118 IMITAR A JESUS ES EL EJEMPLO QUE SALVA
Al día siguiente, cerca de los mercaderes, que están situados junto al puerto,
Jesús está esperando con Simón y sus primos a que los otros consigan las provisiones necesarias.
Unos niños miran con curiosidad a Jesús, el cual los acaricia dulcemente mientras habla con sus apóstoles.
Dice Jesús:
– Me duele este descontento por el hecho de que Yo entable relaciones con los gentiles, pero no puedo hacer sino loque debo y debo ser bueno con todos.
Esforzaos en ser buenos al menos vosotros tres y Juan; los otros os seguirán por imitación.
Santiago de Alfeo dice:
– Pero ¿Cómo se puede ser bueno con todos?
A fin de cuentas, ellos nos desprecian y nos oprimen; no nos comprenden, están llenos de vicios…
– ¿Que cómo puede ser?
¿Tú estás contento de haber nacido de Alfeo y María?
– Sí, claro. ¿Por qué me preguntas esto?
– Y si Dios te hubiera preguntado antes de tu concepción, ¿Habrías querido nacer de ellos?
– Pues claro. No comprendo…
– Y si en vez de ello hubieras nacido de un pagano, al oírte acusar de haber querido nacer de un pagano, ¿Qué habrías dicho?
– Habría dicho…
Habría dicho: “No tengo la culpa. He nacido de él, pero podría haber nacido de otro”.
Habría dicho: “Vuestra acusación es injusta; si no obro el mal, ¿Por qué me odiáis?”
También éstos, que despreciáis por ser paganos, pueden decir lo mismo. No por méritos propios has nacido de Alfeo, que es un verdadero israelita.
Lo que tienes que hacer es agradecérselo al Eterno, nada más, porque te ha otorgado un gran regalo.
Y como signo de gratitud y con humildad, tratar de conducir al Dios verdadero a otros que no tienen este don. Hay que ser bueno.
– ¡Es difícil amar a quien no se conoce!
– No. Mira.
Tú, pequeñuelo, ven aquí.
Se acerca un niño de unos ocho años, que estaba jugando en un ángulo con otros dos chiquillos.
Es un niño robusto, de pelo muy negro aunque de tez blanquísima.
– ¿Quién eres?
– Soy Lucio.
Cayo Lucio de Cayo Mario, romano, hijo del decurión de guardia, que se quedó aquí después de la herida».
– ¿Y ésos quiénes son?
– Isaac y Tobías.
Pero no se debe decir porque no se puede. Les pegarían.
– ¿Por qué?
– Porque son hebreos y yo romano.
No se puede.
– Pero tú vas con ellos…
¿Por qué?
– Porque somos amigos.
Jugamos siempre a los dados y al saltarel juntos; pero no deben vernos.
– ¿Y a mí me querríais?
Yo soy también hebreo y no soy un niño. Fíjate, soy un maestro, como si dijéramos un sacerdote.
– ¡Qué más da!
Si me quieres, te quiero. Y te quiero, porque me quieres.
– ¿Por qué lo sabes?
– Porque eres bueno y quien es bueno quiere a los demás.
– Ved, amigos: el secreto para amar es ser buenos
Si se es bueno se ama, sin pensar si éste es o no de una determinada fe.
Y Jesús, llevando de la mano al pequeño Cayo Lucio, va a donde los niños hebreos, que se habían escondido asustados tras el atrio de una casa, a acariciarlos
– Los niños buenos son ángeles.
Los ángeles tienen una sola patria: el Paraíso; una sola religión: la del único Dios; un solo Templo: el corazón de Dios. Quereos como ángeles siempre.
– Pero, si nos ven nos pegan…
Jesús no responde; se limita a mover la cabeza con un sentimiento de amargura.
Una mujer alta y de bello aspecto llama a Lucio.
El niño deja a Jesús mientras grita:
– ¡Es mi mamá!
Y a la mujer le grita:
– ¡Mira el amigo que tengo!
