14.- UNA PRINCESA OLVIDADA16 min read

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Mientras Marco Aurelio comparte sus planes a Petronio. En el Palatino…

Actea es una princesa griega, hija del rey Artaxias III que se convirtió en esclava cuando fue muerto su padre. Hubo un tiempo en que las más poderosas cabezas de Roma se inclinaban delante de ella, cuando era la favorita de Nerón. Pero ni aún entonces demostró ella el menor interés de intervenir en los asuntos públicos.

Y si alguna vez hizo valer su influjo sobre el joven gobernante, fue tan solo para implorar clemencia en favor de algún condenado. Su carácter apacible y su modestia, se conquistaron la gratitud de muchos y no se granjeó enemigos. Ni la misma Octavia pudo aborrecerla y hasta para los que la envidian, la consideran absolutamente inofensiva.

Todos piensan que sigue amando a Nerón, con un amor resignado y doloroso que ha perdido la esperanza y solo se alimenta de los recuerdos de cuando el César no solo era más joven y amante, sino diferente del hombre en el que se ha convertido.

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Y como no hay ni la más remota esperanza de que el emperador vuelva a ella, es considerada una persona inocua y por lo mismo, nadie la molesta.

Popea la considera simplemente como una sirvienta pacífica y tan poco peligrosa, que ni siquiera ha intentado alejarla del palacio.

Pero como el César la amó en otro tiempo y la dejó sin agraviarla, de una manera tranquila y hasta cierto punto amigable; se le guarda cierta consideración y un gran respeto.

Nerón cuando la manumitió, le permitió seguir viviendo en el Palatino; le asignó departamentos especiales y una pequeña comitiva de sirvientes.

Y de vez en cuando aún es invitada de honor a las fiestas del César, tal vez porque éste todavía la considera un bello adorno.

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La fiesta ya está preparada y Alexandra ha sido llamada para asistir. El miedo, la incertidumbre y una especie de estupor, luchan en su interior, junto con el deseo de no ir. Todavía no logra asimilar su repentino cambio de vida.

Ella le teme a Nerón. Les teme a las gentes del palacio que son tan diferentes al ambiente del cual ha sido arrancada. Le teme especialmente a las fiestas de cuya vergonzosa índole, ha oído hablar a  Publio y a Fabiola: “Todo termina en orgía y borrachera”.

Aunque es joven e ingenua, intuye lo que pasa; siente que en este palacio la amenaza su ruina y se siente deprimida.

Actea por su parte, comprende perfectamente el ánimo de la doncella y está buscando la forma de distraerla. Le muestra las preciosas joyas que está sacando de un cofre y habla de la exquisita orfebrería que las elaboró… Aunque es evidente que la mente de su oyente, está muy lejos de ahí.

Están en el peristilo adyacente al cubículum de Actea.

            Alexandra, después de muchas cavilaciones y mientras juguetea con un crisantemo, tímidamente pregunta:

–                Actea, ¿Puedo preguntarte algo?

Actea se queda con un precioso brazalete de zafiros en la mano y dispone toda su atención. En el tono suave de su voz, vibra el deseo de consolarla:

 –        Dime. Si conozco la respuesta, con mucho gusto te ayudaré.

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El alma de Alexandra se debate entre el desafío y el miedo.

 –           ¿Qué pasaría si me niego a participar en el banquete?

Actea la mira tan asombrada que enmudece y se queda boquiabierta.

Alexandra, tratando de vencer su miedo,  insiste con un tono un tanto desafiante:

–             Si. No quiero asistir. Me niego a ir a esa fiesta. No me interesa participar en ella.

Cuando Actea se dio cuenta de estas vacilaciones, la miró con asombro y la creyó víctima de un delirio febril.

¡Cómo es posible! ¿Resistirse al mandato imperial y exponerse desde el primer momento a su cólera? Sólo esta niña que no lo conoce, es capaz de pensarlo y no sabe lo que está diciendo.

Actea comprende por las palabras de Alexandra, que la joven ni siquiera se considera un rehén. Se siente más bien una princesa olvidada por su pueblo y lo más extraordinario: libre de ejercer una voluntad soberana.

Mientras Alexandra expone sus múltiples razones y finaliza diciendo:

–         Además creo que tú comprendes mejor que nadie porqué No debo asistir. Los cristianos no participamos de estos eventos que ofenden mucho a Dios.

La griega la escucha pensando en todas las consecuencias de esa temeraria decisión… Ninguna ley de las naciones la protege. Y aunque la protegiera. La voluntad del César es lo bastante poderosa para atropellarla, en un momento de regia cólera.

