52.- CALVARIO DE JOSÉ19 min read

En un bello atardecer de verano, María pasea despacio bajo el emparrado que cubre la terraza, llevando del brazo a su prima Isabel. El aire está saturado con el aroma de las rosas y las abejas revolotean sobre las flores del jardín y del huerto. Las dos conversan, mientras arrojan alimento a los palomos.

María pregunta:

–           ¿Pero por qué estás así tan triste? Dios te ha dado la alegría de ser madre y no te la quitará ahora que rebosas de ella. El pequeño Juan recibirá los besos de su madre y Zacarías tendrá todos los cuidados de su fiel esposa, hasta una edad muy avanzada.

Isabel contesta:

–           Eres buena y me consuelas. Estaba ya demasiado vieja para dar a luz a un hijo… Y ahora qué voy a tenerlo, siento miedo.

–           ¡Oh, no! ¡Aquí está Jesús! No hay que tener miedo en donde está Jesús. Mi Niño te quitó todo sufrimiento. Tú lo dijiste, cuando era tan pequeñito como un botón. Ahora que tiene tres meses en mi vientre, siento palpitar su corazoncito alegrando el mío. Él te librará de todo peligro. Ten fe.

–           La tengo…  pero si muriera, no vayas a dejar al punto a Zacarías. Sé que piensas en tu casa; pero quédate todavía un poco más, para ayudar a mi marido con su dolor…

–           Me quedaré para congratularme con tu alegría y con la de él. Me iré cuando te sientas con fuerzas y contenta. No te intranquilices Isabel. Todo saldrá bien.

Entran lentamente a la casa e Isabel se retira a sus habitaciones, acompañada por el séquito de mujeres que están listas para ayudar en el parto a Isabel.

María va al comedor, donde Zacarías pasea muy preocupado. Después de orar juntos, María se retira a su habitación, para seguir orando.

El tiempo pasa y al despuntar el alba del día siguiente, mientras Zacarías pasea nervioso, recorriendo de lado a lado el jardín; los gritos de la parturienta se han hecho más agudos. María está postrada junto a su telar, suplicando al Eterno…

Zacarías entra y la ve de esta manera y empieza a llorar. Es un llanto que lo estremece con sollozos inarticulados, por el castigo sufrido por su incredulidad y que le impide hablar.

María se levanta y lo toma de la mano. Es la jovencita que con palabras maternales, consuela a aquel anciano desolado…

El sol está despuntando en el horizonte y en ese momento, entra una mujer con el feliz anuncio:

–           ¡Ya nació! ¡Eres el padre dichoso de un varoncito!

Los dos alaban al Señor y le traen al bebé para que lo bendiga el padre.

Cuarenta y dos días después…

Zacarías, con sus regias vestiduras sacerdotales, se ve muy majestuoso e imponente. Su cara resplandece con la alegría de ser padre y con el honor de presentar a su varón primogénito al Señor. Parece un patriarca.  En el Templo, los guardias lo reciben con honores, igual hacen los sacerdotes.

La ceremonia de presentación del nuevo israelita y la de purificación de la madre es mucho más pomposa que cualquiera, por dos motivos: hacen fiesta por el hijo de un sacerdote y por el milagro de su nacimiento.

Toda la clase sacerdotal está presente y rodean a las personas que asisten.

Cómo María lleva entre sus brazos al pequeño Juan, mientras se dirigen al lugar de la purificación; algunos curiosos hacen sus comentarios…

Una mujer dice:

–           No puede ser.  ¿No véis que está encinta? Lleva al recién nacido y Ella ya está gruesa.

Un hombre le contesta:

–           Y con todo, no puede ser sino la madre. La otra está muy anciana. Tal vez sea una parienta, pero ¡Es imposible que sea la madre!

Alguien más dice:

–           Sigámoslos y veamos quién tiene razón.

Y su asombro es muy grande cuando ven que la que cumple con el rito de la Purificación es Isabel. Ofrece su corderito balante como holocausto y sus palomos por el pecado.

Luego Isabel, radiante y orgullosa; recibe de los brazos de María a Juan y lo llevan hacia el Lugar Santo, donde lo presentarán al Señor.