¡Es grande! ¡Es un maestro!…
La mujer no se marcha con su hijo, sino que se acerca a Jesús.
Y le pregunta:
– ¡Hola!
¿Eres el hombre de Galilea que ayer habló en el puerto?
– Espérame aquí entonces.
Tardo poco.
Y se va con su pequeñuelo.
Entretanto han llegado también los otros apóstoles, excepto Mateo y Juan, .
Y preguntan:
– ¿Quién era?
Simó y los demás responden:
– Una romana, creo.
– ¿Y qué quería?
– Ha dicho que espere aquí.
Lo sabremos.
Entretanto, algunas personas curiosas, se han acercado y se ponen a esperar también.
Vuelve la mujer con otros romanos.
Uno que parece siervo de una casa señorial, pregunta:
– ¿Entonces eres Tú el Maestro?
Cuando le ha sido confirmado,
pregunta:
– ¿Sentirías aversión por curar a una hijita de una amiga de Claudia?
La niña está agonizando. Se ahoga. El médico no sabe de qué se está muriendo.
Ayer tarde estaba sana, esta mañana ya estaba agonizando.
– Vamos.
Avanzan un poco por una calle que lleva al lugar de ayer.
Llegan al portal de una villa que parece habitada por romanos y que está abierta de par en par.
– Espera un momento.
El hombre entra rápido.
Casi inmediatamente se asoma de nuevo y dice:
– Ven.
Pero, sin darle ni siquiera tiempo a Jesús de entrar, sale de la casa una joven de aspecto señorial, aunque con una angustia más que evidente.
Lleva en brazos a una criaturita de pocos meses, como muerta, ya cárdena, como una persona que se esté ahogando.
Está enferma por una difteria mortal y está en los últimos estertores de su vida.
La mujer busca amparo en el pecho de Jesús como un náufrago en un escollo. Su llanto es tan grande, que no es capaz de hablar.
Jesús toma a la criaturita, que manifiesta pequeños movimientos convulsivos en las manitas céreas, con sus uñitas ya violáceas.
La levanta. La cabecita queda colgando hacia atrás sin fuerza.
La madre, perdida su soberbia de romana frente a un hebreo, se ha deslizado hasta los pies de Jesús, al suelo.
Y llora con el rostro levantado, los cabellos medio desgreñados, los brazos extendidos, estrujando la túnica y el manto de Jesús.
Detrás y alrededor mirando, hay romanos de la casa y mujeres hebreas de la ciudad.
Jesús moja en su saliva su dedo índice derecho y lo mete en la boquita jadeante. Lo introduce hacia abajo.
La niña forcejea. Su tez se ennegrece aún más.
La madre grita:
– ¡No! ¡No!
Y se contorsiona como si hubiese sido traspasada por un puñal.
La gente contiene la respiración…
Pero el dedo de Jesús, sale junto con un amasijo de membranas purulentas.
La niña deja de forcejear.
Luego, emite un tierno gemido de llanto y se calma con inocente sonrisa, manoteando y moviendo los labios como un pajarillo cuando pía y agita las alitas en espera de su alimento.
Jesús le entrega la niña y declara:
– Toma, mujer.
La madre está en tal modo turbada, que coge a la pequeñita y así como estaba en el suelo, la besa.
La acaricia toda para sí, le da el pecho enajenada, olvidada de todo lo que no sea su hijita.
Un patricio romano muy elegante,
le pregunta a Jesús:
– Pero ¿Cómo lo has conseguido?
Soy el médico del Procónsul, soy docto, he tratado de quitar la obstrucción, pero estaba muy abajo, demasiado abajo…
Y Tú… así…
– Eres docto, pero no tienes contigo al Dios verdadero.
¡Sea Él en esto glorificado! ¡Adiós!
Y Jesús hace ademán de querer marcharse.
Pero he aquí que un pequeño grupo de israelitas siente la necesidad de intervenir.
Y lo increpan:
– ¿Cómo te has permitido acercarte a extranjeros?