Nerón la ha reclamado y dispondrá  de ella a su imperial antojo. A partir de este momento, es juguete de la voluntad del César; por encima de la cual, no existe nada en el mundo.

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Actea le contesta:

–           Sí. Yo también soy cristiana y sé que sobre él está Dios Todopoderoso. Pero tienes que tener presente que en este palacio, todo se doblega ante la voluntad del César. No lo olvides Alexandra y sé prudente.

Alexandra insiste con determinación:

–           Nuestra doctrina lo prohíbe y tú también lo sabes…

–         Sí. Es verdad. Nuestra doctrina te prohíbe ser lo que alguna vez yo misma fui. Y sé que entre la deshonra y la muerte se debe elegir ésta última. Pero yo era sólo una esclava ¡Y tú aún no sabes lo que te espera!

–           ¿Pueden obligarme?…  ¿Crees que sea capaz de sentenciarme, sólo por no ir a un convite?

–           ¿No has oído hablar de la hija de Sejano, una doncella que por orden de Tiberio, fue violada por el verdugo antes de ejecutarla; por respeto a una ley que prohíbe que se castigue a las vírgenes con pena de muerte?

–           ¿Me aplicará la pena de muerte, sólo porque no quiero ir a su fiesta?

–           ¡Alexandra, Alexandra! ¡No provoques al César! Si llega el momento decisivo en que debas tomar una decisión crucial, podrás obrar como el Señor te lo inspire, pero no busques la destrucción por tu propio arbitrio. Y no irrites por una causa trivial a una divinidad terrena que es al mismo tiempo, una cruel divinidad.

            Actea dijo estas palabras con una profunda compasión acercando su bello rostro al de ella. Como si deseara convencerla y al mismo tiempo observar el efecto que le causan a la joven rehén.

Alexandra la miró con confianza y le rodeó el cuello con los brazos. Dándole un beso en la mejilla, suspiró y dijo:

            –           ¡Oh! Actea. Tú eres buena.

Conmovida, Actea la estrechó contra su corazón. Y luego, al desprenderse de sus  brazos, le contestó:

–           Hubo un tiempo en que lo amé y él era mi alegría. Pero ahora mi felicidad es otra y en mi corazón hay una esperanza… –sonríe y con el dedo dibuja sobre la mesa, la figura de un pez. Y agrega- Ni por un momento pienses en resistir al César. Sería una completa locura. Y permanece tranquila. Conozco bien esta mansión y creo que nada te amenaza de parte del príncipe.

            –           ¿Por qué estás tan segura?

.

–            Si Nerón hubiera ordenado que te trajesen para él, no te habría traído al Palatino. Aquí gobierna Popea. Y desde que ella dio una hija a Nerón, su influencia sobre él es casi completa.

–           ¿Entonces por qué es tan desastroso que me niegue a ir, si a él yo no le importo nada?

–           No. Es verdad que Nerón ha ordenado que vayas a la fiesta. Pero todavía no te ha visto, ni a preguntado por ti. Es muy evidente que tu persona no le preocupa en absoluto.

–           ¿Y por qué me reclamó?

–           Es posible que te haya querido arrebatar a La Familia Quintiliano, sólo porque está irritado contra ellos.

–           Entonces ¿Hasta cuándo voy a estar aquí?

–          Petronio me ha escrito que te cuide. Y también lo hizo Fabiola, como ya lo sabes. Es posible que Tito me haya hecho esta recomendación a instancias de ella. Y si es así, ningún peligro te amenaza; pues tal vez el mismo Petronio consiga de Nerón, que te restituyan a la casa de Publio.

–           ¿Nerón quiere mucho a Petronio?

–           Yo no sé si el César quiera mucho a Petronio. Pero sí me consta que muy raras veces tiene opiniones contrarias a la suya.

–           ¡Ay Actea! Petronio estuvo en la casa antes de que me trajeran y mi padre está convencido de que es por instigación suya que Nerón ha ordenado que le sea yo entregada.

–           Eso no está bien.

–           ¡Claro que no está bien! Y si no me trajo para él, ¿Por qué quieren obligarme a lo que ni siquiera me preguntaron si estaba dispuesta a aceptar?

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Actea se pone pensativa un momento. Luego dice:

–           El César no quiere a Publio, ni a Fabiola. Ignoro si Petronio es mejor que los demás integrantes de la corte que rodea al César; pero lo que sí sé, es que es muy diferente a ellos. ¿A quién más conoces, que pudiesen interceder por ti y que esté cercano al César? Quizá algún conocido del general Quintiliano…

–           Vespasiano y Tito visitaban la casa.

