142.- EL JUICIO DE BARTOLMAI22 min read

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El suburbio de Ofel siempre lleno de ruido, está ahora en efervescencia.

Sus habitantes dicen:

–                       Os habréis equivocado con otro…

–                       Te digo que no. Le hablé: ¿Eres tú en realidad Sidonia, llamado Bartolmai? Y él me contestó: Lo soy. Quería preguntarle qué le había pasado, pero se fue a la carrera…

–                       ¿Dónde está ahora?

–                       Con seguridad en casa de su madre.

–                       ¿Quién lo ha visto?  -preguntan unos que acaban de llegar.

–                       ¡Yo! ¡Yo!  -responden varios.

–                       ¿Cómo sucedió?

–                       … Lo he visto correr sin el bastón y con dos ojos en la cara y me dije: ¡Oh! Así sería Bartolmai si…

–                       Te digo que todavía tiemblo de emoción. Al entrar a la casa gritó: ¡Madre te veo!

–                       Fue una gran alegría para sus padres. Ahora podrá ayudar a su padre a ganar el sustento diario…

–                       ¡Pobre de su madre! Se sintió mal del júbilo. Yo había ido a que me diera un poco de sal. Y…

–                       Vamos a oírlo…

José de Arimatea se encuentra en medio de toda esta algazara y sigue a esta gente hasta una casa que tal vez es la más pobre de todas y  a la que por otro vericueto, vienen los dos que habían seguido al ciego, acompañados de un escriba, un sacerdote y un fariseo.

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Se abren paso con garbo y tratan de entrar en la casa rodeada de gente. Pero es imposible aún para la autoridad judía y deben conformarse con escuchar las respuestas desde afuera.

Bartolmai, está apoyado sobre la mesa y responde a sus vecinos del barrio. Su madre, de pie junto a él, lo mira y llora secándose las lágrimas con su velo. Su padre, un hombre acabado en el trabajo, se restriega la barba con su mano temblorosa.

Bartolmai contesta:

–                       ¿Qué cómo se me abrieron los ojos? Ese hombre que se llama Jesús, me embadurnó los párpados con tierra mojada. Y me dijo: ‘Ve a lavarte en la fuente de Siloé’ Fui, me lavé. Se me abrieron los ojos y vi.

–                       Pero ¿Cómo hiciste para encontrar al rabí? Siempre andabas diciendo que eras un infeliz, porque nunca lo encontrabas ni siquiera cuando pasaba por aquí, para ir a la casa de Jonás en el Getsemaní. Y ahora que nadie sabe en donde esté…

–                       ¡Eh! Ayer por la tarde vino un discípulo suyo y me dio dos monedas diciéndome: ¿Por qué no tratas de ver? Le respondí: he tratado, pero no encuentro nunca a Jesús que hace los milagros. Lo ando buscando desde que curó a Analía mi vecina. Pero cuando voy a donde me dicen, Él ya no está.’ Entonces él me dijo: ‘Yo soy un apóstol suyo y Él hace lo que yo digo. Ven mañana a Bezetha y busca la casa de José el galileo, el que vende pescado seco. Cerca de la Puerta de Herodes y el Arco de la Plaza de la parte oriental. Y sabrás que antes o después Él pasará por allí y yo te señalaré al Maestro.’

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Yo le dije: ‘pero mañana es sábado…’ porque pensé que Él no haría nada en Sábado. Y él me respondió: ‘Si quieres curarte, es la oportunidad, porque después abandonará la ciudad y no lo encontrarás más.’ Yo le dije: ‘Sé que lo persiguen. Lo oí en las puertas del Templo a donde suelo ir a mendigar. Y por esto te digo que ahora que lo persiguen así, mucho menos me querrá curar en sábado, para no ser acusado.’  ‘Haz lo que te digo y en sábado verás el sol.’  –insistió él.

Yo fui. ¿Quién no hubiera ido? ¡Si lo decía un apóstol suyo! También me dijo: ‘yo soy al que más hace caso y he venido a propósito, porque me das compasión. Y porque quiero que brille su poder, ahora que lo han despreciado. Tú, ciego de nacimiento, lo harás brillar. Sé lo que digo. Ven mañana y verás.’

Fui y todavía no había llegado a la casa de José, cuando un hombre me tomó de la mano, pero no era la voz del que me había hablado el día anterior y me dijo: ‘Ven conmigo, hermano.’

