua de los bajos pozos, que no tienen casi brocal, de donde suben, chirriando, los cubos para la casa o los odres para la huerta.

Niños y mujeres se acercan al borde de la calzada, queriendo ver el interior del carro, y saludan a José, que es muy conocido en el lugar. 

Pero luego se muestran titubeantes y tímidos ante las otras tres personas. Sin embargo, dentro ya de la pequeña ciudad, no hay titubeos ni temor.

Mucha, mucha gente de todas las edades está a la entrada del pueblo bajo un rústico arco hecho con flores y ramas,

y nada más que el carro aparece por detrás del recodo de la última casa de campo, que está colocada oblicuamente,  se produce un verdadero gorjeo de voces agudas y un agitarse de ramas y flores.

Son las mujeres, las chiquillas y los niños de Nazaret que saludan a la novia. Los hombres, más contenidos, están detrás de este seto agitado y gorjeante, y saludan con gravedad.

María, ahora que la cortina ha sido quitada, dejando al descubierto el carro — lo habían hecho ya antes de llegar al pueblo, porque el sol ya no molestaba, y para permitirle a María el ver bien su tierra natal — aparece en su belleza de flor.

Blanca y rubia como un ángel, sonríe con bondad a los niños, que le echan flores y besos, a las jóvenes de su edad, que la llaman por el nombre, a las mujeres casadas, a las madres, a las ancianas, que la bendicen con sus voces cantadoras.

Inclina su cabeza ante los hombres, y especialmente ante uno de ellos, que quizás es el rabino o la personalidad principal del pueblo.

El carro prosigue por la calle principal a paso lento, seguido de la muchedumbre por un buen trecho, muchedumbre para la que esta llegada es un acontecimiento.

–     Esa es tu casa, María- dice José señalando con el látigo una casita que está justo en la base de una ondulación de la colina,

y que tiene en la parte de atrás un hermoso y amplio huerto, exuberante, que termina en un pequeño olivar. Más allá, la consabida cerca de espino albar y cácteas señala el límite de la propiedad.

Las tierras, que fueron de Joaquín, están al otro lado…  

Zacarías dice:

–     Te ha quedado poco, ¿Ves?

La enfermedad de tu padre fue larga y económicamente cara. Y caros fueron también los gastos para reparar el daño que hizo Roma. ¿Lo ves?

La calle le ha cortado a la casa sus tres principales habitaciones. Se ha quedado más pequeña. Para ampliarla sin gastos excesivos, se cogió una parte del monte que forma una gruta;

Joaquín tenía en ese lugar las provisiones y Ana sus telares. Haz con esto lo que creas más oportuno.

María dice:

–     ¡Que sea poco no importa!

Siempre me será suficiente. Me pondré a trabajar… 

José interviene:

–     No, María.

Yo seré quien trabaje. Tú sólo tejerás y coserás las cosas de la casa. Soy joven y fuerte y soy tu esposo. No me atormentes viéndote trabajar.

–     Haré como tú quieras.

– Sí, en esto yo quiero.

Para todas las demás cosas tu deseo es ley, pero en esto no.

Ya han llegado. El carro se detiene.

Dos mujeres y dos hombres, respectivamente de unos cuarenta y cincuenta años, están a la puerta, y muchos niños y jovencitos están con ellos.

El hombre más anciano dice:

–     Dios te dé paz, María.

Una de las mujeres se acerca a María, la abraza y la besa.

José dice:

–     Es mi hermano Alfeo, y María, su mujer, y éstos son sus hijos.

Han venido expresamente para recibirte y felicitarte y decirte que su casa es tuya, si así lo deseas.  

María de Alfeo dice:

 –     Sí, ven, María, si te resulta penoso vivir sola.

El campo es bonito en primavera y nuestra casa está en medio de campos floridos. Tú serás su más hermosa flor.  

María contesta:

–      Gracias, María.

Yo iría con mucho gusto, y alguna vez iré; iré, sin duda, para la boda… Pero, deseo vivamente ver, reconocer mi casa. La dejé siendo muy pequeña y se me ha desdibujado su imagen…

Ahora esta imagen la encuentro de nuevo… y me parece como si encontrara de nuevo a mi madre perdida, a mi padre amado, el eco de las palabras de ellos… y el aroma de su último respiro.

Siento como si ya no fuera huérfana, porque me abrazan de nuevo estas paredes… Compréndeme, María –

Aparece un poco el llanto en la voz de María, y también en sus pestañas.

María de Alfeo responde:

–     Querida mía, como tú quieras.

Quiero que me sientas hermana y amiga y un poco madre incluso, porque soy mucho más mayor que tú.

La otra mujer, que se ha acercado entretanto,

dice:

–     María, quiero saludarte.

Soy Lía, la amiga de tu madre. Te vi nacer. Este es Alfeo, sobrino de Alfeo y muy amigo de tu madre.