Un anciano comenta:

–           ¿No lo sabéis? Es el hijo del sacerdote Zacarías de la estirpe de Aarón. El que se quedó mudo cuando ofrecía el incienso en el Santuario.

¿Será su hijo el Mesías que espera Israel?

–           No nació en Belén. Y tampoco de una Virgen. No puede ser el Mesías.

Y los comentarios siguen…

Mientras tanto, termina la ceremonia y hay una fiesta de felicitaciones sobre los padres. Cuando salen del Templo para emprender el regreso, encuentran a José; al que María le había avisado, para regresar a Nazareth.

Al verlo, el rostro de María se alegra y José la saluda con respeto:

–           La bendición de Dios esté sobre ti, María.

María contesta sonriente:

–           Y sobre ti, José. ¡Alabado sea el Señor que viniste!…  Mira, Zacarías e Isabel están a punto de partir, para llegar a su casa antes de que anochezca.

–           Tu mensaje llegó a Nazareth, cuando estaba realizando algunos trabajos en Caná. En cuanto me enteré me vine. Perdóname por no llegar a tiempo para la ceremonia.

–           No. Tú perdóname por haber estado tanto tiempo lejos de Nazareth. Ahora Isabel ya está más fuerte y no me necesita más.

–           Hiciste bien, mujer.

José saluda y conversa con los primos y los felicita por todo. Admira al vigoroso niño que cuando lo apartan de la teta para mostrárselo a José, chilla y patalea a todo pulmón. Todos ríen de sus protestas y la charla se generaliza.

María mira a José con una mezcla de aflicción y de sondeo.

También él la mira. Y después de algunos minutos se inclina sobre ella y le pregunta:

–           ¿Estás cansada? ¿O te duele algo? Estás pálida  y triste…

–           Lamento separarme de Juanito. Lo quiero mucho. En cuanto nació lo estreché contra mi corazón…

José no pregunta más.

La hora de despedirse ha llegado. Entran en el mesón donde dejaron encargado el carruaje y el asnillo con el equipaje de María. Las dos primas se abrazan con cariño y María besa una vez más a Juanito antes despedirse de Zacarías. Luego le pide su bendición. Al arrodillarse ante el sacerdote, el manto se le resbala de la espalda y bajo el ardiente sol del estío, queda de manifiesto su cuerpo redondeado por la gravidez.

Luego, cuando van a subir sobre sus borriquillos, José le ayuda a María para que suba a la silla y la observa…

Pero no dice ni una palabra. 

¿Quién podrá describir con exactitud el dolor de José, sus pensamientos, la agitación de su alma?…

Como pequeña barca en medio de la borrasca, se encuentra en el centro de una vorágine de ideas contrarias: en un afluir de reflexiones, la una más punzante y dolorosa que las anteriores.

Es un hombre aparentemente traicionado por su mujer. Ve que se derrumba su buen nombre y la estima que el mundo tiene por él. Creyó ver que se le señala con el dedo y se le compadece en Nazareth…

Y también sintió que su cariño y la estima que tiene por María, se desbaratan ante la cruda evidencia del hecho que tiene ante sí…

Pero es un hombre justo y valiente. Guarda un heroico silencio y…

Emprenden el regreso a Nazareth y toman el camino principal que va a Galilea.

Dice María:

–           También mi José tuvo su pasión. Empezó  en Jerusalén cuando vio mi estado. Y duró varios días, lo mismo para él, que para mí. Espiritualmente no fue menos dolorosa y tan solo porque mi esposo era un Justo, se mantuvo de una forma tan digna y silenciosa, que los siglos apenas si lo han notado.

¡Oh, nuestra primera pasión! ¡Quién puede describir su íntima y silenciosa intensidad! ¡Quién mi dolor al comprobar que el Cielo no me había escuchado todavía, revelando a José el Misterio! Comprendí que lo ignoraba al verlo tan respetuoso conmigo, como de costumbre.  Si hubiera sabido que llevaba en mi seno al Verbo de Dios, hubiera adorado al Verbo encerrado en mí, con actos sólo dignos para Dios.

¿Quién puede describir mi abatimiento que trataba de vencerme y de persuadirme que había esperado en vano en el Señor? Pienso que fue la rabia de Satanás. Sentí que la Duda se levantaba tras de mi espalda y alargaba sus zarpas heladas para apresarme y hacer que no orase.