Son impuros, están corrompidos, cualquiera que se acerque a ellos queda contaminado.
Y con el Don de Ciencia Infusa…
Jesús mira fijamente, severamente, a los tres.
Y dice:
– ¡No eres tú Ageo, el hombre de Azoto que vino aquí el pasado Tisrí para negociar con el mercader que está al pie de los muros del viejo fontanar?
¿Y tú no eres José de Rama, que vino también aquí. Y tú sabes, como Yo, por qué, a la consulta del médico romano?
¿Y entonces? ¿No os sentís vosotros impuros?
Un médico no es nunca extranjero. Cura el cuerpo, que es igual para todos. A mayor razón lo es el alma.
Pero además, ¿Qué he curado Yo? El cuerpo inocente de un párvulo, medio con que espero curar las almas no inocentes de los extranjeros.
Como médico y Mesías por tanto, puedo tratar con cualquiera.
– No puedes.
– ¿No, Ageo?
¿Y tú por qué tratas con el mercader romano?
– Mi contacto con él es sólo a través de la mercancía y del dinero.
– Y entonces, dado que no tocas su carne, sino solamente lo que ha tocado su mano, no te parece que te contamines…
Escuchad todos. Precisamente en el libro del Profeta cuyo nombre lleva éste, está escrito:
“Plantea a los sacerdotes esta cuestión sobre la Ley:
“Si un hombre lleva carne santificada en el vuelo de su túnica y con él toca luego viandas, pan o aceite u otros alimentos, ¿Quedarán estas cosas santificadas?” (Ageo 2, 11 y siguientes).
Y los sacerdotes respondieron: “No”.
Entonces Ageo dijo: `Si uno, impuro a causa de un muerto, toca una de estas cosas, ¿Quedará contaminada?’.
Y los sacerdotes respondieron: `Si”‘.
Por esta subrepticia, engañosa, incoherente manera de actuar, ponéis obstáculo al Bien y lo condenáis y sólo aceptáis lo que os produce algún beneficio.
En ese caso cesan indignación, asco y aversión.
Distinguís, si no os acarrea un perjuicio personal lo impuro, que hace a uno impuro, de lo que no lo es.
¿Cómo sois capaces, bocas mentirosas, de profesar que lo que ha sido santificado por haber tocado carne santa o cosa santa, no santifica lo que toca?
¿Y lo que ha tocado una cosa impura puede convertir en impuro lo que toca?
¿No comprendéis que os contradecís, ministros embusteros de una Ley de Verdad de la que os aprovecháis?
Vosotros la retorcéis como si fuera una soga, según que os lo pida vuestro anhelo de obtener de ella algún provecho.
Fariseos hipócritas, que bajo pretexto religioso dais rienda suelta a vuestra rencorosa envidia humana, enteramente humana;
profanadores de lo que a Dios pertenece; insultadores y enemigos del Mensajero de Dios.
En verdad, en verdad os digo que todo acto vuestro, toda conclusión vuestra, todo movimiento vuestro;
tiene en la base todo un mecanismo astuto constituido por ruedas, resortes, contrapesos, tirantes; que son vuestros egoísmos, pasiones, hipocresía, odios, anhelo de imponerse a los demás, envidias.
¡Deberíais avergonzaros! Codiciosos, cobardes, rencorosos, que vivís en el miedo orgulloso de que alguno, aun no siendo de vuestra casta, os aventaje.
¡Mereced ser como ese que os infunde miedo y os produce ira! Como dice Ageo, de un montón de veinte celemines hacéis uno de diez, y de cincuenta barriles veinte.
Y os quedáis con la diferencia, mientras que, tanto por dar ejemplo a los demás como por el amor debido a Dios, deberíais no quitar;
sino añadir de lo vuestro al conjunto de los celemines y barriles en pro de quien pasa hambre.
Y es así que merecéis que el viento abrasador, la herrumbre y el granizo hagan infecundas toda obra de vuestras manos.
¿Quién de entre vosotros viene a Mí?