Lo que hice por tu madre, si quieres, lo haré por ti. Mira, mi casa es la que está más cerca de la tuya y tus parcelas de terreno son ahora nuestras.

Pero, si quieres venir hazlo cuando te apetezca, en cualquier momento. Abrimos un paso en el cercado y así estaremos juntas, sin dejar de estar cada una en su casa. Este es mi marido.

–     Os doy las gracias a todos y por todo;

por todo el amor que habéis tenido a los míos, y por todo el amor que me tenéis a mí. Que Dios todopoderoso os bendiga por ello.

Descargan los pesados baúles y los meten en la casa. Entran.

Reconozco ahora que es la casita de Nazaret, como será luego, durante la vida de Jesús.

José toma de la mano — un gesto habitual en él — a María, y entra así.

Pero en el umbral de la puerta le dice:

–     Ahora, aquí, en el umbral de esta puerta, quiero de ti una promesa:

Que cualquier cosa que te suceda, o cualquier cosa que necesites, tu único amigo, la única persona en quien pienses para solicitar ayuda, sea yo, y que, bajo ningún motivo, debas sufrir sola ninguna pena.

Yo estoy a tu entera disposición, y para mí será una satisfacción el hacerte feliz el camino, y, dado que la felicidad no siempre está en nuestra mano, al menos, hacértelo tranquilo y seguro.

–     Te lo prometo, José.

La siguiente cosa es abrir puertas y ventanas… El último sol entra curioso. María se ha quitado el manto y el velo.

Menos las flores de mirto, todavía va vestida como en los esponsales.

Sale al huerto, que presenta un aspecto exuberante.

Mira, sonríe, y, todavía de la mano de José, da un paseo. Se la ve como quien volviera a tomar posesión de un lugar perdido.

José le muestra el resultado de sus trabajos:

–     Mira, aquí he cavado para recoger el agua de la lluvia, porque estas cepas están siempre sedientas.

A este olivo le he vuelto a cortar las ramas más viejas para darle vigor; y he plantado estos manzanos, porque dos estaban muertos; y luego, allí he plantado unas higueras.

Cuando crezcan resguardarán a la casa del sol excesivo y de las miradas curiosas. La pérgola es la misma que había; lo único que he hecho ha sido cambiar los palos que estaban deteriorados, y también una labor de poda.

Espero que dé muchas uvas. Y aquí, mira…

– y la lleva, orgulloso, hacia el terreno en pendiente que resguarda la casa por detrás y que es límite del huerto por el lado de tramontana

–     Y aquí he excavado una pequeña gruta, y la he reforzado, y, cuando agarren estas plantas, será casi igual que la que tenías. Falta el manantial… pero, espero hacer llegar aquí desde el manantial un regatillo.

Pienso trabajar durante las largas tardes de verano cuando venga a verte…  

Alfeo dice:

–     ¿Cómo es eso?

¿No vais a celebrar la boda este verano?

–     No. María quiere tejer los paños de lana, que es lo único que le falta a su ajuar.

Y a mí eso me satisface. María es tan joven, que el esperar un año o más no es nada. Entretanto se ambienta a la casa…

–     ¡Bueno! Tú siempre has sido un poco distinto de los demás, y lo sigues siendo.

José responde con una sonrisa sutil:

–     Alegría muy esperada, alegría más intensamente gustada.

El hermano se encoge de hombros y dice:

–     ¿Y entonces?

Según tus planes, ¿Cuándo vas a pensar en la boda? 

–     Cuando María cumpla dieciséis años.

Después de la fiesta de los Tabernáculos. ¡Dulces serán las tardes de invierno para los recién casados!…

Y sigue sonriendo mirando a María: una sonrisa que conlleva un pacto secreto y delicado; de una castidad fraterna consoladora.

Luego continúa caminando y explicando:

–     Ésta es la habitación grande que había en el monte.

Si te parece bien, cuando venga, instalaré en ella mi taller. Está unida, pero no forma parte de la casa. Así no molestaré con los ruidos, o creando otros trastornos.

No obstante, si no quieres que sea así…

–     No, José; así está muy bien.

Vuelven a entrar en la casa. Encienden las lámparas.

José dice:

–     María está cansada.

Dejémosla tranquila con sus primos.

Saludos de todos los que se marchan…

José se queda todavía unos minutos y habla con Zacarías en voz baja.

Luego dice a María:

–     Tu primo te deja a Isabel durante un poco.

¿Contenta? Yo sí, porque te ayudará a… ser una perfecta ama de casa; con ella podrás colocar como quieras tus cosas y tu ajuar. Y yo vendré todas las tardes a ayudarte.

Con ella podrás conseguir lana y todo lo que necesites, y yo me encargaré de los gastos.

Acuérdate de que has prometido que recurrirías a mí para todo. Adiós, María. Duerme el primer sueño de señora en esta casa tuya, y que el ángel de Dios te lo haga sereno.