Y yo no quería ir porque creí que me quería dar pan o dinero y le decía que me dejara en paz. Pero él me llevó frente a Jesús.

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     Yo no vi nada porque estaba ciego. Sentí dos dedos que me tocaban y me ponían tierra mojada, aquí y aquí. Y oí una voz que me decía: ‘Ve pronto a Siloé, lávate y no hables con nadie.’

Así lo hice, pero sentí desconsuelo, porque esperaba ver inmediatamente. Casi llegué a creer que se trataba de una burla de jóvenes sin corazón y ya no quería ir. Pero oí dentro de mí algo así como una voz que me dijo: ‘ten paciencia y obedece’ Fui pues a la fuente, me lavé y vi…

Bartolmai se detiene y se queda extático al volver a recordar la alegría que experimentó cuando por vez primera vio…

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Se oye una voz imperiosa:

–                       Decid a ese hombre que salga. Queremos interrogarlo.

Un amigo en voz baja le dice que son escribas y sacerdotes. El joven se abre paso y sale al umbral.

Nahúm pregunta:

–                       ¿Dónde está el que te curó?

Bartolmai responde:

–                       No lo sé.

–                       ¿Cómo que no lo sabes? Decías hace unos instantes que sabías. ¡No mientas a los doctores de la Ley y al sacerdote! ¡Ay de quien trata de engañar a los magistrados del pueblo!

–                       No engaño a nadie. Aquel discípulo me había dicho. ‘está en esa casa’ y era verdad, porque no estaba lejos de ella, cuando me tomaron y me llevaron a donde estaba. Pero en donde esté ahora, no lo sé. El discípulo me había dicho que partirían. Puede ser que haya salido ya por las Puertas…

–                       ¿A dónde se dirigía?

–                       ¡Yo que sé! Se irá a Galilea. Pues la manera en cómo lo tratan aquí…

Nahúm, Sadoc y Elquías:

–                       ¡Tonto irrespetuoso!

–                       ¡Ten cuidado en hablar así, hez del pueblo!

–                        Te pregunté qué porqué camino se iba.

Bartolmai se disculpa:

–                       ¿Y cómo queréis que lo sepa, si estaba ciego? ¿Puede un ciego decir a donde va alguien?

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–                       Está bien. Síguenos.

–                       ¿A dónde me queréis llevar?

–                       Con los fariseos principales.

–                       ¿Por qué? ¿Qué tienen que ver ellos conmigo? ¿Acaso me curaron para que les vaya a dar las gracias? Cuando era ciego y pedía limosna, jamás mis manos supieron lo que eran sus monedas. Jamás mis oídos oyeron una palabra suya de piedad y mi corazón nunca experimentó la menor prueba de su amor.

¿Qué debo decirles? No tengo a nadie más a quién dar las gracias, después de mi padre y mi madre que por muchos años me amaron a mí, que era un infeliz. Y a Jesús que me curó. Que me ha amado con su corazón, como mis padres lo han hecho. Yo no voy a donde están los fariseos.

Me quedo en mi casa con mi padre y mi madre. Quiero gozar viendo sus caras y ellos viendo mis ojos que acaban de nacer. Después de aquella primavera en que nací pero no vi la luz.

–                       ¡Déjate de charlatanerías! Ven y síguenos.

–                       ¡Qué no voy! ¡Qué no voy! ¿Acaso uno de vosotros secó una lágrima de mi madre que se moría por mi desgracia o de mi padre, que se moría de cansancio? Ahora voy a hacerlo con mi presencia ¿Y voy a dejarlos para seguiros?

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–                       Te lo ordenamos. No eres tú quién mandas; sino el Templo y los jefes del pueblo. Si la soberbia de haber sido curado ofusca tu inteligencia para recordar que somos los que mandamos, te lo recordamos nosotros. ¡Adelante! ¡Camina!

–                       Pero, ¿Por qué debo ir? ¿Qué queréis de mí?

–                       Que des testimonio de lo que pasó. Es sábado… Se ha hecho algo en sábado. Se le considera como pecado. Pecado tuyo y de ese Satanás.

–                       ¡Vosotros sois los satanaces! ¡Vosotros sois pecado! ¿Debo ir a acusar al que me curó? ¡Estáis borrachos! Iré al Templo a bendecir al Señor y no a otra cosa. Por tantos años he vivido en la oscuridad de la ceguera. Pero mi inteligencia ha estado siempre en la luz, en la Gracia de Dios y ella me dice que no debo hacer daño al único Santo que hay en Israel.