La duda, que es tan peligrosa y tan letal al corazón. Letal porque es el primer microbio de la enfermedad mortal que lleva por nombre: ‘desesperación’. Contra la que se debe reaccionar con todas las fuerzas, para que el alma no se pierda, ni se pierda a Dios.

El dolor de José.

En este punto su santidad brilla más alta que la mía. Lo digo con afecto de esposa, porque quiero que améis a mi José. A este sabio y prudente hombre; a este hombre paciente y bueno, que está unido al Misterio de la Redención por un desgarrador  e indescriptible sufrimiento. Él os salvó al Salvador a costa de su sacrificio y de su santidad.

Si hubiese sido menos santo, hubiera obrado humanamente denunciándome como adúltera para que fuese lapidada y el hijo de mi pecado muriese conmigo. Si hubiera sido menos santo, Dios no le hubiera concedido sus luces como guías en semejante prueba.

Pero José era un santo. Su espíritu limpio vivía en Dios. Su caridad era grande y fuerte. Y por su caridad os salvó al Salvador cuando no me acusó ante los ancianos y más tarde, cuando con su obediencia nos llevó hasta Egipto.

Breves en número, pero tremendos por su intensidad; fueron los tres días de la pasión de José y mía. De mi primera pasión, porque comprendía su sufrimiento y no podía consolarlo, porque tenía que obedecer la orden de Dios que me había dicho: “¡No digas nada!”

Cuando llegamos a Nazareth y vi que se iba después de una lacónica despedida, inclinado como si hubiese envejecido de repente. Y que no vino por las tardes como solía hacerlo; os aseguro hijos, que mi corazón lloró lágrimas de sangre.

Encerrada en mi casa sola, en donde todo me recordaba la Anunciación y la Encarnación. Y donde todo me recordaba a José, unido a mí con una castidad intachable. Tuve que hacer frente al desconsuelo, a las insinuaciones de Satanás y esperar, orar  y perdonar las sospechas de José y la agitación de su justo desdén. Porque es menester esperar, orar y perdonar, para obtener que Dios intervenga a nuestro favor.

Tres días después…

En una radiante mañana, María está tejiendo bajo la sombra de un manzano cargadísimo de fruta. El rocío de la madrugada, todavía cubre las hojas de las flores en el jardín. Bajo los párpados se ven las ojeras y sus ojos están hinchados de tanto llorar. Sus lágrimas caen sobre su trabajo y en su aflicción suspira, con una gran pena en su corazón. En el silencio circundante, tan solo se escucha el murmullo del agua que cae en un estanque en el fondo del huerto.

María se estremece al escuchar un golpe en la puerta de la entrada de la casa. Deja la rueca y el huso y se levanta para ir a abrir. Aun cuando su vestido blanco es amplio y lo lleva suelto, no logra esconder lo redondo de su vientre.

Cuando abre la puerta, se encuentra frente a José. Su cara marfileña palidece aun más y lo mira con ojos interrogadoramente tristes.

José la mira con ojos suplicantes… Ninguno de los dos dice nada.  Por un largo momento, solo se miran.

Luego, es María la que interroga:

–           ¿A esta hora José? ¿Tienes necesidad de algo? ¿Quieres decirme algo? Ven.

José entra y cierra la puerta. Pero no dice nada.

María pregunta:

–           Habla José. ¿En qué te puedo servir?

Una voz ronca y ahogada por el llanto contenido, implora:

–           En que me perdones.

José se inclina para arrodillarse… Pero María, que es siempre reservada en tocarlo, lo toca en el hombro y se lo impide.

María se ruboriza y palidece alternadamente mientras dice:

–           ¿Mi perdón? No tengo nada qué perdonarte, José. Sólo tengo que darte las gracias por todo lo que hiciste aquí cuando estuve ausente  y por el amor que me das.

José la mira. Dos gruesas lágrimas asoman en sus ojos oscuros de mirada noble y profunda y ruedan por sus mejillas hasta su barba.