Que el Señor sea siempre contigo.

–     Adiós, José.

Queda tú también bajo las alas del ángel de Dios.

– Gracias, José, por todo.

En la medida en que pueda, te pagaré por tu amor, con el mío.

José saluda a los primos y sale.

Y con él cesa la visión.

23 CIRCUNCISIÓN DEL PROFETA

23 CONOCER A DIOS, ES EMPEZAR A AMARLO

La circuncisión de Juan el Bautista.

María es Fuente de Gracia para quien acoge la Luz.

Veo ambiente de fiesta en la casa. Es el día de la circuncisión.

María se ha preocupado de que todo esté lindo y en orden. Las habitaciones resplandecen de luz. Lucen por todas partes los más bellos paños, los más bellos atavíos.

Hay mucha gente.   

María se mueve ágil entre los grupos, toda hermosa con su más bonito vestido blanco.

Isabel, reverenciada como una matrona, goza feliz su fiesta. El niño está en su regazo, saciado ya de leche.

Llega la hora de la circuncisión. 

Algunos hombres comentan:

–     Zacarías le llamaremos. 

–    Tú eres anciano.

–    Justo sería ponerle tu nombre al niño.

La madre exclama:

–     ¡De ninguna manera! 

Su nombre es Juan. Su nombre debe dar testimonio de la potencia de Dios. 

–     ¿Pero se puede saber cuándo ha habido un Juan en nuestra parentela?.

–     No importa.

Tiene que llamarse Juan.

–     ¿Tú qué dices, Zacarías?

¿Quieres tu nombre, no es verdad?.

Zacarías dice que no, con gestos.

Coge una tablilla y escribe: «Su nombre es Juan», 

Y nada más terminar de escribir, añade ya su liberada lengua:

–    Porque Dios nos ha hecho objeto de una gran gracia, a mí su padre, y a su madre…

Como también a este nuevo siervo suyo, el cual consumirá su vida en aras de la gloria del Señor

Y será llamado grande por los siglos y ante los ojos de Dios, porque pasará convirtiendo a los corazones al Señor altísimo.

Lo dijo el ángel y yo no lo creí.

Mas ahora creo y entra la Luz en mí. La Luz está entre nosotros y vosotros no la veis. Su destino es el de no ser vista, pues el espíritu de los hombres está lleno de estorbos, y además es perezoso.

Pero mi hijo sí que la verá y hablará de Ella y hará que a Ella se vuelvan los corazones de los justos de Israel. ¡Bienaventurados los que crean en Ella y crean siempre en la Palabra del Señor!

Y bendito seas Tú, Señor eterno, Dios de Israel, porque has visitado y redimido a tu pueblo, suscitando en él un poderoso Salvador en la casa de su siervo David.

Como prometiste por boca de los santos Profetas, ya desde los tiempos antiguos:

librarnos de nuestros enemigos y de las manos de los que nos odian, para ejercitar tu misericordia hacia nuestros padres y mostrar que te acuerdas de tu santa alianza.

Este es el juramento que hiciste a Abraham, nuestro padre: concedernos que, sin temor, de las manos de nuestros enemigos libres, te sirviéramos con santidad y justicia en presencia tuya toda la vida»

Los presentes se quedan estupefactos, tanto del nombre como del milagro, como de las palabras de Zacarías.

Isabel, que al oír la primera palabra de Zacarías ha gritado de alegría, ahora está llorando abrazada a María, que la acaricia contenta.

No veo la circuncisión.

Veo sólo que traen a Juan y que chilla desesperado. No le calma ni siquiera la leche de su mamá. Tira patadas como un potrillo.

Pero María le toma en sus brazos y le acuna…

Y él se calla y se queda tranquilo.

–     ¡Fijáos!- dice Sara – ¡sólo se calla cuando le coge en brazo ella!.

La gente se va marchando lentamente.

En la habitación se quedan únicamente María, con el pequeñín en sus brazos, e Isabel, dichosa.

Zacarías y cierra la puerta. Mira a María con lágrimas en los ojos.

Hace ademán de hablar. Guarda silencio. Continúa adelante. Se arrodilla ante María,

y le dice:

–     Bendice al mísero siervo del Señor. Bendícelo.

Tú puedes hacerlo, tú que lo llevas en tu seno.

La Palabra de Dios me ha hablado cuando he reconocido mi error, cuando he creído en todo cuanto me había sido dicho.

Yo te veo a ti y veo tu destino feliz. Adoro en ti al Dios de Jacob.

Tú, mi primer Templo, donde el sacerdote, regresado, puede de nuevo orar al Eterno. Bendita tú, que has obtenido gracia para el mundo y le traes el Salvador.

Perdona a tu siervo si no ha visto antes tu majestad. Con tu venida nos has traído todas las gracias. En efecto, doquiera que vas, ¡Oh Llena de Gracia!, Dios obra sus prodigios.