–                       ¡Basta! ¿No sabes que hay castigos para quién resisten a los magistrados?

–                       Yo no sé nada. Aquí estoy y aquí me quedo. No os conviene hacerme daño. Ved que todo Ofel está de mi parte.

Todos gritan:

–                       ¡Sí, sí!

–                       ¡Dejadlo chacales!

–                        Dios lo protege.

–                       ¡No lo toquéis!

–                       ¡Dios está con los pobres!

–                       ¡Dios está con nosotros!

–                       ¡Vosotros que matáis a otros de hambre, vosotros hipócritas!

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La gente aúlla y amenaza en una de esas clásicas manifestaciones populares espontáneas, que son la explosión de ira de los humildes, contra sus opresores. Y de amor para su protector.

Gritan:

–                       ¡Ay de vosotros si hacéis mal a nuestro Salvador!

–                       Al amigo de los pobres. Al Mesías tres veces Santo.

–                       ¡Ay de vosotros! No hemos tenido miedo a la rabia de Herodes, ni a la de los jefes extranjeros, cuando ha sido necesario.

–                       ¡No tenemos miedo a la vuestra, hienas viejas y desdentadas!

–                       ¡Chacales de uñas corvas!

–                       Roma no quiere tumultos y no oprime al Rabí, porque él es Paz.

–                       ¡Largaos! ¡Largaos de los lugares que oprimís con diezmos pesadísimos para sus fuerzas!

–                       ¡Y los queréis para saciar vuestra avaricia y hacer negocios sucios!

–                       ¡Largo! ¡Largo de aquí!

Y la gritería comienza a subir de punto…

José de Arimatea apoyado sobre una pared no muy alta, hasta ahora ha sido un atento pero inactivo espectador de los hechos. Con agilidad maravillosa para su edad y pese a tantos vestidos y mantos como lleva, sube sobre la pared…

Y José de Arimatea grita:

–                       ¡Silencio ciudadanos! ¡Escuchad a José el Anciano!

Una a una, todas las cabezas se vuelven a donde se oye la voz y al reconocerlo, los gritos de ira se cambian en gritos de júbilo:

–                       ¡Es José el Anciano!

–                       ¡Viva! ¡Paz y larga vida al justo!

–                       ¡Paz y bendición al bienhechor de los miserables!

–                       ¡Silencio que va a hablar!

–                       ¡Silencio!

El silencio llega despacio. Por algunos momentos se oye el ruido del Cedrón, más allá del suburbio.

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Todas las cabezas están vueltas hacia José. Olvidados de los cinco desafortunados e imprudentes que suscitaron el tumulto.

José dice:

–                       Ciudadanos de Jerusalén. Hombres de Ofel.  ¿Por qué queréis dejaros cegar de la sospecha y de la ira? ¿Por qué faltar al respeto y a las costumbres, vosotros que siempre habéis sido fieles a las leyes de los padres? ¿A quién teméis? ¿Teméis acaso que el templo sea un Moloc, que no devuelva lo que llega a él?

¿Acaso que vuestros jueces sean todos unos ciegos, más que vuestro amigo, ciegos en el corazón y sordos a la justicia? ¿No ha sido costumbre que un hecho prodigioso sea declarado, escrito y conservado por quién tiene obligación de cuidar las Crónicas de Israel? Aún por amor al Rabí que amáis, dejad que vaya el que ha sido favorecido con el milagro, a declarar lo que Él hizo.

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¿Dudáis todavía? Pues bien, Yo garantizo que ningún mal le sucederá a Bartolmai… Sabéis que no miento. Lo acompañaré como a un hijo, hasta allá arriba y os lo traeré después aquí. Tened confianza en mí y no hagáis del sábado un día de pecado al rebelaros contra vuestros jefes.

La gente se intercambia pareceres:

–                       Tiene razón.

–                       No se debe.

–                       Podemos creerle.

–                       Él es un hombre recto.

–                       En las deliberaciones buenas del Sanedrín, siempre está su voz.

Y termina gritando:

–                       ¡A ti si te creemos! Te confiamos a nuestro amigo.   –y volviéndose al joven-  Ve. No tengas miedo. Estarás seguro con José de Arimatea como si fuese tu padre o más.

Y abren paso para que el joven pueda ir a donde está José. Que ha bajado del pequeño muro…

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Y mientras pasa, le dicen:

–                       También nosotros vamos. ¡No tengas miedo!