Y dice con la voz entrecortada:

–           Perdón, María. Desconfié de ti. Ahora lo sé. No soy digno de tener un tesoro tan grande. Falté a la caridad. Te acusé en mi corazón. Te acusé injustamente, porque no te pregunté la verdad. Falté a la Ley de Dios, porque no te amé como me habría amado a mí mismo…

–           ¡Oh, no! ¡En nada has faltado!

–           Sí, María. Si hubiera sido acusado de un crimen semejante, me habría defendido. Tú… No quería que te defendieses, porque estaba para tomar mis propias decisiones, sin preguntarte cosa alguna. Falté al haber sospechado de ti. Aun la sola sospecha es ofensa, María. Por el dolor que he sufrido… Tres días de suplicio… Perdóname María.

–           No tengo nada qué perdonarte. Más bien soy yo quién te pido que me perdones por el dolor que te causé….

–           ¡Oh! ¡Sí que fue un dolor! Mira, hoy mismo me dijeron que en las sienes he encanecido. Y me he demacrado como un viejo. Estos días han sido para mí, más que diez años de vida. ¿Por qué María has sido tan humilde en callar, en no decir a tu esposo tu gloria y permitir que sospechase de ti?

José no está arrodillado, pero está tan inclinado que es como si lo estuviese y María le pone su pequeña mano sobre la cabeza y sonríe. Parece como si lo absolviera. Y dice:

–           Si no lo hubiera sido de una manera perfecta, no habría merecido concebir al Esperado que viene a cancelar la Culpa de la Soberbia que destruyó al hombre. Obedecí… Porque Dios me pidió esta obediencia… Mucho me costó… Por ti, por el dolor que sufrirías… Pero no tenía más alternativa que obedecer… Soy la esclava de Dios… Y los esclavos no discuten las órdenes que reciben. Las ejecutan, José; aun cuando hagan llorar sangre. – María llora silenciosamente mientras dice esto.

José, inclinado como está; no lo advierte hasta que una lágrima cae al suelo…  Y levanta su cabeza… Toma las manos de María entre sus manos morenas y fuertes y besa la punta de sus dedos que sobresalen entre las suyas.

Mientras dice con firmeza:

–           Ahora hay que tomar todas las providencias, porque…

José no agrega más, pero mira el cuerpo de María que se ruboriza toda. Ella se sienta de golpe para controlar su turbación, en un movimiento instintivo por ocultarse a la mirada masculina.

Y José agrega apresurado:

–           Hay que hacerlo cuanto antes… Vendré a vivir contigo. Cumpliremos con la ceremonia del matrimonio, la semana entrante… ¿Está bien?

–           Todo lo que haces está bien, José. Eres el jefe de la casa y yo tu sierva.

–           No. Yo soy tu siervo.  Soy el siervo bienaventurado de mi Señor que crece en tu seno. Bendita tú eres entre todas las mujeres de Israel. Esta noche avisaré a mis familiares. Y luego… Cuando esté aquí, trabajaremos para recibirlo… ¡Oh! ¡Cómo podré recibir en mi casa a Dios? ¿En mis brazos a Dios? Me moriré de alegría… ¡Jamás me atreveré a tocarlo!

–           Lo podrás… Como lo haré yo también por la Gracia de Dios.

–           Pero tú eres Tú. Yo soy un pobre hombre. ¡El último de los hijos de Dios!…

–           Jesús viene por nosotros los pobres, para hacernos ricos en Dios. Viene a nosotros dos, porque somos los más pobres y reconocemos serlo. Alégrate José. La estirpe de David tiene al rey esperado y nuestra casa se hace más fastuosa que el palacio de Salomón.

Porque aquí estará el Cielo y nosotros compartiremos con Dios el secreto de la Paz que más tarde los hombres conocerán. Crecerá entre nosotros y nuestros brazos servirán de cuna al Redentor que crecerá. Y nuestras fatigas lo alimentarán y lo cuidarán… ¡Oh, José! ¡Oiremos la Voz de Dios, llamarnos padre y madre! ¡Oh!…

Y María llora con un llanto pleno de alegría.

José, que se ha arrodillado a sus pies, llora con la cabeza escondida entre los pliegues del amplio vestido blanco de María.

Los días pasan y después de la ceremonia del matrimonio, que levanta una ola de comentarios nada caritativos; entre todos los que vieron a una novia con las redondeces de una avanzada gestación y que los censuraron por no haberlo celebrado cuando estas humillaciones se hubiesen evitado; José se fue a vivir a la casita de María.