Santas son las paredes en que tú entras, santos se hacen los oídos que oyen tu voz y la carne que tú tocas, santos los corazones, porque tú confieres Gracia, Madre del Altísimo,

Virgen profetizada y esperada para darle al pueblo de Dios el Salvador.

María sonríe, encendida de humildad,

y habla:

–     Gloria al Señor, a Él sólo.

De Él y no de mí viene toda gracia.

Y Él te la dona para que lo ames y sirvas con perfección en los años que te quedan, para merecer su Reino, que será abierto por mi Hijo a los Patriarcas, a los Profetas, a los justos del Señor. 

Y tú, ahora que puedes orar ante el Santo, ora por la sierva del Altísimo; que si ser Madre del Hijo de Dios es destino dichoso,

ser Madre del Redentor debe ser destino de atroz sufrimiento.

Ora por mí, que hora a hora siento crecer mi peso de dolor, y durante toda una vida tendré que llevarlo; no lo veo en sus detalles particulares,

pero sí siento que será un peso mayor que si sobre estos hombros míos de mujer se posase el mundo y tuviera que ofrecérsele al Cielo.

¡Yo, yo sola, una pobre mujer! ¡Mi Niño! ¡El Hijo mío! El tuyo no llora si yo le acuno; pero, 

¿Voy a poder acunar yo al mío para calmarle el dolor?… Ora por mí, sacerdote de Dios.

¡Mi corazón tiembla como una flor en medio de un temporal! 

Miro a los hombres y los amo, pero detrás de sus rostros veo aparecer al Enemigo, y veo cómo los hace enemigos de Dios, de Jesús, de mi Hijo…

Y la visión cesa con la palidez de María y esas lágrimas suyas que hacen luciente su mirada.

Dice María:

 A quien reconoce su error arrepintiéndose y acusándose con humildad y corazón sincero, Dios lo perdona; no sólo lo perdona, sino que lo recompensa.

¡Oh, qué bueno es mi Señor con los humildes y sinceros, con los que creen en Él y en Él se abandonan! Arrojad de vuestro espíritu todo lo que lo traba y lo hace perezoso.

Disponedlo para que acoja la Luz, que es, cual faro en las tinieblas, guía y santo conforto.

¡Amistad con Dios, beatitud de sus fieles, riqueza no igualada por nada, quien te posee nunca está solo ni siente la amargura de la desesperación!

No anulas el dolor, santa amistad, porque el dolor fue destino de un Dios encarnado y puede ser destino del hombre;

eso sí, lo haces dulce en su amargura, y añades una luz y una caricia que, cuales celestes toques, alivian la cruz.

Y, cuando la Bondad divina os dé una gracia, usad el bien recibido para dar gloria a Dios.

No seáis como esos insensatos que de un objeto bueno se hacen un arma dañosa, o como los derrochadores que de la abundancia acaban haciendo miseria. 

Me causáis demasiado dolor, hijos tras cuyos rostros veo aparecer al Enemigo, a aquel que arremete contra mi Jesús. ¡Demasiado dolor! Yo quisiera ser para todos el Manantial de la Gracia,

pero hay demasiados entre vosotros que no quieren la Gracia. Pedís «gracias», pero con el alma privada de Gracia. ¿Cómo podrá la Gracia socorreros si sois enemigos suyos?

El gran misterio del Viernes Santo se aproxima. Todo en los templos lo recuerda y lo celebra. Pero es necesario que lo celebréis y lo recordéis en vuestros corazones,

y que os deis golpes de pecho, como los que bajaban del Gólgota, y que digáis: «Este es realmente el Hijo de Dios, el Salvador», y que digáis: ‘Jesús, por tu Nombre, sálvanos»,

y que digáis: «Padre, perdónanos», y, en fin, es necesario decir: «Señor, yo no soy digno; pero, si Tú me perdonas y vienes a mí, mi alma quedará curada.

Yo no quiero, no, no quiero pecar ya más, para no volver a enfermarme y para no ser de nuevo detestado por ti». Orad, hijos, con las palabras de mi Hijo.

Decidle al Padre por vuestros enemigos:

«Padre, perdónalos». Invocad al Padre, que se ha apartado indignado por vuestros errores:

«Padre, Padre, ¿Por qué me has abandonado? Yo soy pecador, pero, si me abandonas, moriré. Vuelve, Padre santo, que yo me salve».

Poned vuestro eterno bien, vuestro espíritu, en manos del Único que lo puede conservar ileso del demonio: «Padre, en tus manos dejo mi espíritu».  

Si humilde y amorosamente cedéis vuestro espíritu a Dios, El ciertamente le guiará como hace un padre con su pequeñuelo; no permitirá que nada dañe vuestro espíritu. 

Jesús, en sus agonías, oró para enseñaros a orar. 

Os lo recuerdo en estos días de Pasión.