José, con sus elegantes vestiduras, pone una mano sobre la espalda de Bartolmai y se ponen en camino. La túnica gris y pobre del joven, su pequeño manto contrasta con la rica vestidura roja y el elegante manto de color oscuro del viejo sinedrista.

Detrás de ellos, vienen los cinco y muchos de Ofel.

Atraviesan las calles principales, llamando la atención de muchos que señalan al ciego:

–                       ¡Ese es el ciego que mendigaba! Ahora ya ve. Y lo llevan al Templo. Vamos a oír.

Y la muchedumbre aumenta más…

Cuando llegan al Templo, José guía a Bartolmai a una sala donde hay muchos escribas y fariseos. Entran también los cinco y a los de Ofel les cierran la puerta en las narices.

José dice:

–                       Aquí está. Yo mismo lo he traído. Yo asistí a su encuentro con el Rabí y a su curación. Os puedo afirmar que fue del todo casual por parte del Rabí, como oiréis de él mismo. Fue invitado a ir a donde estaba el Rabí, por Judas de Keriot, a quién conocéis.Yo escuché y también estos dos, porque estaban presentes; como fue Judas el que tentó a Jesús de Nazareth a hacer el milagro. Ahora yo declaro que si hay alguien a quien deba castigarse, no será ni el ciego, ni el Rabí, sino el hombre de Keriot que, Dios sabe que no miento al decir lo que imagino, es el único responsable del hecho; porque a propósito lo buscó. Eso es todo. 

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Elquías contesta:

–                       Tus palabras no quitan la culpa al Rabí. Si un discípulo suyo pecó, no debería pecar Él. Pero pecó curando en sábado. Hizo una obra servil…

–                       Escupir en tierra no es hacer una obra servil. Tocar los ojos de otro tampoco. Yo también toco a un hombre y no creo haber cometido un pecado.

–                       Él realizó un milagro en sábado. En esto está el pecado.

–                       Honrar el sábado con un milagro, es gracia de Dios y de su bondad. Es su día. ¿No podrá el Omnipotente celebrarlo con un milagro que haga brillar su poder?

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–                       No estamos aquí para escucharte. Tú no eres el acusado. A éste es al que queremos interrogar.-se vuelve hacia el joven y ordena- Responde tú, ¿Cómo obtuviste la vista?

Bartolmai responde:

–                       Ya lo dije. Estos me escucharon. El discípulo de aquel Jesús, ayer me dijo: ‘Ven y haré que te cure’ fui. Sentí que me ponían lodo y oí una voz que me ordenaba que fuera a Siloé a lavarme. Lo hice y veo.

Elquías continúa:

–                       Pero ¿Sabes quién te curó?

–                       ¡Claro que lo sé! Fue Jesús. Ya lo he dicho.

–                       ¿Sabes exactamente quién es Jesús?

–                       Yo no sé nada. Soy un pobre y un ignorante. Hasta hace poco fui un ciego. Esto es lo que sé. Sé que Él me ha curado. Si ha podido hacerlo no cabe duda de que Dios está con él.

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Sadoc y Doras gritan furiosos:

–                       ¡No blasfemes!

–                       ¡Dios no puede estar en quien no observa el sábado!

José, los fariseos Eleazar, Juan y Joaquín, hacen notar:

–                       Tampoco un pecador puede hacer tales prodigios.

Sadoc los increpa:

–                       ¿También vosotros os habéis dejado engañar por ese poseso?

Eleazar apoyado por sus compañeros y José, dice con calma:

–                       No. Somos justos. Y decimos que si Dios no puede estar con quién obra en sábado, tampoco puede el hombre sin Dios, hacer que un ciego de nacimiento vea.

Elquías y los contrarios, objetan airados y de mal talante:

–                       ¿Y dónde metéis al Demonio?

Juan el fariseo replica:

–                       No puedo creer. Ni tampoco vosotros lo creéis, que el demonio pueda hacer obras con las que se alaba al Señor.

Sadoc pregunta:

–                       ¿Y quién lo alaba?

José argumenta:

–                       El Joven. Sus padres. Todo Ofel y yo con ellos. Y conmigo todos los que son justos y santamente temen a Dios.

Elquías y los suyos, se han quedado sin argumentos y se dirigen a Bartolmai:

–                       ¿Tú que dices del que te abrió los ojos?

–                       Para mí es un Profeta. Más grande que Elías que resucitó al hijo de la viuda de Sarepta. Porque Elías hizo volver el alma al cuerpo del niño.