Éstos, estos que para vosotros son estiércol y desecho; éstos supremos ignorantes que ni siquiera saben que existe el verdadero Dios,
vienen a quien lleva en las palabras y en las obras a este Dios. Sin embargo, vosotros…
¡Ah, os habéis hecho un nicho y en él estáis! Secos, fríos como ídolos que esperan incienso y adoración.
Dado que os creéis dioses, os parece inútil pensar en el verdadero Dios en el modo debido.
Y veis peligroso el que otros se propongan, lo que vosotros no os proponéis.
En verdad, no podéis proponéroslo porque sois ídolos, y porque sois siervos del Ídolo.
Pero quien intenta puede, porque no obra él, sino Dios en él.
¡Idos! Referid a quien os ha enviado a pisarme los talones que detesto a los mercaderes que juzgan que el vender mercancías, patria o Templo a quienes les ofrecen dinero no contamina.
Decidles que siento repugnancia por los degenerados cuyo único culto es la propia carne y sangre.
Y juzgan que el trato con el médico extranjero para curación de éstas no contamina.
Decidles que la medida es igual, que no hay dos medidas.
Decidles que Yo, el Mesías, el Justo, el Consejero, el Admirable, aquel sobre quien descenderá el Espíritu del Señor en sus siete dones,
Aquel que no juzgará por lo que se presenta ante los ojos sino por lo secreto de los corazones, aquel que no condenará por lo que oiga con los oídos, sino por las voces espirituales que oiga en el interior de cada hombre,
Aquel que se pondrá de la parte de los humildes y juzgará con justicia a los pobres, aquel que soy Yo, porque esto soy Yo,
ya está juzgando y castigando a los que en este mundo son sólo tierra; el soplo de mi aliento hará morir al impío y devastará su guarida;
mientras que para quienes, deseosos de justicia y fe, vengan a Mi monte santo a saciarse de la Ciencia del Señor, será Vida y Luz, Libertad y Paz.
Esto es Isaías, ¿No es verdad? (11, 1 y siguientes)
¡El pueblo de mi propiedad! Enteramente viene de Adán y Adán viene de mi Padre; todo él es por tanto, obra del Padre.
Y a todos debo reunir en torno al Padre. Yo los conduzco a Tí, Padre Santo, eterno, potente;
conduzco a Ti a los hijos errantes después de congregarlos con la voz del amor, bajo mi cayado pastoral, semejante al que Moisés levantó contra las serpientes de muerte.
Para que Tú tengas tu Reino y tu Pueblo. Y no hago distinciones, porque en el fondo de todos los vivientes, veo un punto que resplandece más que el fuego:
el alma, una chispa tuya, eterno Esplendor. ¡Oh, eterno deseo mío! ¡Oh, voluntad incansable mía!
Esto quiero, en esto ardo: una tierra que por entero cante tu Nombre, una humanidad que te llame Padre, una redención que a todos salve,
una voluntad fortalecida que haga a todos obedientes a tu Voluntad, un triunfo eterno que llene el Paraíso de un hosanna sin fin…
¡Oh, multitud de los Cielos!… Sí, veo la sonrisa de Dios… Y es el premio contra toda dureza humana.
Jesús está inspirado con su Oración…
Mas los tres israelitas ya han huido bajo la granizada de reproches.
Los otros, todos, romanos o hebreos, se han quedado boquiabiertos.
En cuanto a la mujer romana, con su pequeñita ya satisfecha de leche y durmiendo plácidamente sobre el regazo materno, …
Está allí, en el mismo sitio de antes, casi a los pies de Jesús. Y llora de alegría materna y de emoción espiritual.
Muchos lloran por el arrollador cierre de Jesús, que en este éxtasis parece llamear.
Y Jesús, bajando los ojos y el espíritu del Cielo a la tierra, ve a la gente, ve a la madre…
Y al pasar, tras un gesto de adiós a todos, roza con su mano a la joven romana, como para bendecirla por su Fe.
Y se marcha con los suyos, mientras la gente, todavía estupefacta, permanece en el lugar…