Y tú, María, (se dirige la Virgen a María Valtorta) tú que ves mi gozo de Madre y te extasías con ello, piensa y recuerda que he poseído a Dios a través de un dolor progresivamente más intenso,

que bajó a mí con la Semilla de Dios y cual árbol gigante, fue creciendo hasta tocar el Cielo con su copa

y el Infierno con sus raíces,

cuando recibí en mi regazo el despojo exánime de la Carne de mi carne, y vi y conté sus laceraciones, y toqué su Corazón desgarrado, para apurar aquél hasta su última gota. 

13 LOS ESPONSALES

13 CONOCER A DIOS, ES EMPEZAR A AMARLO

Esponsales de la Virgen y José

Que fue instruido por la Sabiduría para ser custodio del Misterio.

¡Qué hermosa está María, rodeada de sus amigas y sus maestras jubilosas, vestida para los esponsales!

Entre aquéllas está también Isabel. Va toda vestida de blanquísimo lino, tan seríceo y fino que parece de preciosa seda.

Ciñe su grácil cintura un cinturón burilado de oro y plata, hecho todo de medallones unidos por delgadas cadenas, cada uno de los medallones es una filigrana engastada en la pesada plata bruñida por el tiempo.

Y quizás porque es demasiado largo para Ella, que todavía es una delicada jovencita, le pende por delante con los tres últimos medallones, cayendo entre los pliegues del vestido amplísimo, que a su vez termina en una pequeña cola debido a su largura.

Calzan sus pequeños pies, unas sandalias de piel blanquísima con hebillas de plata.

El vestido está sujeto al cuello por una cadenita de rosetas de oro y de filigrana de plata, que presentan en pequeño el mismo motivo del cinturón.

La cadenita pasa a través de los anchos ojales del amplio cuello del vestido, acortándolo, por tanto, en frunces que forman como una pequeña puntilla.

El cuello de María sobresale entre ese candor fruncido, con la gracia de un tierno tallo fajado con una gasa preciada, y así parece aún más grácil y blanco:

un tallito de azucena culminado por su rostro de lirio, el cual, por la emoción, se ve aún más pálido y más puro: un rostro de hostia purísima.

El pelo ya no le pende sobre los hombros.

Está graciosamente dispuesto en nudo de trenzas. Unas valiosas horquillas de plata bruñida, con un trabajo de filigrana que cubre enteramente la parte superior del arco, sujetan las trenzas.

El velo materno se apoya sobre ellas y desciende, formando lindos pliegues, por debajo del estrecho aro que lleva ajustado a la frente blanquísima;

desciende hasta las caderas, porque María no tiene la altura de su madre y el velo le llega más abajo de ellas, mientras que a Ana le llegaba sólo a la cintura.

No lleva anillos en las manos; en las muñecas, unas pulseras. Pero estas muñecas son tan delgadas, que las pesadas pulseras maternas se apoyan sobre el dorso de las manos y quizás, si sacudiera las manos, se caerían al suelo.

Las compañeras la miran absortas desde todos los puntos, y con maravilla. Con sus preguntas y con sus frases de admiración crean un festivo trinar de gorrioncillos.

–     ¿Son de tu madre?

–     Antiguas, ¿Verdad?

–     ¡Qué bonito, Sara, ese cinturón!

–    ¿Y este velo, Susana?

¡Mira que finura! ¡Fíjate estas azucenas tejidas en el velo!

–     ¡Déjame ver las pulseras, María!

¿Eran de tu madre?

–     Las llevó ella, pero son de la madre de Joaquín, mi padre.

–    ¡Oh, mira!

Tienen el sigilo de Salomón entrelazado con sutiles ramitas de palma y olivo, y entre ellas hay azucenas y rosas.

–     ¡Oh! ¿Quién habrá realizado un trabajo tan perfecto y minucioso?

María explica: 

–     Son de la casa de David.

Hace ya siglos que las llevan las mujeres de esta estirpe cuando se van a casar, y van pasando a las herederas.

–    ¡Ah, ya! Tú eres hija heredera…

–     ¿Te han traído todo de Nazaret?

–     No.

Cuando murió mi madre, mi prima se llevó a su casa el ajuar para conservarlo sin que se dañase. Ahora me lo ha traído.

–    ¿Dónde está?

—    ¿Dónde está?

–     Enséñanoslo a las amigas.

María no sabe qué hacer… Quisiera ser amable, pero no querría remover todas las cosas, que están ordenadas en tres pesados baúles.

Vienen en su ayuda las maestras:

–     El novio está para llegar.

No es el momento de crear confusión. Dejadla. Que la cansáis. Id a prepararos».

El hablador enjambre se aleja un poco enfadado.

María puede así gozar en paz de la compañía de sus maestras, las cuales le dirigen palabras de alabanza y bendición.

Isabel también se ha acercado, y, dado que María, emocionada, llora porque Ana de Fanuel la llama hija y la besa con un afecto verdaderamente maternal,

le dice:

–     María, tu madre no está presente, pero sí está presente.