–           El César no los quiere.

–           También Trhaseas.

–           Tampoco a él.

–           Séneca es amigo de la familia.

–          Si Séneca insinuase algo, eso sería suficiente para que Nerón haga exactamente lo contrario.

Alexandra se ruborizó intensamente al decir:

–           Marco Aurelio.

Actea frunció el entrecejo antes de decir:

–           No le conozco.

–           Es pariente de Petronio y acaba de regresar de Armenia.

–           ¿Crees tú que Nerón le quiera?

–           Todos quieren a Marco Aurelio.

–           ¿Y él intercedería por ti?

–           Tal vez… Creo que sí. –afirma segura.

–          Entonces lo más seguro es que lo veas en la fiesta y tan solo por eso debes ir.

Alexandra la miró dudosa y dijo:

–           ¿Por qué piensas que sea muy indispensable verlo en la fiesta?

Actea insistió:

–           Primero porque debes asistir y solo una niña como tú, ha creído poder actuar de otra manera sin pensar en las consecuencias. Y segundo: si deseas volver a la casa de Publio, tienes que conseguir que Marco Aurelio y Petronio mediante su influencia, obtengan para ti el poder regresar a tu hogar. Si ellos estuvieran aquí, te dirían lo mismo que yo: intentar la más mínima resistencia, es locura y ruina.

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–           Si no voy ¿Se daría cuenta el César?

–          Pudiera ser posible que tu ausencia pase inadvertida para el César. Pero si se llega a enterar y juzga que tuviste la osadía de oponerte a su voluntad, no habrá para ti salvación.

Siguió un penoso silencio y ya no hubo objeción alguna.

Media hora más tarde, Actea levantó su bello rostro y exclamó:

–           ¡Oye Alexandra! Ya se escucha el rumor en el palacio. Cuando el sol se aproxime a su cenit, los invitados empezarán a llegar.

Alexandra lanza un profundo suspiro de resignación y acepta

–           Tienes razón Actea. Voy a seguir tu consejo.

–          Entonces vamos, para estar listas cuando envíen por ti. –y la llevó al unctorium.

Actea se ocupó personalmente de ataviarla y se manifestó su espíritu helénico, pues una vez que la desvistió para engalanarla; contempló asombrada su cuerpo escultural y perfecto, que complementa su rostro hermosísimo.

Y quedó muda de admiración pensando que Fidias hubiera deseado tenerla a su alcance, para esculpir a Afrodita.

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Sus ojos la miraron maravillados y no pudo reprimir una exclamación de sorpresa:

–           ¡Alexandra! ¡Tú eres cien veces más hermosa que Popea!

Alexandra, educada en la cristiana casa de Publio donde se observa el mayor recato aún entre personas del mismo sexo; es una virgen bella como un ensueño. De contornos armoniosos como una obra de Praxíteles.

Está de pié, dominada por una extraña alarma, completamente ruborizada. Unidos los muslos, cubriendo sus senos turgentes con las manos y mirando al piso, llena de pudor. De repente y en un súbito impulso; desprendió los broches que sujetan sus cabellos.

Y con una ligera sacudida a su cabeza, con sus cabellos negros y ondulados, se cubrió con ellos como un manto.

Actea la contempló por unos momentos pensando en la forma de sacar el mejor partido de aquella belleza y la entregó a dos esclavas que la llevaron a bañar. Después le ungieron el cuerpo con perfumados aceites y le humedecieron el cabello con verbena. Luego le pusieron una bata y la pasaron a otras dos esclavas, para peinarla y vestirla.

En todo han sido dirigidas por Actea; que aunque está supervisando su propio arreglo,  no puede reprimir exclamar con admiración:

–           ¡Oh! ¡Y qué cabellos los tuyos! No es necesario cubrirlos con polvo de oro. Tienen un brillo propio. Tu cabellera ondulante hace un lindo marco a tu increíble hermosura. ¡Maravilloso debe ser tu país parto, de donde vienen criaturas tan perfectas!

Alexandra se ruboriza y como una niña responde:

–           A veces se me pierden sus detalles entre la bruma del olvido… Y sé que no volveré a verlo. Recuerdo sobre todo, sus bosques de maderas preciosas. Y mis padres… –un destello de dolor nublan la mirada de sus ojos verde-azul y calla.

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Actea dice:

–           Pero brotan gallardas flores en esos bosques. – mientras continúa inspeccionando y dirigiendo los progresos del peinado que le están haciendo las dos expertas esclavas.