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Pero este Jesús me ha dado lo que yo nunca había perdido, porque nunca lo había tenido: la vista. Si me ha hecho los ojos en un instante, sin nada; más que un poco de lodo; mientras que en nueve meses mi madre, con carne y sangre, no logró hacérmelos. Él debe ser tan grande como Dios, que con el lodo hizo al hombre.

Esto es demasiado para el grupo de Elquías.

Y gritan como energúmenos:

–                       ¡Lárgate!

–                       ¡Lárgate!

–                        ¡Lárgate!

–                       ¡Blasfemo!

–                        ¡Mentiroso!

Y echan fuera a Bartolmai, como si fuera un condenado.

Sadoc argumenta:

–                       El hombre miente. No puede ser verdadero. Todos están de acuerdo en que quien nace ciego, no puede curarse. Será uno que se asemeja a Bartolmai. Y que el Nazareno preparó. O bien, tal vez Bartolmai nunca ha estado ciego…

Ante esta sorprendente afirmación, José de Arimatea protesta:

–                       Que el odio ciegue a alguien, es cosa que se sabe desde Caín. Pero que haga estúpidos, es una cosa que no se había visto.  ¿Os parece que alguien llegue a la flor de la juventud fingiéndose ciego para… esperar un posible evento que meta ruido a un acontecimiento muy futuro? ¿O que los padres de Bartolmai no conozcan a su hijo o se presten a una patraña igual?

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Elquías replica:

–                       El dinero lo puede todo. Ellos son pobres.

Sadoc añade:

–                       El Nazareno es más que ellos.

José explica:

–                       ¡Mientes! Sumas de sátrapa pasan por sus manos. Pero no se detienen ni un instante en ellas. Esas sumas de dinero son para los pobres. Las emplea para hacer el bien, no para urdir mentiras.

Doras grita:

–                       ¡Cómo lo defiendes! ¡Y eres uno de los Ancianos!…

Eleazar apoya:

–                       José tiene razón. La verdad hay que decirla, cualquiera que sea el cargo que uno tenga.

Nahúm ordena:

–                       Corred a llamar al ciego. Traedlo nuevamente aquí.

Elquías aúlla:

–                       Que vayan otros a la casa de sus padres y que los traigan aquí.

Y abriendo la puerta y ordena a los que están afuera, que vayan por ellos. Tiene los labios llenos de espuma por la ira y el odio, que lo ahogan.

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Se le obedece al instante. El primero que regresa es Bartolmai; sorprendido y enojado.

Le ordenan que se quede en ángulo del salón y lo miran como una jauría de perros furiosos con su presa…

Después de algún tiempo, llegan los padres rodeados de gente.

Elquías ordena.

–                       Pasad. Los demás que se queden afuera.

Los dos entran espantados y ven a su hijo en el rincón. Sano. Pero como si estuviera arrestado…

La madre gime:

–                       ¡Hijo mío! ¡Hoy debería ser un día de fiesta para nosotros!

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Nahúm pregunta con aspereza:

–                       Escuchadnos. ¿Es vuestro hijo ese joven?

El anciano responde:

–                       ¡Claro que es nuestro hijo! ¿Quién queréis que sea, sino él?

–                       ¿Estáis seguros de ello?

El padre y la madre están tan atolondrados con la pregunta, que se miran antes de responder.

Nahúm furioso,  exige:

–                       ¡Responded!

El hombre contesta con humildad:

–                       Noble Fariseo, ¿Puedes pensar que un padre y una madre se engañen acerca de su hijo?

–                       Pero, ¿Podéis jurar que sí? ¿Qué por ninguna suma de dinero se os pidió que dijeseis, qué éste es vuestro hijo, cuando no es sino uno que se le asemeja?

–                       ¿Qué nos hayan pedido?… ¿Quién? ¿Jurar?  ¡Mil veces! ¡Por el altar y por el Nombre de Dios si te place!

La afirmación es tan clara, capaz de convencer aún al más obstinado. Pero los fariseos no quieren dar su brazo a torcer.

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Sadoc pregunta:

–                       ¿No nació ciego vuestro hijo?

La madre responde:

–                       Sí. Así nació. Con los párpados cerrados y adentro, nada. No tenía ojos.