Su espíritu se regocija junto al tuyo, y, mira, las cosas que llevas te traen de nuevo su caricia. En ellas sientes aún el sabor de sus besos. Un día ya lejano, el día en que viniste al Templo, me dijo:

«Le he preparado los vestidos y el ajuar para cuando se case, porque quiero ser yo la que le haya hilado las telas y le haya hecho los vestidos, para no estar ausente en el día de su alegría».

Mira, al final, cuando yo la asistía, ella quería todas las noches acariciar tus primeros vestidos y este que llevas ahora,

y decía: «Aquí siento el olor de jazmín de mi pequeñuela, aquí quiero que Ella sienta el beso de su mamá». ¡Cuántos besos dio a este velo que cubre tu frente! ¡Más besos que hilos tiene!…

Y, cuando uses estas telas hiladas por ella, piensa que más que la estambre los ha hecho el amor de tu madre.

Y estas joyas… Tu padre las salvó para ti incluso en los momentos difíciles, para que te embellecieran, como corresponde a una princesa de David, en este momento.

Alégrate, María. No estás huérfana; los tuyos están contigo, y quien va a ser tu marido es tan perfecto, que es para ti padre y madre…

María exclama:

–     ¡Oh, sí!

¡Eso es verdad! No puedo quejarme de él, ciertamente. En menos de dos meses ha venido dos veces, y hoy viene por tercera vez, desafiando a las lluvias y al tiempo ventoso, declarándose sujeto a mí…

Fíjate: ¡sujeto a mí! ¡Yo, que soy una pobre mujer, y mucho más joven que él! Y no me ha negado nada. Es más, ni siquiera espera a que yo pida. Parece como si un ángel le dijera lo que deseo…

Y me lo dice él antes de que yo hable. La última vez me dijo: «María, creo que preferirás estar en tu casa paterna. Dado que eres hija heredera, lo puedes hacer, si lo ves oportuno.

Yo iré a tu casa. Solamente para observar el rito, tú vas durante una semana a casa de Alfeo, mi hermano. María te quiere ya mucho. De allí partirá la tarde de la boda el cortejo que te llevará a casa».

¿No es amable por su parte? No le ha importado ni siquiera el dar pie a la gente para decir que él no tiene una casa que me guste… A mí me hubiera gustado en todo caso, por estar él, que es tan bueno, en ella.

Pero sin duda prefiero la mía… por los recuerdos… ¡Oh, José es bueno!

–    ¿Qué dijo del voto?

Todavía no me has comentado nada.

–     No puso ninguna objeción.

Es más, conocidas las razones del mismo, dijo: «Uniré mi sacrificio al tuyo».

Ana de Fanuel dice:

–     Es un joven santo!

El «joven santo» entra en este momento, acompañado de Zacarías.

Su figura es, literalmente hablando, espléndida.

Todo de amarillo oro, parece un soberano oriental. Bolsa y puñal penden de un espléndido cinturón: aquélla, de tafilete bordado en oro; el puñal, en una vaina con guarniciones bordadas en oro, también de tafilete.

Cubre su cabeza un turbante, la típica faja de tela como la llevan todavía ciertos pueblos de África, los beduinos por ejemplo; lo sujeta en torno un valioso arito de oro, delgado, que ciñe unos ramitos de mirto.

Viste majestuosamente un manto completamente nuevo con muchas franjas. Está radiante de alegría. En las manos lleva unos ramitos de mirto en flor.

Saluda diciendo:

–    ¡A ti la paz, mi prometida!

Paz a todos.

Recibido el saludo de respuesta, dice:

–     Vi tu alegría el día en que te di la ramita de tu huerto.

He pensado traerte este mirto que procede de la gruta que tanto estimas. Quería haberte traído las rosas que están enfrente de tu casa, las primeras que están floreciendo ahora; pero las rosas no duran varios días de viaje…

Habría llegado trayendo sólo espinas, y yo a ti, dilecta mía, te quiero ofrecer sólo rosas,

y quiero sembrar tu camino de flores blandas y perfumadas, para que apoyes tu pie sobre ellas y no encuentres ni inmundicias ni asperezas.  

María responde:

–     ¡Oh, gracias, hombre de corazón bueno!

¿Cómo has logrado que llegara fresco?.

–     He atado a la silla un recipiente y he metido dentro estas ramitas con las flores todavía en capullo. Durante el viaje han florecido.

Tómalas, María. Que tu frente se enguirnalde de pureza, símbolo de la mujer prometida; aunque siempre será mucho menor que la pureza que hay en tu corazón.

Isabel y las maestras engalanan a María con la florida guirnaldita que se forma al fijar en el precioso aro los ramitos cándidos del mirto, e intercalan unas pequeñas, cándidas rosas, que había en un jarrón encima de un arca.