Cuando terminan, Alexandra ha sido vestida con una túnica azul pálido, sin mangas. Un peplo blanquísimo que arreglaron en artísticos pliegues. Y unas sandalias bordadas y atadas a sus tobillos, con cordones de oro.

Enseguida, Actea le puso las joyas: gargantilla, aretes, brazaletes, anillos, broches en el pelo. Unas verdaderas obras de arte, trabajadas en filigrana de oro y piedras preciosas, que hacen que la joven luzca como una genuina princesa real.

Ya que hubo finalizado el arreglo de Alexandra, se dispuso a concluir el suyo propio y dio las órdenes pertinentes a sus esclavas.

Mientras tanto seguía mirando y admirando a la joven que radiante como una diosa, le sonríe. Sonrisa a la que corresponde Actea, llena de complacencia.

Pronto estuvo lista también Actea.

Y cuando los primeros cisios comenzaron a llegar a la puerta principal del palacio, ella y Alexandra penetraron en el pórtico lateral desde donde se ve el patio principal rodeado por columnas de mármol y hermosas estatuas. Gradualmente aumenta el número de visitantes que pasan bajo el soberbio arco de la entrada principal y sobre el cual, la espléndida cuadriga de Lisias parece querer volar hacia el espacio, llevándose a Diana y a Apolo.

Alexandra contempla asombrada toda esta magnificencia que jamás hubiera pensado que pudiera existir desde la austera casa de Publio.

Los rayos del sol, dan destellos dorados sobre el mármol de las columnas y sobre las magníficas estatuas de las Danaides, los dioses y los héroes, a cuya vera fluyen multitud de personas ricamente ataviadas.

Domina sobre todo esto, el Hércules gigantesco sobre cuya cabeza irradian los rayos solares, aumentando su esplendor.

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Actea va señalando a Alexandra, a los que van pasando. Algunos con sus nombres, agregándoles sus historias breves, terribles. Historias que ponen asombro, pavor y admiración, en el ánimo de la joven.

Para ella, éste es un mundo extraño; cuya belleza deslumbra sus ojos, pero cuyos contrastes la asustan y no logra asimilarlos por completo.

Mientras caminan despacio, a lo largo de las majestuosas galerías; Actea va develando poco a poco, en voz baja, los terribles secretos de aquel palacio y de aquellas personas.

–           Aquí cayó Calígula bajo el puñal de Casio Queroneo y allí fue asesinada su esposa. Allá,  estrellaron a su hija y también la mataron.

Siguen caminando, mientras Alexandra imagina horrorizada, las terribles escenas. Llegan a otra ala del edificio y Actea continúa:

–           Aquí abajo están las mazmorras. Y en una de ellas, el menor de los Drusos, se devoró las manos en medio de la desesperación, por el hambre. Y aquí, Druso el mayor tuvo las convulsiones postreras, cuando lo envenenaron…
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Mientras recorren el vastísimo palacio, Actea continúa con su crónica de horrores:

–          Dondequiera que caminemos, por todas partes. Estas murallas han escuchado los gemidos del sufrimiento y los estertores de la muerte. Y esas gentes que ahora se apresuran a la fiesta envueltos en sus elegantes togas, luciendo sus vistosas túnicas y preciosas joyas; después los mirarás coronados de flores y mañana pueden ser víctimas de una condena.

Alexandra pregunta espantada:

–           ¿Sin ningún motivo? ¿Cómo puede ser eso posible?

Actea sonríe ante esta inocencia que desconoce la maldad. Y aclara:

–           Antes no era así, te lo aseguro. La influencia de Popea ha refinado su crueldad. Todo depende del humor del César y del agravio con el que se sienta ofendido. Míralos bien. En más de un semblante y detrás de una sonrisa; se oculta el terror, la alarma y la incertidumbre del día siguiente. La fiebre, la avaricia, la envidia, están en este momento royendo los corazones de esos coronados semidioses, en apariencia tan ajena y tan feliz mientras disfrutan de lo mundano.

Al escuchar todo aquello, en el ánimo de Alexandra se mezclan la visión magnífica del espléndido Palatino, con los terribles acontecimientos referidos…

Y se agiganta siempre más la añoranza angustiosa, por la amada familia de donde ha sido arrancada: el apacible hogar de la familia de los Quintiliano, en donde el poder dominante es el amor y NO el Crimen y la Traición… 

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HERMANO EN CRISTO JESUS:

ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, – CONÓCELA

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