Nahúm ríe con sarcasmo mientras dice:

–                       ¿Y cómo es entonces que ahora ve? ¿Qué tiene sus ojos marrones y sus párpados están abiertos? ¡No vais a querer afirmar que los ojos puedan nacer así, como flores en primavera y que un párpado se abra como el cáliz de una flor!…

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El padre responde:

–                       Sabemos que éste es verdaderamente nuestro hijo desde hace casi treinta años. Que nació ciego. ¿Cómo ve ahora? No lo sabemos. Ni sabemos quién le haya abierto los ojos. Por otra parte, preguntádselo a él. No es un tonto, ni un niño. Ya tiene sus años. Preguntadle a él y os responderá.

Uno de los dos que siguieron al ciego, grita:

–                       ¡Mentís! En vuestra casa, él os contó cómo fue curado y quién lo curó. ¿Por qué habéis dicho que no lo sabéis?

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–                       Estábamos tan atolondrados por la sorpresa que no nos habíamos dado cuenta bien.  –se excusan ambos.

Doras se vuelve hacia Bartolmai:

–                       Acércate. Y ¡Da gloria a Dios si puedes! ¿No sabes que quién te tocó los ojos es un pecador? ¿No lo sabías? Te lo decimos para que lo tengas en cuenta.

Bartolmai responde:

–                       ¡Bueno! Será como decís. Yo no sé si es pecador o no. Lo único que sé, es que antes estaba yo ciego y que ahora veo. ¡Y muy claro!

–                       ¿Qué cosa te hizo? ¿Cómo te abrió los ojos?

–                       Ya os lo he dicho y me escuchasteis. ¿Queréis oírlo nuevamente? ¿Para qué? ¿Tal vez queréis haceros sus discípulos?

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Varios exclaman airados:

–                       ¡Bruto! Sé tú discípulo de ese hombre.

–                       Nosotros lo somos de Moisés.

–                       Y sabemos referirte todo lo de Moisés y cómo Dios le habló.

–                       Pero de este Hombre no sabemos nada.

–                       Ni de Dónde venga. Ni Quién sea.

–                       Y ningún prodigio del cielo nos lo señala por profeta.

Bartolmai contesta feliz:

–                       ¡En esto está lo maravilloso! Que no sabéis de donde sea y decís que ningún prodigio os lo señala como a un hombre justo. Él me hizo unos ojos y me dio la vista.

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Y ningún israelita de entre nosotros, lo ha hecho jamás. Pero todos sabemos una cosa y es que Dios no escucha al pecador; sino al que le teme y hace su voluntad. Jamás se ha sabido que alguien en cualquier parte del mundo, haya abierto los ojos a un ciego de nacimiento; fuera de este Jesús que sí lo hizo. Si Él no fuese Dios, no  lo hubiera podido haber hecho.

Bartolmai hace énfasis en las últimas palabras y las dice muy despacio.

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Esto cae como un rayo, en medio de los energúmenos Fariseos, que le gritan:

–                       Naciste sumido en el pecado, deforme en el espíritu, mucho más de lo que fuiste en tu cuerpo.

–                       Y ¿Pretendes enseñarnos a nosotros?

–                       ¡Lárgate, maldito aborto!

–                       ¡Hazte Satanás con el que te seduce!

–                       ¡Largo!

–                       ¡Fuera!

–                       ¡Fuera, plebe estúpida y pecadora!

Y arrojan al joven y a sus padres, como si fueran tres leprosos.

Éstos se van ligeros, seguidos por sus amigos.

Fuera del recinto del Templo, Bartolmai se vuelve y grita:

–                       Decid lo que queráis. ¡A mí no me importa! La verdad es que veo y alabo por ello a Dios. ¡Vosotros sois unos satánicos!  Y no el Bueno que me ha curado…

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Su madre suplica:

–                       ¡Cállate hijo! ¡Cállate! ¡No nos vayan a hacer algún mal!…

–                       ¡Oh, mamita mía! ¿Te envenenó el aire de esa sala? ¿Tú que cuando yo sufría me enseñaste a alabar a Dios y ahora que te has encontrado con la alegría, no sabes darle las gracias? ¿Temes a los hombres?…  Si Dios me ha amado tanto y te ha amado, que nos concedió un milagro, ¿No podrá defendernos de un puñado de hombres?…

El padre dice:

–                       Tiene razón mujer. Vamos a nuestra sinagoga a alabar al Señor. Porque de este Templo nos han arrojado. Vámonos aprisa, antes de que termine el sábado…

Y apresurando el paso, se pierden entre las calles…

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