María hace ademán de coger su amplio manto cándido para colocárselo prendido a los hombros. Pero su prometido le precede en el gesto y le ayuda a fijar con dos hebillas de plata, en los hombros, este amplio manto suyo.

Las maestras disponen los pliegues con amor y gracia. Todo está preparado. Mientras esperan a no sé qué, José dice, lo dice apartándose un poco con María:

–     He pensado este tiempo en tu voto.

Ya te dije que lo comparto. Pero, cuanto más pienso en ello, más me doy cuenta de que no es suficiente el nazireato temporal, aunque se vaya renovando.

Yo te he comprendido, María. No merezco todavía la palabra de la Luz, pero sí me llega un murmullo de su voz, y ello me pone en condiciones de leer tu secreto, al menos en sus líneas maestras.

Soy un pobre ignorante, María. Soy un pobre obrero. Ni sé de letras ni tengo tesoros, mas a tus pies pongo mi tesoro, para siempre.

Mi castidad absoluta, para ser digno de estar a tu lado, Virgen de Dios, «hermana mía, novia, cerrado huerto, fuente sellada», como dice el Antepasado nuestro, que quizás escribió el Cantar viéndote a ti…

Yo seré el guardián de este huerto de perfumes en que se dan las más preciadas frutas, donde mana una vena de agua viva con ímpetu suave:

¡Tu dulzura, prometida mía, que con tu candor — ¡oh, llena de hermosura! — me has conquistado el espíritu! ¡Oh, tú, más hermosa que una aurora; Sol, que resplandeces porque te resplandece el corazón;

¡Oh, toda amor para con tu Dios y para con el mundo al que quieres dar el Salvador con tu sacrificio de mujer! ¡Ven, mi amada!

Y coge delicadamente su mano para guiarla hacia la puerta.

Los siguen todos los demás.

Afuera se añaden las joviales compañeras, enteramente de blanco todas ellas y con velos.

Van por patios y pórticos, entre la muchedumbre observadora, hasta llegar a un punto que ya no pertenece al Templo;

parece, más bien, una sala dada para el culto, como se deduce de la existencia en ella de lámparas y rollos de pergaminos como en las sinagogas.

Los novios caminan hasta llegar frente a un alto atril (casi una cátedra), y esperan.

Los demás, perfectamente en orden, se ponen detrás de ellos.

Otros sacerdotes y gente simplemente curiosa se agolpan en el fondo de la sala.

Entra, solemne, el Sumo Sacerdote.

Rumor de los curiosos:

–    ¿Es él el que los casa?

–     Sí, porque es de casta real y sacerdotal.

La novia es flor de David y Aarón, y virgen del Templo; el novio, de la tribu de David.

El Pontífice pone la mano derecha de la novia en la del novio y los bendice solemnemente:

–     El Dios de Abraham, Isaac y Jacob esté con vosotros.

Que El os una y se cumpla en vosotros su bendición, dándoos su paz y una numerosa descendencia con larga vida y muerte beata en el seno de Abraham.

Luego se retira, solemne como había entrado.

Se lleva a cabo la promesa recíproca. María es la prometida-esposa de José.

Todos salen y, en perfecto orden, van a una sala, en la cual se redacta el contrato de matrimonio, donde se dice que María, hija heredera de Joaquín de David y Ana de Aarón,

da como dote a su prometido-esposo su casa y bienes anejos y su ajuar personal así como cualquier otro bien heredado de su padre.

Todo queda cumplido. Los esposos salen al patio, lo atraviesan, van hacia la salida, que está cerca de la sección de las mujeres dedicadas al Templo.

Los está esperando un carro cómodo y voluminoso. Va provisto de una cortina protectora. En él ya están colocados los pesados baúles de María.

Despedidas, besos y lágrimas, bendiciones, consejos, recomendaciones…

María sube con Isabel y se pone en el interior del carro; en la parte de delante se ponen José y Zacarías.

Se han quitado los mantos de fiesta y se han envuelto en unas capas oscuras.

El carro se pone en marcha, al trote pesado de un caballo oscuro.

Los muros del Templo se alejan, y luego los de la ciudad.

Ya se ve el campo, nuevo, fresco, florido bajo los primeros soles de la primavera, con los trigos ya levantados  un buen palmo del suelo,

que parecen esmeraldas transformadas en hojitas ondulantes bajo una brisa ligera con sabor a flores de melocotonero y manzano, con sabor a tréboles en flor y a hierbabuenas silvestres.

María llora en voz baja, al amparo de su velo, y, de vez en cuando, corre un poco la cortina y mira una vez más al Templo lejano, a la ciudad dejada…

La visión cesa así.

Dice Jesús:

–     ¿Qué dice el libro de la Sabiduría al cantar sus alabanzas?:

«En la sabiduría está presente, efectivamente, el espíritu de inteligencia, santo, único, múltiple, sutil».

Y continúa enumerando sus dotes, para terminar el período con estas palabras: «… que todo lo puede, todo lo prevé; que comprende a todos los espíritus, inteligente, puro, sutil.