Tres meses después, en pleno invierno, María está trabajando, haciendo el recamado de una fina tela blanca. Deja su labor porque ya anochece y la luz que entra del huerto es cada vez más opaca. Se levanta y su vientre, totalmente abultado, no le impide andar con ligereza majestuosa. Con el donaire y dignidad de una verdadera reina.

Su sonrisa está llena de dulzura y majestad. Su bellísimo rostro ha cambiado. Ahora ya es una mujer que ha adquirido la perfección de esa belleza que ilumina a las mujeres que esplenden, con la gloria de la maternidad.

José regresa del poblado y María le envía una sonrisa llena de amor. José le corresponde, pero no puede ocultar un gesto preocupado. María lo mira con ojos interrogantes y se levanta para tomar el manto que José se está quitando. Lo dobla y lo pone sobre el arquibanco, mientras José se sienta junto a la mesa. Apoya su codo en ella, muy pensativo. Y mientras, con la otra mano; con movimientos nerviosos se acomoda y se desacomoda la barba.

María le pregunta:

–           Tienes algo que te atormenta…  ¿Puedo consolarte?

José contesta:

–           Tú siempre me consuelas, María. Pero esta vez, tengo una gran preocupación… Por tí.

–           ¿Por mí José? ¿De qué se trata?

–           Pusieron un Edicto en la puerta de la sinagoga. Se ordena que todos los palestinenses se empadronen. Y hay que ir a empadronarse al lugar de origen. Nosotros debemos ir a Belén…

–           ¡Oh! –Interrumpe María poniéndose una mano en vientre…  Jesús ha saltado de gozo.

José dice:

–           Te molesta,  ¿Verdad? Es duro lo sé.

–           No, José. No es esto. Creo… Pienso en las Sagradas Escrituras. En Raquel, madre de Benjamín y mujer de Jacob de la que nacerá una Estrella…

José completa:

–           El Salvador…  Raquel fue sepultada en Belén, del que está escrito: “Y tú, Belén de Efratá, eres el más pequeño entre los poblados de Judá; pero de ti saldrá el Dominador…” –José se sobresalta y pregunta- ¿Crees… crees que ya llegó el tiempo? ¡0h! ¿Cómo haremos?

José está asustado y mira a María con ojos llenos de compasión….

Ella lo ve y sonríe. Y trata de despejar su preocupación:

–           José, el tiempo está ya muy próximo.  Pero el Señor puede abreviarlo, para quitarte esta preocupación. No tengas miedo…

–           ¡Pero el viaje!… Y si das a luz allá, ¿Qué vamos a hacer? No tenemos casa… No conocemos a nadie…

–           No tengas miedo… Todo saldrá bien. Confiemos en Dios. Él nos guía… También el Edicto es su voluntad. ¿Qué cosa es el César?…  ¡Un instrumento de su voluntad!…  Desde que el Padre determinó perdonar al hombre, arregló todos los sucesos para que su Mesías naciese en Belén… Mira que un poderoso que nos domina desde una nación muy lejos de aquí, ahora quiere conocer el número de sus súbditos y nos ordena que vayamos a Belén, para cumplir las Profecías… No tengas miedo… Dios sabe cómo nos protegerá… Él está con nosotros.

José la mira sorprendido y recupera su sonrisa.

Luego dice con alegría:

–           ¡Bendita tú, sol de mi espíritu! Ya no perdamos tiempo; pues hay que partir lo antes posible…  Y tenemos que regresar pronto, porque aquí todo está preparado para Él… Para Él…

–           Para nuestro hijo, José. Tal lo debe ser a los ojos del mundo, recuérdalo. El Padre ha rodeado con el Misterio su venida y nosotros no tenemos el derecho de levantar el velo. Él, Jesús; lo hará por Sí Mismo, cuando llegue la Hora…

–           Tienes razón como siempre, bendita mía. Voy a prepararlo todo para nuestro viaje.

–           Está bien esposo mío. Partiremos cuando  lo dispongas…

Y José se adelanta a preparar los borriquillos…

HERMANO EN CRISTO JESUS:

ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, CONOCELA

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