La sabiduría penetra con su pureza, es vapor de la virtud de Dios… por ello en ella no hay nada impuro… imagen de la bondad de Dios.

Es única y, no obstante, lo puede todo; es inmutable y da vida nueva a todas las cosas; se comunica a las almas santas; forma a los amigos de Dios y a los profetas».

Ya has visto cómo José, no por cultura humana, sino por instrucción sobrenatural, sabe leer en el libro sellado de la Virgen sin mancha;

y cómo se acerca extremamente a las verdades proféticas con ese su «ver»  un misterio sobrehumano donde los demás veían únicamente una gran virtud.

Impregnado de esta sabiduría, que es vapor de la virtud de Dios y emanación cierta del Omnipotente, se conduce con espíritu seguro por el mar de este misterio de gracia que es María,

se armoniza con Ella con espirituales contactos — en que se hablan, más que los labios, los dos espíritus en el sagrado silencio de las almas — donde sólo Dios oye voces que perciben también los que le son gratos por servirle con fidelidad y por estar llenos de Él.

La sabiduría del Justo, que aumenta por la unión con la Toda Gracia y por la cercanía a Ella, le prepara a penetrar en los secretos más altos de Dios y a poderlos tutelar y defender de insidias humanas y demoníacas.

Y contemporáneamente lo va renovando. Del justo hace un santo; del santo, el custodio de la Esposa y del Hijo de Dios. Sin quitar el sello de Dios, él, el casto, que ahora lleva su castidad a heroísmo angélico,

puede leer la palabra de fuego escrita sobre el diamante virginal por el dedo de Dios, y en él lee aquello que su prudencia no dice, y que es mucho más grande que lo que leyó Moisés en las tablas de piedra.

Y a fin de que ningún ojo profano alcance este Misterio, él se pone, como sello sobre el sello, como arcángel de fuego, a la entrada del Paraíso, dentro del cual el Eterno encuentra sus delicias

«paseando al fresco del atardecer» y hablando con Aquella que es su amor, bosque de azucena en flor, aura perfumada de aromas, viento suave de frescura matutina, hermosa estrella, delicia de Dios.

La nueva Eva está allí, en su presencia. No es hueso de sus huesos ni carne de su carne; sí, compañera de su vida, Arca viva de Dios.

Él la recibe para tutelarla, y a Dios debe restituírsela, pura como la ha recibido.  «Desposada con Dios» estaba escrito en ese libro místico de inmaculadas páginas…

Y cuando la duda, sibilante, en la hora de la prueba, le sugirió su tormento, él, como hombre y como siervo de Dios, sufrió, como ninguno, por causa del temido sacrilegio. 

Pero ésta fue la prueba futura. Ahora, en este tiempo de gracia, él ve y se pone a sí mismo al servicio más auténtico de Dios.  

Luego vendrá la tempestad de la prueba, como para todos los santos, para ser probados y venir así a ser ayudantes de Dios.

¿Qué se lee en el Levítico? «Di a Aarón, tu hermano, que no entre en cualquier tiempo en el santuario que está detrás del Velo, ante el Propiciatorio que cubre al Arca, para no morir

— pues Yo apareceré en la nube sobre el oráculo —, si no hace antes estas cosas: ofrecerá un novillo por el pecado y un carnero como holocausto; llevará la túnica de lino y con calzones de lino cubrirá su desnudez».

Y verdaderamente José entra, cuando Dios quiere y cuanto Dios quiere, en el santuario de Dios; y traspasa el velo que cela el Arca sobre la cual está suspendido el Espíritu de Dios;

y se ofrece a sí mismo y ofrecerá al Cordero, holocausto por el pecado del mundo, expiación de tal pecado?

Y esto lo hace, vestido de lino, mortificados los miembros viriles para abolir su sensualidad, la cual, una vez, al inicio de los tiempos, triunfó, lesionando el derecho de Dios sobre el hombre;

mas ahora será conculcada en el Hijo, en la Madre y en el padre adoptivo, para restituir a los hombres a la Gracia y devolverle a Dios su derecho sobre el hombre.

Esto lo hace con su castidad perpetua. ¿No estaba José en el Gólgota? ¿Os parece que no está en el número de los corredentores? En verdad os digo que fue el primero de ellos,

y que grande es, por tanto, ante los ojos de Dios. Grande por el sacrificio, la paciencia, la constancia y la fe.

¿Qué fe será mayor que ésta, que creyó sin haber visto los milagros del Mesías?

Sea alabado mi padre adoptivo, ejemplo para vosotros de aquello que en vosotros más falta: pureza, fidelidad y perfecto amor.

Gloria al magnífico lector del Libro sellado, que fue instruido por la Sabiduría para saber comprender los misterios de la Gracia

y que fue elegido para tutelar la Salvación del mundo contra las insidias de todos los enemigos.